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Societas Erit

en No Consentido

Societas Erit

Estaba profundamente dormido cuando oí sonar de lejos mi móvil. Tardé en despertar, me di cuenta de que ya no tenía edad para trasnochar entre semana con los compañeros de la redacción. Los treinta no son los veinte Tristán, me dije. Abrí los ojos con esfuerzo y desperezándome vi que eran las cuatro de la madrugada, me maldije por no silenciar el teléfono.

—¿Sí? —atendí la llamada con voz ronca, notándome la boca pastosa.

—¿Tristán Gainza? —preguntó una voz solemne al otro lado.

—Sí, sí, soy yo, ¿con quién hablo?

—Va a recibir usted unas coordenadas en el móvil en los próximos minutos, tiene una hora para llegar a su destino.

Sin darme opción a preguntar colgó de inmediato la comunicación. El sueño y la resaca se me pasaron de golpe, aplacados por completo por la adrenalina. A pesar de la corta conversación telefónica tenía una idea bastante clara de con quién había hablado, llevaba más de un año detrás de la Societas Erit, una sociedad secreta que llevaba tiempo teniendo sus actividades en Madrid. La información que había recopilado en estos meses era escasa y contradictoria, de poco valor para lo que tenía que ser el artículo de mi vida, el trabajo de investigación que me garantizaría un ascenso.

Me vestí lo más rápido que fui capaz y mientras me lavaba la cara con agua bien fría para tener mis cinco sentidos lo más despiertos posible oí el tono del móvil que me indicaba la entrada de un mensaje. Efectivamente, había recibido unas coordenadas desde un número aparentemente oculto, probablemente cifrado para no ser rastreable. A toda prisa salí al rellano de mi piso y bajé por las escaleras en dirección al parking, viviendo en un primero pensé que iría más rápido que en el ascensor. Ya en mi coche introduje nervioso aquellos números en el navegador, abrí la puerta del aparcamiento con el mando y salí casi derrapando con mi pequeño Mini Cooper.

Veamos dónde me lleváis amiguitos.

Las primeras indicaciones del GPS me decían que fuera en dirección sur, era lo más probable viviendo en la zona norte de Chamartín. La ciudad estaba vacía, sin vida, como si hubieran puesto las calles solo para mí, pero la espera en los semáforos hacían que mi corazón palpitase con fuerza, parecía que estuvieran todos conspirados para que no llegase a tiempo a la cita.

—Vamos joder, ¡vamos!

El estrés empezaba a afectarme, conducía lo más rápido posible mirando las indicaciones del navegador y el reloj a la vez, por alguna extraña razón el maldito aparato no me indicaba el tiempo estimado de llegada al destino y eso me estaba poniendo los nervios de punta. Una media hora más tarde de llegaba al parque del Retiro, lugar donde el GPS decidió volverse loco.

“Siga recto, gire a la izquierda, a cien metros gire a la derecha, gire a la izquierda”.

—Maldito trasto, ¡¿se puede saber qué te pasa!?

Tardé un buen rato en darme cuenta del problema, perdiendo así un tiempo precioso. Lo que intentaba decirme aquella máquina infernal es que el destino estaba dentro del mismo parque. Aparqué en un lateral, algo impensable a plena luz del día, introduje los datos en mi Smartphone y fui hasta la puerta principal donde pude comprobar que mis temores eran ciertos. El parque estaba cerrado hasta las 6 de la madrugada, faltaba más de una hora para que volviera a abrir. Tenía poco tiempo para debates internos sobre lo que podía hacer, busqué un sitio medianamente discreto dónde pudiera saltar la verja y entré en su interior. La paranoia hizo que me imaginara detenido a los pocos minutos pero de momento no pasó nada, el parque estaba más tranquilo incluso que la propia ciudad, solo oía el ruido de las hojas acunada por la suave brisa.

Consulté el teléfono y casi a hurtadillas, sintiéndome un niño que se ha colado en la casa abandonada del pueblo, seguí la flechita amarilla que indicaba por dónde debía ir. Supongo que era el miedo a lo prohibido pero tuve la sensación de que la noche era más oscura de lo habitual. Continué transitado por aquellos caminos deshabitados hasta que llegué a una especie de placita. En el centro de ésta una extraña fuente en la que nunca me había fijado parecía indicarme que estaba en el lugar correcto. La figura parecía ser un ángel con una serpiente enrollada por todo su cuerpo sobre un pedestal de demonios, no podía creerme que aquello estuviera en mi ciudad y ni lo supiera. Esperé un tiempo prudencial temiendo haber llegado tarde cuando no sé de donde apareció un hombre.

—Buenas noches señor Gainza.

El que me saludaba era un anciano encorvado, arrugado como una pasa y de apariencia bastante siniestra. Sus ojos eran tristes y tenía los dientes amarillentos. A pesar de su físico vestía con un traje impecable y cubría su cabeza con un elegante sombrero borsalino. Para andar se ayudaba de un bastón de madera con empuñadura de bronce tallada en forma de cabeza de lobo.

—Buenas tardes, señor…

—Mi nombre no importa —contestó sonriendo.

Los dos nos miramos unos segundos pero fue él quien retomó la conversación:

—Me han hecho saber que estaba usted interesado en conocernos, ¿es correcto?

—Así es.

—Y dígame señor Gainza, ¿cuál es el motivo de su interés? Espere, antes, ¿podría decirme dónde oyó hablar de nosotros por primera vez?

—Soy periodista, —el anciano asintió dando a entender que ya lo sabía —estaba haciendo un reportaje sobre los peligros que oculta internet cuando me encontré con una web muy extraña. Intenté por todos los medios entrar pero me fue imposible. Meses después alguien me ayudó a conoceros mejor, un médico llamado…

—Bosco Castela —me interrumpió terminando la frase, sin darme la opción de mentir o proteger mi fuente.

—En efecto.

El anciano comenzó a andar con pequeños pasitos alrededor de aquella fuente, invitándome a seguirle para continuar la charla.

—La web, aquello fue el mayor error que podíamos cometer, ya no existe aunque estoy seguro que esto ya lo sabía usted.

—Hace siete meses que ha desaparecido sin dejar ningún rastro, sí, lo sé.

—Dígame señor Gainza, ¿qué más le contó el señor Castela?

