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De perra en celo a una cachorrita a mi servicio

en Hetero: General

Capítulo 1

Como tantos otros días después de mi divorcio, esa mañana me había despertado solo en mi cama y siguiendo la rutina diaria me había metido a bañar. Bajo la ducha la erección matutina que lucía mi entrepierna se hizo todavía más dolorosa al recordarme la larga temporada que había permanecido a dieta.

«Joder, necesito una mujer», pensé mientras llevaba mi mano hasta mi pene. Cual adolescente empecé a imaginar que era una zorra la que me estaba pajeando. Era tal mi calentura que no tardé en correrme pero eso lejos de tranquilizarme, me cabreó al saber que eso tenía que cambiar y que tenía que buscar alguna alma caritativa que se apiadara de mí, convirtiéndose en mi amante.

Desesperado por mi soledad, me vestí y cual autómata salí a trabajar. El continuo colapso del tráfico de Madrid no hizo más que empeorar mi estado de ánimo y con un humor de mil demonios llegué a mi oficina.

«Menuda mierda de vida», susurré para mí al encender el ordenador de mi mesa mientras pensaba que a pesar de mi buena posición económica, me sentía un desgraciado.

Afortunadamente el día a día consiguió relegar mi angustia vital a un rincón de mi cerebro, rompiendo así la espiral autodestructiva en la que estaba inmerso. Eran cerca de las dos cuando decidí que ya estaba bien y que me merecía un descanso. Rutinariamente me despedí de mi secretaria y cogiendo el ascensor, salí de la oficina rumbo a la calle.

Acababa de pisar la acera cuando de repente vi a una estupenda pelirroja que caminaba dirección al portal del que acababa de salir. El profundo canalillo que lucía su escote me hizo fijarme en ella.

«Dios, ¡qué buena que está!», sentencié al girarme para verle el trasero.

Duro y grande era el complemento perfecto a los enormes pechos que me habían impactado y haciendo como si se me hubiese olvidado algo, volví a entrar al edificio tras ella.

«¿Trabajará aquí?», me pregunté mientras recreaba mi mirada en el sinuoso movimiento de ese culo.

La mujer ajena al examen del que estaba siendo objeto, llamó al ascensor sin fijarse en mí.

«¡La madre que la parió! ¡Quién la follara!», me dije al observar que esa treintañera además de tener un cuerpo cojonudo, era guapa.

Su belleza era atípica para una española. Su pelo rojo y su piel blanca la hacían más propia de un país nórdico. Por ello me sorprendió su acento madrileño cuando ya dentro del elevador, me preguntó a qué piso iba.

―Al sexto― contesté sin poder retirar la vista del lunar que lucía sobre su boca. La sensualidad de esa marca de nacimiento se veía magnificada por sus labios sensuales y por la calidez de su mirada.

Tratando de evitar que notara la atracción que sentía por ella, retiré mis ojos e hice como si leyera un whatsapp. No sé si se percató de algo pero justo cuando se bajaba en el segundo piso, se despidió diciendo:

―Hasta mañana― dando por sentado que íbamos a vernos frecuentemente.

Dando por sentado que ese bombón debía de trabajar en esa planta, dejé que el ascensor se cerrara para marcar al tercero. Una vez allí, salí corriendo escaleras abajo con la esperanza de ver en qué oficina se metía. El destino quiso que me diera tiempo y esperé a que se entrara para acercarme a ver la empresa en la que trabajaba.

“BLUE IMPORTACIONES. Horario de 9 a 20 h” ponía en la puerta.

Lo creáis o no, dejé para un mejor momento el almuerzo y volviendo a mi despacho, me puse a indagar sobre esa compañía. Encerrándome en mi cubículo, averigüé no solo que se dedicaba a traer productos de china sino también el nombre de esa diosa.

«Elena, se llama Elena», suspiré mientras releía su curriculum. Así me enteré que tenía treinta y seis años, que había estudiado en la complutense y que era madre de una hija.

«¡Qué putada! ¡Está casada!», maldije al enterarme que llevaba ya seis años fuera del mercado. Cabreado, cerré el ordenador y me fui a comer.

Ya en el restaurante, el recuerdo del vaivén al que se veían sometido esos dos melones cada vez que su dueña daba un paso, me hizo soñar con ser su amante. En mi mente me vi mordiendo sus ubres mientras ella no paraba de gemir, sin saber que desde ese momento esa mujer se convertiría en mi obsesión.

«Me ha puesto como una moto», reconocí con disgusto al sentir como bajo el pantalón, mi apetito crecía sin control.

Ya de vuelta a mi trabajo, me resultó imposible el concentrarme y viendo que no podía dar un palo al agua, tuve que encerrarme en el servicio para masturbarme y así poder aminorar mi calentura. Desgraciadamente, a pesar de las dos pajas que me hice en su honor, no podía quitármela de la cabeza y sin ser consciente de adonde me iba a llevar eso, decidí esperarla a la salida…

Capítulo 2

A las ocho menos diez ya estaba aguardando en la acera de enfrente su salida. No tenía ni puta idea de que iba a hacer, solo sabía que necesitaba verla otra vez. Ya habían pasado veinte minutos cuando la vi aparecer y disimulando frente a un escaparate, esperé a que tomara dirección al metro para seguirla.

