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Extrema Unción III

en Sadomaso

La oficina de la madre superiora ocupa un enorme salón nada acogedor, con altas paredes desnudas. No hay cuadros ni adornos, nada más un gran crucifijo de madera. El decorado es cenobita, espartano. Las ventanas están cerradas, sus cristales son nevados y no permiten distinguir las figuras a través de sí.

Kaly se halla junto a mí. Estamos de pie frente al enorme escritorio de madera negra. Su amplia superficie está limpia. Sin nada encima ¿Qué para que diablos lo usa? La respuesta no es agradable.

A mi lado Kaly se abraza a si misma mientras patea con su bota el piso de ladrillos rojos.

-Lilith, estoy muy decepcionada con tu comportamiento. -La madre superiora habla con un tono duro.

Es una estricta mujer. Imponente para su metro y medio de estatura. Se halla de pie al otro lado de su escritorio, enfundada en su almidonado hábito negro. Sus ropas se ven tan crispadas que dan la impresión de que han de crujir al moverse.

Junto al escritorio está la hermana Hilda, una mujer treintona, rubia, de cuerpo fornido y grandes pechos, sus ojos verdes brillan con perversa satisfacción, no cabe duda que se deleita ante la situación.

Tras de nosotras, una a cada lado, se hallan dos jóvenes novicias mulatas de piel canela. A diferencia de la madre superiora y de Hilda, estas llevan hábitos blancos.

-...te empeñas en tu comportamiento grosero, irrespetuoso, te encanta desafiar la autoridad. ¿Que pensabas al atacar así al padre Tomás? El santo hombre tuvo que ser llevado a la clínica parroquial del pueblo.

Apreté los puños en silencio. Conocía bien el sistema del orfanato como para saber que intentar defenderme sería inútil.

-Estoy harta de los líos que causas. No me dejas mas opción ¡Hermana Hilda, la vara!

Sentí un escalofrío. Mi rostro se puso pálido.

-¡Van a recibir doce golpes cada una!

Dio un salto hacia adelante, una de las mulatas se apresuró a cogerme del antebrazo.

-¡Madre superiora! ¡Le pido infinitas disculpas! ¡Yo...!

-¡Silencio! ¡Tu palabrería no sirve conmigo, bien lo sabes, muchacha insolente!

-¡Kaly no es culpable de nada! -Exclamé sin ánimo de callarme.- ¡Al menos déjeme recibir a mi el castigo que a ella le corresponde!

La madre me dirigió una mirada penetrante a través de los gruesos cristales de sus gafas.

-¡Esta bien, recibirás veinticuatro azotes! ¡Con la condición de que mantengas la boca cerrada desde ahora hasta el final del castigo! ¿Entiendes? ¡No quiero oírte ni un sólo grito!

Asentí con la cabeza.

Hilda sonreía con la vara entre sus manos. La maldita lo iba a disfrutar. La perra tenía una insidia personal contra mí, aparte de ser una sádica retorcida.

-¡Acercate y pon las manos sobre el escritorio! -Ordenó la madre superiora.

Me acerqué resignada. Apoyé mis manos sobre el borde del mueble.

-¡Abre las piernas!

Una de las mulatas me bajó la falda tartán, deslizándola tras las piernas, me la quitó con presteza.

Llevaba de nuevo puestas mis bragas blancas de algodón.

La hermana superiora hizo un gesto y la mulata me las quitó también.

Era humillante estar así de desnuda y expuesta.

Escuché el zumbar de la vara al cortar el aire. La vara era una especie de caña de madera muy flexible, de un metro y medio de largo más o menos, y de buen grosor.

Sentí el estallido en mis nalgas al recibir el golpe. Mi cuerpo se arqueó hacia adelante, por poco caí de bruces sobre el escritorio. Mi larga coleta de cabello rubio bailoteó frente a mí. Mis ojos se pusieron húmedos. Tuve que morderme los labios para no gritar ¡Y era apenas el primer golpe!

Hilda dio unos pasos para atrás. Levantó su brazo, alto en el aire y dejó caer el segundo latigazo.

Esta vez mi rostro se descompuso en una mueca lastimera. Las rodillas me temblaban. La perra había medido bien la distancia y ahora me había cruzado las nalgas dándome de lleno con gran impulso.

La mujer tenía una fuerza tremenda, alta y fornida, tenía una robusta complexión de campesina, su figura hubiera encuadrado mejor en una granja, derribando toros por los cuernos, en lugar de vestir los hábitos negros de religiosa que le sentaban tan mal.

El tercer golpe me dio en la parte baja de los muslos.

Clave las uñas en la superficie de madera del escritorio. No iba a gritar, debía resistir por Kaly, además no quería darles la satisfacción de que me viesen sufrir.

