miprimita.com

Azul deseo

en Gays

Azul deseo

Pedro caminaba lentamente por la calle, dejando que la fina lluvia refrescara su piel, agobiada, acalorada por la temperatura a la que había estado sometida horas antes. Sus oídos, al fin se liberaban del cacofónico ruido que los poseía desde que había entrado en aquel local. Y al fin, su estómago descansaba, después de haber sido forzado a ingerir líquidos de las más impensables formas y colores. Mientras andaba, recordaba los buenos momentos que había pasado aquella misma noche, y el disgusto que tuvo después, al ver como su único y verdadero amor se abrazaba apasionadamente con un conocido de ambos, que tiraba de él hacia la pared de la discoteca, intentando ocultarle. Convencido, pensó Pedro, y orgulloso, de que él les estuviera mirando, de que su corazón se estuviera despedazando como el hielo, mientras el fuego quemaba sus pieles.

Pero todo quedaba lejos ahora que la paz y la calma abrazaban a Pedro, regalándole aquellas refrescantes gotas, que tanto agradeció al llegar a la puerta de casa. Intentando impedir que las lágrimas resbalaran por sus mejillas como instantes antes lo hacía el líquido elemento, subió las escasas escaleras hacia el ascensor, y entró despacio. Después, tecleó la clave que le llevaría a la cama, ayudándole a escapar de todo lo que en ese momento abrumaba su mente.

Y al entrar en casa, se sintió mejor. Triste, pero protegido. Mejor. Se encaminó hacia su dormitorio, pero un extraño murmullo llamó su atención en el salón. Fue hacia allí y al abrir la puerta, vio como una tenue luz azulada procedente del televisor lo envolvía todo. Se acercó para apagarlo, pues pensó que no era nada extraño que alguno de sus compañeros lo hubiera dejado encendido, y al acercarse, mirando de reojo al sofá, descubrió la imponente silueta de Alberto, que yacía dormitando allí. Bajo la luz azul que llenaba el salón, su aspecto era bastante extraño, pero, como siempre, Pedro no pudo dejar de mirarle. Parecía tan tranquilo, tan despreocupado. Él venía de la calle con un torbellino de sensaciones ahogándole por dentro, y Alberto estaba allí, descansando ajeno a todo. Le gustaría ser como él. Y le gustaba él.

Aún no se había atrevido a decirle nada, pero hacía varios meses que no podía dejar de pensar en él, que cada vez que le veía sentía su corazón palpitar de forma especial. Pero no le había dicho nada. No quería que aquella historia estropease su relación, ni la historia de Alberto con el otro chico con el que ambos vivían, Jacinto, a quien les unía una gran amistad. Pero aquella noche, Pedro lo había pasado fatal, y necesitaba un poco de apoyo, ánimo.

Desgraciadamente, Alberto seguía durmiendo, y roncando, impasible. Pedro no quería despertarle, así que se limitó a sentarse frente a él, con las piernas cruzadas como si estuviera meditando, mientras le observaba plácidamente, con una absurda expresión de felicidad y admiración en el rostro. No sabía por qué hacía aquello. Tal vez fuera la influencia de aquella cegadora y envolvente luz azul, pero se sentía atado a Alberto entonces, mientras él permanecía ajeno a todo, cubierto por una manta rayada.

En aquel momento, Pedro sintió que la curiosidad podía con él, y acercó su mano izquierda lentamente al borde de la manta que cubría el pecho de Alberto, tirando después de ella hacia abajo. No lo hizo nada mal, pues Alberto apenas respiró. Pedro sentía un nudo en la garganta mientras descubría aquel preciado tesoro poco a poco, como si fuera un regalo deseado que no quisiera desenvolver, para que siempre estuviera intacto. Vio, con desazón, al dejar la manta a los pies de su amigo, que Alberto había previsto que sería una fría noche, y estaba bien abrigado con un pijama de felpa, que bajo el influjo de la luz azul adquiría una textura muy llamativa.

Pero hubo algo que llamó mucho más la atención de Pedro. Abajo, en el pantalón, Alberto presentaba un bulto de considerables dimensiones donde debía guardar su mejor secreto.

Desde que estaban viviendo juntos, y Pedro había expuesto con sinceridad ante sus amigos su verdadera condición sexual, y los verdaderos sentimientos que ocupaban su corazón, ellos se cuidaban de andar en ropa interior o más provocativos de la cuenta cuando Pedro andaba cerca. Y no era por maltratarle. Especialmente Alberto, que era un joven deportista y llamativo, no quería que Pedro lo pasara mal, pues era consciente de su atractivo.

Pedro se lo tomaba a broma, pero pensaba en una ocasión en la que de verdad pudiera demostrarle lo atractivo que le resultaba. Jacinto, desde que, hacía unos años, había tenido un affair pasajero con Pedro, era algo más permisivo.

Y más le valía. Pese a la gran amistad que les unía, Pedro no toleraba ciertas cosas, y podría utilizar aquello que sabía de Jacinto en su contra, siempre que lo creyese necesario.

Pero eso ni Alberto ni Jacinto lo sabían.

Y Alberto estaba tan callado, tan dormido. Y era tan atractivo...

En un instante, Pedro acariciaba sobre el pantalón el miembro de su amigo, calibrando las dimensiones que podría alcanzar. La excitación comenzaba a apoderarse de él, mientras recibía como única respuesta la respiración entrecortada del reparador sueño de Alberto. Notaba como, lentamente, aquel íntimo recodo de su amigo crecía y crecía, haciéndole desearle más y más, en silencio, sin que él se diera cuenta. Ahora que la manta ya no lo cubría, no pareció sentir el más mínimo frío, debido tal vez al erótico masaje que Pedro realizaba en aquella zona prohibida para él. Con delicadeza, Pedro, que había decidido que era el momento de pasar a la acción, bajó lentamente el pantalón de Alberto, ante la nula reacción de este, percibiendo a través de la tela del calzoncillo el olor característico del joven, que se intensificaba en aquella zona. Y se acercó para tenerle más cerca. Y se acercó un poquito más. Y cuando ya, decidido, acercó sus labios hacia aquel tesoro que resplandecía a través del calzoncillo, dispuesto a saborearlo con sutileza, Alberto despertó.

Le miró, y con la voz entrecortada, susurrante, le dijo:

-No te atrevas a dejarlo ahora.- A lo que Pedro respondió, ni corto ni perezoso, abandonando el sigilo y el temor ante lo que pudiera pasar:

-De haberlo sabido, lo hubiera hecho mucho antes.- Alberto le miró, risueño y somnoliento, y acariciando lentamente su miembro medio erecto, mientras bajaba su calzoncillo, finalizó, dejándose llevar por el deseo:

-Nunca preguntaste, y ahora no es el momento de que lo hagas.