miprimita.com

Series Depravadas IV - Huesos anchos

en No Consentido

Estaba agotado cuando fue a comprar la cena, pensando en qué cocinar por el camino. Sin embargo, en la búsqueda del pasillo de la pasta, se encontró con una visión extraña y entumecedora en el pasillo de los vinos. No era un entusiasta de los vinos, pero se adentró en ellos solo por curiosidad de lo que allí había. Era grande, enorme, gigantesco. En una primera mirada, hecha por el rabillo del ojo parecía que al hombre, ese gigante, le sobraban algunos kilos. Empero, mientras observaba con fingida atención los caros precios de vinos que no creía que llegara a tocar jamás, era algo más que eso. Era un hombre de huesos anchos. Se sintió estúpido pensando en aquel hombre de dimensiones enormes.
 
Su tez estaba recorrida por la incipiente barba de unos días, sus ojos oscuros oteaban en una botella de vino que sujetaba en una de sus grandes manos. Su cabello oscuro parecía algo revuelto, con un vago intento de mantenerlo en algún orden. Tragó saliva cuando una idea aún más absurda decidió cruzar su mente, fugaz como una estrella que ralla momentáneamente el cielo. ¿Cómo sería que aquellas manazas rodearan el cuerpo de una mujer... o un hombre en un pleno acto de sexo? ¿Cómo sería desnudo? ¿En qué posición? 
 
Sacudió la cabeza, continuó caminando y pasó al lado del hombre de huesos anchos. Sí, definitivamente lo era. Probablemente también fuera fuerte pero no quiso pensar más en ello, no debía estar pensando en ello. Cogió la pasta que a Epona le gustaba, un poco de salsa para acompañarla y salió del supermercado después de asegurarse de que le llegaba para todo.
 
La bolsa danzaba a su lado, llevando el compás de un paso apresurado. Se estaba haciendo tarde y si no le hacía pronto la cena a su novia probablemente no cenaría. Tenía la nariz metida en los libros de la universidad todo el santo día, era un milagro que al menos comiera. Decidió tomar un atajo para evitar la demora. El parque, algo oscuro y silencioso por las horas, le daba repelús. Le hacía pensar en cuentos de niñas desaparecidas, columpios chirriantes, asesinos en las sombras... Se sonrió llamándose cobarde. Eran cuentos de niños, eran películas de miedo y aquello la vida real. No tenía de qué preocuparse y tampoco llevaba nada encima que complaciera a un remoto ladrón.
 
Sin embargo, no se dio cuenta de que había alguien tras él hasta que estuvo demasiado dentro del parque para salir. Las pisadas que le seguían, que hacían crujir los granos de arena que cubrían el suelo. Tragó saliva, nervioso y asustado. Se sentía estúpido. Probablemente fuera un paseante nocturno, nada que temer. Y si quería problemas, allí estarían sus puños para devolverle los golpes. Giró hacia la derecha, pensando en librarse del caminante de sus espaldas. Le estaba poniendo de los nervios, quería llegar a casa y desconectar de los vinos. 
 
Ahí estaban los pasos, otra vez, después de una breve vacilación, tras él. No había duda, le estaba siguiendo. ¿Qué quería? ¿Era una coincidencia, acaso? Se estaba poniendo nervioso, no le gustaba que le siguieran. ¿Por qué no se largaba, fuera quien fuese? Apretando la mano en la que llevaba la bolsa, acertó a atisbar por encima de su hombro quien era el idiota de turno que le seguía. Y por poco se detuvo del susto. ¡Era él! ¡El hombre de los huesos anchos! ¿Por qué demonios le estaba siguiendo? ¿Qué diantres quería de él? 
 
Su respiración se tornó acelerada. Estaba asustado por mucho que no quisiera reconocerlo. Estaba tan asustado que sus pies tropezaban con sí mismos. Tuvo el impulso de echar a correr, al fin y al cabo, aquella mole le costaría seguirle. No podía ser más veloz que él, más delgado y joven, a pesar del agotamiento que arrastraba desde que saliera del trabajo. El parque parecía más oscuro que antes, como si la luz de las farolas no ayudara nada a hacer desaparecer las sombras, ahora opresivas, de su alrededor.
 