¡No! ¡Debía ser fuerte! ¡Debía vencer el dolor con mi odio!

El castigo continuó inexorable.

En el silencio de la habitación no se escuchaba más que el silbido de la vara al cortar el aire, el estallido al chocar contra mis carnes, y mi respiración agitada. Las lagrimas corrían por mis mejillas. Tenía los dientes bien apretados y las uñas clavadas en el borde del escritorio.

El dolor era insoportable, cada latigazo era como una descarga eléctrica, sentía mi trasero al rojo vivo.

Cuando el castigo hubo terminado las mulatas se acercaron para ponerme la ropa de nuevo.

Tuve que apoyarme en el hombro de una de ellas para conservar el equilibrio. Cojeando me retiraron del escritorio. No iba a poder sentarme en días.

Tenía el rostro empapado en lágrimas. Kaly con la cabeza baja miraba al piso. Su rostro angustiado estaba más blanco que de costumbre.

-¡Ahora siga con la otra chica, hermana Hilda! -Ordenó la madre superiora.

Cojeando me lancé adelante, pero las jóvenes novicias me tenían cogida con sus manos que parecían garras de acero.

-¡Pero usted dijo...!

-¡Silencio, muchachita! ¡Dije que ibas a recibir el doble de golpes, pero no que iba a eximir a tu compañera de su castigo.

-¡No es justo! ¡Usted no puede...!

No pude terminar la frase, Hilda me cruzó el rostro de una bofetada que me dejó viendo estrellas.

La perra debía haberse dedicado mejor al boxeo.

Tenía el rostro caliente y un sabor a hierro oxidado en la boca. Sobre mi camisa Oxford blanca cayeron unas gotas de sangre de intenso color rojo.

Cerré y abrí mis parpados hasta enfocar la visión.

Hilda había cogido a Kaly del antebrazo, jalando de él como si fuera a arrancárselo la condujo al escritorio y la tiró de frente contra la superficie. La pobre quedó de pie, doblada hacia adelante, con el rostro contra la mesa y las manos extendidas, su cabello negro caía desordenado y revuelto.

La hermana Hilda le arrancó la falda de un tirón, y luego las bragas, lanzó al suelo la prendas rotas. El trasero redondo y respingado de Kaly quedó al aire, su hermosa piel tierna y sonrosada estaba expuesta. Hilda le metió la mano entre los muslos, tenía como intención separarle las piernas, pero no dejó de acariciarle los labios vaginales.

Kaly gimió ante el contacto de la mano que estaba explorando sus partes íntimas.

¡Maldita perra!, me dije a mi misma. No sabía como, ni cuando lo iba a hacer, pero me prometí a mi misma que la iba a matar.

Luego vino el primer azote con la vara.

De inmediato Kaly estalló en llanto, gritando y sollozando como una chiquilla.

Hilda tomaba impulso y dejaba caer golpe tras golpe con pasmosa potencia. Cada varazo dejaba una intensa marca, una línea roja sobre las nalgas y muslos.

Los gritos eran descorazonadores.

-¡A ver si así se te quita lo muda! -Le gritó Hilda mientras continuaba la tunda.

Tras sus gafas de grueso cristal la madre superiora se mantuvo imperturbable, sin que las lagrimas y los llantos de la joven la conmovieran lo más mínimo.

Tuve la impresión de que el castigo estaba durando una eternidad.

Los largos y gruesos cardenales se inflamaban sobre la delicada piel, al borde de comenzar a sangrar.

Recibió veinticuatro latigazos, igual número que había soportado yo, todo por mi culpa.

-¡Llévenlas a la enfermería! -Ordenó la hermana superiora.- ¡Y que remienden la ropa de esta chica!

Hilda cogió del pelo a Kaly y la retiró del escritorio. La pobre se derrumbó de rodillas sobre el piso, sin parar de sollozar y lloriquear.

Yo me sacudí contra las mulatas.

-¡Ya suéltenme! ¡Ayuden a Kaly! -Les gruñí.

Me soltaron y fueron a donde estaba mi hermana. Luego entre ambas la cogieron de los brazos para sacarla de la habitación. Una de ellas había recogido antes la ropa rota.

Yo avancé tras de ellas, renqueando al andar, pero con la mirada firme.

-¡Entiende esto de una vez, Lilith! ¡Esta no es una de tus historias! ¡La vida no es un cuento de donde vas a salir sin pagar las consecuencias! -Me soltó la hermana superiora al pasar frente al escritorio rumbo a la salida.

Hilda estaba junto a la puerta, manos a la cintura, sonriendo despectivamente.

Pasé junto a ella sin volver a verla, con los ojos entrecerrados, sobreponiendo mi dignidad al dolor.

Juro que te voy a matar, perra, pensé en silencio al salir.

De alguna forma, iba a vengarme de ella.