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La isla del placer. 5 putas a mi disposición 2

en Dominación

Cap. 4.― En la casa, sigo conociendo a la familia.

Al llegar a la casa que sería mi hogar lo que me restara de vida, descubrí que era la única diferente de la isla. Pintada en color ladrillo, su tamaño hacía que sobresaliera sobre todas las demás. No me hizo falta preguntar el motivo de la desproporción entre ella y el resto. Era la casa del mandamás y debía quedar claro desde el principio. En su interior descubrí nuevamente el buen gusto de Irene, manteniendo la sobriedad, sus estancias rezumaban clase y practicidad por igual. Decorada con un estilo minimalista, no faltaba ninguna comodidad. Una sección de oficinas daba paso a una serie de salones amplios y luminosos.

―Esta es la parte para uso oficial. Espero que la privada también le guste.

Sin saber adónde ir, seguí a mi asistente por una escalera de mármol y en cuanto traspasé la puerta que daba acceso a nuestras dependencias, comprendí a que se refería. Era una copia de mi piso de Madrid, solo que más grande y que en vez de tener un solo dormitorio, del salón salían al menos media docena. Alucinado porque hubiese recreado hasta el último de los detalles, me dirigí hacia mi cuarto y al entrar descubrí que no solo había hecho traer todos mis muebles, sino que todas mis pertenencias y mis fotos estaban ubicadas en el mismo lugar que en el departamento al que ya no volvería.

―Quería que se sintiera en su hogar― dijo al ver mi desconcierto y señalando la cama, comentó: ―Lo único que es diferente es esto. Si va a tener que acoger ocasionalmente a seis personas que menos sea de tres por tres.

―Eres maravillosa― le dije con ganas de estrenar tanto la cama como a ella.

La muchacha percatándose de mis siniestras intenciones, se escabulló como pudo y desde la puerta, me informó:

―He dispuesto que tuvieran su baño preparado, luego me dice que le ha parecido.

Cabreado por quedarme con las ganas de poseerla, me quité la chaqueta y depositándola sobre un sillón me dirigí hacia el baño. Al entrar me quedé paralizado al descubrir que, de espaldas a mí, había un negrazo de más de dos metros totalmente desnudo. Solo me dio tiempo de mirar la tremenda musculatura de su espalda antes que, indignado y sin medir las consecuencias, le espetara:

― ¡Qué coño hace usted aquí!

El sujeto dio un grito por la sorpresa, pero, al girarse descubrí, que no era él sino ella quien estaba en cueros sobre las baldosas de mármol. Cortado por mi equivocación, no pude más que pedirle perdón por mi exabrupto y ya tranquilo, le pregunté que quien era. La muchacha, con una dulce voz que chocaba frontalmente con el tamaño de sus antebrazos, ya que, parecía una culturista, contestó:

―Soy Johana. Irene me ha pedido que le ayude a bañarse porque venía cansado del viaje y necesitaba un masaje, pero si le molesta mi presencia me voy.

―No hace falta, quédate― respondí y aunque estaba cabreado con la rubia, la pobre cría no tenía la culpa.

Johana sonrió al escucharme y cuando lo hizo su cara se trasformó, desapareciendo la dureza de sus rasgos y confiriendo a su rostro una ternura que derribó todos mis reparos. Dándose cuenta de que no estaba enfadado con ella, la mujer se aproximó a mí. Cuando la tuve cerca, avergonzado, descubrí que mi cara llegaba a la altura de sus pechos, no en vano posteriormente me enteré de que la pequeñaja medía dos metros diez.

«Soy un pigmeo a su lado», pensé asustado por su tamaño.

Si se dio cuenta de mi asombro, no le demostró y llevando sus manos a mi camisa, me empezó a desabrochar los botones sin dejar de mirarme a la cara. Yo mientras tanto no podía dejar de observar lo desarrollado de los músculos de la dama y sin darme cuenta, llevé mi mano a uno de sus pechos. Al posar mi palma sobre su seno, descubrí que, lejos de ser pequeño, era enorme y que lo que me había hecho cometer el error de pensar que era plana, era que al ser ella tan musculosa, parecían a simple vista enanos. Inconscientemente, pellizqué su negro pezón. Al hacerlo, como si tuviese frío, se encogió poniéndose duro al instante.

Su dueña debía estar acostumbrada a provocar esa reacción en los hombres, porque con lágrimas en los ojos, dijo sollozando:

―Soy una mujer, no un monstruo.

