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Agridulce reencuentro

en Gays

AGRIDULCE REENCUENTRO

Los primeros encuentros que Pedro tuvo con aquel joven de piel morena varios años menor que él, no fueron más allá de una inocente paja o unos tímidos besos en los labios. La timidez de José, el miedo a ser descubierto, habían hecho que en cada uno de sus encuentros, las prisas y la tensión afloraran, restando importancia al placer y el deseo que a ambos invadía, y contra el que, paradójicamente, luchaban.

Pasaron así varios meses, y constantemente, Pedro hacía balance de su extraña relación con aquel chico. Lo conocía de toda la vida, pues eran vecinos, y desde pequeños, Pedro siempre se había entretenido pegando a José, o haciéndole sufrir de tantas maneras como pasaban por su cabeza. Pero su comportamiento hacia él fue cambiando a medida que José, gracias al trabajo con su padre en el campo, día tras día, se iba convirtiendo en un muchacho tremendamente atractivo, con un cuerpo de escándalo, que ya no atraía a Pedro de forma violenta, sino más bien al contrario. Por aquel entonces, Pedro contaba con diecisiete años, mientras que José acababa de cumplir los catorce.

A pesar de su corta edad, José tenía una musculatura bien definida, producto del duro trabajo al lado de su padre, mientras que Pedro, ya casi completamente desarrollado, no se sentía especialmente orgulloso de su cuerpo.

Tanto era así, que, una tarde que Pedro se encontraba solo en casa, no podía creer que José, que ya había llegado de trabajar, estuviera llamando a su puerta, vestido con la ropa del campo, con un innegable gesto de confusión e impaciencia en el rostro.

Antes de abrirle la puerta, lo miraba a través de la ventana. Desde sus ojos castaño verdosos, a sus labios carnosos, su tez morena por la exposición al sol durante tantas horas, y su figura adolescente y musculosa casi sobresaliendo del mono de trabajo de color azul que llevaba puesto, abrochado con una cremallera al cuello.

Hacía tiempo que no se encontraban, pues Pedro estaba bastante liado con los exámenes del instituto, y José parecía haber olvidado por completo los buenos momentos que habían pasado juntos, años atrás, cuando él solo era un niño que deseaba experimentar con todo lo que tenía a su alrededor.

Por ello, a pesar de las ganas que se apoderaban de Pedro, por otro lado se sentía como un objeto para aquel apuesto adolescente, y no era algo que le gustara, ¿o tal vez sí?

El caso es que, ni corto ni perezoso, sin saber por qué lo hacía, en cuanto José llamó a la puerta una vez, se abalanzó sobre el picaporte, abrió, y al recibir la cegadora luz del sol en el rostro, suavizada por la protección de la cortina de la entrada, se abrazó a José, besándole dulcemente en los labios, mientras José, sorprendido y asustado, le empujaba hacia el interior de la casa, para que la mayor parte de lo que ocurría (y estaba a punto de ocurrir) pasara desapercibido a los nada discretos ojos del vecindario.

José no respondía a los besos apasionados de Pedro, que había empezado a bajar la cremallera del mono de José con una mano, mientras con la otra masajeaba el creciente miembro de su amante, que se percibía con total claridad por encima de la tela del azul mono. Pedro, sorprendido, se dio cuenta de que José no llevaba ropa interior.

José no dejó pasar aquel detalle sin sonreír pícaramente a Pedro, que le miraba, tremendamente excitado, como si él fuese el único capaz de liberarle de las tensiones que tanto estudio le provocaban.

José entendió entonces lo importante que era para Pedro, y se alegró de tenerle a su lado, aún más cuando vio como su más veterano amante se arrodillaba ante él, bajando con los dientes la cremallera del mono, hasta que ésta se topó con un infranqueable obstáculo.

 

Pedro se sorprendió gratamente al ver como el miembro de José se había desarrollado considerablemente desde su último encuentro, llegando ahora a ser incluso mayor que el suyo, lo que en un primer momento lo avergonzó, para luego incitarle a engullir aquel pedazo de carne como nunca lo había hecho con ningún otro.