Preferí ser absolutamente sincero, aquel hombrecito imponía más de lo esperado.

—No demasiado, murió en un accidente de tráfico bastante extraño. Acudí a su funeral y me sorprendió ser el único, ni siquiera su mujer e hija habían asistido a la ceremonia.

El anciano pareció regocijarse con aquella noticia, siguió andando pausadamente hasta que me preguntó:

—¿Sabe usted dónde estamos?

—Por supuesto, en el parque del Retiro, aunque este rincón siempre me había pasado desapercibido si le soy sincero.

El hombre con bastón de lobo sonrió nuevamente para añadir:

—En la estatua del ángel caído, poca gente sabe lo que significa o que prácticamente es única en su especie. Solo hay una estatua más dedicada al diablo en toda Europa. ¿Sabe lo más curioso del tema?

Antes de poder responder prosiguió orgulloso con su lección:

—Que está construida exactamente a 666 metros sobre el nivel del mar, es una de las mejores ocurrencias que he visto nunca.

—Sí que es curioso, sí —dije sin saber muy bien dónde quería llegar.

—Bueno, me ha respondido a una de mis preguntas, respóndame a la otra si es usted tan amable.

—Lo que me gustaría es conocer vuestra sociedad, escribir sobre ella, una entrevista con alguno de sus líderes si es que los tiene.

—Oh, sí, hay líderes, pero me temo que no dan entrevistas.

¿Qué hacía allí entonces?, pensé frustrado, entendiendo que la noche había sido una total pérdida de tiempo. Antes de darme por vencido insistí:

—Serían solo unas preguntas y usted marcaría los límites.

—Jajajaja —rio él teatralmente —me temo que no soy uno de esos líderes de los que habla, tan solo soy…digamos…un relaciones públicas.

Enfadándome cada vez más a cada minuto que pasaba decidí ir al grano.

—¿Entonces me ha hecho venir aquí a las cinco de la madrugada para nada?

—Eso depende de usted señor Gainza, no vamos a hacer una entrevista, pero quizás le demos la opción de ingresar en nuestro selecto club. Vaya a casa a dormir la mona, volverá a tener noticias nuestras.

El anciano me dio la espalda decidió a marcharse cuando le pregunté:

—¿Por qué Societat Erit?

Volvió a girarse, reflexionó un momento y contestó:

—Somos una escisión de la Ordo Templis Orientis, seguimos las verdaderas enseñanzas del mago Aleister Crowley —se quedó callado otro momento para sentenciar —haz tu voluntad, será toda la ley.

Después de aquella inesperada revelación anduvo tranquilamente hacia la oscuridad hasta que desapareció de mi rango de visión. Al final la noche había sido más productiva de lo esperado, sabiendo que aquella misteriosa sociedad provenían de la O.T.O. probablemente podría encontrar más información sobre ellos estudiando la filosofía de vida basadas en la Thelema.

Investigando

El día siguiente me lo pasé entero leyendo artículos por internet, intentando averiguar que creencias tenían los grupos formados a raíz del libro de Aleister Crowley llamado El libro de la ley. Ciertamente me parecía todo muy interpretable, desde inofensivo hasta realmente peligroso. No encontré prácticamente nada de la Societat Erit, cosa que por otro lado ya sabía de sobras. Pensé que solo había un par de personas que me pudieran ayudar.

Un poco paranoico salí de casa vestido con un jersey con capucha, dejando el coche en el parking ya que el lugar al que iba me quedaba bastante cerca, a unos quince minutos andando. Llegué al edificio que buscaba y me senté en un banco cercano, si mis investigaciones eran correctas estaba justo dónde quería. Saqué un cigarrillo y me lo puse en la boca sosteniéndolo con los labios, hacía más de un año que había dejado de fumar pero el olor a tabaco y pequeños gestos como ese lejos de tentarme me ayudaban a mantener la abstinencia, sobre todo cuando estaba nervioso. Poco después justo como había previsto salió mi objetivo, Ariadna, una chica de diecinueve años que hacía pocos meses había perdido a su padre en un accidente, mi fuente Bosco Castela. Quería averiguar si la ausencia de su madre y ella el día del funeral tenían algo que ver con que su padre fuera miembro de la Societat Erit. También tenía curiosidad por entender como una estudiante brillante como ella lejos de ir a la universidad trabajaba en una cafetería cercana a su casa, eran demasiados detalles los que no encajaban.

Ariadna pasó justo por delante de mí ajena absolutamente a quien era yo, caminando a paso ligero hasta su lugar de trabajo, aquella mañana le tocaba abrir el negocio y yo lo sabía perfectamente. Esperé un tiempo prudencial y entré en la cafetería, me senté en un taburete de la barra y pedí:

—Un café solo por favor.

—¿Azúcar o sacarina? —me preguntó ella sonriendo.

—Ninguno de los dos, lo tomo solo, gracias.

Ella se dio la vuelta, cogió una taza y mientras la llenaba en la máquina me regaló una imagen de su espectacular trasero, firme y bien puesto con forma de cereza.

—Aquí tiene —me dijo nuevamente sonriéndome.

Era el primer y hasta el momento único cliente del bar, no tendría mejores opciones que aquella, pero Ariadna no tenía ni idea de quien era, un paso en falso podía hacer que se cerrara en banda para siempre. Agarré la taza y dando un pequeño sorbo al café lo escupí de inmediato tosiendo, atragantándome. Ella me miró extrañada.

—Siempre hago lo mismo, voy de chico duro y me acaba pareciendo demasiado amargo, dame un par de sobres de azúcar por favor y otro de sacarina —le dije guiñándole un ojo.

Ella hacía esfuerzos por no reírse, aquel viejo truco siempre funcionaba para romper el hielo. Me dio los sobres y me dijo:

—¿Qué hace un tipo duro como tú por aquí a estas horas?

Ya era mía, pensé.

—Soy periodista.

—Periodista, cómo mola, era una de las carreras que tenía pensado hacer.

—¿Qué te hizo cambiar de idea? —le pregunté haciéndome el sorprendido.

—En realidad nada, simplemente decidí no ir a la universidad.

La cosa iba bien, llevaba menos de diez minutos en aquella cafetería y ya estábamos hablando de uno de los temas que me importaban.

