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Todo por el fado

en Confesiones

TODO POR EL FADO

Si, todo comenzó por mi amor al fado, al fado portugués. No tenía suficiente con conocer el idioma, necesitaba entender las letras mucho más a fondo, necesitaba conocer el porqué de ese lamento, de esa poesía que cala hondo como la suave lluvia del país hermano y por eso decidí matricularme en filología portuguesa, una carrera con pocos adeptos a pesar de las comunes raíces de nuestros idiomas.

Ya había cumplido los cuarenta y mi relajado trabajo me permitía disponer de las horas suficientes para asistir a unas cuantas clases en la universidad sin perjuicio a mi actividad empresarial; de modo que, me presenté en el aula señalada el primer día lectivo.

Llegué un poco tarde y ya los escasos alumnos habían entrado, pasé con cierta prevención y ante mí se presentó un panorama realmente desolador: no éramos más de doce. En primera fila un grupo de jóvenes, muy jóvenes, hablaba animadamente mientras una muchacha algo mayor que ellos permanecía en la tercera fila de bancos totalmente sola y abstraída. Decidí sentarme a su lado y no porque me atrajese físicamente sino por un extraño sentido de solidaridad pues ambos estábamos, claramente, fuera de lugar en aquella aula.

Una discreta mirada y una tímida sonrisa me demostraron que agradecía mí decisión.

-Hola, soy Diego –me presenté ofreciéndole mi mano-

-¿Que tal?, me llamo Olimpia –contestó mientras oprimía con franqueza y decisión mi mano en la suya-

Llamadme lo que queráis, pero aquel apretón de manos despertó en mí una tremenda corriente de simpatía hacia ella porque siempre he confiado en las personas que "dan" la mano con energía, simultáneamente inicié una valoración de su físico, que hasta ese momento había ignorado.

Era una mujer "grande"y deliciosamente llenita, con unos pechos que se adivinaban duros y potentes bajo el negro jersey que los cubría. El rostro: angelical, los lentes de pasta no conseguían ocultar sus profundos ojos azules. La sonrisa de sus carnosos labios era radiante y dejaba entrever una blanca y perfecta dentadura. Una media melena negra como ala de cuervo enmarcaba el blanquísimo ovalo de su cara, su voz era dulce, calida, susurrante...y con un suave acento portugués.

Entró el catedrático, comenzó su presentación y yo seguía mirando a Olimpia sin disimulo. Andaría cerca de los veinticinco (aunque podían ser más o podían ser menos) y esta última observación me hizo prestar atención, aunque de forma momentánea, al docente.

"Has pasado de los cuarenta, estás casado, eres feliz y no necesitas una aventura con una niña". Me repetí a mi mismo sin demasiada convicción mientras mis ojos permanecían absortos en las estropeadas manos de la muchacha que iba tomando apuntes, totalmente ajena a todo lo que no fuera la huera palabrería del profesor.

Me vi obligado a invitarla a un café al salir del aula; no había escrito ni una sola línea y el "Amadís de Gaula" me interesaba francamente; la burda excusa sirvió para iniciar nuestra ilícita relación.

Hija de portugués y gallega orensana, había pasado su infancia en una perdida aldea cercana a Bragança hasta que sus padres se vieron obligados a emigrar a España; con mucho esfuerzo consiguió acabar los estudios secundarios y trataba de compaginar su trabajo como asistenta del hogar con aquella absurdas enseñanzas que no la llevarían a un trabajo mejor remunerado. Se sentía (y se siente) mas portuguesa que española y sentía autentica añoranza de los verdes valles de su tierra. Se declaró enamorada del fado de Amalia Rodrigues antes de que yo le confesase cuales eran los motivos que me habían empujado a retornar a la universidad y aquello hizo ceder el muro de prevención que yo estaba construyendo para evitarme caer en el inevitable "fatum", fado o como lo queráis llamar.

Pasaron los días y mi interés por ella se iba acrecentando aunque, pesar de todo yo, honradamente, me resistía y procuraba no dejar traslucir mis sentimientos dando a nuestra relación un cariz totalmente académico. Tomábamos un café entre clase y clase y muchos días la acompañaba hasta el centro, nada más.

El día en que se anunció la visita de la afamada fadista Dulce Pontes a nuestra ciudad, tuve la oportunidad de callarme, de ignorar tal acontecimiento pero mi subconsciente me traicionó y tras anunciarle el recital, la invité a acompañarme al mismo; yo me encargaría de comprar las entradas (en primera fila, por supuesto) de elegir el restaurante para cenar al finalizar el evento y el discreto y romántico local para tomar la última copa. Volvía a las andadas y esta vez consciente del grave peligro que podía llevar implícito aquella relación si triunfaba mi repugnante estrategia.

