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Compañera decente se desata en la universidad 2

en Sexo Anal

Después de todo el día recorriendo el Parque de Peñalara, os tengo que reconocer que estaba hasta los huevos.  Doña Mercedes, olvidándose de que ya éramos amantes, se había dedicado a estudiar conmigo todas las formaciones rocosas que salían a su paso, cuando a mí lo que me apetecía era ir al refugio donde íbamos a pasar la noche y allí dar rienda a nuestra pasión.

Tenerla tan cerca y no poderla tumbar en mitad de un prado para follármela, era un suplicio difícil de aguantar. Desde que había descubierto que la rubia era una máquina en la cama, no podía pensar en otra cosa más que en repetir.

Si entre las paredes de la universidad era un ogro, una vez se había quitado la careta de estricta profesora, la cuarentona resultaba una hembra sedienta de sexo. Habiendo descubierto nuestra mutua atracción, durante un semestre nos habíamos limitado a calentarnos, pero gracias a que durante ese viaje de estudios estábamos los dos solos, habíamos dejado en la cuneta los formalismos y habíamos follado a la orilla de un estanque.

Como teníamos que completar el trabajo que nos habían encomendado, mi profesora no había tenido más remedio que levantarse y ponerse a trabajar. Sé que tenía razón, si llegábamos sin nada, todo el mundo se preguntaría el motivo. No nos convenía ni a ella ni a mí que mis compañeros sospechasen que entre nosotros había algún tipo de relación que no fuera la de docente-alumno.

Aun así, me molestó que ni siquiera me dejara tocarle el culo mientras examinábamos un conjunto de fallas. Con muy mala leche, me retiró la mano, diciendo:

―Señor Martínez, ¡estamos trabajando!

Confieso que además de estar caliente como un puñetero mono, lo que me jodía es que esa mujer llevara las riendas de nuestra relación. Ella decidía como, cuando y donde podía tirármela. Yo no era más que un comparsa, un maldito instrumento de su lujuria. También os reconozco que ese papel tenía sus ventajas. Doña Mercedes con sus cuatro décadas, su metro setenta y sus enormes pechos, tenía un cuerpo maravilloso. Su trasero estaba formado por dos duras nalgas y un virginal ojete que me tenía extasiado. En cuanto pensaba en él, no podía dejar de imaginarme como sería desflorarlo.

«¿Me dejará hacerlo? ¿Gritará en su caso? ¿Querrá repetir?», eran preguntas que me traían atontado y aunque sabía que en unas horas iba a responderlas, no por ello dejaba de soñar con hacerlo.

Por otra parte, el calor de ese mes de junio me tenía completamente sudado. Mi camisa estaba empapada, pero eso no era importante. Lo que sí lo era, era que la de la cuarentona también estaba mojada. El sudor de su cuerpo había convertido la tela en una especie de baba transparente y por eso, no podía dejar de observar la belleza de sus pezones marcándose sensualmente tras ella.

― ¡Como me apetece comérmelos― dije en voz alta sin darme cuenta!

― ¿Decía usted algo? ― preguntó la que hasta ese día solo había sido para mí la hija de perra de Cristalografía.

Cansado de disimular, me planté frente a ella y le respondí la verdad:

―Estoy hasta las narices de caminar por esas cuestas y que lo que realmente necesitó es echarla un buen polvo.

Doña Mercedes al oír mi ordinariez, miró su reloj y al ver que eran más de las siete de la tarde, sonrió diciendo:

― ¿Solo uno? Me defrauda Señor Martínez, realmente pensaba que al menos me iba a echar media docena.

Picado en mi orgullo, la atraje entre mis brazos y olvidándome de su jerarquía, la besé mientras mis manos recorrían ese culo que me traía en vela. La rubia descojonada, se dejó querer, pero cuando ya intentaba quitarle la falda, me paró en seco diciendo:

―Vamos al refugio que nos tienen reservado― y con voz sería, me avisó: ― ¡Ni se le ocurra hacer ninguna idiotez hasta que nos hayamos asegurado de estar solos!

Nuevamente la cuarentona tenía razón y como no podía objetar nada a su orden, decidí forzar un poco la relación diciendo:

―Doña Mercedes, ¿no cree que ya es hora de que deje de hablarme de usted?

―De acuerdo, Miguel― y pegando su cuerpo al mío, prosiguió diciendo: ―Desde ahora, te voy a tutear, pero te prohíbo que tú lo hagas hasta que cumplas una de mis fantasías.

― ¿Cuál? ― pregunté.

―Esta noche quiero probar una cosa…

― ¿El qué? ― respondí francamente interesado

Avergonzada fue incapaz de mirarme a la cara mientras me respondía:

―Quiero… necesito saber que se siente… ¡Haciéndolo por detrás!

― ¿Quiere que le dé por culo? ― exclamé entusiasmado porque eso era exactamente mi mayor deseo.

―Sí― contestó molesta por mi expresión: ―Me gustaría que me hicieras el sexo anal.

Midiendo mis palabras y manteniendo el respeto exquisito que me pedía, respondí:

―Doña Mercedes será para mí un placer hacérselo y si tiene otra fantasía que cumplir no dude en pedírsela a su esclavo Miguel.