José se agarraba con sus enormes, morenas y callosas manos de espaldas a la pared, con la cremallera del mono bajada, mientras Pedro, sin sacarle del recibidor de su casa, pasaba una y otra vez su lengua, sus labios humedecidos, los dientes furtivos, por toda la superficie de la olorosa tranca del joven campesino, que empezaba a gemir tímidamente, pidiendo más, entregándose por fin a Pedro, dándole al fin menos importancia a lo que la gente pudiera pensar y decir sobre ellos.

La excitación de Pedro aumentaba gradualmente, mientras mamaba el miembro de José, que no cesaba de gemir, y masajeaba los desnudos y morenos huevos del chico, regalándole unos momentos que nunca antes había vivido al lado de nadie.

Pedro saboreaba la dura y agridulce piel de la parte más íntima de su amante, mientras un agridulce deseo impregnaba todos los poros de su piel. Quería que ese chico le penetrara hasta dejarlo exhausto, pero era tal el goce que sentía con aquel pedazo de José en la boca, que prefirió continuar un buen rato más en esa posición. Ya tendrían tiempo después para otras cosas.

José continuaba gimiendo, presa de los nervios y la excitación, había comenzado a sudar copiosamente. El sudor se deslizaba desde su frente, pasando por su poderoso cuello y sus cincelados torso y vientre, hasta mezclarse con los jugos seminales que comenzaban a embadurnar su durísimo miembro, y pasaban hacia los labios de Pedro, que, agradecido ante tal variedad de sabores, no pudo sino continuar lamiendo, devorando una y otra vez, aquella maravilla.

Pedro fue aminorando gradualmente la velocidad de su lamida hasta que se detuvo. Tras esto, miró a José a los ojos, que le devolvía una mirada de deseo insatisfecho, y asiéndole por los muslos, fue lamiendo todo su cuerpo, sucio por el sudor y la tierra, de abajo hacia arriba, deteniéndose en todos y cada uno de los marcados músculos de José, que de nuevo gemía, ahora con más fuerza.

Pedro se detuvo durante algún tiempo en los erectos pezones de José, saboreando su salado gusto, mientras José se retorcía de placer, temiendo la pronta llegada de un orgasmo. Pedro no le dio importancia, y siguió ascendiendo con la lengua por aquel tremendo paisaje, hasta llegar al poderoso cuello de José, que se entregaba sin el más mínimo reparo a la sesión de caricias más inolvidable de su corta existencia.

Pedro lamió ávidamente el cuello de José, succionando de vez en cuando con sus labios en puntos estratégicos, envolviendo con su húmeda boca la desarrolladísima nuez de su amante, entreteniéndose, deleitándose con cada una de las sorpresas que el formidable cuerpo de aquel chico le ofrecía.

Fue cuando el rostro de Pedro se halló justamente junto al suyo, cuando José sintió un pudor aún mayor que le asfixiaba, alejándole de la confianza y el placer a los que hasta entonces se abandonaba. Pero era tal el calor que sentía, que poco le importó que la lengua de Pedro invadiera su boca, luchando contra su propia lengua, poderosísima, que no parecía amedrentarse.

Mientras con su lengua luchaba en un lugar intermedio entre su boca y la de José, Pedro masajeaba todos y cada uno de los puntos del cuerpo del chico a los que tenía acceso, y notaba como bajo el tacto de sus dedos, oleadas de escalofríos envolvían a su joven amante en una espiral de deseo inacabable.

-José, penétrame, no puedo más. Lo llevo esperando desde la última vez que estuvimos juntos.-dijo Pedro, rompiendo el silencio, mirándole fijamente a los ojos.

 

 

A continuación, y sin saber muy bien lo que hacían, Pedro le cogió de una de sus grandes y fuertes manos, llevándole hacia el sofá más grande que tenían en el salón, y haciendo que se tumbara boca arriba sobre él, para después comenzar de nuevo a masturbar el gran miembro del joven, preparándolo para lo que vendría después.

Mientras con una mano masturbaba la tranca de casi veinticinco centímetros de su amante, con la otra lubricaba su ano como buenamente podía, preparándose también para lo que estaba por llegar.

Acto seguido, y cuando notó que el durísimo miembro de José estaba preparado, le dio tres o cuatro húmedos lametones, para después ponerse en cuclillas sobre el chico tumbado en el sofá.

José no pudo reprimir un visceral gemido al ver como Pedro se introducía su tranca por el ano, reprimiendo en su rostro una mueca de dolor, que se correspondía con la excitación que José sentía más allá de su vientre.