Tenía que salir al parque, tenía que llegar a la calle, tenía que...
 
Un empujón lo sacó del camino, internándolo en la yerba, bajo los tupidos árboles aún sin podar. El grito del susto se quedó atrancado en su garganta. Se quiso dar la vuelta y hacerle frente a lo que quiera que fuera lo que le había empujado... aunque ya sabía que había sido el gigante. Darse la vuelta, qué iluso. Una de sus manazas lo cogió del blanco cabello y lo empujó contra la rasposa corteza del árbol. Jadeó, asustado. ¿Qué demonios se creía que estaba haciendo ese tío? 
-¡Suélteme! -chilló y le sonó como si le hubieran pisado el rabo a un ratón.
Justamente así se sentía. Como un ratón acorralado por el gato y el animal decidiera jugar con él antes de comérselo. La mejilla se raspó contra la corteza del árbol cuando aquellas dos grandes y calientes manos le sujetaron los brazos y fueron retorcidos tras su espalda. Gritó de dolor; si seguía estirando, probablemente le rompiera un hueso o dos. Con una sola mano, ¡con una sola maldita mano!, le mantuvo inmóvil y sin posibilidad de huida. ¿Era dinero lo que deseaba? ¿Tal vez el móvil? ¿Era aquello un atraco o simplemente quería darle una paliza por diversión? Tal vez todo aquello hubiera sido lo mejor, pensaría cuando se arrastrara a casa, hecho trizas. 
 
La otra mano hurgó en su cinturón, sacando la hebilla de su lugar y arrebatándoselo de la cintura. Quiso gritarle qué demonios quería de él, quiso imprecarle, quiso defenderse... quiso hacer demasiadas cosas y no pudo hacer ni una. En cinturón se volvió opresivo en sus brazos, enrollado con fuerza, impidiendo que pudiera separar los brazos entre sí o de la espalda. Inmovilizado. Acorralado. Estaba tan asustado que las palabras no acertaban a salir de su garganta. Aprisionado contra el árbol, quiso pedir ayuda. ¡Alguien tendría que haber por el parque! ¡Quien fuera! Sin embargo, antes de que una segunda letra pudiera pronunciar sus labios, mordió la tela amarga de un pañuelo. Dijo algo que ni él mismo entendió. Algo que parecía ser un "¡suélteme, demonio!" pero demasiado amortiguado por el maldito pañuelo. 
 
Una manaza entre sus omóplatos le impedía separarse del maldito árbol... mientras que la otra pugnaba por desabrocharle los pantalones. Tal vez fuera la manera más rápida de atracarle... hasta que se los bajó junto con los calzoncillos, quedando medio desnudo y de espaldas a un hombretón que no tenía buenas intenciones ni de lejos. Notó su aliento agrio y cálido en la nuca. Cerró los ojos con fuerza, no queriendo ver la mirada que le echaba. Aunque fueron más palabras que observaciones.
-Tranquilo, no te dolerá -le susurró con un tono lascivo que le daban arcadas.
¿Qué había querido decir con eso? ¿Lo iba a matar? Escuchó una cremallera bajar veloz, un cinturón que caía y el susurro de la ropa. La mente se lo gritaba pero él no quería creerlo. Era imposible... ¿Por qué él? ¿Por qué, maldita sea? El roce de una piel resbaladiza y mojada le hizo jadear. No podía ser cierto... y allí estaba. Le separó las nalgas con una sola mano... y, aterrorizado, notó aquella cosa enorme y dura contra él. Empujando, pugnando por entrar. Gimió de miedo, de dolor. No podía hacerle eso, ¡no podía! Las dos manos le sujetaron por la cintura, hacia él, mientras con los pulgares mantenía las nalgas separadas. Entraba, lento, doloroso, demasiado grande para ser verdad. 
 
