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En mi finca de caza (3) El aperitivo

en Dominación

Capítulo 3

Me estaba poniendo un whisky, cuando entraron las muchachas en el salón. Venían charlando animadamente sobre temas triviales, Patricia se había recuperado gracias a los cuidados de María, y viendo el rubor en las mejillas de ambas, supe al instante el tipo de bálsamo usado. Lejos de ofenderme, el que sin mi consentimiento hubieran compartido algo más que un baño, estaba contento, mis planes se iban cumpliendo al pie de la letra siguiendo la vieja práctica del palo y la zanahoria. Al verme se quedaron calladas esperando mi reacción. La sesión de sexo, que sin lugar a dudas habían disfrutado, les había sentado bien.

«Son dos pedazos de mujeres», tuve que reconocer al observarlas.

La ex de mi amigo, con sus treinta y dos años, se conservaba estupendamente, el camisón realzaba su silueta, con su profundo escote y la apertura hasta medio muslo desvelaba unos pechos firmes y unas piernas bien contorneadas. Era una mujer elegante, de la alta sociedad, que jamás se había dignado a mancharse las manos con un trabajo manual. Mi empleada en cambio, era una joven de veintitrés años, cuya mirada seguía conservando la lozanía de la niñez que se conjuntaba en perfecta armonía con un cuerpo de pecado, grandes pechos coronaban una cintura estrecha, y todo ello adornado por una piel morena que hacía resaltar sus ojos azules.

María rompió el incómodo silencio, preguntándome si deseaba algo más, o por el contrario si se podía ir a preparar la cena. Mirándola a la cara descubrí que no le apetecía estar presente cuando con toda seguridad castigara a Patricia. Le dije que se fuera a cumplir con sus obligaciones sin sacarla del error. Ese no era el momento del castigo, tenía una semana para ejercerlo y lo que me apetecía era disfrutar de la mujer, que hasta hace 24 horas compartía el lecho de Miguel.

― Patricia, siéntate aquí―  le dije señalando un sillón orejero: ― Tengo que hablar contigo, pero antes, ¿quieres una copa?

Me contestó que sí, que estaba sedienta, sin reconocer que lo que realmente estaba era muerta de miedo al no saber qué le tenía preparado. Haciéndola sufrir, tranquilamente le serví el cacique con coca-cola que me había pedido.

Tardando más de lo necesario entre hielo y hielo, mezclando la bebida con una lentitud exasperante, conseguí que su mente no parara de dar vueltas a que le depararía su futuro inmediato. Cuando terminé, lo cogió con las dos manos, dándole un buen sorbo. Mi actitud serena la estaba poniendo cardiaca, no se esperaba este recibimiento.

Poniéndome detrás del sillón, apoyé las dos manos sobre sus hombros. Ella sintió un escalofrío al notar como mis palmas se posaban sobre ella, quizás temiendo por la cercanía de su cuello que fuera a estrangularla. Esperé a que se relajara antes de empezar a hablar. Todos los detalles eran importantes. Si quería que esa mujer bebiera de mi mano, debía antes desmoronar sus defensas. Cuando aceptó mi contacto, sobre su piel, empecé a acariciarle sus hombros.

Eran unas caricias suaves casi un masaje, nada parecido a como la traté en la dehesa. Patricia no sabía a qué atenerse. Me tenía miedo pero en ese momento le recordaba, no al salvaje que la había denigrado, sino al amigo que conocía desde que era una adolescente.

Mis carantoñas no cesaron cuando, con voz seria, comencé a hablarle al oído.

― Pati, estoy enfadado contigo por que ayer me trataste de engañar, cuando me mentiste diciendo que tu marido te maltrataba―  intentó protestar al oírlo pero la corté por lo sano apretando un poco más de lo necesario su cuello: ―  No sé qué es lo que intentabas con ello porque tarde o temprano me iba a enterar. Solo se me ocurre, que tratabas de seducirme antes de que eso ocurriera.

La tensión con la que escuchó mi comentario era la confirmación que necesitaba.

―  Pero quiero que sepas que no era necesario, ya que desde niño me has gustado y solo el hecho que estuvieras con Miguel, evitó que me declarara.

Estaba mintiendo pero ella no lo sabía. Creyéndome se relajó, lo cual lo tomé como señal para profundizar mis caricias, bajando despacio por su escote:

 ― Ya sabes y si no te lo digo yo, porque no quiero que haya malos entendidos, que María es mi amante. Además creo que le gustas.