—¿Y eso? Tienes pinta de ser una chica muy lista —le dije intentando parecer simpático pero no el típico baboso de barra de bar.

—No sé, nada en especial, me sentía desmotivada.

Aquella respuesta no significaba nada para mí, era la típica contestación de persona a la que no le apetece hablar del tema.

La estamos perdiendo Tristán.

—Una chica de diecinueve años no se desmotiva y deja de ir a la universidad, menos aún si nunca ha asistido.

—¿Cómo sabes mi edad? —me pregunto muy seria, casi asustada.

—Soy un buen fisonomista, ¿he acertado? —pregunté haciéndome el tonto, consciente de la metedura de pata.

—No fui y punto —sentenció ella dejando claro que ya no era el típico cliente que le caía bien.

Se puso a fregar unas tazas pendientes del día anterior, dejando de prestarme atención mientras yo pensaba cómo podía reconducir la situación. Después de terminarme el café y darle vueltas al tema decidí jugármela.

—Yo repetí un año en la facultad de periodismo por la enfermedad de mi madre, tiene Alzheimer desde hace más de siete años, uno de esos casos tan prematuros.

Lejos de conseguir acercarme de nuevo a ella Ariadna dejó caer en seco una taza estrellándose ésta contra la pila, vino hasta mí y acercando su cara amenazante me preguntó:

—¿Qué coño sabes tú de mi familia?

En una cosa había acertado, la chica no tenía ni un pelo de tonta, me había calado más rápido que a un político cargado con maletines. Me di cuenta que era imposible salir de esa con artimañas y decidí sincerarme:

—Ariadna, yo conocí a tu padre, tengo algunas preguntas para hacerte si me lo permites.

Su cara cambió del enfado a una especie de histeria, miraba hacia todas partes asustada, gesticulando descontroladamente.

—¿Mi padre?, ¿eres amigo de mi padre?

—No tuve tiempo para entablar una amistad pero…

Antes de que pudiera terminar empezó a gritarme:

—¿Qué quieres? ¿Darme por el culo? ¿Es eso?, ¡¿has venido a violarme, no!? ¡Si es eso solo tienes que decirlo!

La chica había perdido el control por completo justo en el momento que entró un cliente, le miré fijamente y le dije que se buscara otro sitio, puse la cerrojo de la puerta y el cartel de cerrado y volví para intentar tranquilizarla. Ella se movía inquieta de un sitio para otro.

—¡No recordará nada de esto decían, mañana lo habrá olvidado todo!

Salté la barra que nos separaba mientras seguía repitiendo como un mantra:

—No recordará nada, no recordará nada, amor es la ley, amor bajo voluntad. Amor es la ley, amor bajo voluntad. Mañana lo habrá olvidado todo, ¡lo habrá olvidado todo!

Nunca había visto a nadie cambiar tanto en pocos minutos, no tenía ni idea de cómo actuar pero finalmente le abracé con fuerza calmándola:

—Estás a salvo Ariadna, estás a salvo, tranquila. Solo quiero descubrir en que se metió tu padre para denunciarlo, quiero acabar con ellos.

La joven seguía repitiendo aquellas frases pero poco a poco se iba calmando, por una vez había dado en la tecla adecuada. Mientras iba volviendo en sí recordé que aquella frase, “Amor es la ley, amor bajo voluntad”, también estaba extraída del Libro de la Ley de Aleister Crowley, sin duda la pobre chica había conocido de primera mano a mis amigos de la Societat Erit. Cuando por fin terminó de recitar sin parar, manteniéndola abrazada le aseguré:

—Acabaremos con ellos, te lo prometo.

Levantó la cabeza para mirarme a los ojos, creo que notó en mí sinceridad por primera vez aquella mañana. La solté, saqué una tarjeta del bolsillo y entregándosela le dije:

—Aquí tienes mi nombre y mi teléfono, vivo muy cerca de aquí, detrás tienes también la dirección apuntada en bolígrafo. Cuando termines el turno ven a verme y te prometo que te ayudaré, soy de confianza Ariadna.

Ella no contestó pero cogió mi tarjeta, pensé que era buena señal.

La visita de Ariadna

Nos acercábamos a las seis de la tarde y mi ilusión porque Ariadna me visitara se iba disipando. Pensé que iría a ver a mi madre a la residencia cuando de repente llamaron al interfono.

—¿Sí?

—Soy yo chico duro —respondió ella.

Apreté al botón para que pudiera pasar y la esperé con la puerta de mi piso abierta, a los pocos minutos apareció vestida con unos leggins negros y un sweater gris.

—Pasa por favor —la invité señalándole el interior de mi piso.

Entró decidida, yendo directa al salón y cotilleando la poca decoración que había en él, mirando atenta cada rincón de la casa.

—No he tenido mucho tiempo de instalarme —mentí avergonzado por lo austero del piso.

Siguió mirando todo lo que se cruzaba en su camino, andando lentamente, sin ver en ella ni rastro de la inseguridad que había mostrado unas horas antes. Me acerqué con cautela y poniéndole la mano en el hombro le dije:

—Ariadna, ¿podemos hablar?

Se giró rápidamente y sin mediar palabra me besó. Antes de que pudiera reaccionar me había agarrado del cabello de la nuca mientras seguía morreándome, recorriendo su lengua por toda mi boca apasionadamente. El morbo me pudo más que la sorpresa y la correspondí mientras una de mis manos ya agarraba aquel espectacular culo con fuerza, tan solo cubierto por los finos leggins y la ropa interior. Sin dejar de besarme me hizo retroceder un par de metros hasta lanzarme en el sofá, me agarró las mangas de la camiseta y ayudó a quitármela como si tuviera prisa. Ella hizo lo mismo quitándose aquel sweater y una camiseta interior con el mismo movimiento, llevó sus manos a la espalda y dejó caer el sujetador desabrochado al suelo, mostrándome unos pequeños pero deseables pechos. Poniéndose encima de mí a horcajadas podía notar como la erección que escondían mis pantalones vaqueros entraba en contacto con su sexo.

—Veamos lo duro que eres —me dijo mientras me lamía la cara como si fuera una gata.

