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Los brazos de Odín

en Gays

LOS BRAZOS DE ODÍN

Nunca pude imaginar que en aquel sitio lo pasaría tan bien. Estaba de visita en Madrid, pues tengo familia allí, y me alojaba en casa de mis tíos, que no estaban allí entonces. Me acompañaban mi primo, mi prima, el novio de ésta y una de las perras de la familia (un cánido, no una perra bípeda, de las que tanto abundan en mi familia).

Aquella tarde de sábado estival, el calor en la capital era insoportable, y lo que más me apetecía era que llegase pronto la noche para que mi primo y yo pudiéramos echarnos a la calle y darnos una vuelta por aquel paraíso gay llamado Chueca.

No tardó mucho en anochecer. Nos duchamos, nos cambiamos de ropa, y abandonamos en casa a mi prima y a su pareja, (que dicho sea de paso, con sus miradas, agradecieron inmensamente nuestra salida).

Yo iba vestido con un pantalón ancho de color verde caqui con cordones colgando y piezas de camuflaje, y una camiseta ligeramente entallada también en color caqui, algo más oscura que el pantalón, que se ceñía contra mis marcados y bronceados pectorales. Aunque estaba recién duchado, el enrojecimiento de mi piel, debido a mi excesiva exposición al sol los días anteriores al viaje, hizo que pronto empezara a sentirme de nuevo acalorado, sensación que iría aumentando según fuera avanzando la noche.

Estuvimos un rato por los locales de la zona de Chueca, tomando unas copas, bailando tímidamente, admirando a los esculturales chicos que pasaban a nuestro alrededor, reservándonos para lo que aún estaba por llegar, cuando, por fin, mi primo propuso que fuésemos a Cool.

Y supe, cuando entramos a aquella discoteca, que el nombre le venía como anillo al dedo. La entrada era espectacular, con ojos de buey con iluminación de neones azules, y grandes escalones por los que, cada fin de semana, desfilaban la flor y la nata de las mariquitas de la capital en todas sus variantes: travestis, maricachas y musculocas descamisadas, y demás fauna amenazada, que daban a aquel idílico lugar un toque pintoresco a la par que indómito y salvaje, haciendo la mezcla verdaderamente apasionante, con ayuda de música house de última hornada, y los mejores adelantos tecnológicos en materia de entretenimiento y performance.

Supe también que aquella sería nuestra noche, pero no lo tuve completamente claro hasta que entré, por una de las puertas de los reservados, hacia la inmensa pista central de la sala, donde, al ritmo de los decibelios tribales, se dejaba llevar una inmensa multitud de cuerpos apolíneos, interrumpidos de vez en cuando por alguna que otra víbora desesperada, en su intento por perpetuar su especie descastada, que, en aquel edén de cuerpos semidesnudos y musculosos, era algo insignificante.

Miguel, mi primo, me llamó desde la barra de uno de los reservados para preguntarme qué quería tomar, y, sin dejar de mirar a los gogós cybercowboys que bailaban en las plataformas, respondí:

-Una cola con ron estará bien.-No sabía yo que esa noche me iba a hartar de cola. Mi primo asintió, y al momento, volvió con las copas, para dar comienzo juntos a nuestro numerito erótico-festivo de todos los fines de semana.

Bailamos durante un buen rato, pero me cansé pronto de aquel monótono ronroneo intergaláctico, y propuse que fuésemos a un lugar más tranquilo. Miguel me comentó que, en la planta de arriba de la sala, la música era, al menos, reconocible, y sin titubeos, nos dirigimos hacia allí, sin saber que poco tiempo después no desearíamos para nada volver a bajar...

Al momento de entrar, contoneándonos, entre la multitud de imberbes esculturales, que pululaban por aquel remanso de relativa paz, en medio del caos que el house había provocado en nuestras cabezas, nos abandonamos al ritmo de Beyoncé, mirando a nuestro alrededor, mientras acabábamos azorados nuestras copas, para poder así bailar con mayor dedicación cuanto antes.

