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Hago a la esposa de un amigo enfermo, mi puta 1

en No Consentido

Introducción

Conocía a Alberto desde niño. Aunque yo había nacido en España, ambos pasamos nuestra infancia en Martínez de la Torre, un pequeño pueblo de Veracruz y por eso no tengo empacho en decir que como amigo no había otro igual. Además de cariñoso, atento y divertido era todo bondad. Si tenías un problema, era el primero en acudir en tu ayuda.

Pero siendo una persona maravillosa, tenía un pega:

¡Era un auténtico desastre!

Además de ser un tipo inteligente y trabajador, era también derrochador a extremos impensables. Tal y como le entraba dinero, se lo gastaba. Nunca pensó en el mañana hasta el día en que le diagnosticaron cáncer, pero entonces era tarde.

Mientras estaba sano, con su salario bastaba para dar a su mujer un más que digno tren de vida. Linda había nacido en una familia acomodada, dueña de una planta de jugos cítricos pero que desgraciadamente había quebrado. Sabiendo de la manera que había sido educada, se ocupó de que a ella no le faltase de nada: si quería un vestido, iba a una tienda y se lo compraba. Si perdía el celular, le conseguía el último modelo.

En pocas palabras la trató como una reina, pero malgastando el resto en copas y putas. Por eso cuando cayó enfermo, vivía de alquiler y su cuenta corriente estaba en números rojos.

Todavía recuerdo el sábado en que fui a verle a la clínica. Fue duro contemplarlo conectado a todos esos aparatos. Del hombre vital y divertido solo quedaba una cascara de piel y huesos. Al entrar en su habitación, me pidió que me acercara y tomando mi mano entre las suyas, me confesó que estaba acojonado.

―Te comprendo― contesté pensando que se refería a la parca. Morirse a los treinta años es una putada.

Mi amigo se percató de cómo le había interpretado y susurrando para que nadie lo oyera, me sacó de mi error:

―No me preocupa el palmarla. Lo que me trae jodido es dejar a Linda sin un peso― y haciéndome una confidencia, me dijo: ― Mi vida no me importa, pero no sé qué va a ser de ella.

Tratando de quitar hierro al asunto, contesté en plan de guasa que valía más muerto que vivo porque cuando falleciera su mujer cobraría la pensión de viudez. 

―Ese es el problema. No he cotizado los años suficientes y con lo que le va a quedar no puede pagarse ni un mísero cuartucho― respondió casi llorando.

Ver como sufría por el destino de su mujer no fue plato de buen gusto y actuando como un verdadero irresponsable, le solté:

―Alberto, como sabes mi situación económica es buena. Me comprometo en buscarle un trabajo con el que pueda sobrevivir holgadamente.

Mis palabras lejos de tranquilizarle le alteraron más y levantando el tono de voz, me explicó que su mujer nunca había trabajado fuera de casa y que aunque era una buena cocinera, no la veía trabajando en un restaurante.

Me debí de haber mordido un huevo en ese instante, pero ya lanzado le ofrecí que podría darle trabajo yo mismo:

―Ya sabes tengo en el pueblo una vieja hacienda y me vendría bien tener alguien de confianza que se ocupara de mantenerlo. Los guardeses de toda la vida se han jubilado y por eso vengo poco al no tener nadie que me cocine. ¡Me haría un favor!  

Al oírme se agarró a mi oferta como a un clavo ardiendo y me hizo jurar que lo haría. Si vivo no hubiera jamás defraudado a ese amigo, en la antesala de su muerte ve vi incapaz de hacerlo y sin saber en el lio que me estaba metiendo, le prometí que cumpliría con la palabra dada. En ese momento no fui consciente que, desde el sillón, la aludida no se había perdido nuestra conversación.

Al cabo de una hora cuando ya me iba, se acercó a mí y dándome las gracias, me preguntó cuándo tenía que ponerse a trabajar.

Sabiendo su mala situación, contesté:

―Considérate contratada desde ahora mismo― y cogiéndola del brazo, susurré a su oído: ―Yo solo vengo los fines de semana, pero si es demasiado apresurado cuida a tu marido y si desgraciadamente fallece, ya tendrás tiempo de empezar a trabajar cuando te recuperes.