Manteniendo una distancia prudencial, observé que se dirigía hacia uno de los andenes. Por la hora, casi no había usuarios en esa estación y no queriendo ser descubierto, aguardé en una esquina a que el tren llegara. Mientras esperábamos, un joven se le acercó y tras darle un buen repaso con la mirada, se colocó a su lado. Confieso que me extrañó que esa mujer no se quejara cuando el chaval se puso tan cerca pero creyendo que estaba viendo moros con trinchetes, me olvidé de eso hasta que vi que al entrar en el vagón, el muchacho le ponía la mano en el culo.

«¿Intervengo?», me pregunté al ver el osado manoseo en plan caballero andante.

Gracias a dios que todavía me lo estaba pensando porque esa pelirroja en vez de cruzarle la cara con una bofetada, pegó su pubis a la entrepierna de su agresor y ante mi sorpresa se puso a restregar su coño contra el bulto del chaval.

«¡No puede ser! ¡Se lo va a montar con ese desconocido!», exclamé mentalmente al notar que esa mujer estaba ansiosa de probar lo que se escondía bajo su pantalón.

Sentando al final del mismo vagón que la pareja, me quedé mirando como el chico empezaba a acariciarle los pechos mientras le susurraba que era una puta. A pesar que debía saber que tenía público, ese insulto excitó de sobre manera a la pelirroja. La mejor muestra de su calentura fue que llevando las manos a la bragueta del muchacho, sacó su pene del encierro y arrodillándose ante él se lo empezó a mamar.

«No me lo puedo creer que esto esté pasando», pensé al ver cómo esa mujer se introducía el pene del crío hasta el fondeo de la garganta y con envidia de él fui testigo de la maestría mamando de esa zorra.

Ya estaba lo suficientemente alucinado que fuera capaz de hacerle una felación en un lugar público cuando de improviso, esa pelirroja se levantó el vestido y separando con sus manos el tanga rojo que llevaba, de un solo golpe se incrustó el aparato de su amante en su interior.

―¿Te gusta?― escuché que le decía mientras ponía a su disposición sus pechos.

―¡Sí!― murmuró el aludido mientras correspondía al regalo mordiendo los pezones de la mujer.

La escena me calentó de sobre manera y mientras la calidez de su cueva envolvía el falo del muchacho, saqué mi verga y cual sucio voyeur, me puse a pajear. Ajenos a ser observados, vi que la tal Elena forzando el movimiento de sus caderas conseguí que ese estoque se clavara en su sexo a un ritmo infernal.

―¡Sigue follando!― aulló al sentir los primeros síntomas de su orgasmo.

Fue impresionante ser coparticipe, del modo en que, berreando como cierva en celo, todo su cuerpo convulsionó sobre las rodillas del joven mientras no dejaba de gritar.

―¡Qué gusto!― chilló e incrementando mi alucine, se levantó del asiento y dándose la vuelta se encajó nuevamente ese pene en su vagina, dejando que fuera plenamente visibles para mí sus pechos rebotando arriba y abajo.

«Sabe que la estoy mirando», dije plenamente convencido al comprobar que se mordía los labios mientras fijaba sus ojos en mí.

Para entonces la propia lujuria del chaval le hizo pellizcar esos dos rosados pezones con dureza y la pelirroja en vez de quejarse, aulló complacida por el duro trato y desquiciada por entero, le rogó a voz en grito que continuara torturando sus areolas mientras desde mi asiento pajeaba yo mi sexo con un meneo endemoniado.

El crío complaciendo a su supuesta víctima, se los estrujó sin piedad mientras la mujer saltaba empalándose una y otra vez sobre su sexo. Comprendí que Elena se había corrido cuando echando la cabeza hacía atrás, besó los labios de ese desconocido y desmontando, se empezó a acomodar el vestido.

Una vez acicalada, se me quedó mirando y aprovechando que el metro había parado en la siguiente estación, con una sonrisa, se despidió de mí diciendo:

―Mañana te veo al gimnasio del edificio.

Sus palabras me dejaron tan acojonado que apenas tuve tiempo de cerrar mi bragueta, antes que el vagón se llenara de universitarios saliendo de clase.

Sintiéndome un vulgar pajillero, rehíce el camino y volví a mi oficina para recoger mi coche. La humillación que me acogotaba se incrementó al meterme en su interior y casi llorando, aceleré como un autómata rumbo a mi casa.

«¿Qué cojones pasa conmigo?», me pregunté muerto de vergüenza, «Elena debe de pensar que soy un degenerado».

Sé que parece ridículo y que la que realmente debía de sentirse abochornada era esa mujer, porque no en vano la había sorprendido dando rienda a su lujuria en mitad de un vagón del metro, pero lo cierto es que me repugnaba mi actuación y aunque esa zorra prácticamente me había invitado a seguirla al día siguiente, decidí que pasara lo que pasase no acudiría a la cita.

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ESTE ES EL PRIMER CAPÍTULO QUE HE ESCRITO CON ELENA, UNA DIOSA TAN GOLFA COMO YO.

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Dueño inesperado de la madre y de la esposa de un amigo

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Donde podéis encontrar todos mis relatos y los de autores que me gustan ilustrados con nuestras musas.

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