Y entonces nos miramos. A mi derecha, entre la gente, apoyado en una de las columnas que sustentaban aquel coqueto y vanguardista espacio, un joven rubio, con ojos grises y un cuerpo de los que ya no se estilan, me miraba de arriba abajo, sin pudor, a lo que yo respondí sonriendo pícaramente y volviendo a concentrarme en mis movimientos, para que no dejaran de resultarle atractivos.

Sentí como una leve ráfaga de aire frío, y al volverme par ver de dónde provenía, tenía frente a mí a aquel enigmático joven. Tenía las facciones angulosas, duras, e iba vestido con una camiseta roja ajustada y un pantalón blanco, con gran cantidad de bolsillos, de los que colgaban extrañas cintas negras. Era de mi estilo, como habría dicho mi primo, de no haber estado, ya a esas alturas, dándose el lote con un morenazo de infarto contra la pared acristalada de aquella otra sala en la que nos encontrábamos. Aquella fue la última vez que lo vi en toda la noche.

Supongo que se perdería entre la gente, y se iría, tras echar un polvo con Manu, como me dijo que se llamaba el moreno, a dormir a casa. Cuando llegué yo en el taxi, mi primo ya llevaba muchas horas acostado, pero eso vino después...

Allí, estaba yo, en un sitio que no conocía, con un impresionante chulazo a un lado, con el corazón en la garganta, hasta que, sin mediar palabra, mi garganta la ocupó otra cosa.

Aquel rubio impresionante comenzó a besarme apasionadamente con sus carnosos labios, su lengua, sin darme apenas tiempo de reaccionar, mientras me acercaba hacia él. Era ligeramente más alto que yo, y sentía, a través de la blancura de su pantalón, como un considerable bulto se aproximaba a mí cada vez más, frotándose contra mi vientre, mientras no cesaba de besarme con aquellos labios tan deliciosos.

Comencé a actuar. Disimuladamente, le ofrecí mi lengua, mientras yo trabajaba la suya, intercambiando fluidos para saciar nuestra sed. Pareció gustarle, pues, con sus manos, apretó mi cara hacia la suya, al tiempo que seguía frotando su enorme bulto contra el mío, que empezaba a despertar, deseoso de unirse a aquella fiesta.

Con el rabillo del ojo, vi que en la zona de la izquierda había unas mesas con sillones para sentarse. Me retiré un poco de él, y le señalé mi hallazgo. Bajo la luz de los focos pude ver una sonrisa maliciosa en su rostro, para luego sentir como me tomaba por la cintura y me volvía a meter la lengua hasta la garganta. Luego, noté como me empujaba, sin sacar su lengua de mi boca ni un milímetro, hacia la zona de los sofás, y me tumbaba boca arriba en uno de ellos, ajeno a todo el mundo, que parecía igualmente ajeno a lo que nosotros estábamos haciendo.

Acto seguido, se tumbó sobre mí, dejando que percibiera a través de su ajustadísima camiseta todos y cada uno de sus durísimos músculos, pero algo aún más duro, un poquito más abajo, llamaba más mi atención. Le hice que se levantara, y le pedí que cerrara la puerta del reservado. No pareció entenderme, pues se encogió de hombros, así que fui yo quien se levantó, para ocultar a las miradas indiscretas lo que estaba a punto de suceder.

Cuando volvía para sentarme de nuevo en el sofá, vi, boquiabierto, cómo se masturbaba. Había liberado su enorme polla y la masajeaba una y otra vez con sus manos, preparándola para mí. Luego me hizo un gesto para que me acercara y obedecí. Aún en pie, comencé a masajear sus blancas y enormes pelotas, mientras él abría la boca para gemir. Nada pude oír, pero el imaginarlo hacía la situación más interesante. Aún no había tenido oportunidad de escuchar su voz, no sabía ni cómo se llamaba, ni de dónde era, y allí estaba yo, tocándole las pelotas como si fuera lo último que hiciera en la vida.