La mujer se quedó pensando durante unos segundos sobre qué le convenía y tras meditarlo, preguntó:

―¿El puesto incluye la casa donde vivían “los jarochos”?

Supe que se refería a un pequeño pabellón que se hallaba en un extremo de la finca. Aunque tenía pensado convertir ese cobertizo en un garaje y viendo por donde iban los tiros de esa mujer, contesté:

―Está muy deteriorada, pero si la necesitas podrías vivir allí.

Incapaz de mirarme a la cara, me respondió:

―Me vendría bien porque como le ha dicho mi marido andamos justos y si me presta esa casa, no tendría que pagar alquiler.

―Por mí, no hay problema― 

―Entonces, don Manuel: me gustaría entrar de inmediato porque “La Floresta” está a cinco minutos del hospital y podría cuidar de Alberto sin problemas.

Me di cuenta de que me estaba hablando de usted, y comprendiendo que era la forma correcta de dirigirse a mí ya que iba a pasar a formar parte de mi servicio, decidí dejar para otro día el corregirla. No en vano, me sonaba raro que esa mujer que conocía desde cría no me tuteara pero como era una tontería, le estreché su mano cerrando el acuerdo.

1

Todavía no os he explicado que, aunque siempre me refería a la propiedad familiar como el casón, en realidad era una finca de diez hectáreas sita en mitad del pueblo. Entre sus muros de piedra, además de la vivienda de los señores y de la casa de los guardeses había una piscina, un jardín descomunal y una gran huerta. Fue mi padre el que viendo que le sobraba terreno quien decidió vallar una parte para producir hortalizas. Desgraciadamente, al vivir yo en Veracruz, la había dejado caer y por aquellas fechas, no era más que un criadero de malas hierbas.

Volviendo a la historia que os estaba contando. Esa noche cené con unos conocidos y se me pasaron las copas. En pocas palabras, llegué con un pedo a casa de los de órdago. Por eso a la mañana siguiente, cuando tocaron el timbre de la puerta, me levanté sobresaltado y con un enorme dolor de cabeza.

«¡Quien coño será a estar horas! ¡Un sábado!», pensé al ver que mi reloj marcaba las nueve.

Cabreado, me puse una bata y descalzo, bajé a abrir a la inoportuna visita. Fue al ver a la esposa de mi amigo en la puerta, cuando recordé que el día anterior la había contratado. La enorme maleta que traía me hizo saber que Linda venía para quedarse, por lo que dejándola pasar le pedí que me diera quince minutos para enseñarle la casa.

―No me esperaba que vinieras tan temprano― dije a modo de disculpa: ― me cambio y bajo.

―Por mí no se preocupe, Don Manuel― contestó mirando a su alrededor.

Consciente del desorden, traté de excusar el deplorable estado, diciendo:

―Me da vergüenza que veas tanta mierda, pero nadie se ocupa de la casa desde que se jubilaron los jarochos.

―Para eso estoy yo. Vaya a ducharse que mientras tanto veré que puedo hacer.

Descojonado porque mi nueva guardesa me mandara a la ducha, subí la escalera y me metí en el baño. Fue bajo el agua cuando me dio que pensar si había hecho bien en contratar a esa muchacha. Aunque fuera la esposa de mi amigo, no dejaba por ello de tener veinticinco años y conociendo la mala leche que se gastaban en el pueblo para inventar un chisme, temí que una vez muerto su marido su reputación quedara en entredicho.

Por otra parte, estaba acostumbrado a traerme a mis conquistas de una noche a casa y teniéndola a ella ahí, ninguna de las          del pueblo se atrevería a aceptar por aquello del qué dirán. Esa fue la primera vez que me percaté que su presencia iba a cambiar mi modo de vida, pero como le había dado mi palabra, decidí que si surgían problemas tendría tiempo posteriormente de tomar medidas.

