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Nunca digas que eso no es amor

en Parodias

La duquesa de Baba, acerca su rostro al espejo. Es una pieza que le encanta; más por las picaduras del azogue que distorsionan el reflejo de su cara octogenaria, que por su calidad artística. Es arriesgado chutarse bótox con un campo de visión tan limitado, pero no soporta contemplar su faz caballuna en toda su dimensión, coronada por esa mata de pelo cardado.

«Tú eres mi caballito de mar» le dice siempre su novio, Alberto. A veces se pregunta si en verdad la quiere; y en el caso de que así sea, ¿la ve como a un ser humano, un équido marino, o sólo busca su dinero? Suspira a modo de respuesta. Acerca la jeringuilla a una de sus remendadas patas de gallo. Su mano tiembla peligrosamente; pero, con la otra aferrando la muñeca, consigue darle firmeza. Es bótox de buena calidad. Lo cultiva ella misma en un tarro de guindillas jalapeñas caducado en marzo del 83 que su sirvienta encontró en la alacena. La tapa, abombada cual Chernóbil antes de la explosión, augura una digestión difícil a quien desee catar las guindillas.

La duquesa era y sigue siendo una mujer educada a la antigua, no en el dispendio y la compra compulsiva, sino en el consumo racional de recursos. Como su amiga de la nobleza británica que cultiva sus propios champiñones en compost casero; ha conseguido una de las mejores cosechas de toxina botulínica de todo el hemisferio, no superada por ningún laboratorio farmacéutico ni nevera de soltero. Los tratamientos que se aplica cada tarde se nutren de esas reservas.

Deja caer la mandíbula en un acto reflejo mientras se concentra en la operación; las arrugas se abren como un abanico siniestro desde el rabillo del ojo hasta el lóbulo de la oreja. Respira hondo. Ahí va una: rebelde, grosera, ancha como el Gran Cañón del Colorado, afluentes incluidos. Ha heredado el instinto cazador de la familia y su afición al toreo, y clava la aguja como si fuera un estoque mientras un chorro de baba resbala por su barbilla. Saca la lengua, sonríe... ¿o es un rictus espasmódico? Sabe que eso es veneno, pero ¿qué es la existencia sino riesgo?

Se siente más fuerte, más segura y su mano se sosiega. Una a una, las fisuras se irrigan con ese tóxico que, paradojas de la vida, es un bálsamo para su espíritu. La toxina contrae los diminutos músculos y su cara se abotarga por momentos. Bizquea. Tiene que parar a su debido tiempo, ya lleva demasiados pinchazos. Tira la jeringuilla al cesto y tapa el bote de jalapeños añejos. Intenta cerrar la boca, pero la tirantez se lo impide y la lengua queda colgando cual badajo campanero.

Está un poco asustada, mueve el apéndice como si buscara acomodo en el aire a falta de encontrarlo en su boca. Una mosca queda ahí pegada y aletea con terror sintiéndose presa de un camaleón; pero se suelta, sorprendida por la reacción compasiva del reptil. La duquesa ya tuvo una mala experiencia cuando intentó rellenarse las tetas con silicona antimoho que compró en Leroi Zorrín y se olvidó del bricolaje corporal durante una buena temporada. Siente un ligero pánico después de cada tratamiento, indisposición que atribuye a los efectos secundarios de la toxina. Llama a la sirvienta por el móvil, tan grandes son las dimensiones de palacio.

-¿Elvirããã?

-Dígame, señora.

-Elvirããã... súbame el aloe verããã y dos rodajitas de pepinõõõ, por favõõõrggg...

-Voooooyyyy -contesta Elvira desde la cocina.

Elvira sale al patio interior del edificio donde las plantas florecen. Se acerca a uno de los aloes y corta un trozo generoso. El sol de la tarde ha pegado fuerte y siente su calidez entre las manos. La deja sobre la encimera, saca hielo del frigorífico y lo coloca sobre la planta para refrescarla; después, toma un pepino y corta dos rodajas finas. Lo dispone todo en la bandeja y sube las escaleras.

Se acerca a la duquesa que está en el corredor superior sentada en una butaca de mimbre. La contempla. Tiene la clase y el porte de una aristócrata, pero eso no amilana ni conmueve a Elvira. Demasiados años juntas para andarse con rodeos.

-Ya ha vuelto a hacer de las suyas -dice en tono de reprimenda.

-¿De qué hablããã, Elvirããã? -pregunta la duquesa con expresión ausente.