Tiró de mi brazo, obligándome a agacharme, quedando mi boca a la altura de la suya, para después morrearme con pasión durante unos instantes. Yo empezaba a calentarme demasiado, y opté por quitarme la camiseta. Cuando vio que me desvestía, hizo lo mismo, para después tomarme por la espalda y acercarme hacia él, que comenzó a lamer mis pezones mientras su polla, aún morcillona, se balanceaba de un lado a otro con su enorme y rosado glande mirando hacia arriba.

Él estaba ya completamente desnudo, sentado en el blanco sofá del reservado, lamiendo mis pezones, mi pecho, los músculos de mi vientre, calentándome cada vez más, mientras yo, en pie, aún con los pantalones puestos, masajeaba sus huevos y su polla hasta donde aquella postura me dejaba alcanzar.

A continuación, se levantó, apartando mi mano de su aparato, para arrodillarse ante mí y quedarse agarrado a la parte trasera de mis muslos, con la cabeza apoyada lateralmente en mi bragueta, como escuchando los latidos de mi polla, que luchaba por salir de allí y explotar.

Lo primero no tardó en suceder. Con una de sus manos, mi desconocido amante bajó la cremallera, mientras con la otra buscó, no por mucho tiempo, mi polla dentro del pantalón. Salió como un matasuegras, dándole en la barbilla un golpe seco, que le hizo sonreír y mirarme a los ojos. En un momento, la engulló toda, haciendo que yo me retorciera del placer, a punto de caerme. Amortigüé la caída apoyándome a su enorme espalda, mientras el comenzaba a hacerme una mamada de campeonato, metiendo y sacando mi polla entera de su boca una y otra vez.

Mientras chupaba mi polla, que en aquel momento medía alrededor de diecinueve centímetros, me miraba a los ojos, desde donde yo le devolvía una mirada de complicidad, de deseo, dándole a entender que lo que hacía me resultaba indescriptiblemente placentero. Pareció ver eso mismo en mis ojos, pues comenzó a engullir mi polla más y más deprisa, haciéndola crecer hasta sus máximos veintidós centímetros. Se sorprendió gratamente, la sacó de su boca, y comenzo a lamer con la lengua el orificio del glande, toda la circunferencia, haciéndome retorcer de escalofríos, gemir sin cesar, a la vez que pasaba mis manos por su enorme e inmaculada espalda.

Seguía chupando la parte superior de mi tranca, y luego comenzó a bajar con su lengua por toda su longitud, hasta la base. Pareció titubear antes de engullir alternativamente uno y otro de mis testículos, duros como piedras y recubiertos de vello relativamente abundante.

Mi rubio había comenzado a sudar ligeramente, y yo sentía dentro de mí un calor que no podía sofocar. Mientras me la chupaba, bajé por completo mis pantalones al suelo, sintiéndome al fin algo más libre y fresco (al menos, fresco por fuera).

Vio que los pantalones reposaban en los tobillos, sobre los zapatos, y cesó de chupármela como lo estaba haciendo, para, delicadamente, hacer que me sentara y quitarme los zapatos y los finos calcetines que llevaba, dejando caer también los pantalones.

Con la sorpresa en mi rostro, y el placer recorriendo en salvajes oleadas cada palmo de mi cuerpo, musculoso e irritado por el calor, observé como me lamía los pies, primero con su lengua rosada y enorme, cada uno de mis dedos, la planta, el empeine,...para luego introducirse uno de ellos casi entero en la boca. El desconcierto se apoderaba de mí. Aquel ario maravilloso pareció advertirlo, pues, mientras ávidamente devoraba mi pie izquierdo, con su brazo subió hasta mi polla, y comenzó a masturbarme, apoderándose por completo de mí, extendiendo su hechizo por todos los poros de mi piel, dejando mi polla a punto de explotar, y mi pie, anestesiado por aquel extraño masaje.

Estaba a punto de correrme, cuando aquel maravilloso cuerpo se levantó, liberando mis pies y mi polla, para masturbarse sobre mí, que me entregaba, tumbado boca arriba en el sofá, a aquel amo tan maravilloso que acababa de encontrar.