Muerta de risa por el descaro de la respuesta, me pegó un azote en el trasero, diciendo:

―Si me acuerdo de otra, no te lo pediré, te lo exigiré.

Como os imaginaréis, el viaje de ida al lugar donde íbamos a pasar la noche se me hizo larguísimo y no solo por la promesa que ese pedazo de hembra me había hecho sino porque no estaba plenamente seguro de que la pudiera cumplir.

Si al llegar, había alguien más en el refugio, me podría dar por jodido. No solo no podría estrenar ese pandero, sino que me tendría que conformar con una paja en la soledad de mi cama.

Afortunadamente, estaba solo el guarda del parque que, al vernos llegar, nos saludó y como tenía prisa, dio con nosotros una vuelta rápida a las instalaciones para marcharse acto seguido.

― ¡Está cojonudo! ― comenté al quedarnos solos ― ¿Ha visto el colchón? Es enorme.

Poniendo cara de zorrón desorejado, mi querida profesora me cogió de la mano y pegando su pubis a mi sexo, se empezó a frotar mientras me decía:

―Ya lo he visto. Pero antes, ¿no te apetece una ducha?

Su actitud me puso a cien y tomándola en mis brazos, la llevé hasta el baño. Al depositarla sobre el suelo, abrí el grifo con ánimo de desnudarla, pero sorprendido vi que la rubia se había arrodillado frente a mí y sin esperar a pedirme mi opinión, me estaba bajando la bragueta.

A continuación, me miró sonriendo y al percatarse que mi pene había conseguido una considerable erección con solo mirarlo, me obligó a separar las piernas y sin más prolegómeno, vi sacaba la lengua y se ponía a lamer mi extensión mientras sus manos acariciaban mis testículos. En silencio y de pie, observé a esa mujer metiéndose mi pene lentamente en la boca y como sus labios presionaban cada centímetro de mi miembro mientras lo hacía, dotando a su maniobra de una sensualidad sin límites.

Tengo que reconocer que me sorprendió su maestría mamando. No solo fue dulce, sino que como una autentica devoradora, se engulló todo y no cejó hasta tenerlo hasta el fondo de su garganta. Entonces y solo entonces, empezó a sacarlo y a meterlo con gran parsimonia mientras su lengua no dejaba de presionar dentro de su boca.

Poco a poco fue acelerando la velocidad de su mamada hasta convertir su boca en maquinaria de hacer mamadas que podría competir con éxito con cualquier ordeñadora industrial. Sabedora de lo que estaba sintiendo, se sacó la polla y con tono pícaro, preguntó:

― ¿Te gusta la lección?

―Sí, Doña Mercedes, ¡Me encanta!

Satisfecha por mi respuesta, se volvió a embutir toda mi extensión y esta vez, no se cortó, dotando a su cabeza de una velocidad inusitada, buscó mi placer como si su vida dependiera de ello.

― ¡Dios! ― exclamé al sentir que mi pene era un pelele en su boca y temiendo que, al correrme dentro de ella, se pudiera mosquear, le avisé de la cercanía de mi orgasmo.

Mi aviso lejos de contrariarla, la volvió loca y con una auténtica obsesión, buscó su recompensa. Al obtenerla y explotar mi pene en bruscas sacudidas, sus maniobras se volvieron frenéticas y usando la lengua como cuchara fue absorbiendo y bebiéndose todo el esperma al ritmo en que lo derramaba en su boca.  Era tal su calentura que no paró en lamer y estrujar mi sexo hasta que comprendió que lo había ordeñado por completo y entonces, mirándome a la cara, me dijo:

― ¡Estaba riquísimo! ― y levantándose, insistió: ―Esta noche querré más.

Esa nueva promesa me recordó la primera y sin esperar a que me lo pidiera, me puse a desnudarla mientras a mi espalda, sonaba el chorro de la ducha. Contagiada por mi pasión, mi profesora me ayudó a quitarme la ropa y ya desnudos nos metimos bajo el agua. Ver y sentir sus pechos mojados, fue algo tan excitante que no pude evitar hundir mi cara en su escote. La cuarentona al sentir mi lengua recorriendo sus pezones, empezó a gemir mientras trataba con sus manos reavivar mi alicaído miembro.

―Deseo que cumpla lo prometido― dije al notar que, entre mis piernas, mi sexo había recuperado su dureza.

Comprendiendo a que me refería se dio la vuelta y separando sus nalgas con sus dedos, me respondió:

― ¡Es todo tuyo!

Caí rendido ante tanta belleza y ya de rodillas, saqué mi lengua y con ella me puse a recorrer los bordes de su ano. Nada más notar la húmeda caricia en su esfínter, mi adorada profesora pegó un grito y llevándose una mano a su coño, empezó a masturbarse sin dejar de suspirar. Urgido por romper ese culo, metí toda mi lengua dentro y como si fuera un micropene, empecé a follarla con ella.

― ¡Qué delicia! ― chilló al experimentar la nueva sensación.