A medida que se acercaba la fecha aumentaba mi inquietud a la par que su entusiasmo pues nunca había asistido a un concierto y menos en un lugar tan emblemático como el "Palau".

-Estoy muy nerviosa, Diego, no se que ponerme, temo defraudarte.

Aquella confesión, la primera que hacía entrever algún sentimiento alejado de la mera relación entre estudiantes, me enardeció.

-Tu nunca podrás defraudarme porque conozco todo lo bello que hay en ti –le contesté imprudentemente mirándola a los ojos-

-¡Tonto!- respondió desviando, azorada, la mirada-

Aquella primera muestra de un sentimiento cariñoso, aunque fuese mínimo, me provocó una fuerte erección

Mi mujer no comparte mis gustos musicales, de modo que no hubo morros ni malas caras; ya estaba acostumbrada a estas-hasta entonces-inocentes salidas nocturnas para asistir a conciertos de música "rara" (dice ella) y pude engalanarme y perfumarme, como un pavo real listo para el cortejo y sin levantar la más mínima sospecha.

Recogí a Olimpia en una calle del centro (se había opuesto rotundamente a que fuese hasta su barrio) sin fijarme en lo esplendorosa que estaba porque cuando conduzco solo tengo ojos para el trafico pero al dejar el coche aparcado y mientras le abría la puerta para ayudarla a descender (si, todavía hay caballeros) entendí el significado del cuento de la cenicienta.

Aquella mujer que me sonreía interrogadoramente, esperando la exclamación que pugnaba por salir de mi boca y que el asombro mantenía obstinadamente cerrada, era Olimpia, ¡era Olimpia!.

-Estás...estás preciosa,¡ estás maravillosa!-balbucee realmente conmocionado-

-No te burles de mi, dime realmente como estoy- respondió con un mohín en los labios-

-Sabes muy bien que eres como un sueño... ¿y tus lentes?- pregunté alarmado.

-Se acabaron, desde hoy: lentillas.

Estrenaba un vestido negro, muy escotado, que resaltaba su blanquísima piel y mostraba sin engaño sus hermosos pechos y sus redondos hombros. Maquillada ligeramente, los ojos sombreados y con un suave toque de carmín en los labios, estaba realmente esplendida.

Entramos en la abarrotada platea mientras las miradas de los hombres se fijaban, codiciosas, en ella. No era para menos porque Olimpia mide un metro ochenta, yo a su lado con mi metro setenta y cinco parezco un alfeñique y ese día ella calzaba unos altísimos tacones. No me preocupaba la impresión que pudiera causar tan extraña pareja, podíamos ser un padre y su hija o un profesor y su alumna o cualquier cosa, menos…un lío.

Nos acomodamos en nuestros asientos, se apagaron las luces, apareció la artista iluminada por un foco cenital y comenzó a cantar "Lagrima", la emblemática composición de Amalia, al llegar a la estrofa que dice:

Tenho por meu desespero
Dentro de mim o castigo
Eu digo que não te quero
E de noite sonho contigo.

Olimpia, tomó mi mano, la apretó con fuerza, me miró y sus ojos se llenaron de lágrimas. Saqué conmovido mi pañuelo y con delicadeza se las sequé mientras le daba un suave beso en sus húmedos labios.

A medida que avanzaba el concierto yo iba sintiendo una profunda comunión entre la artista (que parecía mirarnos, cómplice de nuestros sentimientos), Olimpia y yo. Acompañábamos estrofas puntuales en un dúo a "sottovoce" y entonces nos mirábamos como dos tórtolas; solo al final de los bises y con el público puesto en pie, separamos nuestras manos para aplaudir con entusiasmo a la portuguesa.

No pudimos resistir y antes de llegar al aparcamiento nos besamos con un ansia totalmente animal, la gente nos miraba asombrada y malediciente pero yo solo sentía el inenarrable placer del juego de nuestras lenguas enzarzadas en un combate incruento en el que resultó mi más excitante y sabroso beso en muchos años. Intenté imponer la cordura e insistí en la cena.

-Hemos de ir, cariño, he conseguido una reserva en la mejor mesa.

-No podré cenar, solo tengo hambre de ti-respondió lujuriosa-

-Te dejaré devorarme entero, pero cenemos antes-yo temía no estar, sexualmente, a la altura de ella con el estomago vacío-

Estaba totalmente asombrado, no esperaba aquel comportamiento por parte de Olimpia y aunque no me disgustaba, prefiero ser yo quien lleve la iniciativa. Finalmente cenamos, había escogido un pequeño restaurante a la orilla del mar en donde gozaba de la amistad del discreto "maitre" que en un tiempo fue compañero de francachelas.