Ya vestido, bajé a buscarla. Linda había decidido ponerse manos a la obra y por eso cuando la encontré limpiando la cocina, no solo me había preparado el desayuno, sino que incluso había echado mi ropa a lavar. Cuando entré en la habitación, mi empleada estaba subida a una escalera tratando de quitar la roña de un estante. La forzada posición me permitió valorar las piernas de esa mujer.

«Está buena la condenada», pensé y disimulando mientras me servía un café, di un buen repaso a su anatomía.

Ajena a ser objeto de mi examen, la muchacha parecía contenta e intentando que siguiera obsequiándome gratis la visión de ese par de muslos, me senté en silencio.

«¡Menudo culo!», evalué desde mi silla.

Nunca me había fijado en que la esposa de Alberto tenía un trasero digno de museo. Dos nalgas duras y bien puestas hacían a esa parte de su cuerpo muy deseable. El sentir que mi pene se ponía erecto bajo el pantalón hizo me avergonzara de mi actitud y dejando a un lado esos pensamientos, le dije si quería visitar la casa.

Aunque me resultó raro, Linda se mostró encantada de acompañarme. Cómo la casa es enorme, le pregunté por dónde quería empezar:

―Si no le importa, me gustaría dejar la maleta en mi cuarto.

Sonará mal, pero agradecí su deseo porque de esa forma vería antes ese sucio cobertizo antes que el resto y no al revés, de forma que no le resultará tan deprimente en relación con donde yo vivía. Aunque no había entrado en los últimos tres años, me constaba que era una mierda.

Mis peores augurios se confirmaron nada más entrar, porque al abrir la puerta me encontré con que una parte del techo se había caído, haciéndolo inhabitable. Si mi cara fue de espanto, la de Linda no se quedó atrás y llorando me explicó que esa mañana había hablado con su casero y le había dicho que en una semana, le dejaba el apartamento que estaba alquilando.

Viendo la desolación de su rostro, cometí otra idiotez y con visos de que se tranquilizara, le ofrecí quedarse en la casa grande mientras mandaba arreglar esa mazmorra.

―¿Está usted seguro?― preguntó aliviada.

―Por supuesto, aquí no hay quien viva― comenté y haciéndome el bueno, dije: ―El casón es demasiado grande para mí solo, no me importa que te quedes ahí mientras consigo que alguien repare el techo y adecente el resto.

La mujer de mi amigo recibió mi oferta con tamaña felicidad que solo el hecho de ser yo un antiguo conocido, evitó que me lo agradeciera besando mis manos. Su gratitud me hizo valorar en su justa medida las dificultades de ese matrimonio y suponiendo que sería cuestión de un par de meses, no vi problema en ello.

Fue cuando le mostré la habitación de invitados que estaba al lado de la mía cuando percibí la exacta dimensión de mi propuesta, ya que como era una casa antigua tendría que compartir el baño con ella. Mis padres al remodelarla habían colocado el servicio con entrada a ambos cuartos, de manera que tendría que cerrar la puerta de interconexión para mantener mi privacidad.

Reconozco que no dije nada porque comentarlo hubiese sido clasismo de la peor especie pero habituado a vivir solo, la perspectiva de que alguien usara la misma ducha que yo no me hizo ni puñetera gracia.

En cambio, Linda estaba ilusionada porque no en vano al lado del pequeño piso que compartía con su marido, mi herencia le parecía un palacio. Tras dejar su maleta en la habitación, le enseñé el resto de la vivienda mientras en mi fuero interno me iba encabronando conmigo mismo.

«¡Seré idiota!», mascullé para mí al terminar y para tranquilizarme decidí salir a dar una vuelta.

Ya me iba cuando me preguntó si iba a volver a comer:

―No, gracias― contesté y aunque no era cierto le comenté que había quedado.

Mentir de esa forma tan absurda, me sacó de las casillas y por eso nada más entrar en mi coche arranqué y salí huyendo sin rumbo fijo. No podía concebir que a mis treinta y cinco años hubiese mentido para no reconocer que prefería estar solo. Durante dos horas estuve dando vueltas por la sierra y sintiendo hambre me paré a comer en un bar de carretera.