En esos momentos mis dedos ya jugaban con el borde de sus areolas:

―  Pienso que le gustaría tenerte en mi cama, compartiéndote conmigo.

Los pezones de la muchacha estaban duros al tacto cuando me apoderé de ellos pellizcándolos tiernamente, la excitación se había extendido ya por su cuerpo:

―   Somos una pareja abierta, por eso te propongo que te unas a nosotros.

Sin darle tiempo a responder la levanté del sillón, abrazándola mientras mis labios rozaban los suyos. Patricia me respondió con pasión besándome mientras me despojaba de la camisa. Sus manos no dejaron de recorrer mi pecho cuando su boca mordió mi cuello, ni cuando sus caderas se juntaron a mí, buscando la cercanía de mi sexo.

Estaba en celo. El relato de María, la atracción que sentía por ella y mis arrumacos se le habían acumulado en su cabeza, y ¡necesitaba desfogar ese deseo! Sin más preámbulos, se arrodilló abriéndome el pantalón, dejando libre de su prisión a mi pene.

Sonrió al ver su tamaño. Le hizo sentirse una mujer deseada. No se había dado cuenta de lo que añoraba a un hombre que le protegiera hasta que se lo había oído decir a mi empleada. Yo podía ser ese hombre y no iba a desperdiciar la oportunidad. Su lengua empezó a jugar con mi glande, saboreando por entero, a la vez que su mano acariciaba toda mi extensión.

Era una gozada verla de rodillas haciéndome una felación, notar como su boca engullía mi sexo mientras su dedos acariciaban mi cuerpo. Pero ahora quería más, por lo que obligándola a levantarse, la tumbé encima de la mesa, y desgarrándole el camisón, la dejé desnuda. Me miraba con deseo mientras me despojaba del pantalón y se le puso la carne de gallina cuando bajándole el tanga, empecé a jugar con su clítoris.

― ¿Te gusta? Verdad putita―  dije mientras proseguía con mis maniobras.

― ¡Sí!―  con la voz entrecortada por la excitación ― ¡Házmelo ya!.

Estaba en mis manos. Con un par de sesiones mas esta mujer sería un cachorrito en mi regazo y con la ayuda de María la convertiría en esclava de mis deseos.Todo en ella me pedía que la penetrara, sus ojos, su boca, el sudor de sus pechos revelaban claramente la fiebre que sentía. Separando sus labios con mis dedos, puse la cabeza de mi glande en la entrada de su cueva, a la vez que torturaba sus pezones con mi boca.

― Por favor―  me gritó pidiéndome que la penetrara.

Muy despacio, de forma que la piel de mi sexo fuera percibiendo cada pliegue, cada rugosidad de su vulva, fui introduciéndome en su cueva, en un movimiento continuo que no paró hasta que no la llenó por completo. Patricia entonces empezó a mover sus caderas, como una serpiente reptando se retorcía sobre la tabla, buscando incrementar su placer. Gimió al percibir como mi pene se deslizaba dentro de ella incrementando sus embistes, y gritó desesperada al disfrutar cuando mis huevos golpearon su cuerpo como si de un frontón se tratara. Previendo su orgasmo, la penetré sin compasión, mientras que con mis manos apretaba su cuello, cortándole la respiración, ya que la falta de aire, incrementa el placer en un raro fenómeno llamado hipoxia. Ella no sabía mis intenciones, solo notaba que no podía respirar, por lo que se revolvió tratando se zafarse de mi abrazo, pero la diferencia de fuerza se lo impidió, y aterrorizada pensaba que iba a morir, mientras desde su interior, una enorme descarga eléctrica subía por su cuerpo, explotando en su cabeza. Y como si de un manantial se tratara, su cueva manó haciendo que el flujo de su orgasmo envolviera mi pene. Al sentirlo, descargué dentro de ella toda mi excitación, mientras ella, con sus uñas, desgarraba mi espalda, exhausta pero feliz de lo que había experimentado.

― La cena esta lista―  desde la puerta nos informó María que por el color de su cara y el brillo de sus ojos , debió de ser participe como voyeur de nuestras andanzas.

«Seguro que había estado mirando y se le ha mojado su tanga», pensé al verla.

El camisón estaba desgarrado por lo que se puso una camisa mía pero al querer ponerse bragas se lo impedí. Todavía no había hecho lo honores a su culito y aunque había aliviado parte de mi calentura, algo me decía que no era suficiente. Con mi empleada abriéndonos paso, fuimos al comedor donde estaba preparada la cena.