Estimulado por sus palabras, llevé una de mis yemas hasta su ojete e introduciéndola un poco, busqué relajarlo. El chillido de placer con el que esa cuarentona contestó a mi maniobra me dejó claro que iba bien encaminado y metiendo lo hasta el fondo, comencé a sacarlo mientras Doña Mercedes se derretía al sentirlo. Al minuto y viendo que entraba y salía con facilidad, junté un segundo y repetí la misma operación.

― ¡Lo necesito! ― escuché que gritaba descompuesta mientras apoyaba su cabeza sobre los azulejos de la pared.

La urgencia de esa mujer me hizo olvidar toda precaución y ya dominado por el desenfreno, cogí mi pene en la mano y tras juguetear con mi glande en esa entrada trasera, le pregunté si estaba dispuesta.

―Sí, ¡Cabrón! ¡Hazlo ya!

No esperé más y con lentitud forcé por vez primera ese culo con mi miembro. La rubia sin quejarse, pero con lágrimas en los ojos, absorbió centímetro a centímetro mi verga y solo cuando sintió que se la había clavado por completo, se quejó diciendo.

― ¡Cómo duele!

Intentando no profundizar en su castigo, me quedé quieto para que se acostumbrara mientras intentaba tranquilizarla acariciándole los pechos. Fue ella la que sin avisar empezó a mover sus caderas, deslizando mi miembro por sus intestinos. Paulatinamente la presión que ejercía su esfínter se fue diluyendo por lo que comprendí que en poco tiempo el dolor iba a desaparecer y sería sustituido por placer.

Previéndolo aceleré mis penetraciones. La cuarentona se quejó, pero en vez de compadecerme de ella, le solté:

― ¡Cállate puta y disfruta!

Que su alumno no le obedeciera y que encima le insultara, le cabreó y tratando de zafarse de mi acoso, me exigió que parara. Pero entonces por segunda vez, la desobedecí y recreándome en mi rebeldía, di comienzo a un loco cabalgar sobre su culo.

― ¡Para! ¡Me haces daño! ― chilló al sentir el rudo modo con el que la estaba empalando.

― ¡Te he dicho que te calles y disfrutes! – fuera de mí, grité y recalcando mis deseos, solté un duro azote en una de sus nalgas.

Como si mi nalgada fuera un truco de magia, al menguar el dolor que escocía en su cachete, le hizo reaccionar y sin llegárselo a creer, empezó a gozar entre gemidos.

― ¡No puede ser! ― chilló alborozada ― ¡Quiero más!

Recordando que, en el estanque, esa zorra había disfrutado de los azotes, decidí complacerla y castigando sus nalgas marqué a partir de ese instante mi siguiente incursión. Dominada por una pasión desbordante y hasta entonces inédita en ella, la profesora esperaba con ansia mi nueva nalgada porque sabía que vendría acompañada al momento de mi estoque.

Dejándose llevar por el ardor que colmaba su cuerpo, me pidió que la siguiera empalando mientras su mano masturbaba con rapidez su ya hinchado clítoris. La suma de todas esas nuevas sensaciones terminó por asolar todos sus cimientos y en voz en grito me informó que se corría. El oír su entrega y como me rogaba que derramara mi simiente en el interior de su culo, fue el detonante de mi propio orgasmo y afianzándome con las manos en sus pechos, dejé que mi pene explotara en sus intestinos.

Agotados, nos dejamos caer sobre la ducha y entonces, la adusta profesora se incorporó y sentándose sobre mí, empezó a besarme mientras me daba las gracias:

― ¡Ha sido estupendo! Me ha encantado todo. Incluso me he corrido al oír que me llamabas puta.

Estaba a punto de contestarle cuando de pronto, escuché:

― ¡Debería darle vergüenza! ¿Quién iba a decir que Usted caería tan bajo de acostarse con un alumno?

Al mirar quien hablaba, descubrí a Irene sentada tranquilamente en el lavabo. No supe calcular cuánto tiempo llevaba observando, pero por la sonrisa que lucía en su rostro, comprendí que al menos lo suficiente para ser testigo del modo tan violento con el que había desvirgado el culo de su profesora.

----------------------------------------Continuará----------------------------------

Como os prometí voy a terminar las historias inconclusas que escribí.

Y NUEVAMENTE, os informo que he publicado, en AMAZON, UNA NUEVA NOVELA TOTALMENTE INÉDITA. SE LLAMA:

“HERENCIA ENVENENADA”

Sinopsis:

No quería saber nada del hombre que me había dado la vida, lo odiaba. Nos había dejado a mi madre y a mí cuando era un niño.   Por eso cuando me informaron que había muerto, no lo sentí. Me daba igual, Ricardo Almeida nunca fue parte de mi vida y una vez fallecido menos.

O al menos eso quería porque fue imposible. Si bien en un principio cuando me enteré que ese grano en el culo al morir me había dejado toda su fortuna la rechacé, al explicarme mi abogado que si hacia eso mi mayor enemigo se haría con mi empresa tuve que aceptar, sin saber que irremediablemente unidas a su dinero venían cuatro científicas tan inteligentes y bellas como raras.    

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HERENCIA ENVENENADA

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