-Lo sabe usted bien... mire que se lo tengo dicho... que un día de estos nos dará un disgusto... ¿Ya ha vuelto a pincharse esa porquería en la cara? A ver... ¡míreme! -le ordena mientras le acerca la mano y le estruja el rostro, familiarmente, como si fuese una niña...

Con la presión, el bótox sale en finas gotas por arrugas y poros, y la cara de la duquesa se ilumina como el retrato de una triste Macarena. Los chorretones parecen lágrimas, Elvira tiembla con devoción y está a punto de arrodillarse y rezarle una plegaria, pero no va a cambiar su actitud hacia ella ni su plan para castigarla.

-¿Es que no puede ir a una clínica de prestigio como van "las demás"? -recrimina.

-Elvirããã, por favõõõrggg, no me compare con esas advenedizãããs -contesta la duquesa, molesta por tan inoportuna comparación.

Ella sabe que no es como "las demás" y que esas clínicas privadas son para nuevas ricas como Carmen Chuscana, esa glamurosa trepa que banearon de Tele-Chisme por meterse con tertulianas arrabaleras.

Elvira se sienta frente a ella, toma la pulpa de aloe y la extiende por su cara de muñeca. La masajea con suavidad y toma un poco más para impregnarle el pelo. Al rato, la duquesa ha cobrado el aspecto de una popular figura de la natación sincronizada. Toma las rodajas de pepino y las pone sobre sus ojos, sellando así su obra. La duquesa se adormece, reconfortada.

La sirvienta se retira y maldice mientras baja la escalera. No soporta a Alberto y se siente terriblemente celosa de su relación; no la asume y no se alegra por ella aunque debería hacerlo: Ahora sólo le pide dos rodajas de pepino cada noche; cuando antes pedía la hortaliza entera.

La duquesa abre los ojos, mira al trasluz de las rodajas y las tonalidades rojizas del sol del ocaso llegan a sus pupilas. De pronto, una sombra se interpone y su corazón cabalga como una niña de quince años y pregunta:

-¿Eres tüüü, Albertõõõ?

-Soy yo, cielo... ¿Ya cenaste? -pregunta el recién llegado.

-Lubinããã.

-¿Sólo?

-Con salvado de avenããã, ya sabes que estoy en la 1ª fase de la Dukãn.

-¡Caracoles!

-Te dije lubinããã, tontín. Los caracoles son proteína purããã, pero no sé si está en su libro.

Alberto sonríe. Son esos equívocos los que la hacen tan entrañable, y él no es ningún neurótico que lo tome por un síntoma de demencia. Le coge las manos con cariño y ella se las aprieta. Cuando se metió por primera vez en relatos eróticos, no podía imaginar que acabaría junto a la duquesa. Primero, fueron historias sobre chicos jóvenes los que alimentaban su fantasía y, poco a poco y en una extraña metamorfosis, esos chicos se convirtieron en chicas que, irremediablemente, fueron creciendo, se volvieron más nutridas y redondeadas; para decirlo finamente: más espléndidas.

Como la fruta que también tiene su ciclo, creyó que cuando pasaran de maduras no las encontraría sabrosas, pero no fue así. Menopáusicas y post-lo-mismo le reconfortaban como nunca y, como nunca, mantenía su verga erecta bajo los pantalones cuando se imaginaba teniendo sexo con ellas. Tan fuerte era la excitación que a veces salpicaba con semen sus camisetas de Kusto Tarazona, prendas nada acordes con su edad física: 59 años.

Llegaron las pensionistas con sus sabrosonas mollas, sobre todo, las que conoció en Benidorm, lugar donde se trasladó para poder gozar más de sus cuerpos. Fueron días de vino y rosas hasta que se topó con la duquesa, que le robó el corazón. ¿Dónde y cómo se conocieron? En TR, evidentemente. Ella calentaba a jovencitos inexpertos en "Sexo con Maduras" bajo el seudónimo de Viejapelleja84, mientras Alberto colgaba sus fantasías con tintes escatológicos en "Sexo Anal" con el alias de Pedorro. De momento, es un secreto bien guardado -o eso cree él- que sólo cantará bajo tarifa previa a los televidentes de algún medio interesado, cuando llegue su momento.