La mala suerte me hizo entrar en un sitio penoso, la comida era una mierda por lo que dejé la mitad en mi plato. Al volver a mi casa, no vi a Linda y creyendo que debía estar limpiando otra zona de la casa, no le di importancia y me fui directamente a mi cuarto. Como tantas veces, estaba abriendo la puerta que daba al baño cuando escuché el ruido del agua de la ducha. Cortado la cerré y me tumbé en la cama.

A partir de ahí, reconozco mi culpa. Que la mujer de mi amigo se estuviera bañando a escasos metros me hizo recordar la maravilla de piernas con las que la naturaleza le había dotado y comportándome como un cerdo, decidí beneficiarme de esa circunstancia.

Cómo ya expliqué, la casa era antigua y por lo tanto sus puertas. No me enorgullezco de ello, pero aprovechando el ojo de la cerradura me agaché para espiarla. Lo primero que vi fue a las braguitas y el sujetador de esa mujer colocados en el lavabo. Saber que Linda estaba desnuda, fue suficiente para que mi pene saliera de su letargo.

Por ello, ya estaba excitado aun antes de ver su silueta a través de la mampara transparente de la ducha. Como si fuera una película porno, disfruté del modo tan sensual con el que se enjabonaba. Si sus piernas eran espectaculares qué decir de los pechos que descubrí espiando. Grandes, duros e hinchados eran los mejores que había visto hasta entonces y ya sin ningún recato me desabroché la bragueta y sacando mi miembro me puse a masturbarme en su honor.

― ¡Qué maravilla!   ― exclamé en voz baja al darse la vuelta y comprobar tanto los negros pezones que decoraban sus tetas como el cuidado coño que esa mujer lucía entre sus piernas.

Desde mi puesto de observación, me sorprendió no solo el tamaño de sus pitones sino también la exquisita belleza del resto de su cuerpo y por ende, desde ese momento envidié a mi amigo.

«¡Joder! ¡Cómo se lo tenía escondido!», pensé recordando que Alberto nunca había hecho mención del bellezón que tenía en su cama.

Me quedé con la boca abierta cuando la mujer separó sus piernas para enjabonarse la ingle, permitiendo que mi vista se recreara en su vulva. Linda llevaba el coño completamente depilado, lo que lo hacía extrañamente atractivo. Educado a la vieja usanza, me gustaba el pelo en el chocho, pero os tengo que reconocer que mi respiración se aceleró al contemplar esa maravilla.

Si no llega a ser imposible, por el modo tan lento y sensual con el que se enjabonaba, hubiese supuesto que se estaba exhibiendo y que lo que realmente quería esa mujer era ponerme cachondo. Completamente absorto mirándola, me masturbé con más fuerza al admirar con detalle todos sus movimientos.  Para el aquel entonces, deseaba ser yo quien la enjabonara y recorrer de esta forma todo su cuerpo.

Me imaginaba siendo yo, el que estaba palpando sus pechos, acariciando su espalda, pero sobre todo lamiendo su sexo. La gota que derramó el vaso y que provocó que mi pene explotara, fue verla inclinarse a recoger el jabón que había resbalado de sus manos. Al hacerlo, me permitió maravillarme nuevamente con su culo y descubrir entre sus nalgas, su rosado y virginal esfínter. Soñar con ser yo quien desvirgara la entrada trasera de la esposa de mi amigo, me terminó de excitar y descargando mi simiente sobre la alfombra, me corrí en silencio.

Temiendo que descubriera las manchas blancas y comprendiera que la había estado espiando, las limpié tras lo cual, bajé al salón, intentando olvidar su silueta mojada. Cosa que me resultó imposible, su piel desnuda se había grabado en mi mente y ya jamás se desvanecería.

2

Obsesionado con ella, cuando esa tarde Linda se fue a visitar a su marido al hospital, vi la oportunidad de revisar su habitación. Sé que fue algo inmoral pero esa mujer me tenía ciego de deseo y por eso cuando la vi marchar, esperé diez minutos antes de entrar.