-¡Don Diego!, tanto tiempo sin disfrutar de su presencia y con cuan bella compañía!-aduló el bellaco mientras me guiñaba un ojo discretamente-

-Buenas noches Daniel, te presento a Olimpia, una compañera de la universidad.

Besó efusivamente la mano de mi acompañante, que se encontraba en el séptimo cielo y nos acompañó al oculto reservado con gran ampulosidad.

Toda la parafernalia que había dispuesto para la ceremonia de la seducción resultó totalmente inútil pues era yo el seducido y la impaciencia se traslucía en los ojos de Olimpia a pesar de la rápida sucesión de platos y camareros. Finalmente, con el café sobre la mesa y tras la suculenta propina al último de ellos, que corrió la cortina de separación con un significativo gesto; Olimpia se lanzó sobre mí.

Mientras me besaba todo el cuerpo de una manera desaforada, iba repitiendo: ¡Meu amor, meu amor…tanto tempo! Bajé en un solo gesto la cremallera trasera de su vestido y quedó ante mí con un delicioso conjunto de encaje negro, sujetador sin tirantes y tanga diminuta. Ella, mientras tanto, había bajado la cremallera de mis pantalones y restregaba su pubis contra el mío emitiendo entrecortados gemidos.

Me costó deslizar el tanga por sus muslos pero la recompensa fue la visión de una esplendorosa y abultada vulva que se abría palpitante ante mi boca. Me arrodillé ante ella, le separé las piernas y lentamente llegué hasta su glorioso clítoris que se endureció con presteza ante el contacto de mi lengua que ya recorría caminos más oscuros y húmedos hasta que un espasmo convulso me hizo levantar la cabeza: Olimpia tenía los ojos en blanco y un hilillo de baba corría por la comisura de sus labios.

Me asuste al verla en aquel estado pero no tardó en reaccionar. Cambiamos las posiciones e inició la más gratificante felación que jamás he recibido; su lengua comenzó a acariciar mi glande con suma delicadeza, siguió sorbiéndolo con los labios y finalmente introdujo todo el pene en su caliente boca mientras aplicaba un suave masaje a los testículos. No tardé en derramarme con violencia sobre su garganta y tras un conato de ahogo, sorbió hasta la última gota y se relamió con glotonería mientras me miraba amorosa e inquisidora.

-¡Bestial, rapazinha, ha sido bestial!- le contesté agradecido-

Salimos del restaurante con las cinturas entrelazadas y con la convicción de que diez pares de ojos envidiosos nos seguían hasta la calle.

-Avenida Pearson-me ordenó Olimpia al arrancar-

Yo no tenía un plan definido para acabar la noche pero ella si.

Hacía unos meses que era supervisora de la empresa de limpiezas en que trabajaba y eso se traducía en unas cuidadas manos, una mayor auto confianza y el control de las llaves de las casas que la empresa gestionaba. Aquella era la zona más lujosa de la ciudad y las imponentes residencias se alzaban a ambos lados de la calle.

-En el número 54 emboca el coche a la cancela de entrada- siguió ordenando mientras sacaba un mando a distancia del bolso-

Obedecí y tras pasar la verja, conduje cautelosamente por un amplio paseo hasta la puerta del imponente palacete.

-Es todo nuestro, los propietarios están de crucero por el caribe y soy la única que tiene las llaves-me informó ante mi sorprendida expresión-

Un reguero de desordenada ropa fue el mudo testigo de la desbordada pasión que no nos dejó pasar de la alfombra del inmenso salón de la planta baja.

Allí y sin ningún temor dimos rienda suelta a los sentimientos que nos habíamos ocultado mutuamente durante tantos meses.

Su blanquísima piel era de una extraordinaria morbidez y la devoré sin mesura hasta que me urgió a la tan deseada penetración. Aquel iba a ser un "tour de force" del que no sabía si saldría victorioso pero todo mi empeño estaba en ello. La felación del restaurante ayudó en gran medida a que no terminase nada más que entrar en su acogedor agujero. Parecía hecho a mi medida (no siempre el Kamasutra acierta) y era de terciopelo. Se puso sobre mi e impuso un suave ritmo que me enloqueció mientras ella murmuraba palabras inconexas, ya no se si en gallego o portugués, pero que sonaban dulcísimas a mis oídos hasta que con un grito sobrenatural volvió a quedar con los ojos en blanco y yo aproveché para descargar toda mi excitación en su palpitante interior.