La besa en los labios a pesar de que se pringa los morros con aloe. La toma de la mano y la ayuda a levantarse. La mantilla bordada que cubría sus rodillas resbala hasta el suelo, pero ellos hacen caso omiso a tan grave percance doméstico. Para eso está el servicio. Se acercan, pasito a pasito, hasta llegar al baño donde Elvira ha dispuesto todo lo necesario. La duquesa deja que su vestido de gasa floreado se deslice hasta el suelo con ese arte de hembra seductora que la edad no le ha restado. Ni siquiera lleva ropa interior. Con la ayuda de Alberto, se introduce en la bañera; primero, una pierna; después, la otra; con la dificultad que supone esa barrera arquitectónica. No hicieron caso del aviso del Ministerio de Sanidad sobre la conveniencia de cambiar bañeras por duchas y ahora lo están pagando.

Por fin, y tras media hora de intentos infructuosos, la duquesa se sumerge; pero lo hace en un intento vano y su cuerpo queda flotando horizontalmente sobre el agua como un corcho. A causa de la avanzada osteoporosis que la afecta; sus huesos, huecos como cañas secas, actúan de flotadores y le impiden sentarse cómodamente. En cambio, las tetas no desafían la fuerza de la gravedad de forma tan testaruda, y sus pezones rozan la fina porcelana del fondo. Alberto toma un saco terrero, reservado para tales ocasiones, y lo pone sobre el ombligo de la duquesa que se hunde, poco a poco, bajo la burbujeante arena. Ella le mira, sonriente, atrapada por el vértigo de la inmersión y le extiende una mano mientras le dice:

-Eres un cielo, Albertõõõ. Acompáñame... mmmm...

Alberto la mira con cara de sátiro. Se está poniendo burro por momentos y su erección manifiesta los efectos de la Viagra preingerida.

-Ven para acá, machõõõte -le dice la duquesa, insinuante, mientras extiende la mano y le toca el paquete.

La huella húmeda de sus cinco dedos crea un morboso efecto sobre el pantalón de lino blanco de Alberto. Parece que se haya corrido y lo va a hacer de inmediato si ella sigue con sus lúbricas maniobras. Le gusta que le masturbe de esa manera, sobre la tela. Se siente acosado, le sube la autoestima y se arquea para ofrecerle su carne. Cierra los ojos y respira entre dientes mientras su mano baja la cremallera de la bragueta. La duquesa hunde la zarpa en la abertura y la extrae con codicia. Sea por la física de la paja o por la química de la pastilla, el ariete queda a punto para una buena succión.

La duquesa relame el capullo, lo rodea, le hace el molinillo y la mete hacia adentro hasta donde alcanza a tragar. Vuelve al inicio para repetir la operación, una y otra vez, pues cuantas más veces lo hace, más dura y sabrosa la encuentra. La aferra para que no escape, pero la tensión le hace temblar la mano con un movimiento preciso que Alberto aprovecha para darse gusto y desatascar el conducto. Un chorrito de líquido preseminal inunda la boca glotona, y eso confunde a la duquesa que ronronea:

-Sluuurppp... sluuuurps... aishhsss... ¿tãããn prontõõõ?

-No, cari. Eso es sólo el anticipo, pero tómatelo como un castigo a tus viciosas maneras, que yo me corro donde y cuando quiera.

La dura reprimenda excita a la duquesa pues tiene una vena masoca. Se revuelve bajo el saco terrero y levanta un pequeño tsunami. Las olas desbordan el malecón de la bañera y empapan el pantalón de Alberto que se crispa con rabia lujuriosa y le dice:

-Pero que mala... pero que mala es mi duquesa... Es que se la está buscando, la muy zorra...

Ella no encuentra el momento de sacarse el rabo de la boca, pero lo mira de reojo y lo suelta. Su Alberto quiere algo más, está claro; y, aprovechando que ya está empapado, él se quita la ropa, saca el saco terrero de la bañera y se desliza por el otro extremo, quedando los dos cara a cara. La duquesa está de nuevo flotando y su coñito hinchado como una alubia en remojo lo contempla cual ojo de hipopótamo. Él extiende la mano, se lo acaricia hasta que le mete un par de dedos...

-Cómo tienes el chochete, duquesa... mmm... ni que fueras la Báthery, esa que se bañaba en sangre de mujeres vírgenes para conservarse lozana...

-Ha... ha....ha... ha... ha... ha... ¡qué tonterías dices, Albertitõõõ!

La duquesa piensa que ese tío es tonto del culo, que para qué va a sangrar doncellas si ya sangra a todos los europeos, sean vírgenes o no, con las ingentes cantidades de dinero que recibe de Bruselas en concepto de subvenciones agrícolas a grandes terratenientes.

Alberto está juguetón y le levanta las piernas. Las deja colgando, una a cada lado de la bañera...

