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Azabache

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AZABACHE

En mi asiento en el avión de vuelta a Dublín, iba rememorando, ayudado por fuertes dolores en toda la parte baja de mi espalda, mi salvaje encuentro con los nativos en plena selva de Tanzania. Había sido enviado allí por la revista para la que trabajo, una publicación de medio ambiente que quería que les llevase de vuelta fotografías de las bestias salvajes de la zona. Y no eran sólo imágenes, sino cicatrices en mi cuerpo tímido y receloso, lo que daba fe de mi encuentro con las criaturas más impredecibles del continente negro.

Llegué a uno de los aeropuertos que había en las afueras del país, destinado a la carga y descarga de alimentos y herramientas, para los pueblos más pobres de la zona, cuando por delante tenía una semana entera para dedicarme en cuerpo y alma (más en cuerpo que en alma), a fotografiar todos y cada uno de los bellos animales que se cruzaran en mi camino, en aquel bello e inhóspito lugar.

Cuando me instalé el lunes en el campamento, junto a otros científicos, pedí que ningún guía me acompañara en las expediciones, pues yo me sentía lo bastante preparado como para afrontar sólo aquel desafío. Era un trabajo, pero yo me lo había tomado como una dura prueba. Si la superaba airoso, quizá me depararan más interesantes proyectos en Dublín.

La misma tarde del lunes, habiéndome instalado en una de las tiendas, acompañado una pareja de alemanes casi sexagenarios, me puse manos a la obra. Llené mis cantimploras de agua, y preparé comida para varios días, pues no pretendía volver hasta que tuviera que coger allí mismo el jeep de vuelta al aeropuerto en el que había aterrizado la mañana de aquel día. Guardé todo en la mochila, junto con algunas mudas de ropa interior, un pequeño frasco de colonia, una brújula, toallas, materiales de investigación, la cámara, y otros pesados y costosos objetos que me habían facilitado en el campamento, para llevar a buen puerto mi labor allí. Pero a nada de aquello le di importancia aquella tarde.

El sol había empezado a descender en el cielo, y yo me hallaba en un claro en la jungla, intentando construir un refugio rudimentario, que me sirviera como centro base para mis operaciones en la zona los siguientes días, cuando oí un extraño crepitar de ramas, como si fueran pisadas por algún animal al acecho. Me di la vuelta con el tiempo justo para ver como un enorme leopardo se abalanzaba sobre mí. Aterrado, intenté esquivarlo, y justo cuando me rozaba con sus garras, noté en su mirada la frialdad de la muerte. Algo había matado en el aire a aquella criatura bella y asesina.

Efectivamente, le miré, y tenía un extraño dardo de madera clavado detrás del cráneo. Su asesino no falló su objetivo.

El corazón me palpitaba en el pecho, galopando, luchando por salir a través de mi piel y echar a correr hacia la espesura selvática, cuando noté como unas manos muy fuertes me cogían por los hombros y me arrastraban por el suelo de la jungla hacia el inexplorado interior, dejando atrás todas mis pertenencias, dejándome indefenso...

Lo siguiente que recuerdo fue algo completamente desconcertante e inesperado. Me hallaba en el centro de una especie de pista circular de arena, tumbado, desnudo, sin ninguna señal de violencia, que no fuera la de la propia naturaleza, en forma de arañazos y rasguños causados, evidentemente, por mi viaje a través de la hojarasca.

A mi alrededor, la selva crecía prácticamente en vertical, respetando rígidamente la forma de aquella circunferencia en la arena. Me pregunté quién habría hecho algo así, y si aquello tendría algo que ver conmigo, pero el dolor me venció y volví a desplomarme, esta vez por menos tiempo.

Al despertarme por segunda vez, la percepción que hasta el momento tenía de aquel recóndito paraje cambió por completo.

 

Alrededor del circulo en cuyo interior me encontraba, una docena de hombres altos, fortísimos, de pieles negras como el más puro azabache, me observaban con curiosidad, sin miedo, como esperando mi siguiente movimiento, como si fuera yo, y no ellos, la atracción turística de aquel lugar.

