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Donde dije digo, digo Diego (2)

en Gays

Las imágenes de la noche pasaban como diapositivas a toda velocidad por mi cabeza, y siempre llegaban al punto en que le había visto sobarse el paquete por segunda vez, y volvían a lo que ahora sucedía en la cabina de su camión desvencijado. Excitado, emocionado, y muy caliente, acerté a murmurar:

-Diego… yo… no… no sé…

-¿Qué…?- me preguntó en un jadeo, desarmándome por completo, y añadió: ¿Me la vas a comer o no?

Al oirle decir eso un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Desde las puntas de mi cabello castaño y rizado, a mis patillas, mi cara aniñada de ojos avellana y labios carnosos, pasando por mi cuerpo robusto y mi bragueta, llegándome hasta los dedos de los pies. Estaba confundido por la situación, pero al mismo tiempo, me apetecía mucho pasar con él un buen rato. Hacía meses que le tenía ganas. Muchas ganas. Y nada iba a impedir que me aprovechara del momento, auque después me arrepintiera. Lo que sí tenía claro es que no iba a comerle la polla en un camión parado a la puerta de mi casa, con las farolas de la calle siendo testigas de nuestra aventura. Así que, trangando saliva, y con la polla palpitando bajo mi pantalón, le dije:

-Vamos a un sitio más tranquilo, ¿no?

Pareció molestarse, pero yo no pensaba arriesgarme a que cualquier vecina cotilla me viera practicándole sexo oral a un tío a esas horas de la madrugada en una calle que pronto empezaría a llenarse de gente. No lo hacía por mí. No quería darles quebraderos de cabeza a mis padres. Me apetecía enrollarme con Diego, pero no sería allí, eso estaba claro. Le miré inquisitivamente, y por fin, arrancó el camión con suavidad y se alejó de allí, hacia el campo. Detrás de mi casa están construyendo una urbanización nueva, y a nadie le extrañaría ver por allí un camión aparcado entre las obras y los montones de escombros. Se adentró en los caminos sin asfaltar y se alejó de la zona de obras, hacia una arboleda natural que aún se conservaba, pero que pronto quedaría en el olvido cuando un nuevo centro comercial ocupara aquel terreno. Al fin, apagó el motor, quedándonos en silencio bajo el cielo encapotado, que empezaba a aclararse. Le miré de arriba a abajo, con la débil luz de la Luna como única ayuda, y reparé en que no se había molestado en subirse la cremallera del pantalón. Sonriendo, y algo más tranquilo, le dije:

-Sí que tienes ganas, Dieguito.

-¿Y tú?-preguntó, cínicamente. Y me pasó la mano derecha por los hombros, acariciándome el cuello con la callosa palma. Aquello me relajaba enormemente. Me alegró que Diego no tuviera prisa y se molestara en hacer que me sintiera cómodo. Poco a poco, noté como me acariciaba la nuca y el pelo con más fuerza, y comprendí lo que intentaba hacer, sin oponer resistencia. Me dejé llevar por su mano hasta que mi cara estuvo a escasos milímetros de su bragueta entreabierta, y aprovechando que bajaba la guardia, olfateé su polla flácida, que despedía un fuerte olor a orín. Sí que era cierto que no había tenido mucho tiempo de ducharse, pero el olor no era para nada desagradable; me inundaba las fosas nasales suavemente, excitándome más y más, y decidí seguir adelante. Deslicé mi mano derecha por la penumbra y le agarré la polla, con suavidad, para acercármela a la nariz mejor y olerla bien, aspirar aquella peculiar fragancia que tanto me atraía. A continuación, comencé de nuevo a masturbarle, esta vez con más soltura y libertad, y noté que volvía a posar su mano sobre mi cabeza, a acariciarme los ensortijados rizos de la nuca, mientras gemía con disimulo. No le hice esperar más. Saqué la lengua y empecé a pasar la punta por la piel que recubría el glande, saboreándola despacio, para luego ir introduciéndomela poco a poco en la boca, impregnándola de mi saliva hasta la base, y sacarla de un golpe. Oí que refunfuñaba, y con delicadeza, seguí masturbándole, mientras sus gemidos comenzaban a hacerse más sonoros.

-Sigue así, lo estás haciendo muy bien, Pedrito.- me animó, susurrante.

Apreté mi mano derecha con fuerza mientras seguía pajeándole, notando cómo se le marcaban las venas del cipote con la palma de la mano, y viendo bajo la tenue luz nocturna cómo su polla crecía inexorablemente. Ya estaba muy dura y debía alcanzar unos 20 centímetros cuando paré de masturbarle y tiré delicadamente hacia debajo de la piel que recubría el capullo, haciéndole gemir de nuevo. Decidido, acerqué mis labios de nuevo y saqué la lengua, repitiendo los movimientos del principio. Sin embargo, esta vez, algo llamó mi atención. Bajo la piel había notado una textura extraña, y como no estaba seguro de qué era, le pedí que encendiera la luz, algo desconcertado. Así lo hizo, y no pude reprimir un gesto de repulsa al ver una densa capa de requesón recubriendo la parte baja del capullo. No le había soltado la polla, que seguía abrazando con mi mano derecha, y veía cómo entre los pliegues de piel que sujetaba entre mis dedos había restos de esa misma sustancia. Le miré, extrañado, y me devolvió una expresión inquisitiva, dándome a entender que aquello no tenía por qué ser un obstáculo. Yo no estaba de acuerdo, e imagino que pudo verlo en mi cara, pero empezó a acariciarme de nuevo el cuello y noté cómo me derretía entre sus manos, entre náuseas, para volver a lamer con cautela su enorme y sucio capullo rosado. Pareció cansarse de tanta formalidad, y me apretó de nuevo en la nuca, haciendo que su polla descapullada entrara lentamente entre mis labios, clavándose poco a poco en mi paladar. El sabor era demasiado fuerte, y sentía ganas de vomitar, pero al mismo tiempo, su mano me empujaba más y más abajo, mientras me follaba la boca con decisión, y aquello me excitaba muchísimo. Entre arcadas, continué comiéndome aquel cipotón durante un buen rato hasta que no pude más y vomité un poco sobre su pantalón, aún abrochado.