Sobre la mesa, tres lugares. María sin preguntarme había decidido que ya era un hecho nuestro trío, cosa que me molestó porque aunque fuera verdad no me gustaba que lo diera por entendido. Si quería jugar, jugaríamos, pero según mis normas y siguiendo mis instrucciones.

― María, creo que me debes una explicación―  me miró asustada. Sabía que la había descubierto y que se avecinaba un castigo: ―  ¿Quién te dio permiso para usar mi mercancía?

― Nadie― contestó y sin necesidad de que le dijera nada más se fue desnudando.

Patricia alucinada por que no entendía nada. Cuando hubo terminado, se arrodilló en la alfombra, dejando su trasero en pompa, de forma que facilitara el castigo. La ex de mi amigo intentó protestar pero al ver mi mirada, decidió callarse no fuera a recibir el mismo tratamiento.

Saqué entonces de un cajón una fusta y cruelmente le azoté el trasero. Recibió la reprimenda sin quejarse. De su boca solo surgieron disculpas y promesas de que nunca me iba a desobedecer otra vez. Las nalgas temblaban, anticipando cada golpe, pero se mantuvo firmemente sin llorar hasta que decidí que era suficiente.

Patricia estuvo todo el rato callada, en su cara se le podía adivinar dos sentimientos contradictorios: por una parte estaba espantada por la violencia con la que había fustigado a la mujer, pero por otra no podía dejar de reconocer que algo en su interior la había alterado:

¡Ver a la muchacha que la había consolado en posición de sumisa, y sus nalgas coloradas por el tratamiento, había humedecido su entrepierna!

Acercándome y acariciando ese trasero que tantas alegrías me había dado, no pude dejar de sentir pena, y agarrando la botella de vino blanco que estaba en la mesa, me serví mientras preguntaba:

― Pati, ¿te apetece una copa?

Que le ofreciera de beber la dejó fuera de juego, pero como tenía la garganta seca por el miedo, me respondió afirmativamente. Esas nalgas necesitaban ser enfriadas, por lo que derramé una buena cantidad de vino sobre ellas y cogiendo del pelo a la rubia le ordené que bebiera.

Obedientemente, empezó a sorber el líquido que goteaba por su trasero. Al principio despacio temiendo el hacer daño a la criada pero el cuidado con el que pasaba la lengua sobre su atormentada piel, provocó que unos pequeños gemidos de placer surgieran de la garganta de la muchacha. Patricia al escucharlos sintió como su vulva se alteraba y sus incursiones se fueron haciendo cada vez más atrevidas.

Viendo que María recibía con alborozo sus caricias, con sus manos le abrió los cachetes para que le resultara más fácil el obtener con su boca las gotas de vino que se habían deslizado por el canalillo de la criada. Cuando empezó a recorrer el inicio de su esfínter no se pudo aguantar y sin ningún recato le pidió que siguiera, reconociendo que le encantaba el notar la humedad de su lengua en su hoyo secreto.

Estaban excitadas y listas, una mujer adolorida siendo consolada por otra, me enterneció, por lo que pregunté a mi criada:

― ¿Te llegaste a correr antes?

― No, ¡te lo juro!―  mcontestó con la voz entrecortada por el calor que sentía.

― Túmbate― ordené y reacomodándolas, puse su pubis en disposición de ser devorado por la mujer.

Esta se lanzó como una fiera sobre él y separando con los dedos los labios inferiores, se apoderó del su clítoris mientras que con la otra mano le acariciaba los pechos. María estaba recibiendo el premio a su fidelidad. Después de su merecido castigo, su amante la recompensaba otorgándole el placer de ser reconfortada en lo más íntimo.

Sus ojos me miraban con deseo y gratitud mientras sus piernas se abrazaban a la mujer. Al notar que sus senos eran acariciados, su sexo se licuó entre lamida y lamida. La visión del culo de Patricia mientras proseguía comiéndose a mi criada me devolvió a la realidad y me apeteció ser partícipe de esa unión.

Buscando algo que me sirviera, hallé sobre la mesa una botellita con aceite de oliva:

«Perfecto», sentencié y separándole las nalgas a mi amiga deposité unas gotas sobre el inicio de su trasero.

