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Saciada por garrulos (2) Vestida de semen

en Sexo con maduros

Un cerdo murió por mi culpa y el gorrinero se cobró el desperfecto. Nunca había pagado nada tan a gusto. Creía que no quedaba nada por saldar, pero estaba equivocada. Faltaba el recargo. Memorias. Verònica Flaquer

 

No podía conciliar el sueño por culpa de esos berridos. Ignoraba que traíamos un semental junto al cerdo muerto, un verraco que las gorrinas de la pocilga olfateaban. Igual que Clarice Starling deseó el silencio para sus corderos, lo mismo deseé para ellas. Tranquilizadas por un cambio de aire quizás, se ciñó el silencio sobre el hogar gorrinero y yo caí vencida por un profundo sopor del que me despertaron unos chasquidos metálicos. Me di la vuelta y abrí los ojos. Ya era de día. Pegué un salto y me hice un ovillo en un rincón. Allí estaba la tía del gorrinero con unas tijeras en la mano. Sonreía buscando una complicidad que yo no le podía mostrar.

-¿¡PERO QUÉ HAS HECHO!? -aullé temiendo por mi vida.

Allí estaba mi vestido indio convertido en falda hawaiana y sus pezones asomando marchitos entre tiras de tela a la altura de su ombligo. Me cubrí con la sábana y corrí escaleras abajo.

Sentado frente a la mesa de la cocina estaba Blas, que así se llamaba el gorrinero, repeinado y vestido con sus mejores galas de palurdo. Su cara era un punteado de pelos hirsutos, pero eso no parecía afectar su autoestima. Ni siquiera levantó la vista cuando grité: «¿¡QUÉ COÑO HA HECHO TU TÍA CON MI VESTIDO!?»; y siguió con sus asuntos: rebañar restos de huevo frito, tocino y alubias que se llevaba a la boca, chorreándole yema por las comisuras. Me sentí sucia por haberme entregado con tanto gusto a alguien tan grosero.

-¿Qué te parece si me buscas algo de ropa y me largo?

El garrulo pareció no inmutarse y siguió tragando.

-¿Escuchas lo que te digo?

Hizo una pausa, suspiró como si le afectara un gran pesar y contestó señalando una forma animal envuelta en una sábana que colgaba del techo.

-Mataste al gorrino, niña pija. Estamos en paz. Bueno, creo que aún me debes pasta. Y prosiguió-: Ayer tuve que destriparlo mientras dormías.

-¿Pija? ¿Qué te debo pasta?, ¿pero tú de que vas?

-Estás acogida en mi casa, ¿no le llaman turismo rural a eso?

-Me acogiste porque me necesitabas. Tu tía casi se ahoga, estaba empapada y yo le presté el vestido y cuidados que tú no podías darle.

-¿Eres enfermera acaso? Me pareció oír que te ibas a Fraga a recoger fruta.

-Exacto. Y quiero llegar cuanto antes, pero no lo haré desnuda. Mis amigos me esperan allí.

-¿Amigos? Fumetas piojosos querrás decir. Ya me conozco la historia. Os da la tontería de que necesitáis aire puro y venís aquí creyendo que eso es el paraíso. Pero el paraíso huele a mierda de gorrino y hay que doblar el espinazo y trabajar como en todas partes. Acabáis haciendo el vago, robando o chingando a todas horas y maldiciéndonos porque somos unos gañanes insensibles y jodimos vuestro sueño. ¿No es eso?

-En absoluto.

-¿Quieres campo? Aquí hay trabajo. Eso te lo garantizo.

-¿Con los cerdos?

-De gorrinero cómo yo, a mucha honra.

Sonreía con suficiencia maligna mirándome de arriba abajo hasta que un aullido que venía de la puerta de entrada le congeló la sonrisa:

-¿QUE COÑO HACE AQUÍ ESA... ESA... ZORRA?

-Hostias, mi madre...

Entre una nube de moscas, atendía una mujer similar a la que me había destrozado el vestido. También llevaba un pañuelo negro en la cabeza a juego con su indumentaria ancestral, señal de compromiso con las tradiciones más palurdas. El único toque de color eran el rojo de las venillas de sus ojos levemente estrábicos como los de su hijo.

-Está aquí para ayudarte, mamá. Está a prueba -contestó Blas.

-¿Yo? -protesté-. No dije eso.

La mujer me ofreció un delantal. Atrapada en sus contradicciones como todos, se mostraba práctica a pesar de ello. Educada en la subsistencia, sería probablemente una meapilas que no dudaba en aliarse con la Jezabel pecaminosa que acababa de fornicar con su hijo si la situación lo requería. No pude evitar sentir cierta complicidad con ella a pesar de haberme llamado zorra

-Me voy al pueblo a por vino -anunció Blas-. Aquí os dejo.

Tras un breve saludo a la vieja -no quería parecer faltona- corrí tras él.

-¡TRAEME ROPA...! -grité desde el portal.

Allí no había teléfono. Estaba aislada, contemplando impotente como Blas montaba en el camión. Me dí la vuelta y la sábana resbaló dejándome desnuda. Su madre meneó la cabeza con desaprobación, pero debió considerar que había cosas más importantes por las que preocuparse.