Avergonzado por mi falta de sensibilidad, le pedí perdón y alzando mi brazo, cogí su cabeza y bajándola hasta “mi altura”, deposité un suave beso en sus labios. La muchacha al sentir mi caricia abrió su boca dejando que mi lengua jugara con la suya y durante un minuto, nos estuvimos besando tiernamente.

Fue una sensación rara sentirme un juguete entre sus brazos. Nunca se me había pasado por la cabeza que una hembra tan alta y musculosa pudiese ser tan dulce y menos que me atrajera, pero lo cierto es que bajo mi pantalón mi pene medio erecto opinaba lo contrario. Johana, dejándose llevar por la pasión, me terminó de desnudar y después de hacerlo, me abrazó y alzándome me llevó hasta el jacuzzi. Protesté al sentir que mis pies abandonaban el suelo y que ella como si fuera un niño me hubiese levantado sin ningún esfuerzo.

―Deje que le cuide― respondió la mujer, haciendo caso omiso a mis protestas y depositándome suavemente dentro de la burbujeante agua, prosiguió diciendo: ―aunque ya me lo había dicho Irene, no la creí cuando me contó que el jefe me iba a conquistar con su mirada.

Acojonado por la profundidad del afecto que leí en sus ojos, no puse reparo cuando acomodándose en la enorme bañera, me cogió con una sola mano y con cariño me colocó entre sus piernas. Sin esperar nada más, comenzó a darme besos en el cuello mientras presionaba con sus pechos mi espalda. Me retorcí de gusto al sentir sus caricias y ya convencido, apoyé mi cuerpo contra el suyo. Johana lentamente me enjabonó la cabeza dándome un suave masaje al cuero cabelludo. Estuve a punto de quedarme dormido por sus caricias, pero, antes que lo hiciera, la mujer empezó a recorrer mi pecho con sus manos.

La sensualidad sin límite que me demostró al hacerlo hizo que dándome la vuelta metiera uno de sus pezones en mi boca y mordisqueándolo con ligereza, empezara a mamar de su seno como si de un crío me tratara. La negra no pudo reprender un sollozo cuando sintió mis dientes contra su oscuro pecho. Envalentonado por su entrega, bajé mi mano hasta su entrepierna y separando los pliegues de su sexo, me concentré en su clítoris.

Como el resto de su cuerpo su botón era enorme y cogiéndolo entre mis dedos lo acaricié, mientras miraba como su dueña se derretía ante mi ataque. Sus gemidos se hicieron aún más patentes cuando ahondando en mis maniobras, aceleré la velocidad de los movimientos de mi mano. Temblando como un flan, la enorme mujer me confesó:

― Nunca he estado con un hombre.

― ¿Eres lesbiana? ― pregunté extrañado porque no me cuadraba con la pasión que hasta entonces había demostrado.

―No, pero nunca me han hecho caso, ¡siempre les he dado miedo! ― respondió llorando.

―A mí, no me das miedo― repliqué depositando un beso en su boca mientras mi mano seguía torturando su sexo. Tras lo cual, señalando mi pene ya totalmente excitado le dije: ―Lo ves, está deseando tomarte.

La mujer se quedó de piedra y colmándome de besos, me dio las gracias por verla como una mujer. Sabiendo que no podía fallarle, me levanté sobre el yacusi y le pedí que me aclarara. Johana no se hizo de rogar, de manera que en pocos segundos ya había quitado cualquier resto de jabón de mi cuerpo. Al comprobar que estaba limpio, le solté:

―Llévame a la cama.

Johana, sin estar segura de que hacer, se quedó mirando. Comprendí que debía aclararle que quería y por eso, dije:

―Si fueras del tamaño de Akira, te llevaría en brazos hasta la cama.

Soltando una carcajada, levantó mis ochenta y cinco kilos sin ningún tipo de esfuerzo, de forma que en pocos segundos me depositó sobre las sábanas e indecisa sobre cómo comportarse se quedó de pie, mirándome.

Aprovechando sus dudas, apoyé mi cabeza sobre la almohada y me puse a observarla. Johana estaba enfrascada en una lucha interior, el deseo le pedía tumbarse a mi lado, pero el miedo al rechazo la tenía paralizada. Yo, por mi parte, usé esos instantes para evaluarla detenidamente, pero sobre todo para pensar en cómo tratarla.

Físicamente era impresionante, no solo era cuestión de altura ni siquiera de músculos, lo que verdaderamente me acojonaba era que la mujer de veintiocho años que tenía enfrente solo había sufrido rechazos por parte de los hombres. Si quería que ese pedazo de hembra se integrase en la extraña familia que íbamos a formar, debía de vencer sus miedos y por eso valiéndome de su pasado militar, le pregunté:

― ¿Cuál era tu rango en los Navy?