Yo no pude evitar admirar sus cuerpos tan perfectos, más aún cuando me di cuenta de que no tenían ninguna vestidura que cubriera sus miembros. Lo único que los cubría eran extrañas pinturas tribales en varios colores, que de todas formas, dejaban libre la zona de sus cuerpos que más había llamado mi atención de explorador extranjero.

Nunca había visto tal colección de pollas. La menor de aquellas debería medir al menos veinte centímetros, y no me atrevo a calcular lo que medía la mayor, golpeando, aún relajada, por debajo de la rodilla, a su propietario...

Una ráfaga de miedo me recorrió. Pero no era un miedo como el que había sentido cuando me atacó el leopardo. Era miedo a lo que aquellas estatuas perfectas iban a hacerme, un miedo que, en lo más profundo de mi ser, comenzaba a mezclarse con el deseo, haciéndome confundir sentimientos, haciéndome plantearme quién y qué era yo, y qué hacía allí en aquel momento.

La respuesta no se hizo esperar. Lentamente, uno de los guerreros se acercó a mí, que me encontraba en el centro del círculo, a cuatro patas, y se agachó, mirándome frente a frente. Yo me quedé fascinado con su belleza. La oscuridad de su piel, sus enormes y carnosos labios, sus ojos negros, brillantísimos..., pero él se estaba fijando en otra cosa. Se incorporó lentamente y acercó su miembro descomunal a mis labios. Ésta no era la mayor, pero, en cualquier caso, superaba los veinte centímetros ampliamente. Yo me sentí angustiado, sin saber qué hacer, con el miedo devorándome por dentro, y el deseo ganándole terreno. Pensaba que si no le comía la polla a aquel hombre, los demás se abalanzarían sobre mí y me matarían en un periquete con las armas que habían utilizado para matar al leopardo, así que no lo pensé. Cerré los ojos, abrí ligeramente los labios, y me preparé para que aquel pétreo guerrero negro metiera aquella inmensidad dentro de mi boca. Pero no lo hizo.

Al contrario, cuando me vio abrir la boca, se llevó las manos a la suya, y se retiró, asustado, como si pensara que se la iba a cortar. La situación me hizo esbozar una sonrisa, pero sabía que no debería intentar mostrarme superior a ellos o mi aventura acabaría fatal.

Entonces lo sentí.

Fue un dolor terrible, como si me hubieran abierto el trasero con una motosierra. Comencé a gritar tan fuerte como pude, mientras notaba que algo se movía con brutal fuerza en mis entrañas. Me volví como pude, y vi a un espectacular guerrero que portaba una especie de corona, hecha aparentemente de dientes de cocodrilo, que me penetraba sin piedad, a un ritmo descontrolado.

En ese momento, supe que aquel era el jefe, y que aquello, no era más que el principio.

El dolor seguía siendo insoportable, pero iba dando paso poco a poco al placer. Nunca antes había sido penetrado de esa forma, sin condón ni nada, pero mi sentido aventurero hizo que poco me importara que pudiera acabar muerto allí mismo, quería que todos aquellos espectaculares guerreros me follaran.

Volví el rostro mientras no cesaba de gritar, y vi que otro de los guerreros que tenía delante se aproximaba a mí mientras se masturbaba. Aquella visión hizo que mi polla comenzara por fin a olvidar el dolor que sentía bajo ella, y comenzara también a mostrar su interés por aquella salvaje experiencia.

Mientras el jefe agarraba mis caderas para encularme brutalmente, yo me arrastré con las manos por el suelo como pude hasta alcanzar la polla de el otro guerrero, y comencé a masturbarle, mirándole a los ojos, que me devolvían una mirada indómita, salvaje, dominante, mientras el chico gemía como un antílope en celo.

Viendo que yo había comenzado a masturbarme, otro negro se acercó a mí, masturbándome como podía, sentado a mi lado, mientras con la mano que tenía libre, él masturbaba su propia polla.

La excitación iba creciendo, y no pude resistirme a mamar la polla de aquel joven al que masturbaba, aunque me sorprendí al ver que sólo el glande cabía dentro de mis labios, pues su tranca era igualmente descomunal aunque al principio no lo aparentara. Aún así, hice que aquel guerrero se retorciera de placer, mientras me restregaba la manaza por el pelo, sometiéndome a sus deseos...