La cabeza, manitas, costillas, espinazo y demás partes del cerdo, que supuse eran parte del fallecido en el camión, estaban sobre la mesa junto a hortalizas varias formando un conjunto no exento de belleza. Pero el encanto se rompió cuando la mujer alzó el cuchillo carnicero sobre la cabeza del gorrino. Había decidido meterme a vegetariana, aprovechar mi estancia entre perales para depurar mi cuerpo y, contra pronóstico, estaba ahí metida en esa pesadilla cárnica. Cerré los ojos, oí el chasquido y sentí el impacto de las esquirlas de hueso y sesos en mi cara.

La mujer era una auténtica máquina de despiece. Guisaba y metía los pedazos en una olla inmensa que había en el fuego. Me ignoraba totalmente y sólo abría la boca para dar órdenes o contestar con monosílabos a mis preguntas.

Blas regresó hacia el mediodía. Su madre limpió los residuos carniceros y, tras agarrar a su hermana por el brazo con intención de llevársela, se despidió. Liberado de su tía y del control materno, Blas decidió limpiarse el sudor y el polvo del camino.

-Deberías subir arriba -soltó más provocador que pudoroso.

-Subiré cuando encuentres ropa para mí -contesté desafiante.

-Tú misma. No verás nada que no vieras ayer.

Mientras yo le daba la espalda, se quitó la ropa, la dejó sobre una silla y salió. Al rato, la curiosidad me venció y fui hasta el portal. Asomado al brocal del pozo, izaba cubos de agua que se echaba por encima. Estaba de espaldas a mí, ignorándome o simulándolo, y yo lo contemplaba rabiosa envuelta en mi sábana, considerando que aquello que siempre había defendido -el nudismo integral- se convertía en un agravio al buen gusto contemplado en ese cuerpo maduro. «Subiré cuando me de la gana», me reafirmé testaruda.

Frotándose con vigor, el garrulo se sacudía como un perro mojado. El agua resbalaba cubo tras cubo hasta el canalillo de sus nalgas o chorreaba por su verga con el efecto engañoso de una jugosa y abundante meada.

Esa visión y el constante berrido de las cerdas enceladas me alteraba, y los malos pensamientos se agolparon en mi mente con el justificado temor de que se convirtieran en actos. Me resistí y probé con la relajación progresiva. Fue inútil. La tentación me venció y tomé sus calzoncillos para olerlos aplicándome esta vez a conciencia y no con la tibieza del día anterior, cuando aspiré su camiseta en el camión. Me centré en la huevera y donde carga la punta de la minga, y quedé embriagada con su aroma de almizcle

Terminaciones nerviosas y hormonales respondieron, y mi coño se empapó destilando por los muslos. Mis manos temblaban viendo al garrulo secarse, especialmente cuando alcanzaba la entrepierna y allí se aplicaba con la toalla, tirando de ella de atrás para adelante y a la inversa, repasando bien los testículos y dándose con frenesí para que todo quedará bien seco de agua, pero bien macerado en jugos.

Intenté poner diques al torrente y, por tenerlos más a mano, me llevé allí los calzoncillos para hacer como Blas con su sexo, secarlo, reseguir los pliegues y juntas; grave equivocación pues fue como echar gasolina al fuego, cuanto más frotaba más manaba. Darse placer solitario en algún rincón de ese sórdido antro, quizá entre los ajos que colgaban del granero, o en el gallinero picoteada por el gallo, o entre las botas de vino en la bodega eran opciones más sensatas; pero ahí estaba yo, incapaz de detener mi maniobrar ni mis gemidos mientras el garrulo seguía con su frote y se daba la vuelta como si nada.

-¿Vaya..., aún estás aquí? -preguntó descarado.

-¡Cerdo! -grité al borde del sollozo.

-Pues no mires..., jajajajajajajaja..., ¿serás burra?

Tanta fricción había puesto su verga en la postura oficial, que era la que yo recordaba reciente: dura, venosa, apuntando desde el escroto en un ángulo de 45º y descansando sobre cojones bien rellenos y tirantes.

Blas lanzó la toalla al suelo y se acercó para atender la urgencia igual que lo haría un militante de una ONG, aunque los argumentos parecían más propios de una intervención antidisturbios. Cuando llegó a mi altura me reprendió:

-¿Crees que no me he dado cuenta de que hacías a mis espaldas? ¿Dónde coño crees que estás? ¿Crees que estás en ciudad donde todo se especula o desperdicia? Aquí todo tiene función clara y definida, nada se tira, y es un insulto que, habiendo tanto macho faltado de hembra, estés tú aquí de pie dándote gusto. Aquí no hay gallina sin su gallo, ni borrega sin su borrego, ni yegua sin su caballo... Si está a mano, claro

-¿Ni gorrina sin su verraco...? -interrumpí con un hilo de voz, admirada de su declaración de principios impregnada de lógica rural.

-Exacto. O sea que más vale que asumas tu función mientras estés aquí. Sean minutos, horas o años.

