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No sea tan mala conmigo, enfermera

en Textos de risa

-¿Paco Virgen

-Sí, soy yo; pero llámeme Poko Virgen, por favor. Porfirio Koldo Virgen Martínez es mi nombre completo -le replico puntualizando; pensando en que por qué no asumir mi identidad al completo si probablemente muera en esa prueba. 

-Perdone, señor Poko. Le estábamos esperando. Pase por favor, entre ahí y desnúdese; reloj, pulseras, anillos y medallas si las lleva, y vístase esa bata. Los calcetines no se los quite, no hace falta. Luego, póngalo todo en esa bolsa -dice la enfermera mientras me acompaña al vestidor y me da una bolsa extragrande de basura vacía-. ¿Está en ayunas y ha seguido el tratamiento previo, señor Paco

Le contesto que sí, me meto en el antro libre de contaminación y empiezo con la labor. Al rato, oigo a la enfermera graznar al otro lado de la puerta: 

-¿Ha venido usted acompañado, señor Paco

-Bueno...ejem... No -contesto. 

-Pues muy mal, señor Paco. Ya le advertimos en la citación que debía llevar algún acompañante con usted. 

-A ver, Laura -ese es el nombre que había leído en su tarjeta identificadora-, ya le he dicho que no me llamo Paco, sino Poko. He venido en autobús y me iré en taxi. No voy a conducir, o sea que no veo donde está el problema -le digo mientras salgo del cuartito con el culo al aire y luchando con el cierre de la bata. 

-El problema -dice sin mirarme mientras trastea sobre la camilla con todo tipo de sondas, gomas y manómetros- es que sin acompañante no hay sedación. Vamos a ver hasta donde llegamos y usted soporta. Y mientras hace ademán de que me acerque, agrega-: Súbase a la banqueta y túmbese en la camilla boca arriba por favor.

Laura tiene esa voz neutra e impersonal que le hace sentirse a uno, anónimo y gilipollas. Suspiro y la obedezco. Me tumbo en la camilla mientras con el culo desplazo la sábana de papel que resbala hacia un lado y me deja en contacto con el frío del hule. Me da igual. Cuando no pueda más chillaré como cerdo en matanza. La puerta lateral se abre y entra el doctor junto a otra enfermera. 

-¿Cómo se encuentra, señor Poko? -me pregunta el doctor-, ¿está nervioso...? Tranquilo, verá como en unos instantes todo habrá pasado... 

Es un hombre de mediana edad, de aspecto agradable y sereno, de esos que imaginas sacando a pasear a los niños los domingos por la tarde, sólo por el placer de hacerlo. Rezo para que sea igual de piadoso conmigo. Da órdenes a sus enfermeras que, como cluecas, van de acá para allá para satisfacer al gallo del gallinero. 

No estoy tan seguro de que pase tan rápido como él ha dicho. Laura, la enfermera agria, abre una vía en la muñeca que me duele de cojones, y quedo seguidamente conectado a mangueritas y tubos; acorralado por todo tipo de artilugios, con gráficas luminosas y luces de todos los colores. Un regular pitido pone fondo musical al dantesco escenario y me recuerda que aún estoy vivo. El fragor de la batalla se acerca y todo es movimiento. Laura saca el endoscopio del precinto. 

-A ver, abra esas lindas piernas, señor Poko -dice el supuesto instructor de torturas para deshacer el hielo. 

Respondo con actitud sumisa a la sugerencia del doctor -qué voy a hacer si a eso he venido- y me abro de patas. Pronto noto el tacto frío de la goma partiendo mi ano, y doy un respingo... 

-Tranquilooooooo... tranquilooooo... ya está deeentrooooo... tooooodoooo deeentrooo... -dice el médico- respire tranquilo... no se acelere... 

Puedo confirmarlo: Siento como avanza por el esfinter hacia dentro y me estremezco; mas parece que hay un tropiezo y se encalla con alguna almorrana o pólipo... 

-Levante... levante... -dice entre dientes el doctor. 

-Vaya, como si estuviera pariendo -digo mientras levanto las piernas en alto. 

-JAJAJAJAJAJAJAJAJA -ríe la enfermera Laura- no así, dobladas con las rodillas contra el pecho... ¿Ha dicho ”pariendo”, señor Paco? ¿Cómo va a comparar... ? JAJAJAJAJAJAJAJAJA... Qué sabrán los hombres qué es eso, si por un dolorcito de nada ya se angustian y lloran por un pinchazo en el dedo... Vamos, que si tuviesen que parir ustedes no habría nadie en el planeta. 

Está claro que he invadido la zona prohibida y he cruzado los límites protocolarios que su divina majestad marca. Ese coño resabiado no va a consentir tal oprobio ni perdonar comparación tan desafortunada. La miro y me devuelve la mirada, desafiante. Serán paranoias mías pero creo que me odia. 

El tubo avanza, superados los escollos anatómicos. Para distraerme mientras me sodomiza, el médico me muestra la pantalla donde se pueden ver mis intestinos en vivo y en directo con todo lujo de detalles... 

-Perfecto... fantástico... ¿ha visto? Rosado y liso como el culito de un bebé, la mucosidad perfecta, jugoso como el mondongo de cazuela... 