Seguimos besándonos mientras le magreaba los pechos y el culo cada vez más excitado, todo fue tan rápido que no tuve ni tiempo de sentir culpa por aprovecharme de lo que seguro era una chica desequilibrada. Continuó besándome y mordisqueándome el cuello mientras se movía sensualmente encima de mi bulto como si fuera una bailarina de striptease en un baile privado.

—¿Me vas a follar, verdad? —me susurraba al oído con voz queda.

—Te voy a follar —asentí convencido.

Con ciertas dificultades ambos nos desvestimos de cintura para abajo quedando completamente desnudos, siendo una chica tan flaca sin duda tenía un culo prominente, y el sexo rasurado al estilo brasileño hizo que casi perdiera la cabeza. Volvió a acomodarse encima de mí, colocando con la mano mi erecto miembro en la entrada de su vagina mientras me decía:

—Muéstrame lo que sabes hacer.

Sin darme ni un segundo más se lo introdujo entero de un solo movimiento y comenzó a cabalgarme salvajemente, pensé que era la chica que menos importancia le daba a los preliminares que había conocido. Mientras movía las caderas como una profesional del porno se agarraba los senos con fuerza y miraba hacia arriba con cara de vicio.

—Sigue chico duro, ¡sigue! —me decía mientras gemía bastante menos intensamente que yo, sabiendo perfectamente lo que hacía.

Siguió pocos minutos más cuando avergonzado noté que estaba a punto de correrme. Intenté bajar el ritmo del coito pero lejos de conseguirlo Ariadna se movía como una fiera, cada vez con más fuerza y velocidad, nunca había conocido a una chica como ella.

—¡¡Ohhhh, ohhhh, ahhhh, ahhhhh!

Gemí como un poseso mientras me corría dentro de aquella chiquilla que había resultado ser una máquina del sexo, teniendo unos fortísimos espasmos y notando como la llenaba de mi elixir.

—Joder perdona, no sé qué me ha pasado no he podido aguantar más. Si quieres te termino de otra forma —me ofrecí un poco acomplejado.

Ella hizo un par de movimientos más con sus caderas a modo de despedida y saliendo de encima me dijo:

—No te preocupes, yo estoy perfectamente.

Enseguida empezó a vestirse mientras yo insistía:

—¿Pero tú no has llegado, no?

—Estoy bien así —repitió sin apenas mirarme.

Aquella era una de las cosas más extrañas que me habían pasado nunca, entre mi encuentro en la estatua del diablo y aquella extraña muchacha notaba que mi vida estaba dando un giro y lo peor es que no sabía en qué dirección. Me vestí yo también, preparé una taza de té para cada uno y la serví en la mesa del salón, apenas había dicho tres o cuatro frases desde que había llegado a casa, me tenía bastante desconcertado.

—Ariadna, cuéntame todo lo que sepas sobre la Societas Erit, por favor. Ayúdame a entender quiénes son.

Sorprendentemente no tuve que insistirle ni una vez, con gran frialdad me contó todo lo que había vivido. Me habló de la violación de su padre, de las drogas, de la violación que sufrió también su madre, de los ritos sexuales grupales, los abusos, de todo. Durante aquella hora fui incapaz de abrir la boca escuchando aquel espeluznante relato, una historia a la que le daba toda la verosimilitud del mundo. Ahora entendía el distanciamiento con su padre y su solitario entierro.

—¿Puedo hacerte una última pregunta?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Por qué lo has hecho?, es decir, conmigo, por…¿por qué? ¿Por qué te has acostado conmigo? —conseguí al fin hilar una frase con sentido.

—No nos hemos acostado simplemente te he follado, no le des más vueltas. No estás mal y además es más fácil hablar con vosotros de estos temas cuando estáis descargados.

No entendía muy bien la respuesta pero no quería forzarla más.

—¿Has recibido ayuda psicológica?

—¿Si he ido a un psicólogo?, sí, claro.

—¿Y no te ha ayudado en nada?

Ella rio a pesar de que la pregunta no le hizo ninguna gracia para responder después:

—Le conté lo mismo que te he contado hoy a ti y se excitó, pude ver claramente cómo se le ponía la polla tiesa debajo de aquel repugnante y anticuado pantalón de pana. Ya te lo he dicho, descargados sois más receptivos.

Todo lo que había oído aquella tarde era sórdido y triste, incluso nuestra relación sexual cada vez me parecía más sucia y desesperada. No me había infiltrado aún en aquel grupo y sentía que ya me habían jodido la cabeza.

Prueba de admisión

 

Los días seguían pasando y no tenía noticias de la Societas Erit, pensé que seguramente me habían estado vigilando y sin duda mi encuentro con Ariadna Castela no les había hecho ninguna gracia. Seguramente había desaprovechado la única oportunidad que iba a tener. Como tantas tardes a eso de las seis fui a la residencia dónde cuidaban de mi madre. Hacía ya tiempo que no me reconocía, el Alzheimer había borrado todos sus recuerdos, a lo máximo que aspiraba una buena tarde era a que me sonriera y me agarrara la mano de manera mecánica, instintiva.

Llevaba un rato hablándole, contándole mi vida pensando que eso la distraía un poco aunque no me entendiera, sintiendo como las enfermeras que pasaban de vez en cuando me miraban con lástima.

—Pues por hoy no tengo nada más que contarte mamá, dame un beso que voy a ir ya a casa.

La besé en la mejilla y al darle la mano afectuosamente noté como tenía un papel en ella. No le di mucha importancia, lo cogí con cuidado y al desplegarlo leí:

A las 21:00 en el restaurante Asmodeo,

Haz tu voluntad, será toda la ley.

Un escalofrío recorrió toda mi médula espinal, que hubieran podido estar con mi madre me aterraba, la Societas Erit sabía cómo hacer que te la tomaras en serio. Agarré por el brazo con más fuerza de la que me gustaría reconocer a la enfermera al cargo de mi madre y la interrogué:

—¿Quién ha estado hoy aquí con mi madre?

—Na…nadie, solo usted señor Gainza.

—Eso es imposible, ¡piense!, ¡¿quién ha estado con mi madre aparte de yo?! ¡¡Quien!!

—Le aseguro que he estado todo el día por aquí como siempre y usted ha sido la única visita.