―Comandante― contestó poniéndose firme.

Verla en esa posición marcial, me dio morbo porque siempre había querido tirarme a una uniformada. Retirando de mi mente la imagen de poseerla vestida con botas y correas, le ordené:

―Comandante, túmbese a mi lado.

Al escucharme, se le iluminó el rostro porque si entendía ese lenguaje e imprimiendo una dulzura extraña en alguien tan enorme, respondió.

―Sí, señor.

En cuanto la tuve a mi vera, la besé mientras recorría con mis manos su negra piel. Ella, al no estar acostumbrada a recibir caricias, se mantuvo quieta sin moverse como temiendo que todo fuera un sueño y que ese hombre que recorría sus pechos desapareciera al despertarse. Su pasividad me dio alas y bajando por su cuello, recogí uno de sus pezones entre mis labios mientras el otro disfrutaba de los mimos de mis dedos. Los primeros suspiros llegaron a mis oídos y ya con confianza, descendí por su torso en dirección a su sexo. Cuando estaba a punto de alcanzar mi meta, los miedos de la mujer volvieron y asustada, juntó sus rodillas. Ya sabía cómo manejarla, esa mujer necesitaba ser tratada alternando autoridad y ternura. Por eso, levantándome de su lado, le grité:

―Abra inmediatamente sus piernas.

Adiestrada a obedecer sin rechistar, Johana separó sus piernas, de manera que desde mi posición pude contemplar por primera vez su coño abierto y húmedo. Si en vez de esa virgen, la mujer de mi cama hubiera sido otra, sin dudar, me hubiese lanzado como un kamikaze, pero en vez de ello bajé hasta sus tobillos y con la lengua fui recorriendo sus pantorrillas con lentitud estudiada. Trazando un surco de saliva sobre su piel, fui jugando con sus sensaciones.

Cuando sentía que se acaloraba en exceso, retrocedía unos centímetros y en cambio cuando percibía que se relajaba, aceleraba mi ascenso. De esa forma, todavía seguía a mitad de sus muslos, cuando advertí los primeros síntomas de su orgasmo.

―Tiene permitido tocarse― dije al notar que la mujer luchaba contra sus prejuicios.

Liberada por mis palabras, pellizcó sus pechos y separando sus labios, me pidió permiso para masturbarse.

―Su coño es mío y le advierto que no admito discusión.

Mi orden causó el efecto esperado y Johana, al escuchar que reclamaba la propiedad de su sexo, se retorció sobre la cama, dominada por un deseo hasta entonces desconocido para ella.

Satisfecho, recorté la distancia que me separaba de su pubis. Con la respiración entrecortada y el sudor recorriendo su cuerpo, esperó a que mi lengua rozara sus labios para correrse ruidosamente.

Acababa de ganar una escaramuza, pero tenía que vencer en esa batalla, asolando todas sus defensas y obligarla a aceptar una rendición sin condiciones. Por eso sin darle tiempo a reponerse tomé su clítoris entre mis dientes mientras que con un dedo recorría la entrada a su cueva. Sollozó al notar mis mordiscos y reptando por las sábanas, intentó separarse de mi boca.

―No le he dado permiso de moverse― solté sabiendo que su huida era producto de un miedo atroz a lo que se avecinaba. Deseaba ser tomada, pero le aterraba no estar a la altura y defraudarme.

Al volver a su sitio, directamente la penetré con mi lengua, jugando con su himen aún intacto y saboreando su flujo, conseguí profundizar en su deseo. Su coño ya se había convertido en un pequeño manantial y recogiendo con mi lengua su maná, lo fui bebiendo mientras ella no paraba de gemir como una loca. Su segundo orgasmo cuajó al llevar una mano hasta mi pene y hallarlo completamente erguido. El placer de la mujer fue in crescendo hasta que gritando como posesa de desparramó sobre la cama.

Sin darle tregua, me levanté y poniendo mi glande en su entrada, la miré. En su cara pude adivinar un poco de miedo y mucho deseo. Por eso sin esperar a que recapacitara y que nuevamente se echara atrás, la penetré lentamente rompiendo no solo su himen sino el último de sus complejos. Johana sollozó al sentir su virginidad perdida. En cambio, a mí, me sorprendió tanto la calidez como lo estrecho de su conducto.

«Una mujer tan enorme con un coño tan pequeño», pensé mientras dejaba que se acostumbrara a tenerlo en su interior.