Asiento con la cabeza. Joder... ese cabrón disfruta y va sacarme las tripas para comérselas, pero no se le puede reprochar que goce con su trabajo -¿no es eso ser profesional?-. La verdad es que tranquiliza verse por dentro y con tan sublime aspecto, a pesar de que ya empiezo a retorcerme de dolor... 

-¿Cuánto llevamos, Laura? -pregunta el doctor. 

-Sesenta y siete -contesta la agria. 

¿Setenta centímetros de tubo en mi culo?  No puedo creerlo. Claro que debe ser cierto, porque siento un retortijón tremendo que amenaza con expulsar alma, tubo y tripas, fuera de mi cuerpo. 

-¿Cómo lo lleva, señor Poko? -me pregunta el doctor, atento. 

-Nopuedomaaassssssggggg -le contesto con cara de cólico miserere. 

-Ya es suficiente -dice a las enfermeras viendo que me pongo azulado. 

Siento una sensación extraña. Un calor súbito y agradable que se expande por mi próstata con el roce de la goma al retirarla. Un placentero alivio que me provoca erección, o quizá ya estoy burro desde antes, pero estaba tan concentrado en la pantalla visitando mi complejo mundo interior ... Pierdo el control mientras el tubo sale del recto como una serpiente de una grieta. El pulso se acelera, la tensión sube y los monitores enloquecen. Me corro entre espasmos de gusto mientras gimo... 

-Oh....sííííííí... sííííííí... síííííííí... mecagoenlalechequemecorrooooooooo... sííííííííí... 

Oigo un silencio pesado, sólo roto por los pitidos que, poco a poco, recuperan su ritmo normal. Las gráficas indican lo pasajero del instante y la fugacidad del orgasmo. Veo a Laura a un lado, impávida. Tiene brazos y manos extendidos a los lados en pose de revelación divina, pero no creo que haya visto santo alguno; tiene la boca muy abierta y los ojos... bueno, sólo un ojo puede mirar fijamente, porque del otro cuelga un pringue de lefa considerable que dificulta su visión... 

-Lo siento... lo siento -murmuro sin sentirlo- lo siento de veras... 

-Puto cabrón... puto cabrón... puto cabrón... -susurra lo suficientemente fuerte para que la oiga. 

Su boca apenas se mueve, articulando esa letanía insultante como si fuese una ventrílocua siniestra. 

-¡NI TE MUEVAS, LAURA, POR FAVOR! -grita su colega- Ni se te ocurra restregarte... ahora mismo lo limpiamos, cielo... 

El pringue resbala hasta sus labios y debe cerrar la boca. Ahora ya no murmura, sólo piensa, y yo imagino que pasa por su cabeza: 

Tanto tomar precauciones, siempre con los preservativos en el bolso, sin hablar de los guantes desechables que se usan para todo y los mil y un rituales de esterilización que hay que realizar al cabo del día en un hospital para que, luego, un cabrón te folle el ojo. Irá a ver mi historial, lo primero, y descubrirá mis diez analíticas recientes buscando rastros infecciosos, todas durante el último año. Soy un puñetero hipocondríaco -lo sé- pero eso no la dejará más tranquila, porque por muchos negativos que encuentre, sospechará de mí. Yo también lo hago y de aquí tantos análisis, la comprendo... Lo de enfermarse por la córnea suena raro, pero uno no debe fiarse de nadie que se corra durante una colonoscopia... Vaya puto incontinente... 

El doctor y la enfermera colega la toman de los brazos, uno a cada lado. Le dan un giro de 45º hasta  dirigirla hacia la puerta lateral, la llevan más tiesa que un bacalao seco; y, más que andar, la desplazan. 

-Lo siento -repito, esta vez muy bajito. 

El doctor y la enfermera acompañante me miran; el uno, con expresión circunspecta; la otra, fulminándome, solidaria con su colega. 

Me dejan sólo con mis reflexiones, reflexiones que dedico a un documental que vi sobre fecundación artificial de osos pardos. Buscaban a los machos en el monte, los sedaban con un dardo y les introducían un electroestimulador en el recto para que se corrieran como locos y así embolsar su semen para  luego utilizarlo con las hembras. Ese referente tan candoroso y solidario con el medio ambiente me deja mucho más tranquilo, pues no veo en la reintroducción del oso pardo, sean cuales sean sus métodos, nada zorril ni depravado. 

El doctor regresa sólo y desconecta todo a lo que me tiene sujeto. Finalmente, me dice con frialdad: 

-Ya acabamos y ya puede vestirse, señor Poko. Le avisaremos para darle los resultados. 

Le obedezco sin rechistar, me visto en el cuartito y salgo. Ya estoy en el corredor cuando oigo su voz, llamándome: 

-Señor Poko... ¿a dónde va?... venga para acá... 

Vuelvo sobre mis pasos y me introduce en la consulta, quirófano, sala de torturas o cómo se llame eso. 

-¿Y la vía? -me dice señalando la muñeca. 

Es cierto. Estoy tan aturdido que me largo con la vía clavada como si fuese una pulsera. Me la saca con cuidado y pone una gasa en su sitio. No le miro a la cara, no me atrevo, pero veo su bata oscilar con pequeñas sacudidas por la risa contenida. Yo tampoco puedo aguantarme y me da la risa floja. Me despido furtivamente y me voy corriendo sin mirar para atrás, esperando no toparme con ese trío nunca más en mi vida, ni siquiera en el más pavoroso de mis sueños.

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