Quedó sobre mi durante un par de minutos, respirando profundamente y repitiendo a mi oído: ¡Gracias mi amor, gracias!

-No, Olimpia, gracias a ti por hacerme sentir de una manera tan intensa este amor.-contesté enfáticamente-

-Gracias por hacerme sentir deseada como nunca lo he sido.

-Dejémonos de agradecimientos y volvamos a lo nuestro-finalicé, besándole en el cuello y erizando todo el vello de su cuerpo-

Desnudos y en penumbra me mostró las habitaciones de la casa hasta llegar al cuarto de baño principal.

-Creo que nos conviene un baño caliente-sugerí malicioso-

-Lo estoy deseando-contestó con un guiño alborozado mientras abría el grifo del agua-

El contacto de nuestros cuerpos bajo el agua, tan calido, reavivó nuestra libido y no tardé en bucear buscando su ingle en la inmensa bañera. Con los ojos cerrados y aguantando la respiración, mi lengua se movía frenética hundiéndose sin dificultad en su abierta vagina que comenzó a elevarse fuera del agua al sentir el primer orgasmo y evitando de ese modo una segura muerte por asfixia.

Se puso a cuatro patas enseñándome su hermoso trasero y la roja rosa de su vulva desafiándome a penetrarla de nuevo.

Mientras el rítmico vaivén producía pequeñas marejadas en la pileta, se me ocurrió decir:

-¡Esta es la posición que más le gusta a mi mujer!

Un autentico bramido atronó la casa mientras, enfurecida, trató de zafarse de mi, yo-prevenido de su posible reacción-me aferré a sus hombros y clavé mi pelvis a su culo hasta que comprendió la broma y pareció disfrutar más, si cabe, de mis embestidas mientras me insultaba:

-¡Porco espanhol…a puta que te pariu!...y se partía de risa.

No quiso terminar de aquel modo y volvió a montarse sobre mi, pues en aquella posición dominante parecía alcanzar el autentico éxtasis y yo no gozaba menos que ella.

A las cuatro de la mañana me dijo seriamente:

-Se acabó por hoy, quiero seguir disfrutándote por mucho tiempo y que tu mujer disfrute dándole por detrás.

Por primera vez, desde que nos conocimos, me permitió acompañarla hasta la puerta de su humilde vivienda. Ya no se avergonzaba por ello

A partir de ese día, todos mis temores en cuanto a lo peligroso de nuestra relación, se desvanecieron y quedaron reemplazados por la desagradable sensación de impaciencia que sentía cuando Olimpia no conseguía una casa de nivel suficientemente alto para nuestros juegos. Ella se negaba a hacerlo en cualquier sitio.

-Una pasión tan grande en una mujer tan grande requiere espacios grandes y camas grandes-me repetía con frecuencia-

Nunca llegó la monotonía porque el cambio de escenario, lo poco frecuente de los encuentros y nuestra imaginación permitieron que durante cinco años disfrutásemos como el primer día.

Cuando se produjo el temido encuentro con mi mujer, se desenvolvió con absoluta discreción y se saldó la lid con un único vencedor: yo. Ella quedó convencida de que la pequeñaja de mi mujer no hubiese representado un rival de entidad si hubiese decidido arrebatarle a su marido. Mi mujer pensó que una mujer tan grandona no entraba dentro de la categoría de "apetecibles" para su hombre y que no valía la pena preocuparse por aquella amistad

Con su flamante título en la mano, consiguió una plaza de profesor ayudante en la universidad de Coimbra y nos separamos en medio de un mar de lágrimas y protestas de amor eterno.

 

 

Hay, en el parador nacional de Ciudad Rodrigo, una habitación poco utilizada por estar algo separada de las demás. Es grande y, por supuesto, muy discreta. Cada dos o tres meses hacemos una escapadita, ella desde Coimbra y yo desde mi ciudad. Retomamos el hilo donde lo dejamos y pasamos el fin de semana sin prácticamente salir de ella a pesar de los encantos que reserva la ciudad.

Últimamente ha engordado un poco, pero ello no hace sino acrecentar sus atractivos, ya de por si abundantes. Se que no soy el único ni el primero pero acude puntual a la cita porque tiene en mi un amante complaciente, solicito y conocedor de sus más íntimos deseos y caprichos. Ella por su parte hace unas mamadas tan extraordinarias como la del primer día y solo en una cosa no ha transigido….

-¡Por detrás le das a la guarra de tu mujer, que a ese putón le gusta!