Pedro comenzó a subir y bajar con el miembro de su amante introducido casi por completo en el ano, como si estuviera cabalgando a lomos de un caballo.

Mientras José le penetraba, él se metía uno de sus dedos en la boca, insaciable, como si de otra tranca se tratara. Mientras José le penetraba, él penetraba su boca con el dedo, y a su vez, con la otra mano, masajeaba todos y cada uno de los rincones del fibroso cuerpo de José.

Ahora Pedro era quien sudaba, sintiendo a través de su espalda navajazos de placer y dolor a partes iguales, al ritmo de la penetración del inexperto José, que seguía gimiendo, mientras frotaba contra las paredes del ano de su amante más experimentado el cuarto de metro de tranca que poseía.

Súbitamente, Pedro comenzó a gemir escandalosamente, notando como el esperma luchaba por salir afuera, y a continuación, se corrió sobre el vientre y el rostro de José, que desconcertado, aminoró gradualmente la velocidad de su tranca dentro de Pedro, para después detenerla.

El mayor vio en su rostro una mirada de extrañeza, pero pronto comprendió que José estaba eyaculando dentro de él, pues sintió como si quemaran las paredes de su ano, y tras eso, volvió a mirar fijamente a José, que, esta vez, le devolvía una mirada cómplice y satisfecha, como si él tuviera tantas o más ganas de volver a encontrarle como el propio Pedro, y se las hubiera guardado hasta el mismo momento de su reencuentro.

Así permanecieron un buen rato, José embadurnado de esperma de Pedro por la cara, el pecho, hasta el vientre, y Pedro relajado, con la tranca de José en su interior, exhausta, pues acababa de liberar algo que llevaba tiempo deseando expulsar, precisamente en aquel sitio.

Instantes después, volvieron a los besos y las caricias, sin prisa, sin pausa, deteniéndose de nuevo en cada uno de los recodos más ocultos de sus respectivos cuerpos, hasta que José, risueño, rompió el silencio:

-Todo esto está muy bien, pero...necesito una ducha.-dijo, tras lo cual sonrió a Pedro y le preguntó, deseoso de que su respuesta fuera afirmativa-:

-¿Vienes conmigo? Estamos en tu casa, y no sé dónde está cada cosa, podría caerme...

La picardía que José había alcanzado no pasó desapercibida para Pedro, que sin pensárselo corrió al baño, a preparar las toallas, mientras José, ya en el interior de la bañera, regulaba la temperatura del agua, al mismo tiempo que masturbaba su miembro exhausto, adormilado, que no tardaría en despertar para dar rienda suelta a sus instintos más bajos...

Sin mediar palabra, Pedro se colocó detrás de él, limpiando con su mano los restos de semen que quedaban en su rendida tranca, que, al tacto de sus dedos, pareció dispuesta a un nuevo asalto.

José no pudo reprimir un gemido de desgarrador dolor cuando sintió, mientras el agua helada caía suavemente sobre él, como Pedro le penetraba. No quería hacérselo saber, pero él había deseado también con todas sus fuerzas este momento.

Gimiendo salvajemente, se agarró al grifo, mientras se movía rítmicamente al son que la tranca de Pedro marcaba en sus entrañas, haciendo que éste se retorciera también sublimado por el placer, el deseo, la alegría del reencuentro.

José estaba lejos ya de quejarse por el dolor que aquello le ocasionaba. Ante la atónita mirada de Pedro, gemía entrecortadamente, sin descanso, mientras le pedía más y más a su anfitrión y amante, que, orgulloso, obedecía sus peticiones.

Pedro se encontraba ya muy por encima de cualquier otro mortal. No podría explicarle a nadie la forma en que estaba gozando. Sólo él y José sabían como hacerse disfrutar mutuamente, y deseaban, mientras follaban apasionadamente en la ducha, que nada ni nadie los separase jamás.

Los gemidos cada vez más estridentes de José le hicieron volver a la realidad, y Pedro no pudo reprimir una sonrisa cuando vio al joven agobiado, intentando masturbarse mientras él le penetraba.

Benevolente, le indicó que se volteara, y se agachó para que su rostro quedase a la altura de la húmeda y creciente tranca de José, que le miró sorprendido al ver como Pedro se la metía entre los labios, dispuesto a recibir en su esófago una de sus pavorosas descargas.