Tan enfadado como sorprendido decidí dejar en paz a la pobre chica y salí corriendo de la residencia, de camino a casa ya buscaba alguna información del restaurante en mi Smartphone, efectivamente el restaurante Asmodeo existía y estaba en el barrio de Salamanca.

Salí tan nervioso del parking que rasqué el Mini contra una de las columnas, aquellos depravados habían conseguido ponerme nervioso. Llegué hasta una discreta calle y pude aparcar justo en frente del lugar, al momento un hombre trajeado  tapó mis matrículas con unas pegatinas negras triangulares, se acercó hasta mi ventana y me dijo:

—Déjeme las llaves del coche por favor, no nos gusta que estén en la entrada.

Respiré profundamente intentando relajarme, repetí la acción cinco o seis veces más hasta que finalmente le di las llaves y salí del coche. Entré en aquel restaurante y éste me pareció de lo más normal, ambientado en plan lounge estaba repleto de cómodos sofás y era bastante oscuro. Fui directo a la barra y antes de que pudiera pedir el camarero me dijo:

—Le están esperando, vaya hasta al fondo y gire a la izquierda por aquel pasillo por favor.

Obedecí, recorrí todo el sitio para girar a la izquierda en un oscuro y largo pasillo hasta que la pared me obligó a parar, me quedé mirando extrañado, pensando que no había entendido bien las indicaciones cuando ésta se abrió mostrando una puerta camuflada. De cara me encontré con un tipo enorme, rapado al cero y con una abundante barba pelirroja. Con cierto desprecio se hizo a un lado y con la mano me invitó a pasar. Al otro lado solo había una mesa redonda con dos sillas, en una me esperaba de nuevo el desagradable y jorobado anciano y la otra parecía preparada para mí.

—Siéntese señor Gainza, por favor.

Pensé en insultarle por visitar a mi madre sin mi permiso pero preferí no correr riesgos, aquel hombretón con cara de pocos amigos parecía dispuesto a hacer cualquier cosa que le ordenara su amo y sabía que estaba progresando en mi investigación, probablemente aquel restaurante era su base de operaciones, o por lo menos una de ellas. Me senté en aquella silla dispuesto a oír lo que tenía que decirme aquel siniestro vejestorio.

—¿Sigue usted interesado en conocernos mejor o quizás su romántico encuentro con la señorita Castela le ha hecho cambiar de opinión?

Que supieran tantas cosas era algo que me perturbaba, en pocos días me habían hecho ver lo poderosos que eran, conocían todos mis puntos débiles, seguro que era algo obligatorio para ellos a la hora de elegir un candidato.

—Diga lo que tenga que decir anciano —me sorprendí a mí mismo diciéndole.

Él sonrió con la misma gracia que el que sonríe cuando le pisan un juanete, dio un sorbo a su bebida y me dijo:

—Verá que sabemos muchas cosas de usted y debo disculparme por no haber sido del todo sincero. Básicamente quizás me olvidé en nuestro último encuentro de contarle cómo funciona esto. Digamos que la pregunta de si quiere usted entrar en nuestra sociedad o no es más bien retórica. No me malinterprete, claro que puede negarse, pero quizás no está dispuesto a sufrir las consecuencias de una negativa.

Lo miré con auténtico odio, imaginándome como sería aplastarle su pequeña cabeza contra la mesa cuando prosiguió:

—Supongo que imaginó que investigarnos tenía sus riesgos, no creerá que una organización como la nuestra puede sobrevivir sin tener un potente servicio de contraespionaje. De todas formas no se preocupe, soy un hombre de palabra y le prometo que lo que le vamos a aportar será con creces lo mejor que le ha pasado en la vida, vamos a convertirle en un cazador mi buen periodista, va a ser usted una de las personas más libres del planeta.

—Le gusta mucho la verborrea, dígame, ¿qué tengo que hacer para ser aceptado?

—Buena pregunta, ¿Bosco Castela nunca le contó lo que tuvo que hacer él?

—No tuvimos tiempo de intimar tanto —respondí amargado.

—Bueno, es tranquilizador saberlo, nos encantan las sorpresas. Verá, en su caso ha sido complicado prepararle algo divertido. No tiene hermanas, tampoco hijos, su padre murió de cáncer cuando usted tenía la edad de empezar a hacerse pajas y su madre, pobrecita, todos sabemos el estado en el que está su madre.

Estaba a punto de perder el control cuando las dos manazas del hombretón que parecía ser su guardaespaldas se poyaron una en cada uno de mis hombros.

—Después de mucho meditarlo —continuaba el viejo —creemos que lo más adecuado sería pedirle que se acostara con su prima Celia.

—¿Qué?, ¡¿pero de qué coño estás hablando?! —pregunté lleno de ira sintiéndome apresado por aquella mole calva y pelirroja.

—Vamos Tristán, no haga esa cara, su prima tiene treinta y tres años y usted treinta, no puede quejarse. Además, si me permite el comentario debo decirle que está de muy buen ver, diría que le han crecido los pechos desde que tuvo a tu sobrino, ¿no crees?

—¡Vete al infiero hijo de puta! Métete la secta por el culo, ¡no pienso hacerlo! —le increpé mientras forcejeaba inútilmente con aquel armario.

—¿Pero a qué vienen estas palabras tan malsonantes?, ¿acaso no le he tratado yo con educación? —siguió el anciano —Reconócelo señor Gainza, ¿no me dirás que en aquellos veranos que pasaban juntos en el pantano de San Juan junto a tu madre y tus tíos nunca fantaseaste con desvirgarte con ella?, ¿acaso no soñaste en toquetearla estando en plena pubertad? Nosotros te ofrecemos la posibilidad de hacer todos tus sueños realidad, ¡haz tu voluntad!, todo se reduce a eso.

—¡No pienso hacerlo!, ¡no pienso violarla y te aseguro que no es mi voluntad!

—Sí es tu voluntad, o por lo menos lo fue en algún momento de tu miserable vida pero la educación castrante y moralizadora que recibiste te impidió hacer lo que deseabas. ¡Reconócelo! Cuando me encuentro hipócritas de tu nivel pierdo hasta las formas, pero creo que después de lo que vamos a vivir juntos ya puedo empezar a tutearte.

—No pienso forzar a mi prima, no iré a la cárcel por un grupo de enfermos como vosotros.