Lo primero que hice fue asegurarme de que no me sorprendiera y por eso atranqué la puerta de entrada a la casa antes de introducirme como un voyeur en el cuarto donde iba a dormir. Una vez dentro, abrí su armario donde descubrí otra muestra más de lo mal que lo estaba pasando esa pareja:

Linda tenía mucha ropa, pero toda vieja.

 Se notaba que llevaba años sin comprarse ningún trapo. Pero lo que realmente me dejó encantado, fue descubrir en un cajón su colección de tangas. Tangas enanos y casi transparentes. Al imaginarme a esa belleza con esas prendas hicieron que volara mi imaginación. Me vi separando esos dos cachetes e introduciendo mi lengua en su interior.

Pero lo mejor llegó al final.  Al revisar su mesilla de noche, me encontré con que Linda tenía compañía por las noches. Daba igual que su marido estuviera postrado desde hace meses en una cama, su querida esposa aliviaba su ausencia con un enorme consolador.

«¡Joder con la mujercita de Alberto!», pensé mientras olisqueaba el aparato.

Fue entonces cuando descubrí que estaba recién usado. Todavía conservaba rastros de humedad y el olor dulzón que desprendía, era inconfundible.

―¡Se acaba de masturbar!― exclamé en voz alta, claramente excitado.

Colocando todo en su lugar, tuve que irme al baño a pajearme y mientras liberaba mi tensión, decidí que de algún modo ese culo sería mío. Aprovechándome de su situación económica y de que, a buen seguro, debía llevar meses sin que su marido se la follara, esa mujer quisiera o no pasaría por mi cama. Intentaría primero seducirla, pero si resultaba imposible usaría todo tipo de malas artes para conseguir follármela.

El tiempo que transcurrió hasta su vuelta, lo usé para planear mis siguientes pasos y por eso nada más cruzar la puerta, le pregunté cómo seguía Alberto. Linda se echó a llorar al oírme preguntar por su marido y con lágrimas en los ojos, me contestó:

―Muy mal. Los médicos me han explicado que no le queda más de un mes.

Exagerando la pena que me produjeron sus palabras, la abracé y acariciando su pelo, le dije:

―Lo voy a echar de menos.

Su esposa se dejó consolar durante cinco minutos, sollozando contra mi hombro. Actuando como un buen amigo, actué como paño de lágrimas cuando realmente al sentir su cuerpo contra el mío, no podía dejar de pensar en cómo sería tenerla entre mis piernas. Cuando comprobé que se había tranquilizado, me separé de ella y valiéndome de su dolor, le pregunté porque no salíamos a cenar fuera.

―No estás de humor de cocinar― insistí cuando ella se negó.

―Te juro que no me importa y mira con que fachas voy.

Su respuesta, para nada rotunda, me dio ánimos y con voz tierna, le contesté:

―No aceptaré un no. Te espero mientras te cambias.

Dando su brazo a torcer, se metió en su habitación. Satisfecho por esa primera escaramuza ganada, me entretuve pensando donde llevarla. Si íbamos a cualquier lugar del pueblo, su salida nocturna podría crear un chisme, pero si la sacaba a otro lugar podría mosquearse. Por eso, mientras la esperaba, decidí que fuera ella quien tomara la decisión.

No me extrañó al verla bajar que esa mujer viniera vestida de forma recatada. Ataviada con un traje gris horrendo, podía pasar perfectamente por una feligresa yendo a un servicio religioso.

«¡Qué desperdicio!», pensé al verla.

Aun así, ese disfraz de monja no pudo ocultar a mis ojos, la rotundidad de sus formas. Su culo grande y duro se rebelaba a quedar enterrado bajo la gruesa falda. Valorando en su justa medida el espécimen que me iba a acompañar a cenar, galantemente, le cedí el paso. Linda me agradeció el gesto con una sonrisa y preguntó dónde íbamos.  Tardé en responder porque mi mente divagaba en ese momento sobre cómo y cuándo atacarla, pero cuando ella insistió, contesté:

―¿Te parece que vayamos a Papantla?

