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Sábado

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Sábado

Me desperté abrasada por el calor, e intenté alcanzar la lámpara de la mesita. Pero no se encendió. Pensé que Miguel tenía razón cuando decía que los productos de Ikea eran una basura. Me levanté y fui hacia la pared donde tenemos colocado el aparato de aire acondicionado, y comprobé que estaba apagado.

Parecía que no había corriente. Intenté localizar a Miguel llamándole al móvil, pero el mío estaba sin batería y parecía como si nos hubieran cortado la línea de casa. Todo era muy extraño. Bajé a la cocina, a buscar algo de comer, pero, evidentemente, nada funcionaba. Ni la nevera, ni la tostadora, ni la cocina eléctrica, nada. Preocupada, subí de nuevo a la habitación, y me lavé la cara en el aseo, con ayuda de la escasa luz que entraba a través de las rendijas de las persianas entreabiertas. Un poco más espabilada, abrí la ventana, corrí las cortinas y subí la persiana, y fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que aquel no era un sábado cualquiera.

Parecía como si toda nuestra calle estuviera desierta, y las simétricas casas adosadas, entregadas al silencio más absoluto, no parecían ni por asomo la idílica urbanización a la que nos habíamos trasladado. Algo raro pasaba. Me pregunté si tal vez era muy temprano, pero al mirar el reloj de mi muñeca, y comprobar que la hora pasaba del mediodía, la frustración se apoderaba de mí. Yo odiaba estar sola, y necesitaba hablar con alguien de todo aquello, y Miguel, mi novio, no aparecía por ningún lado, ¿dónde habría ido un sábado por la mañana? Inmediatamente, pensé que habría ido a la oficina a terminar algo de trabajo que habría dejado pendiente, así que, rápidamente, me vestí, me maquillé un poco, y salí en pos de mi coche hacia el garaje, masticando unas galletas. Mi sorpresa fue mayúscula al ver en el garaje el coche de Miguel tal y como lo había dejado la noche anterior.

Dado que siempre iba hacia el trabajo al volante de aquel estupendo deportivo, la situación me parecía cada vez más rara. Y yo no quería estar allí sola. Sin saber muy bien lo que hacía, comencé a andar a lo largo de nuestra calle, observando atentamente mis alrededores, y percatándome del silencio que lo ahogaba todo. Ni coches, ni niños jugando, ni siquiera se oía el canto de los pájaros. Aquella situación comenzaba a sobrepasarme, y la tensión se apoderaba de mí por momentos. Tenía ganas de encontrar a alguien, pero me parecía imposible, y deseaba gritar con todas mis fuerzas. Y eso fue lo que hice. Grité, grité y grité, llamando a Miguel, repitiendo a voz en grito los nombres de las pocas personas de la urbanización con las que tenía una relación decente, pero nadie me contestó. Me sentía triste, asustada y confundida, y decidí volver a casa. Allí estuve encerrada más de dos meses.

En ese tiempo, nadie fue a buscarme, ni pude hablar con nadie, ni escuchar música, ni ver la televisión, ni hacer nada que hoy día consideráramos ‘normal’. Las primeras noches sola fueron terribles.

Cualquier ruido hecho por el viento o cualquier otra fuerza natural me traía la voz y los pasos de Miguel, que hasta entonces había supuesto todo para mí, junto con mi trabajo y mis amigos, a quienes tampoco tuve ocasión de volver a ver. La mañana siguiente a encontrarme en aquella situación, había ido a mi oficina a ver si había más suerte, después de la decepción del primer día, pero todo estaba igual que la última vez que estuve allí. Nada había cambiado, a excepción del ahora ausente ruido de los ordenadores, y el aire entrando por las ventanas que lo removía todo, convirtiéndolo en un caos de imágenes y textos, noticias y recuerdos inconexos. Yo soy fotógrafa, y por cierto, me llamo Soledad. Como iba diciendo, intenté tomar aquella durísima situación lo mejor que pude, pues para mí no era nada sencillo encontrarme sola, dado que es algo que siempre me ha aterrado.