Entonces, mirándome fijamente, abrió sus labios para decir parte de lo poco que diría en toda la noche, mientras se masturbaba con suavidad...:

-Ayuda a Olaf.

Y no tuvo que pedírmelo más. Rendido a sus encantos, me arrodillé ante él, metiendo su descomunal salchicha alemana hasta mi garganta, apretándola con las paredes de mi esófago, intentando exprimirla allí donde ni una gota de su maravilloso líquido pudiera desperdiciarse.

Sus enormes manos me cogieron por los lados de la cabeza, controlando el ritmo de la mamada que le hacía, incluso haciéndome daño por donde me sujetaba, y también en la garganta, donde un tremendo dolor se unía al placer de una sensación pocas veces experimentada anteriormente.

Seguía mirándole fijamente a sus ojos, grises como el frío acero, que ahora expresaban autoridad, dominación, pues me tenía arrodillado ante su escultural cuerpo de deidad nórdica con sus casi treinta centímetros de tranca dentro de mí, que apenas me permitían respirar, que dejaban que la vida se me fuera, convirtiéndome en un espíritu libre y feliz a merced de aquel nuevo Dios.

Evidentemente, no quería que me llenase de leche por la boca. Para eso ya desayunaba yo cacao en polvo todas las mañanas. Así que, para hacerle ver que no tenía intención alguna de ser su esclavo (al menos de momento), saqué suavemente su polla de mi garganta, quedando dentro de mi boca su glande rosado y gigantesco. A continuación, roce aquel caramelo amoratado con mis dientes, haciendo que su mirada se enfureciera, para después abofetearme la cara.

Yo no entendí por qué me había pegado, pero ya me importaba bien poco. Me incorporé, y lo cogí suavemente por el cuello, acercando mis labios al lóbulo de su oreja derecha, donde mordí con dulzura, para luego pasar la lengua varias veces seguidas. Sospechosamente, eran las orejas de aquel monumento la única parte de su cuerpo que aún permanecían algo frías.

Sin dudarlo, me dediqué durante unos minutos a lamer sus orejas, sus lóbulos, sumergiendo a Olaf en una atmósfera de caricias deliciosas, tan deliciosas como el sabor de su blanca piel, haciendo que temblara, se retorciera, y deseara más y más de mí. Pero yo aún no me había saciado, así que, ni corto ni perezoso, me volteé, dándole la espalda, ofreciéndole mi culo duro y perfecto, para que lo cuidara como yo había cuidado todos y cada uno de los recodos de su divina estructura.

Una mínima ráfaga de aire fresco me envolvió, y supuse que Olaf se había movido, algo de lo que no tuve pleno convencimiento hasta que noté cómo introducía uno de sus grandes dedos, mojado en abundancia, por mi culo, tenso y duro como el gris acero de sus ojos.

Luego noté algo más húmedo y viscoso, y sonreí al verle lamer aquel agujero delicioso como si fuera un maná de inagotable placer y exquisito sabor.

Entregado al beso negro, cerré los ojos, y eché a volar, pero no en cualquier aeronave, sino en un avión militar, bien armado de artillería, preparado para cualquier tipo de batalla. Y una explosión me rodeó al notar como entraba en mí la tranca de Olaf, tan dura como el diamante, e igual de preciosa para mí.

Me hizo estremecer, dar un traspiés hacia delante, para luego permitirme apoyarme en el respaldo del sofá mientras me follaba con suavidad, sin prisa, acariciando mis glúteos, que nunca antes se habían tragado algo tan rico, arañándolos sutilmente, entregándome a los brazos de Odín...

Sin mediar palabra (de hecho no medió más de cinco en toda la noche) empezó a acelerar, haciéndome gritar de dolor, y desear a la vez que me partiera en dos con su espada medieval, para después parar por completo y sentarse frente a mí en otro de los sofás.

Y llegados a este punto, fue cuando volvió a hablar por segunda vez:

-Siéntate con Olaf.