—Tu misión es solo acostarse con ella, lo de violarla es simplemente una de las formas de conseguirlo. De todas formas creo que aún no has entendido que no es una negociación. Tienes tres días para fornicar con alguien de su sangre y sabes perfectamente que a nosotros no nos puede mentir.

—¿Y si no lo hago, me mataréis? —pregunté chulescamente, capaz de hacer cualquier cosa contra aquella gentuza.

—Si no lo haces la próxima vez que vayas a ver a su madre la encontrarás clavada en el techo con chinchetas y ahogaremos a tu querida prima con la sangre de su propio hijo, por ti no se preocupes, dejaremos que vivas para sentirse eternamente culpable.

Aquella frase me pareció tan malvada la rabia mutó para convertirse en auténtico pavor, me había metido en un callejón sin salida. Quizás nunca sabré si Bosco se suicidó o lo mataron ellos, pero cualquiera de las dos opciones me parecía igualmente creíble.

—Tienes tres días Tristán, y no seas tan estúpido como para ir a la policía, yo soy solo la punta del iceberg, nadie puede protegerte de nosotros. Retírate, el coche te está esperando fuera.

Mi prima Celia

Los dos siguientes días me los pasé en la cama. Mi única dieta fue la ginebra, el tabaco, alguna cosa precocinada muy de vez en cuando y diazepan que conservaba de una antigua lesión de espalda, sin éste dudo que hubiera podido pegar ojo. ¿Hasta dónde eran capaces de llegar? Mi experiencia con este tipo de grupos era que se suele exagerar mucho, libros que hablan de cómo mueven los hilos y controlan el mundo desde las sombras para darte cuenta luego que son cuatro espabilados dispuestos a quedarse con tu dinero y follar gratis. Pero la Societas Erit parecía diferente, tenían ojos en todas partes y después de lo que me había relatado Ariadna definitivamente no tenían límites. Lo que más me sorprendía era que no solo sabían exactamente todos mis movimientos sino que también tenían información precisa de mi pasado, incluso conocían sentimientos que jamás compartí con nadie.

¿Quién no ha fantaseado de adolescente con liarse con la típica prima algo mayor?, cuando tienes las hormonas revolucionadas los límites parecen poco claros. Quizás esa era la clave, conocían las partes más oscuras del ser humano, pero aquello eran puras fantasías, tabús que te dan morbo pero que jamás llevarías a la práctica. Recordaba perfectamente aquellos veranos en el pantano, mi prima Celia en bikini todo el día ajena, o quizás no tanto, a mis miradas lascivas. Las pajas nocturnas en la intimidad de la ducha. Seguramente el viejo se había marcado un farol, pero le había salido a la perfección.

Celia se había casado hacía tres años y tan solo un año después había tenido su primer y de momento único hijo. Carlos era mucho más que mi primo segundo, era mi ahijado y además mi relación, al ser mi prima y yo hijos únicos, era más la de un tío. Nuestra relación había sido siempre excelente, ¿cómo iba a ser capaz de intentar algo así con ella? Sin embargo mis dudas no se disipaban por muy aterradora que pareciera la escena, era hacer algo malo para evitar algo terrible. Castigar a un alma inocente para salvarla de algo peor y no involucrar a más miembros de la familia.

Me quedaban tan solo veinticuatro horas cuando sobre las ocho de la mañana llamaron a mi interfono.

—Sube —contesté abriendo el portal a un antiguo amigo del colegio al que había citado el día anterior.

Cuando le abrí la puerta me saludó alegre Marcos, vestía con ropas más típicas de gamberros quinceañeros y llevaba la cabeza afeitada a excepción de una pequeña cresta en el centro. Su cara a pesar de estar decorada con numerosos piercings seguía siendo tan jovial y despreocupada como siempre.

—Qué pasa Tristancito, cuanto tiempo.

—Años, diría yo.

—Ya te digo tío, me sorprendió mucho tu llamada de ayer, sobre todo lo que me encargaste. ¿No eres demasiado joven para esta mierda?

Marcos había sido ininterrumpidamente desde los quince años el camello oficial del colegio, a día de hoy aún le llamaban amigos comunes, ex alumnos de nuestra distinguida escuela, para pedirle drogas de cualquier tipo. Era capaz de conseguir cualquier cosa.

—No es para mí.

—Claro que no compi, nadie necesita estas cositas azules —contestaba éste con ironía entregándome algunas pastillas de viagra envueltas en una pequeña bolsita de plástico.

—¿Cuánto te debo? —le pregunté intentando terminar lo antes posible con aquella escena surrealista.

—Nada tronco, invita la casa, pero cuídate colega haces muy mala cara y vigila con estas cabronas, si te pasas de la dosis estarás empalmado una semana.

Le agradecí el regalo y el consejo y prácticamente lo eché a empujones del piso, no tenía tiempo que perder. Obviamente la mercancía sí era para mí, era la única manera que se me había ocurrido de poder hacer la atrocidad que se me exigía. Mi prima vivía algo lejos de casa pero preferí no ir en coche, me vestí con unos vaqueros y una sudadera y cogí la combinación adecuada de metros para llegar hasta su barrio. Sabía que desde que había tenido a Carlitos ya no trabajaba  y pensé que las nueve y media era una hora perfecta para encontrarla en casa, había tenido tiempo suficiente para llevarlo a la guardería y volver. Armado tan solo con una viagra en el bolsillo llamé a su timbre.

—¡¡Tristán!!, ¡qué sorpresa!, no sabía que vendrías —me dijo abriéndome la puerta feliz de verme.

—Ha sido improvisado primita, ¿es un mal momento?

—¡Para nada!, tenía una mañana de lo más aburrida, pasa, no te quedes en el rellano.

Al entrar me dio un afectuoso abrazo y me beso en las mejillas.

—¿Has vuelto a fumar?, Apestas a tabaco y tienes muy mala cara.

—Sí, lo sé, soy un desastre Celia. Estoy trabajando en un artículo para el periódico y me tiene muy absorbido, llevo un par de días sin apenas dormir trabajando con el portátil y he decidido hacer un parón de tres días en mi batalla contra el tabaco.

—¡Pues muy mal! —me dijo ella yendo directa a la cocina.

—¿Quieres algo?, ¿un café?