Salir del oprimente ambiente de nuestro pueblo le pareció una buena idea por lo que, enfilando la carretera, nos hicimos los veinte kilómetros que nos separaban de ese lugar. Ya dentro del casco urbano, me dirigí a un coqueto restaurante donde solía llevar a mis conquistas.

―¿Conoces esta fonda?― pregunté mientras le abría la puerta.

La muchacha negó con la cabeza y con paso asustadizo dejó que el Maître nos llevara a nuestra mesa, donde una vez estábamos solos, me soltó:

―¿Por qué no vamos a otro sitio? Esté es muy caro.

Comprendí los reparos de Linda y sin darle mayor importancia, le contesté:

―Por eso no te preocupes. Tú te mereces todo esto y más.

Mi piropo diluyó sus reticencias y por eso cuando llegó el camarero con el vino, no puso inconveniente en que le sirviera una copa. Durante la cena, la rubia se relajó y sin darse cuenta, comenzó a beber más de la cuenta. Tras el vino y la cena, vinieron tres cubalibres, de forma que al salir del restaurante, la mujer ya iba más que entonada. Viendo en su ingesta etílica una más que plausible oportunidad de que la esposa de Alberto hiciera una tontería, le pregunté si quería tomar una copa en otro antro.

―Solo una― contestó ya con problemas de articular las palabras.

Esa fue la primera y tras ella vinieron otras dos, por lo que ya bien entrada la noche, me confesó que estaba aterrada por su futuro y que me daba gracias por acogerla bajo mi brazo. Comportándose como el típico ebrio, me abrazaba mientras me decía que me debía la vida y que contara con ella para todo.

«¡Si tú supieras para lo que te quiero!», pensé en silencio mientras pagaba.

Durante el viaje de vuelta, Linda se quedó dormida de la borrachera que llevaba y por eso al llegar a casa, la sujeté por debajo de sus brazos y subiendo por las escaleras, la llevé hasta su cuarto. Una vez allí, la dejé caer sobre la cama. Completamente inconsciente, se quedó en la misma postura en que cayó. Su falda se le había enroscado permitiendo que mis ojos se recrearan en esas piernas morenas y macizas.  

Dicha imagen me impactó porque ajena a mi examen, mi nueva empleada me mostraba su trasero casi desnudo y digo casi porque solo  la tira de la tanga enterrada entre sus cachetes, evitaba que lo contemplara por completo. Sentándome en un sillón frente a su cama, me la quedé mirando. La tentación de tocar las maravillosas tetas que había visto en el baño era demasiado fuerte y tras cinco minutos donde debatí sobre qué hacer, me animé a mí mismo pensando que si lo hacía con cuidado nadie se iba a enterar. Queriendo comprobar su verdadero estado, me acerqué a ella y le propiné unos suaves cachetes en la cara.

«¡Está grogui!» confirmé al ver que no se enteraba.

Sin pensármelo dos veces, le fui desabrochando la camisa botón a botón. Cuanto más la abría, más excitado me sentía al comprobar en persona las dos maravillas con las que le había dotado la naturaleza. Cuando ya tenía la blusa totalmente desabotonada, me deleité tocando esas tetas que me tenían obsesionado. Actuando como un drogata al que la primera dosis no le sabe a nada, llevé mi boca hasta sus pezones y me puse a mordisquearlos. Mis maniobras pasaron totalmente desapercibidas por mi victima que como en trance seguía durmiendo la mona.

Ya para entonces estaba dominado por la lujuria y moviéndola sobre el colchón, la puse boca arriba y con sus piernas separadas. Solo la breve tela de su tanga me separaba de su sexo y por eso, con cuidado de no despertarla, se lo fui bajando hasta sacársela por los pies. Nuevamente comprobé in situ lo que ya había avizorado a través de la cerradura.

«Menudo coño tiene la zorra», sentencié al contemplarlo.

Sin pelos que me impidieran observar tamaña belleza y actuando como un cerdo, pasé uno de mis dedos por la rajita que tenía a mi entera disposición. Me resultó sorprendente encontrarme que estaba mojado y por eso me fijé si en su cara había algún rastro de que se estuviera enterando de en esos momentos me estaba sobrepasando con ella.