Su espera no fue muy larga. Si antes José se había encargado de calentar las entrañas de su amante por detrás, Pedro no tuvo ningún reparo en que José derramara una nueva dosis de esperma en su cuerpo, Abrió la boca, preparado para recibirle, pero allí no había espacio suficiente. José se corrió sobre la cara de Pedro, que se restregaba el semen con las manos, para luego llevárselo a la boca, y compartirlo allí con los labios de un ya completamente desinhibido José.

Seguían besándose, encontrando sus lenguas, tocando sus cuerpos palpitantes y excitados, alejados de todo, cuando, autoritario, Pedro, dijo:

-Es mi turno, José.-Al oír esto, José sintió un nudo en la garganta. Con todo su deseo ya satisfecho, pensó inmediatamente en irse y dejar a Pedro con las ganas, pero pensó que no lo estaba pasando nada mal, y que Pedro merecía una buena recompensa por sus esfuerzos. Así que se puso bajo el chorro de agua de la ducha, humedeció sus manos, y cuando se disponía a lubricar su ano con ellas, notó precisamente ahí una extraña humedad, cuyo origen por completo desconocía.

Miró por encima del hombro, y se sorprendió, con una mezcla de felicidad y repugnancia, al ver como Pedro introducía repetidamente su lengua por su moreno e imberbe orificio anal, lubricándolo de forma sobresaliente.

Tal era el deseo que aquel desconcertante momento le provocaba, que notó como su tranca comenzaba de nuevo a endurecerse, y cuando se disponía a masturbarse otra vez, aquel húmedo y peculiar masaje cesó, dando paso a otra sensación diferente.

Al fin, Pedro le estaba penetrando. Lo hacía suavemente, sin prisa, mientras acariciaba sus glúteos duros como piedras, sus testículos no menos duros, la zona entre el ano y los testículos, que excitaba enormemente a José...

Luego fue aumentando gradualmente la velocidad de su acometida, al tiempo que masajeaba, ahora con furia, la escultural espalda y los testículos enormes de su joven amante, que ya estaba de nuevo excitadísimo, gimiendo de forma estremecedora, mientras Pedro le enculaba cada vez más deprisa.

José estaba a punto de eyacular de nuevo, sin apenas tocarse, cuando notó, una vez más que la velocidad de Pedro disminuía. Tras esto, notó como las manos de Pedro bajaban entre sus piernas para masturbarle, y de un golpe, ponerle de pie sobre el borde de la bañera, en vilo, al tiempo que volvía a acelerar de forma vertiginosa.

Gritando por la mezcla de dolor y placer, José descargo de nuevo su tranca, ahora sobre la pared de la bañera, mientras Pedro seguía penetrándole en vilo, mordiendo su espalda, su cuello, agarrando fuertemente sus piernas.

 

El ritmo era ya imposible de seguir cuando el mayor exclamó de forma sobrecogedora cuatro o cinco veces seguidas, al tiempo que penetraba a José, quien notó como su interior ardía como nunca, al paso de la leche hirviente de Pedro, que, debido a la postura, goteaba de forma viscosa del trasero enrojecido y dilatado de José.

Pedro bajó al joven, poniéndole a su misma altura, mirándole con dulzura, para luego besarle apasionadamente en los labios, mordisqueándole, acariciando su cuello, sus músculos, sin que José mostrara ningún tipo de rechazo. El joven acariciaba con su lengua la de su amante, abrazándole con cariño, como si siempre hubiera esperado que lo que habían pasado juntos hubiese ocurrido antes.

Fue así como después se tumbaron en el lecho de la bañera, para después abrir el grifo, y entregarse de manera sutil, delicada, pero no menos caliente, a una nueva sesión de caricias, mientras lavaban sus cuerpos sudorosos, calientes, sucios, agridulces.

Un ruido extraño les despertó, obligándoles a deshacer, temerosos, su furtivo abrazo. Pedro susurró a José que se tranquilizara, que nada iba a ocurrirles, aunque él tampoco estaba nada seguro de lo que iba a pasarles.

Ninguno pudo reprimir su sorpresa al contemplar como dos figuras masculinas, que ambos conocían perfectamente, entraron sonriendo en el baño, despojándose de toda vestimenta, abrazándose, besándose, dispuestos a pasar una inolvidable tarde de sexo.

Eran Patricio y Jesús, los padres de Pedro y José.