—No gracias, me vale con un vaso de agua.

Me lo sirvió al instante añadiendo:

—No te importa que me prepare unos cereales, ¿no?, hoy hemos ido con tantas prisas que aún no me ha dado tiempo a desayunar.

—Faltaría más —contesté sentándome en una de las sillas de la mesa que tenían en la amplia cocina.

Celia se preparaba el desayuno, estando de espaldas a mí me preguntaba por el trabajo, mi madre y las típicas cosas. Yo le contestaba casi con monosílabos, atento a su figura, teniendo un nudo en el estómago. El anciano también había acertado con mi prima, el embarazo le había cambiado bastante la figura pero lejos de afearla se la veía más voluptuosa, más mujer. Siempre había sido muy guapa de cara, con rasgos finos y armónicos. Desde hacía algún tiempo llevaba el pelo más corto y con mechas rubias, “el síndrome de las mamás”, lo llamaba siempre mi cuñado. Debía medir cerca del metro setenta e iba vestida con un pantalón cómodo y una camiseta de tirantes que no conseguía ocultar el notable crecimiento de sus mamas, estando por lo menos en la talla noventa y cinco sino más. La cintura volvía a ser delgada aunque no tanto como una veinteañera y su trasero, sin ser perfecto, era muy apetecible. Más grande que el de la típica flacucha pero parecía firme y bien puesto. Las curvas le habían sentado muy bien.

Mi prima seguía hablando sola, contándome cosas de Carlos, terminando de prepararse el desayuno cuando, ante mi horror, me di cuenta que quizás no necesitaría la pastillita azul. Noté asqueado como mi miembro reaccionaba dentro del pantalón, repasando su exuberante cuerpo mi respiración se hacía más profunda e incluso temblaba por la adrenalina. Ella siguió explicándome las monerías de mi ahijado cuando la interrumpí:

—Primita, ¿te acuerdas de los veranos que pasábamos en el pantano?

Pareció algo sorprendida por el cambio brusco de tema pero alegremente contestó:

—¿Cómo iba a olvidarlo?, aquellos fueron los mejores años. Con tu madre por allí, en fin, sana, y nosotros revoloteando por todas partes. No sabes lo mucho que echo de menos la casa que mis padres tenían allí.

Me levanté de la silla y lentamente me fui acercando a ella por detrás, seguí hasta que mi cuerpo chocó con el suyo y poniendo mis manos en su vientre apreté lo que ya era una notable erección contra sus nalgas.

—¿Sabes las pajas qué me hice pensando en ti y en tus variados bikinis? —le susurré mientras mis manos acariciaban ahora sus caderas, dejándola atrapada entre la encimera y mi cuerpo.

—Tristán, ¿qué haces? —me dijo ella paralizada por mi actitud.

—Nada, simplemente estaba recordando aquellos años y me he dado cuenta que nunca te conté lo mucho que me ponías. Cuando nos bañábamos juntos tenía que salir del agua siempre disimulando que me la habías puesto dura.

Mis manos fueron subiendo por su inmóvil cuerpo hasta llegar a sus pechos, mientras los acariciaba por encima de aquel top seguía restregándole mi erección por el culo, cada vez más excitado.

—Tristán, ¿qué estás haciendo?, ¿a qué viene esto? —decía ella con voz asustada siguiendo en estado de shock.

Sin miramientos seguí jugando con sus senos, agarrándolos y magreándolos mientras le decía:

—Vamos primita, ¿no me dirás que tú nunca pensaste en follarme?

Podía notar su nerviosismo y terror mientras continuaba metiéndole mano a placer, aprovechándome de su pasividad, de su bloqueo. Hábilmente y ante mi sorpresa conseguí quitarle el top en un magistral y rápido movimiento y desabrochándole el sujetador continué:

—Me debes un polvo y simplemente he venido a cobrármelo.

Le agarré de nuevo aquellas tetazas ahora desnudas mientras le besaba y mordisqueaba el cuello, por un momento pensé que quizás sería más fácil de lo esperado pero justo en ese momento pareció volver en sí y forcejeando me gritó:

—¡¡¿¿Te has vuelto loco??!!, ¿vas drogado verdad?, ¡Suéltame ahora mismo!

Por mucho que lo intentase mi prima era incapaz de salir de aquella trampa que eran mi cuerpo y el mueble de la cocina, lo peor es que cuanto más se resistía más cachondo me ponía.

—Vamos Celia, solo te pido un polvo por los viejos tiempos.

Consiguió quitarme mis zarpas de sus pechos y se los cubrió con sus brazos, hecho que aproveché para bajarle el pantalón hasta las rodillas de un tirón. Viendo aquellas maravillosas posaderas tapadas solo por unas finas braguitas blancas sentí que mi polla iba a explotar y mientras que con una mano intentaba mantener quieta a mi prima con la otra conseguí con algunos esfuerzos desnudarme de cintura para abajo. Volví a restregarle mi falo que chorreaba líquido pre seminal por las semidesnudas nalgas hasta que le agarré la ropa interior con fuerza con ambas manos y se la bajé también hasta las rodillas.

—Qué buena que estás prima.

Ella luchó aún con más fuerza siendo igualmente inútil imprecándome:

—¡Suéltame gilipollas!, ¡estás como una puta cabra!

Casi a empujones conseguí ponerle medio cuerpo encima de la encimera y dejando su bonito trasero en pompa busqué con mi instrumento la entrada de su vagina desde atrás dispuesto a penetrarla.

—Iré muy rápido te lo prometo —intentaba calmarla.

Le agarré con fuerza las caderas y cuando me disponía a metérsela consiguió darme un codazo en la cara a la vez que se daba la vuelta.

—¡Joder!, ¡eso duele! —le grité furioso.

Aprovechó el pequeño caos para huir de la cocina patosamente en dirección al pasillo, al llevar el pantalón y las bragas a la altura de la rodilla hizo que fuera muy fácil para mí volverla a alcanzar. Ya en el pasillo conseguí darle caza, le agarré del mal puesto pantalón cayendo ambos al suelo y me abalancé encima, quedándome con todo mi peso en su espalda.

—¡Hijo de puta! —me gritó siguiendo con la lucha.