Barridos por su espectacular oratoria, mis argumentos habían naufragado antes de ser formulados y ya no eran más que un «Ay no..., por favor...», «pero qué haces, así no se trata a una mujer..., bru-tòò...».

Me resigné cuando, tras las correspondientes sobadas y lametones, Blas me alzó por el coño y me llevó hasta la mesa donde se había troceado el gorrino. Con esos gestos no exentos del tosco cariño con el que se trata a los animales de granja, borró cualquier prejuicio de mi sofisticada mente. A pesar de los baños de lejía que le había dado su madre a la madera, la mesa aún olía a víscera, pero de igual modo olían nuestros sexos que reclamaban ser tratados de inmediato.

Tiró de mí hasta dejarme la cabeza colgando del borde de la mesa y las tetas a tiro de verga. Se la envolvió con ellas con la intención de hacerse una cubana mientras me hundía los cojones en la boca y así, dejándome sin habla para protestar o admirarlo, me dijo:

-Chupa, marrana, y no te lo digo como insulto. Verás lo parecidos que somos personas y cerdos, que sería más insulto llamarles humanos a los puercos.

Me apliqué chupándole los huevos a fondo, sintiendo su verga atravesar ese improvisado coño o reseguir mis pezones con la punta del capullo. Con la mesa recién lavada por su madre, marqué gustosamente con mis flujos el territorio de la castradora y desagradable vieja. Le ayudé en la cubana aprisionando bien fuerte su verga en el canalillo y agitando las tetas con ritmo desenfrenado. Cuando empezaba a dolerme la nuca por culpa de la postura, se apiadó de mí y me cargó en su hombro

Subimos a la habitación, y allí me tumbó bajo su cuerpo. Quise decir: «Ay no, no seas malo...», para que lo fuera más de lo que se proponía, pero no me dio tiempo a ello sellados mis labios con bocados deliciosos. Blas jugó conmigo como hace un gato con un ratón antes de hincarle el diente y, cuando me tuvo más tibia imposible, se puso de rodillas entre mis piernas y, tomándome por los tobillos, pareó mis pies con mis orejas como si fuesen zarcillos.

Vi la amenaza en sus ojos y con los míos le pedí que lo hiciera. Blas se dejó caer hincándomela hasta el fondo. Quedé ojo en blanco y aullé estremecida. La mucosa aún me escocía, secuela de los atropellos sufridos la tarde anterior, pero le tomé gusto tras unos cuantos envites, gozando de esa fricción despiadada en todos mis puntos de gozo.

Confirmé el buen trabajo del garrulo corriéndome bien corrida cada tantos envites y me mantuve en ese estado a pesar del chirriar del somier y del gruñido de las gorrinas en la pocilga, quizás celosas de que una congénere suya berreara de ese modo atrapada bajo un semental tan cochino.

No eché en falta el futón alternativo, ni la brasa del incienso prendida en la mesita, ni el almohadón con relleno de hierbas afrodisíacas, ni la caricia de las notas musicales en mis oídos; me bastó con lo básico: ese mazacote carnoso entrando y saliendo de mi cuerpo. La luz del sol bañaba la habitación como si quisiera redimirnos de ese acto faltado de artificio; pero allí nadie quería redimirse, sino revolcarse en el barro supremo del vicio. Con el tupido vello de su torso rozándome los pezones, como un contrapunto delicado a su rudeza, Blas me susurraba con sus ojos clavados en los míos:

-Querías un vestido... ¿Cierto? Siempre cumplo lo prometido.

Y entonces, tras sacarla, chorreó generosos trallazos de leche calentita.

-Aaaaaaaayyyyy qué gusto... -gemí sintiéndola caer en mis tetas, en mi tripa, en mi boca, en mis muslos. Blas se exprimía los cojones mientras con la otra mano hacia un cuenco para que no se perdiera ni gota.

-Date la vuelta -mandó.

Obedecí, y ahí me pringó bien los glúteos para acabar insertándome los deditos y arrancarme otro calentón supremo.

Quedó exhausto junto a mí tumbado cuan largo era. Apoyé mi cabeza en su tripa, mi mano en sus testículos y deleitándome con sus ronquidos. Me levanté al rato tras dar una cabezadita y me acerqué al espejo para verme. Deslicé las manos por mi cuerpo explorando la textura y así confirmar lo prometido por Blas. Era real o pura fantasía, que más daba: vi pan de ángel muy fino envolviéndome. Con los hilos irisados de una araña, había tejido una cápsula a mi alrededor para dejarme presa de su tela.

Me entró sed y bajé a la cocina a por agua con mi vestido nuevo. Ahí colgaban los restos del gorrino muerto en el camión. Tuve un presentimiento y me subí a la mesa para tirar de la tela que lo protegía. Lo que descubrí me dejó boquiabierta, pero no solté ladrido: Era un odre de vino con la engañosa forma de un cerdo. Entonces supe que Blas había mentido desde el primer momento: no hubo gorrino muerto en el camión, todo fue una estrategia para que me sintiera culpable y así pasarme factura. Puto depredador gorrinero aprovechándose de las pijas urbanitas con conciencia.

-¡MENTIROSO! -aullé.

Continuará...

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