Sonreí al comprobar que seguía sumida en un sopor intenso por lo que agachando mi cabeza entre sus muslos, pasé mi lengua por sus pliegues.

«¡Qué rico está!», me dije mentalmente y ya más confiado me puse a mordisquear su clítoris. Su sabor a hembra insatisfecha inundó mis papilas por lo que totalmente excitado, me entretuve comiéndole el chocho hasta que, bajo mi pantalón, mi pene me pidió más.

El calentón que recorría mis entrañas era tal que hasta me dolía de lo duro que lo tenía. Sin poderme retener, me bajé los pantalones y sacando mi polla de su encierro, me puse a juguetear con ese sexo. La humedad que anegaba esa preciosidad facilitó mi penetración y suavemente, se la ensarté hasta el fondo. Estaba follándomela cuando me percaté que debía de aprovechar aún más esa feliz circunstancia y sacándola muy a mi pesar, me fui a mi cuarto a por mi móvil.

Con él en mi mano, empecé a sacar fotos de las pechugas y del espléndido coño de la cría y no contento con ello, realicé varias poniendo mi glande en su boca, como si me lo estuviera mamando. Acto seguido, le separé las rodillas y metiéndome entre sus muslos, inmortalicé el modo en que mi pene se iba haciendo dueño de su interior. En ese momento, Linda suspiró. He de reconocer que me quedé petrificado pensando que se había despertado y que iba a descubrirme violándola, pero todavía hoy doy gracias por que fue solo un susto y la esposa de mi amigo seguía roncando su borrachera. A pesar de ello, os tengo que reconocer que mi corazón a mil y sin moverme esperé unos segundos.

«¿Te imaginas que se despierta y me pilla con mi verga dentro de ella?», balbuceé mentalmente asustado.

Al cabo del tiempo y viendo que no se movía, empecé a moverme lentamente penetrando su interior con mi forastero. Lo estrecho de su conducto y mi calentura hicieron el resto y al cabo de cinco minutos, comprendí que iba a correrme. No queriendo dejar rastro, la saqué y eyaculé sobre sus piernas.

Entonces saciado y aunque deseaba repetir, preferí dejar eso para otro día y limpiando los restos sobre su piel, eliminé toda evidencia de mi paso por su cama. Ya estaba casi en la puerta cuando recordé que no le había puesto el tanga, por lo que retrocediendo unos pasos cogí su braguita. Desgraciadamente para ella, me acordé de su consolador y pensando en el día después, decidí que si amanecía con él en sus manos cualquier escozor en su coño lo atribuiría a que borracha lo había usado.

Improvisando sobre la marcha, se lo clavé hasta el fondo para que tuviera rastros de su flujo y dejándolo sobre el colchón, lo encendí a nivel mínimo.

«En dos o tres horas, ese zumbido la despertará y creerá que es eso lo que ha sucedido».

Muerto de risa, cerré su habitación y me fui a mi cama. Ni que decir tiene que cogiendo las fotos que había hecho, las mandé a mi email para que estuvieran a buen recaudo, tras lo cual, las borré y me quedé dormido.

---------------------------continuará------------------------

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DEFENDIENDO EL BUEN NOMBRE FAMILIAR DE UN EXTRAÑO

Sinopsis:

Unos disturbios en el barrio de Tottenham cambiaron su vida, aunque Jaime Ortega no se entró hasta diez años después cuando a raíz de un desdichado accidente le informaron de la muerte de Elizabeth Ellis, la madre de un hijo cuya existencia desconocía.

Tras el impacto inicial de saber que era padre decide reclamar la patria potestad, dando inicio a una encarnizada guerra con Lady Mary y Lady Margaret Ellis, abuela y tía del chaval.

Desde el principio, su enemistad con la menor de las dos fue tan evidente que Jaime buscó la amistad de la madre y más cuando descubre que esa cincuentona posee una sexualidad desaforada.

Si queréis leerla, podéis hacerlo en el siguiente link:

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