Aprovechando mi nueva posición conseguí sacarle de una vez por todas la ropa restante, dejándola completamente desnuda. Celia consiguió darse la vuelta y empezó a propinarme puñetazos en todas direcciones, defendiéndose como un gato panza arriba. Yo me cubría de los golpes como podía mientras conseguía abrirla de piernas y meterme entre ellas.

—¡Suéltame de una vez!, ¡largo de aquí! —me decía quedándose casi sin fuerzas mientras yo seguía acomodándome sobre ella.

Le agarré de las muñecas mientras restregaba mi manubrio por todo su sexo, impidiendo que volviera a cerrar las piernas y notando sus enormes melones apretados contra mi pecho.

—Quédate quieta Celia no quiero hacerte daño, tu no lo entiendes.

—¡No hay nada que entender!, suéltame por favor, ¡para! ¡Soy tu prima!

—Nunca lo entenderías, lo hago por ti.

Aunque lo que le decía era cierto tampoco podía engañarme, el morbo que me estaba dando todo lo sucedido aquella mañana era tan preocupante como placentero, nunca había pensado que pudiera ser tan primitivo. Sus fuerzas se acabaron y cambió los insultos y la lucha por las súplicas y los lloros. Sabiéndose derrotada se dio por vencida, momento que aproveché para sobarle todo lo que podía sin estar pendiente de sus ataques.

—Por favor para, detente —decía casi en voz baja, entre sollozos.

Acomodé de nuevo mi glande en la entrada de su coño, puse mis manos en sus nalgas para ayudarme y de un fuerte empujón la penetré.

—¡Ohhh síii, primita, síii, síiii!

Ella seguía suplicándome mientras yo notaba mi nabo fuertemente presionado dentro de aquel conducto, sintiendo un placer que hacía mucho que no recordaba.

—Para Tristán, por favor…

Moví mis caderas para seguir penetrándola, cada vez con menos dificultades.

—Así Celia, muévete un poquito, oh sí, me encanta.

Poco a poco fui aumentando el ritmo y la fuerza de las embestidas al tiempo que volvía a agarrarle aquellas tetas que me estaban volviendo loco, que se movían arriba y abajo al ritmo de las sacudidas.

—Menudo cuerpazo tienes joder, que buena que estás.

Ella dejó de hablar, miraba hacia arriba y a un lado como intentando abstraerse de lo que estaba pasando mientras yo seguía follándomela cada vez con más furia, notando su cuerpo rebotar contra el parqué.

—¡Ohhh, ohhh, mmm, ohhhh!

Mi prima seguía paralizada como si fuera una muñeca hinchable y yo continuaba disfrutando de su deseado cuerpo, dándome cuenta por primera vez que toda mi vida había querido fornicar con ella.

—Seguro que Jaime no te folla así, ¿verdad? Seguro que no sabe aprovechar este cuerpazo.

Celia seguía en su mundo aguantando las embestidas y los magreos estoicamente, notaba mis testículos rebotar contra su sexo por la fuerza de éstas, pensé que aquel polvo era mejor que cualquiera que hubiera tenido de manera consentida.

—Ahhhh, ahhhh, ohhhh, ¡cómo me pones!, ¡siente lo cachondo que estoy!

Seguí unos minutos más disfrutando de su cuerpo cuando sin poder evitarlo me corrí en su interior, apretándole violentamente las tetas a la vez que la llenaba de leche. Gemí con tanta fuerza que tuve la sensación de que todo el edificio se tambaleó. Salí de encima y me hice a un lado, estirado en el suelo recuperando el aliento, las fuerzas, estaba exhausto. Minutos después volví a la cocina para vestirme, me adecenté un poco y de camino a la puerta observé que mi prima Celia seguía en el suelo, desnuda y con la mirada perdida. Esquivándola llegué hasta la salida y antes de abandonarla le dije:

—Ojalá pudiera contarte las razones que me han llevado a esto.

Bajando por el ascensor pude ver en un espejo que me sangraba la nariz, el codazo recibido en la cocina, pensé. Al salir a la calle vi aparcado justo en frente del edificio un coche patrulla, el policía estaba apoyado en él y parecía estar esperándome.

¡Mierda!

Asustado intenté hacerme el sueco y seguir mi camino mientras presionaba mi hemorragia con un pañuelo de papel, pero el policía me impidió seguir andando. Me miró unos segundos en los que sentí que estaba perdido y entonces me entregó una especie de tarjeta.

—Bienvenido a la Societas Erit —me dijo yéndose a continuación.

Observé aquella tarjeta, parecía una especie de tarjeta de crédito. El fondo era blanco, en un lado tenía una banda magnética y en el otro un extraño símbolo, el Hexagrama Unicursal creado por Aleister Crowley. Sonreí y seguí mi camino a casa.

Bienvenido al grupo

Estuve unos días encerrado en casa, alegando en el trabajo que había cogido la gripe. Me pasaba el día angustiado pensando que de un momento a otro alguien llamaría a la puerta, la policía, Jaime buscando venganza, lo que fuera. Pero aquello no sucedió. Recibí un par de mensajes al móvil de Ariadna, preguntándome qué tal iban mis investigaciones pero tampoco le respondí.

Finalmente me duché después de días sin hacerlo, me arreglé un poco y salí a la calle. Andando tranquila y contemplativamente llegué hasta el edificio donde Ariadna vivía con su madre, me sentía extraño, renacido, era otro.

Subí hasta su piso y llamé al timbre.

—Hola, ¿qué desea? —contestó Julia, su madre, abriendo cautelosamente la puerta.

—Buenos días, soy Tristán un amigo de su hija Ariadna, ¿está ella en casa?

—Pues no pero llegará del trabajo en una media hora, hoy me ha dicho que podía venir a comer, ¿quieres esperarla dentro?

Julia iba vestida como una alta ejecutiva, con un bonito traje chaqueta y medias.

—¿No le importa?, quizás estaba preparando la comida y no querría molestar.

—No es ninguna molestia —afirmó sonriente —pasa por favor, a Julia le vendrá bien la compañía.

Al entrar en el piso seguí a la esposa de Bosco hasta el salón, sin quitarle ojo de lo que parecía ser el mejor culo que había visto, recordando la historias que me había contado Ariadna, lo tuve claro, ya era uno de ellos.