Y yo, como la vez anterior, obedecí ceremoniosamente. Pero cuál fue mi sorpresa al ver cómo me cogía de una mano y me levantaba de su lado, para dirigirme hacia otro asiento que yo no esperaba en absoluto, pero llevaba deseando toda la noche.

Me sentó sobre su enorme polla, y yo sentía que me descuartizaba con aquella cosa, pero pronto me abandoné al placer más absoluto y olvidé que aquello podría doler, y comencé a cabalgar sobre mi blanco corcel, que me enculaba con una brutalidad sorprendente, como si no le importase en absoluto acabar con mi vida mientras me follaba.

Aquella falta de delicadeza en un espécimen de su categoría la pasé por alto tan pronto como lo pensé, pero nunca la habría tolerado en muchos otros casos.

Pensando en esto, me reí, y Olaf se rió conmigo, seguramente sin tener la menor idea de lo que se reía, pero sin duda, feliz de estar pasándolo tan bien conmigo.

Así estuvimos un buen rato, cara a cara, mientras Olaf me follaba, sujetándome con una de sus manos, y me masturbaba con la otra, hasta que no pude más, y comencé a gemir escandalosamente, al tiempo que vaciaba mi polla sobre el hercúleo vientre de Olaf.

Después, le besé apasionadamente, sujetándome en sus hombros, mientras nuestras lenguas se abrazaban deseosas. Llevé una de mis manos al esperma depositado sobre su vientre, y, viendo que a Olaf aún le quedaba un rato, tomé aquello en mi mano y comencé a lamerlo, para compartirlo después con Olaf, que permanecía con la boca abierta dispuesto a recibir de mí cualquier cosa que le dira.

Y entonces, llegó. Dentro de mí, noté como la enculada de Olaf se aceleraba más y más, quemándome por dentro como lo estaba por fuera, hasta que se vació dentro de mí, mientras compartíamos con nuestras lenguas mi leche, antes derramada sobre su también láctea epidermis...

A pesar de haberse corrido, seguía enculándome, y yo no cedía terreno, pues nunca hubiera imaginado que aquel viaje de ocio acabara de esa forma, tan paradójicamente ociosa.

Ambos gemíamos, nos mirábamos, nos besábamos, compartíamos nuestras lenguas, nuestras salivas, cada milímetro de nuestros cuerpos exhaustos y sudorosos, hasta que, sorprendidos, sentimos como el silencio comenzaba a apoderarse de nuestros alrededores, unido a la más total oscuridad.

Algo asustados, comprendimos que estaban cerrando el local, pero no pensábamos separarnos en lo que restaba de noche, así que no le dimos importancia, y continuamos entregados a nuestra sesión de intercambio de placeres.

Aquella fue, sin lugar a dudas, una de las mejores noches de mi vida. La guinda, sin saberlo, la puso Olaf, cuando nos separamos, la noche siguiente.

Abrieron la discoteca, y mi primo llegó acompañado del encargado, porque yo no había pasado la noche en casa, y dudaba que hubiera podido irme sin él a otro sitio, (estaba en lo cierto, no hubiera podido irme sin él, sin Olaf, a ningún otro sitio).

Cuando sólo les quedaba por mirar en el reservado donde Olaf y yo yacíamos abrazados, agotados, muertos de deseo, abrieron la puerta con sigilo. Olaf se despertó, mirándome a los ojos, que yo tenía abiertos hacía rato, y en un susurro delicado me preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Pedro.-Contesté. Y él, con su habitual rudeza, me acercó hacia él y me besó suavemente en los labios, para después decirme, sonriente:

-Encantado de conocerte.

Justo cuando acababa de decir la frase, mi primo y el encargado entraban en el reservado, uno con una sonrisa de oreja a oreja, y el otro, serio, con el rostro oscurecido por la ira, con el corazón, acelerado, saliéndose de su pecho.

-¡Olaf! ¿Cómo has podido hacerme esto?-Se oyó una voz rota en el reservado.

Miguel, mi primo, no dijo una palabra.