El grito asomó por su garganta y quedó amortiguado por el maldito pañuelo cuando aquella cosa irreal lo penetró por completo e invadió su intestino. El hombre gemía, se pegó a su espalda sudorosa y empezó el doloroso y agónico vaivén con una verga de dimensiones enormes, destrozándolo por dentro, arrancándole un grito con cada embestida. Frotó su mejilla contra su oreja, sin cesar el movimiento que lo estaba matando. Deslizó sus manazas por debajo de su camiseta, rozándole el pecho y emprendiendo la huida hacia abajo, hacia su encogido pene. Lo rozaba, le estiraba la piel retrayéndola con ardorosos tirones hacia la base. Contenía el llanto, mordía con fuerza el endemoniado pañuelo, mientras aquella cosa, aquel supuesto pene de huesos anchos lo perforaba.
 
Intentó concentrarse en las arrugas de la corteza para terminar cerrando los ojos. Terminaría y lo dejaría tirado en el césped. Acabaría. En cualquier momento tendría que terminar aquella pesadilla. Como respondiendo a su deseo, el hombre de huesos anchos gimió en su oído mientras su babosa lengua le recorría el lóbulo de la oreja. Los espasmos incrementaron el dolor y su semen, blanco, espeso y caliente, le hicieron sentirse asqueado. Pero había terminado y pronto se iría. Le costaba respirar con el pañuelo, jadeando, sudando y queriendo morir de un momento a otro. Otro espasmo. Un nuevo gemido. ¿Por qué no se iba? ¿Por qué no se marchaba de una vez y lo dejaba solo?
-Ah... estabas apretado, muchacho. Deliciosamente apretado -le susurró al oído, acariciando su pene, ya no tan encogido como antes-. Me fijé en cómo me mirabas en el supermercado y tenía que probarte. Tengo que partirte en dos para hacer feliz esa mirada de lascivia que me lanzaste. Fíjate, acorralado contra un fuerte árbol, se te está poniendo dura. Tendremos que ponerle remedio, ¿no crees, muchacho?
Shadow abrió los ojos, acongojado. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Por qué no se iba? ¿Por qué había tenido que fijarse en el señor Huesos Anchos? El hombre lo tiró al suelo, arrancándole un grito cuando su enhiesto pene, aquel duro hierro al rojo vivo, salió con tanta brusquedad como había entrado. Boca abajo, desamparado e indefenso, intentó patalear cuando lo puso mirándole, abriéndole las piernas hasta que sus músculos se resentían. Aquella sonrisa... aquella maldita sonrisa no le gustó nada. 
 
Y empezó con un primer lametón de la babosa lengua. Miró hacia otro lado, arrancó puñados de hierba cuando su boca engulló su pene, endurecido por el contacto, por el manoseo pero no por deseo. Mordía, tiraba con los dientes del pellejo, bailaba su lengua en el orificio de salida y sus grandes manazas parecían querer ordeñar sus doloridos testículos. Odiaba como gemía, los sonidos de succión le revolvían las tripas... Dentro, fuera de su boca, estaría dispuesto a echarse alcohol en el sensible miembro cuando la maldita pesadilla decidiera terminar.
-No calles tanto, muchacho -rió el hombre, con aquella voz profunda, salida del infierno.
Tiró del pellejo, haciéndole gritar, arquear la espalda de dolor. Pataleó e intentó quitarse de encima a la mole. Pero la mole quería más de él. Quería mucho más. De un tirón le arrancó la mordaza y solo tuvo tiempo de soltar una bocanada de aire antes de que el enorme miembro le invadiera por vía oral, le ahogara y le asfixiara la nariz con el horrible hedor que despedía. Le sujetó del cabello y le obligó a moverse, a meter prácticamente garganta abajo la monstruosidad de su miembro, queriendo vomitar a cada tanto. Permanecía la sonrisa en sus labios, una sonrisa que despedía una lascivia viscosa y repugnante.
-Usa la lengua si no quieres que te destroce, muchacho -amenazó, sonriendo, como si hubiera contado un chiste que solo él entendía.
Pero Shadow no estaba dispuesto a hacer caso, no quería seguirle el juego a aquel pervertido. La mole enhiesta bajó por la garganta, forzando su mandíbula, como si pretendiera que sus testículos también entraran. La campanilla sonaba y las arcadas querían echar lo poco que llevaba en el estómago fuera.
-¡Usa la lengua! -gritó con su vozarrón el hombre, retirando el enorme pene un tanto para permitir respirar con la misma dificultad del comienzo al asustado joven.
Decidió obedecer. Asqueado de sí mismo, sintiéndose un simple juguete, una diversión nocturna sin pagar para el hombre de los grandes huesos. Jugaba con él, a veces le embestía, a veces dejaba de hiciera solo el trabajo... no supo si considerar un alivio que llegara por fin a correrse, llenándole la boca de aquella sustancia pegajosa, salada y viscosa en grandes cantidades que se vio obligado a tragar porque le cerró la boca y le tapó la nariz. Tosió, quiso vomitar y allí estaba de nuevo la mordaza. 
 