El caso es que, conforme iban pasando las horas, los días, me iba concienciando de que nada volvería a ser como antes, y de que jamás volvería a ver a aquellas personas con las que tan querida y feliz me sentía. Así que intenté apañármelas por mí misma y no me fue nada mal. Siempre tenía presente el recuerdo de la gente que había dado sentido a mi vida, pero me resignaba a reconocer que jamás volverían a estar conmigo. Y el aislamiento al que la falta de electricidad me había relegado hizo el resto. Ya que no podía ver la televisión ni comunicarme por radio, no iba a abandonarme a la desesperación. Tal vez aquello sólo fuera un mal sueño, tal vez acabase pronto. Al tiempo que pensaba eso, deseaba que apareciera alguien para darle sentido a aquella solitaria existencia a la que ahora me veía confinada. No entendía nada, pero tampoco quería darle vueltas.

Siempre que oía algún ruido imaginaba que por fin la pesadilla habría terminado, pero luego me daba cuenta de que aquella era mi realidad, y, cuando antes me acostumbrase a ella, mejor.

Y por eso no pude soportar que, cuando por fin mi mente y mi cuerpo se habían acostumbrado a la soledad, ella apareciera en mi vida. Una tarde que estaba regando el césped del jardín, intentando no pensar en nada, vi a lo lejos una figura humana. Inmediatamente pensé que estaba salvada, al fin Miguel había venido. Pero no era Miguel. Se llamaba Susana, y como yo, había despertado a una realidad completamente incomprensible una mañana, hacía unos meses. Desde aquel día, corrió y corrió hasta encontrar a alguien, y parecía bastante feliz de haber dado conmigo. Yo no pensaba de la misma forma, así que lo único que quería era que aquella intrusa molesta desapareciera de mi lado. Y no me lo pensé dos veces. Estuvo viviendo en casa un par de días, pero una noche, mientras dormía, cogí una goma del garaje y con ella la estrangulé.

Me miraba pidiendo clemencia, pero yo no podía soportar la idea de compartir mi vida con una desconocida, y apretaba y apretaba la goma contra su cuello, hasta que vi como sangraba por la boca y sus ojos casi se salían de las órbitas. Estaba feliz. Ya me la había quitado de encima. Pero aquello supuso un problema mucho mayor que cuando Susana estaba viva. Se me aparecía constantemente en sueños, y me culpaba de mi situación y de que hubiera perdido a Miguel y a todos los demás, y yo no podía quitármela de su cabeza, y sus palabras tampoco. La peor noche fue cuando incluso sentía como me estrangulaba con sus manos blanquecinas y huesudas, clavándoseme en el cuello como cuchillos helados. Yo daba vueltas y vueltas en la cama con aquella sensación horrible apoderándose de mí, y no podía escapar de aquel mal sueño, no podía quitármela de la cabeza, quería que Susana se fuera...¡Que se fuera!

-Susana, cálmate. Ya basta por hoy. Seguiremos mañana con el interrogatorio. Muchas gracias. Creo que tu declaración de hoy nos ayudará bastante. Es evidente que tienes acusados problemas mentales. Tendré que aumentar las dosis de medicamentos.-Se oyó la voz de la psiquiatra de la prisión, Mercedes.

-No soy Susana, soy Soledad, ¡Y quiero ver a Miguel!-Gritó la reclusa, esposada y con la mirada perdida.

-Miguel está muerto. Y Soledad también. Tú les mataste hace dos meses. Una noche, cuando volvías a casa después de tomar unas copas, les encontraste en la cama y acabaste con ellos, estrangulándoles.-Aclaró, con autoridad, Mercedes.

-No recuerdo nada.-Dijo la paciente, cabizbaja.

-Mejor.-concluyó la doctora.