«Kloc... klac... kloc... katacloc... » es el ruido de sus articulaciones anquilosadas por la artrosis que intentan adaptarse a la nueva postura; pero ella es una mujer valiente y no se queja, sólo un discreto temblor en sus extremidades delata el sufrimiento que soporta con su sonrisa estoica. Alberto toma las nalgas para acercar su cuerpo y se la hunde sin demora.

-Aaaaaaayyyy que gustito, Albertõõõ. Qué bien que me has ensartadõõõ... así... así... hasta el fondo de mi chochõõõ, guarrõõõte.

Alberto mete y saca como es deber de machote, alzando el coño y a su dueña, y dejándolo caer sobre el pijo. Le excita el físico vulnerable de ella, la sensación de dominio que le da tenerla ahí, atrapada. Fantasea con poder salvarla de algún achaque súbito y poder demostrarle su amor. La duquesa se siente perversa ante ese cuerpo relativamente joven, y se extasía pensando en cuantas flexiones llevará en el gym para conseguir esa tableta de chocolate. Ese hombre, que podría tener la edad de un hijo biológico, la enciende.

En la planta baja, Elvira está cada vez más inquieta. Ha cometido algo horrible, llevada por la furia de los celos. Alberto llegó para romper la armonía que reinaba en esa casa y se siente abandonada por la duquesa, entregada a la lujuria de ese hombre. Mira hacia arriba y ve la mancha de agua en el techo.

«Esta vez os estáis pasando, cabrones -piensa- ¿os creéis que estáis en una piscina pública?, ¿quién tendrá que llamar al técnico para reparar ese desastre? Sólo yo lo sé: Elvira... Elvira... aquí está Elvira como siempre para recoger tu mierda y tus bragas manchadas por tu zorrera lujuria». Luego piensa que la caca será del caniche y que la duquesa nunca lleva bragas, pero eso ya no la calma. Tiene una jarra en la mano y grita empujada por una fuerza incontrolable mientras la lanza contra una esquina con toda su rabia:

-¡¡¡SE ACABÓ, ESTOY HAAAARRRRRTAAAAA!!!

Por unos segundos se queda quieta, su cara congestionada, los ojos fijos en los trozos de cristal esparcidos por el suelo. Respira hondo y, poco a poco, parece tranquilizarse. Un montón de patatas por pelar la espera en la cesta. Toma un cuchillo, una silla donde se sienta y empieza con su tarea. Ni siquiera la han oído. No es nada para nadie en esta casa.

En la bañera, los copulantes han encontrado el ritmo placentero, pero ya sabemos como es la naturaleza humana que nunca está satisfecha y siempre pide un poco más de gozo. Esta vez, es la duquesa quien tienta a la suerte:

-Aaaay Albertitõõõ... ¿por qué no rematamos "allããã"? -le dice, insinuante, con esa complicidad que los amantes le dan a palabras simples que sólo para ellos tienen un significado especial.

Alberto también quiere ir para "allá". Antes le daba reparo, pero ahora le da mucho morbo y piensa si no le pone más palote que la propia Viagra. Sale de la bañera, se seca con una toalla y ayuda a salir a la duquesa. Es una tarea ardua porque su cuerpo se ha entumecido con la complicada postura. La aprendieron de un famoso peluquero que les visitó, aficionado al sexo tántrico y capaz de mantener orgasmos de diez horas. Ellos no han llegado a tanto y se conforman con un polvete aceptable de cinco minutos y un orgasmo de cinco segundos "no tántrico".

Alberto la cubre con la toalla y la sostiene mientras se dirigen hacia "allá". El "allá" es una habitación donde está "aquello". Cuando en su infancia, la duquesa o alguno de sus hermanos cometía una travesura; su padre los llevaba a esa habitación para mostrarles "aquello" y les decía ante su mirada de pánico: «Mirad eso. Por culpa de los excesos de vuestros antepasados inventaron esa maquina infernal. Lo más alto de la nobleza y el clero pasaron por ella; pero no perdieron la cabeza aquí, sino que ya la habían perdido mucho antes dilapidando sus fortunas con la ostentación, el dispendio de alimentos y la lujuria en sus facetas más escabrosas. Espero que eso os ayude a no ser como ellos, a coméroslo todo rebañando el plato y a no mostraros pedantes con los compañeros de colegio».