Tumbándome sobre ella, mordisqueé unos de sus pezones hasta sacar de su garganta un gemido. Cuidadosamente empecé a moverme, sacando y metiendo mi extensión de su coño mientras no dejaba de mamar el néctar de sus pechos. Johana que se había mantenido a la espera, lentamente imprimió a sus caderas un ligero ritmo que se fue incrementando a la par que mis penetraciones. Poco a poco la cadencia de nuestros movimientos fue alcanzando una velocidad de crucero, momento en que decidí que forzar su entrega y levantándome sobre ella, convertí mis penetraciones en fieras cuchilladas. Ella chilló descompuesta al notarlo y estrechando mi cuerpo con sus piernas, se clavó hasta el fondo de sus entrañas mi pene erecto.

Asumiendo que no iba a durar mucho y que no tardaría en derramar mi simiente en su interior, la di la vuelta y obligándola a ponerse de rodillas, la volví a tomar, pero esta vez sin contemplaciones. La nueva posición le hizo experimentar sensaciones arrinconadas largo tiempo y gritando a voces su sumisión y entrega, se corrió dejándose caer sobre las sábanas. Alargué su clímax, con una monta desenfrenada hasta que explotando de placer eyaculé rellenando su sexo con mi semen.

Agotado, me tumbé a su lado. Rendida a mis pies, sus ojos me miraron con cariño mientras me decía:

―Me dejaría matar por usted.

Estaba a punto de besarla cuando oí un ruido en la puerta, al levantar la mirada me encontré que Irene y Adriana estaban de pie mirándonos.

―Has perdido la apuesta. Ya te dije que Lucas haría que esta estrecha se comportara como un cervatillo― escuché decir a mi asistente antes de salir corriendo de la habitación con su amiga.

Comprendí que esa sabionda no solo me había preparado una encerrona, sino que, conociendo de antemano mi modo de actuar, se había apostado a que yo vencía los miedos de Johana. Mirando a la mujer que yacía a mi lado, cabreado, ordené:

―Abrázame durante unos minutos, me apetece sentirte, pero luego quiero que me traigas Irene. Si se niega, usa la fuerza que consideres oportuna. La quiero aquí.

La gigantesca mujer se acurrucó posando su cabeza en mi pecho. Se la veía feliz por haber mandado a la basura, en una hora, complejos que la tuvieron subyugada durante toda su vida.

Por mi parte, me debatía entre la satisfacción de saber que, aunque el mundo se fuera al carajo, esa isla iba a ser un oasis a salvo de la devastación mundial y el cabreo por sentirme una marioneta en manos de Miss Cerebrito.

Habiendo descansado, me di cuenta de que era tarde y como quería llegar temprano a la cena, me levanté y me empecé a vestir. Johana protestó al sentir que deshacía nuestro abrazo y remoloneando, me pidió que volviese con ella.

―Comandante, tiene órdenes que cumplir― le recordé mientras me ponía los pantalones.

La mujer obviando que estaba desnuda, se incorporó ipso facto y saliendo por la puerta, se fue a cumplir con lo que le había mandado. Al cabo de unos minutos, escuché unos gritos provenientes del pasillo, para acto seguido ver que Johana entraba en la habitación portando en sus hombros a una indefensa Irene. Se notaba que la rubia no estaba muy de acuerdo con el modo tan brusco con el que la negra estaba llevando a cabo su misión.

―Señor, ¿dónde deposito este fardo? ― dijo marcialmente la militar.

La propia Irene había trasladado mis pertenencias y por eso, abriendo el cajón donde en mi antiguo piso tenía mis juguetes, sacando una cuerda y un bozal, contesté:

―Hasta nueva orden es una prisionera, después de inmovilizar al sujeto, amordázalo. No me apetece oír sus gritos.

Johana, comprendió al instante lo que quería y desgarrando su vestido, se puso a cumplir mi pedido. No teniendo más que hacer allí, me alejé mientras oía las protestas de la que se consideraba mi favorita...

 

-----------------------------------CONTINUARÁ------------------------------------------

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“CHÚPAME… LA SANGRE (Nadie cree en vampiros hasta que conoce a uno y yo me topé con dos)”

Sinopsis:

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Ahí se enteró que la policía acusaba a su retoño de ser la asesina en serie que llevaba aterrorizando Madrid las últimas semanas. Su modus operandi la había hecho famosa y todos los periódicos seguían sus andanzas y es que, tras seducir a sus víctimas, las mataba drenando hasta la última gota de su sangre.

 

A partir de ese momento, su vida se llena de sexo, bellas vampiras y ……..

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