Tokio, año 2122
El manto negro de la noche cae con suavidad sobre una de las más grandes urbes
del planeta. Por encima del asfalto, interminables haces de luz fluorescente
viajan sin rumbo como milenarios dragones perdidos en el espacio-tiempo. Las
criaturas de la noche toman el relevo de los seres diurnos que se repliegan a
sus guaridas, deseosos de recargar energías para un nuevo y ajetreado día. Todos
caminan rápido, casi al ritmo de los coches, sin pararse a mirar a nadie, ni
nada en concreto. Andan con la mirada perdida, deseosos de llegar a casa y
olvidar por unas horas el estrés de la ciudad que tanto les absorbe. Los enormes
rascacielos, sin embargo, parecen no cesar nunca su actividad. Aún muestran
espectaculares proyecciones en sus vidrieras, las luces de los millones y
millones de oficinas continúan encendidas cual luciérnagas, y no paran de
recibir visitas de gente trajeada con gesto serio y repetitivo. Cerca de los
rascacielos hay edificios algo más bajos, de viviendas. En la mayoría de ellos,
las luces ya están apagadas hace rato, esperando al nuevo día con angustia y
nerviosismo. Un nuevo día en el que todo volverá a ser igual.
Sin embargo, una luz blanca aparece encendida hacia la parte más alta de uno de
esos edificios de viviendas del centro financiero de la ciudad. Entramos en la
casa, de color predominantemente blanco, decorada de forma muy futurista. A
pesar de que las luces están encendidas, parece deshabitada. No hay ni rastro de
vida humana. La televisión, sin embargo, está encendida. Es un enorme plasma de
cristal transparente donde se muestran con nitidez extrañas escenas de sexo.
Frente a él, un gran sofá reclinable de cuero blanco, como nuevo, que da la
espalda a un mueble del mismo color blanco cargado de libros, adornos y
fotografías... y es una de esas fotos la que llama nuestra atención.
En ella aparece una joven de piel clara y rasgados ojos azules oscuros, con el
pelo castaño, cortado como un chico. No es la típica joven japonesa, pero
enseguida nos cautiva su mirada, tan clara, tan lasciva. El sonido repentino de
la música nos hace volver la cabeza, pero nos damos cuenta de que es el
televisor quien la emite, acompañando las eróticas escenas que muestra. Y
entonces, la oímos a ella. El murmullo viene de una habitación interior.
Caminamos lentamente sobre la moqueta beige, de puntillas para no ser
descubiertos, y miramos por la rendija del dormitorio del que procede el ronco
murmullo. Lo que vemos no deja lugar a dudas.
Tendida sobre la cama, la chica de la foto se retuerce entre las sábanas, en
orgásmicas convulsiones, mientras se acaricia con suavidad sus partes más
íntimas, entregándose al sexo sin más ayuda que la de sus propias manos. Con sus
gemidos de fondo, empiezas a comprenderla.
En realidad puede que no lo esté pasando tan bien, a pesar de todo. Parece vivir
sola en una ciudad en la que parece que nadie se preocupa por nadie, y donde la
forma de entender la vida no podría concebirse hoy día sin los avances
tecnológicos que tanta fama han dado a esta gente de ojos rasgados y monótona
existencia. Pero aún así, es como si ciertas formas de buscar el placer
permanecieran intactas.
El mundo no parece ir tan mal.