-¿Qué has hecho? ¡Mi padre me va a matar!- me dijo, susurrando furioso, y retirándose.

Le miré bajo la enigmática luz del camión, con una disculpa en la mirada, y relamiéndome los labios, avergonzado.

-¡Mira cómo has puesto todo!- gritó, furioso, como si mi gráfica disculpa no hubiera servido de nada, y, a continuación, me pegó dos hostias. Me sentí humillado, dolorido, pero al mismo tiempo estaba arrepentido, indefenso, y me sentía tan atado a él que no podía irme de allí.

-Lo siento.- murmuré, mientras Diego limpiaba como podía la tapicería del camión y su pantalón. No parecía escucharme. Insistí: -He dicho que lo siento, Diego.

-No importa, perdona que te haya pegado. No sé si esto ha sido una buena idea.-dijo.

-No he vomitado a drede, Diego.

-Ya lo sé, no me refiero a eso. Me refiero a nosotros.

En aquel momento me sentí peor que unos instantes antes, cuando me pegó. Me sentía mal por haber vomitado, y no me había gustado que me hubiese pegado, pero me hubiera gustado menos aún que mi noche con Diego acabara así. Intenté calmarle:

-Tranquilo, no diré nada de esto a nadie. No tienes por qué preocuparte. Ambos sabemos a lo que hemos venido aquí, y no vamos a dejar que una tontería nos estropee la noche, ¿o sí?

Diego pareció dudar un momento, pero luego sonrió y se recostó en el asiento tras haberse quitado la camiseta, desabrochándose los pantalones y bajándoselos hasta las rodillas. No pude ocultar mi sorpresa al contemplarle en aquella postura frente a mí, meneándose su enorme polla con violencia, preparándola de nuevo, mientras se sobaba las pelotas con la otra mano. Me quedé mirándole unos instantes de arriba abajo. Reparé en su rostro, concentrado, mordiéndose los labios para no gemir, y bajé con los ojos por su torso definido y bronceado, hasta la mata de pelo negro que rodeaba su cipote. Después, mi mirada siguió el movimiento de su mano derecha desde la base hasta el capullo, y se detuvo al mismo tiempo que la mano lo hizo. Diego se bajó de nuevo la piel del capullo, y pude ver con claridad cómo un denso y caliente líquido preseminal había comenzado a brotar por el cráter de aquella maravilla de la naturaleza. Como poseído por la excitación, y sin esperar a que él siguiera dándome instrucciones, olvidé el mal rato que habíamos pasado y comencé a lamerle los huevos, duros, peludos, rugosos, con un sabor fuerte que me anestesiaba el paladar. Los golpeé con la lengua repetidas veces, mientras él seguía pajeándose, gimiendo, pidiéndome más.

-Sigue… oh… sigue… sí… mmm…- murmuraba, dejándose poseer por las mismas fuerzas que me habían invadido a mí instantes antes.

Seguí un buen rato comiéndole los huevos, hozando entre ellos con la nariz, restregando mi cara en ellos impregnándome de su olor, de su sabor…, y en medio de aquel frenesí lancé una dentellada furtiva a uno de ellos, lo que hizo que Diego se retorciera en oleadas de placer, mientras seguía masturbándose.

-Cabrón, Me has hecho daño… mmm… oh… no pares… sigue… sí… así…-jadeaba, con su voz ronca y varonil.

Le tenía a mi merced. Dejé de trabajarle los bajos, y subí de nuevo hacia su polla, lamiéndola desde la base hasta la punta. Se sujetaba recta casi sin ayuda. Diego había parado de masturbarse momentáneamente y aproveché para volver a comérsela unos instantes, saboreando el líquido preseminal que chorreaba por todas partes, impregnándolo todo de su lujuriosa tibieza. Lo paladeé, mezclado con el requesón que arrastraba a su paso, y me incorporé, con los labios embadurnados de aquella mezcla repugnante y apetitosa a partes iguales. Había estado comiéndole la polla a cuatro patas sobre el largo asiento delantero del camión, y ahora reptaba encima de él, intentando acercarme a su cara. Se dio cuenta y me ayudó, tirando de mí por la cintura del pantalón, y en cuestión de segundos estábamos morreándonos desenfrenadamente, compartiendo sin pudor el asqueroso contenido de mi boca. Me sorprendió mucho que no se opusiera a morrearme, porque no era el primer hetero con el que me enrollaba y no todos aceptaban tan de buen grado morrearse con otro tío. Nunca olvidaré aquellos besos, ni lo que me dijo cuando separamos nuestros labios, dejando que oliera su indescriptible aliento:

-¿Qué haces todavía vestido?