Y para que apreciaran todo el potencial de la máquina, acostumbraba a dejar caer la hoja sobre algún pepino o zanahoria para mostrársela cercenada. Con tan frecuentes demostraciones, el terror inicial fue diluyéndose, porque los niños se adaptan pronto a todo y acabaron tomándoselo como un juego divertido. Un día, un hermano de la duquesa en un arrebato de celos, guillotinó a su muñeca más querida, la Mariquita Pérez, cosa que ella nunca perdonó. Su padre, desbordado por la tragedia y viendo al artilugio como fuente de problemas, decidió cerrar la habitación y lanzar la llave al pozo. Años más tarde y por casualidad, una sirvienta la encontró mientras acarreaba agua, y la duquesa decidió darle un nuevo uso, por añoranza, lujuria o las dos cosas,.

Alberto toma a su amante desnuda y la coloca a cuatro patas en la guillotina, atrapándole la cabeza en el cepo. Coge las tetas caídas y las pasa por encima de los hombros, y así, colgando de la espalda, las toma una a una con la boca -¿quien podría hacer eso con una mujer joven?-. Le lubrica el ano con saliva y se la hunde arrastrando las almorranas hasta el fondo y abriéndole nuevas fisuras que la duquesa nunca alcanzará a reparar con su bótox.

-¡Aggggggggggalbertõõõõgggg no me faaalleeesss ahorãããggg!!! -gime la duquesa.

Alberto no le falla. Arremete con pasión, golpeando sus cojones contra la lúbrica aristócrata.

Elvira, desde la cocina, mira de nuevo hacia el techo. ¿Cómo reaccionará cuando oiga el alarido y vea la mancha de sangre expandiéndose en el yeso como la culpa en su conciencia? ¿Cómo vivirá el resto de sus días con eso? No puede más. Con la patata en una mano y el cuchillo en la otra arranca a correr hacia las escaleras. Sube los peldaños de dos en dos, jadeando, arrastrando la pela del tubérculo que forma una larga y extraña serpentina en el aire, una pela tal y como la duquesa le enseñó a cortar: fina como la seda; una pela cicatera que no desperdicia nada comestible. Llega al corredor y ve con espanto que ya han salido del baño. Se dirige hacia "allá" donde está "aquello" y ve a Alberto sobre su señora, a punto de apretar el resorte.

-¡NO SE MUEVAAAAAAAAAAN!!! -grita con un alarido que resuena por todo el palacio.

Aquello paraliza a Alberto que deja la mano en suspenso. La duquesa ya está quieta por efecto de la máquina, por lo que no debe esforzarse. Elvira se dirige hasta la guillotina y pone el seguro discretamente mientras simula estar lubricando las guías con un trozo de patata.

-¿ARGGSSLVIRÃÃÃ? -inquiere la duquesa.

-¿Le parece el momento de hacer eso? -pregunta Alberto-, ah, y otra cosa: ¿no le enseñaron a llamar antes de entrar en los aposentos?

-Lo siento, don Alberto -contesta Elvira-. Hay dos cosas que no soporta la duquesa: El sonido del yeso en la pizarra y el chirriar de la cuchilla al caer.

-¿Y la patata, qué pinta en eso?

-Es el mejor lubricante. Nada como unas cuantas rodajas crudas en la base para que un armario ropero se deslice. ¿Qué me va a decir a mí? Ah, y usted, duquesa... debería aprender algo: ¡QUIEN JUEGA CON FUEGO TARDE O TEMPRANO SE QUEMA!!!

-¡ARGGGGSSSHHH!!! -contesta la duquesa desde su complicada postura.

Elvira sale dando un portazo ya más sosegada.

Los amantes, superada la intromisión, reinician la brutal cópula hasta que sienten sus orgasmos llegar. Alberto extiende la mano y esta vez sí le da al resorte. La cuchilla baja acelerada hasta que alcanza el tope con un golpe seco, y queda a sólo un centímetro del cuello que se retuerce de placer. Cientos de pelos blancos, segados por el filo, levantan el vuelo como angelitos traviesos. La verga de Alberto se corre en su culito caliente. Nada como sentir el peligro cerca para estimular al más soso. Eso sí, peligro controlado con el seguro puesto.

 

EPÍLOGO:

Espero que saquéis algo de provecho de esa historia. Sobre todo, algún consejo sobre economía doméstica; aunque desestimaría lo del cultivo de bótox por considerarlo altamente peligroso en manos inexpertas, igual que la guillotina casera por requerir mucha altura de techo. Lo de las rodajas de patata sí funciona y es de mucha utilidad si os dedicáis a las mudanzas.

Aviso: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia o paranoia torticera del lector/a.

 

 

 

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