Ella al sentir el contacto de mis manos, levantó su trasero sabiendo que era inevitable. Con mi mano lo extendí, concentrándome en su agujero virgen. Aunque se lo mereciera no quería excederme cuando hiciera uso del mismo, de forma que fui relajándolo con un masaje, ella respondió como una loca mis caricias. Sus dientes se apoderaron del botón de placer de María, mientras sus dedos empezaban a someter a la vagina de la mujer a una más que deseada tortura.

Con mi criada a punto de explotar, decidí que era hora de romperle por primera vez su esfínter y poniendo mi pene en la entrada trasera de la mujer, de una sola embestida introduje mi extensión dentro de ella.

Gritó de dolor, pero no intentó zafarse de mi agresión. Asumiendo que era una reacción lógica, dejé que se acostumbrara a mi grosor dentro de ella para acto seguido comenzar con mis embestidas. Completamente llena, Patricia se había olvidado que tenía que seguir consolando a María y ésta tirándole del pelo volvió a acomodar la boca de la mujer en su sexo, manteniéndola en esa posición sujetando su cabeza con las manos.

Para entonces la ex de Miguel era nuestro objeto de placer. Sabedora de su papel, no paró de lamer y mordisquear el clítoris de mi amante mientras yo estrenaba su culo. Babeando notó que la mujer que se estaba comiendo, estaba cercana al clímax.

¡Iba a ser la primera vez que una hembra se corriera en su boca!

Deseosa de esa experiencia, aumentó el ritmo de sus caricias al sentir los primeros espasmos de placer de la muchacha. No tardó en recibir el río ardiente de la mujer y aunque era nuevo para ella el sabor agridulce del flujo, como posesa buscó no desperdiciar ni una gota de ese regalo manjar, bebiendo y absorbiendo mientras su propio cuerpo dejaba de sufrir por mis incursiones y más relajada empezaba a disfrutar de mis movimientos.

María se levantó satisfecha para ayudarme con la muchacha, y poniéndose debajo mío, separó sus labios, introduciéndole dos dedos en su vulva.

Patricia no se podía creer ser sodomizada y follada a la vez. Ya sin ningún recato gritaba que siguiéramos, que era una puta pero que no paráramos. Sus caderas se movían sin control, buscando el placer doble que le provocaban los dientes de mi criada sobre su clítoris y mi pene rompiéndole su virgen culo.

Tuve que intervenir y sujetándole por la cintura, acomodé sus movimientos a mis penetraciones. No quería que se desperdiciara esa primera vez por la descoordinación de nuestros cuerpos. Ella no entendió este parón, por lo que me exigió que siguiera recibiendo un azote como respuesta.

― Tranquila.

Volví a recomenzar mis penetraciones, sintiendo como toda mi extensión recorría su ano:

―   Muévete solo cuando te lo ordene.

Comprendió que es lo que quería cuando mi mano cayó por segunda vez sobre sus nalgas:

―  ¡Ahora!

Era una buena aprendiz, sus caderas se acomodaron al ritmo, siguiéndole marcado por mis manos sobre su trasero.       Estábamos en perfecta armonía, empujando al recibir los azotes, recibiendo mi extensión a continuación. Poco a poco fuimos incrementando la cadencia, hasta que nuestro galope se convirtió en una carrera sin freno. María, que no dejaba de introducir sus dedos en ella, cambió el objetivo de su boca, empezando a jugar con mis testículos cada vez que estos se acercaban a su lengua.

Patricia, apoyó su cabeza contra la alfombra, cuando desde su interior como si fuera una llamarada su cuerpo se empezó a convulsionar de placer, y derramándose en un torrente de líquido que recorrió sus muslos, cayó agotada sobre el suelo, mientras ya encima de ella, proseguí introduciendo mi pene en sus entrañas, excitado por sus gemidos. María me besó dejándome que mi lengua se introdujera en su boca, acelerando mi excitación.

Era el dueño.

Tenía a mis dos mujeres donde yo quería, y tras unos breves pero intensos momentos, exploté dentro de la rubia, mientras besaba con pasión a mi criada. Tas lo cual, caí agotado pero satisfecho.

Escoltado por dos bellezas. Una a cada lado, rubia y morena, diferentes pero ambas mías.

En cuanto me hube recuperado un poco, me puse en pie exigiendo mi comida. Las muchachas me dijeron si no me había saciado suficiente, y cabreado les aclaré:

― Esto fue un aperitivo―  en sus caras su felicidad era patente―   el banquete será esta noche en la cama, pero ahora quiero cenar―  y viendo que se sentaban en la mesa, agregué mientras cortaba el filete: ―  ¡El servicio come en la cocina!

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