Puso su rostro contra la yerba, alzó de nuevo sus caderas y le embistió con una fuerza animal, arrancándole un grito que le desgañitó la garganta. Las lágrimas de dolor atinaron a bajar por sus mejillas y aterrizar sobre la fresca yerba, con aquel curioso aroma que despedía en la noche. El hombre de huesos anchos gruñía, le azotaba las enrojecidas nalgas y apretaba sus testículos con una fuerza inhumana. Decidió entonces el señor huesos anchos a masturbarlo mientras lo follaba a un ritmo salvaje y sin ningún compás. Tirando de su piel cuando entraba, cubriendo su pene cuando salía. No quería correrse, no quería sentir ni un ápice de placer sucio y manchado por parte de aquel cruel ser. Se contuvo todo lo que pudo pero la inquietud de sus manos le imposibilitaron la tarea y pronto el césped se vio cubierto por la blancura de su semen. No tardó mucho más que él en correrse, en gruñir como un hombre de las cavernas, en ensuciarle más por dentro. Le dijo algo pero no le entendió. Le quitó el cinturón de sus brazos, que quedaron rojos largo rato... y le oyó marcharse por el camino.
 
Contempló ya yerba, tumbado boca abajo, queriendo levantarse pero sin tener fuerzas para nada. Tardó en quitarse la maldita mordaza, mucho más se demoró en alzarse y vestirse. Se tambaleó por el camino, bebió agua fría de una fuente cercana, enjugándose la boca inútilmente, pues parecía que el sabor se le había pegado a las papilas gustativas. Tuvo que volver para recoger la bolsa de la cena olvidada, contemplando con desamparo la aplastada y manchada yerba. 
 
Pensó en ello en todo el camino. En la repugnancia que sentía. Llegó a casa con una hora de retraso... y, sin embargo, le parecía más tiempo. Años luz desde que saliera a comprar. Epona entró en la cocina cuando el agua hervía. Miró a Shadow, con la mirada perdida, las mejillas enrojecidas y los brazos algo arañados.  En un fútil momento, pensó en contárselo todo, en soltarlo, en llorar sobre su hombro... pero bastó un simple vistazo a sus ojos azulados para saber que se lo guardaría para sí. Nunca se lo contaría. Ni a ella ni a nadie. Jamás.
-Me he caído -fue lo que dijo ante las preguntas de Epona-. Ha sido bastante... estúpido por mi parte, pero estoy bien, tranquila -le dijo, con una sonrisa que distaba mucho de ser real. 
Ella le creyó. ¿Qué motivos iba a tener para mentirle? Ninguno. Ninguno que ella supiera. 
 
La cena estuvo en un momento y, aunque estaba callado, más de lo normal, lo atribuyó al cansancio. Aquella noche, pasó una hora larga en la ducha, frotándose con la esponja con tanta fuerza que se raspaba la piel, llorando, imprecándose de inútil... mientras en la lejanía, el hombre de los huesos anchos sonreía más feliz que nunca.
 
 
Falta el número III, lo sé, pero está en proceso de edición.