El jefe de aquella idílica tribu seguía culeando dentro de mí, jadeando, frotando sus pétreos músculos contra mi trasero, cuando el dolor que me hacía sentir aumentó considerablemente.

Horrorizado, y a la vez, complacido, vi como otro de los guerreros se había puesto bajo él, boca arriba sobre el suelo, y aún así, no tenía problemas, dada la impresionante longitud de su tranca, para follarme al mismo tiempo que su superior. Entre aquellas dos pollas que mi culo alojaba, quizá sumaran más de medio metro, pero ahí seguía yo, aguantando, como si aquello sólo fuera el aperitivo de lo que estaba por llegar.

Lo que yo no sabía es que realmente, aquello no había hecho más que empezar.

En mi culo, el jefe y su compañero no cesaban de follarme frenéticamente, jadeando, dejándome hecho polvo, mientras yo deseaba que se corrieran de una vez y me dejaran descansar un momento. Pero, aunque deseaba eso, mi cuerpo aún no daba muestras de cansancio, pues seguía mamando la polla del otro joven como si nada hubiera pasado, hasta que me cogió por las sienes y me apretó contra su tranca, casi haciéndome vomitar. Aceleró el ritmo con que restregaba su polla contra mi paladar, y al instante sentí mi boca llena del esperma de aquel pura sangre africano, que se debatía en tremendos espasmos de placer, mientras yo luchaba como podía por no dejar escapar ni una sola gota de su corrida.

Aquello pareció excitar al jefe y al otro que me follaban por detrás, pues ambos sacaron sus pollas enormes de mi culo, llenas de venas y palpitantes de calor y excitación. Ni corto ni perezoso, me volteé, mostrándoles la leche de su compañero chorreando de mis labios, lo que les motivó a vaciar sus inmensas trancas en mi boca uno detrás de otro.

Aquello era increíble, nunca había saboreado tal cantidad (y variedad) de esperma.

Pero la cosa no quedó ahí.

Los tres primeros parecieron retirarse, acariciándose unos a otros, limpiando de sus pollas con sus enormes manos los restos que les habían quedado tras venirse en mi boca. Yo me quedé sorprendido observándoles, y mi sorpresa aumentó aún más cuando sentí cómo me volteaban, poniéndome boca arriba, para después, otros dos guerreros más, unir sus lenguas a la mía en aquel banquete de leche que aún rezumaba por mis labios. Sus lenguas eran ásperas y enormes, y estaban muy calientes. Aquello hizo que mi excitación siguiera en aumento, y comencé a masturbarme, mientras con mi lengua no cesaba de acariciar las de aquellos dos efebos oscuros.

Mi paja no pasó inadvertida, pues pronto sentí como una mano cálida y enorme cogía mi polla, completamente excitada, con sus diecinueve centímetros, y comenzaba a masturbarla suavemente, para luego llevarla hacia la boca de su propietario, que, como pude comprobar, era también el propietario de la mayor polla de todo el grupo. Mientras me masturbaba, yo le masturbaba a él, y calculé que su polla mediría unos veintisiete centímetros, pero aquello no era lo mejor. El diámetro de aquella cosa era de al menos catorce centímetros, casi tanto como una barra de mortadela. Ahora sí, el pavor me invadía, aunque sólo duró un instante, pues no tuve tiempo para impedir que aquel monstruoso semental negro me empalara, mientras seguía masturbándome con una irresistible delicadeza...

 

Mientras era follado y masturbado por el semental, los otros dos más jóvenes seguían compartiendo sus lenguas conmigo, hasta que las retiraron en un instante. Pero la cosa no quedó así por mucho tiempo. Enseguida, lo que tuve en mis labios fueron sus tres pollas....¿tres pollas?

Sí, en un descuido, otro joven se había unido y ahora yo lamía sus glandes como si fuesen piruletas del más dulce caramelo, uno tras otro; uno, dos tres, cuatro....¿cuatro?

Una cuarta polla se incorporó a aquella bacanal. No cesaba de saborear sus glandes, enormes, oscuros y brillantes, mientras el semental me follaba, ahora cada vez con más fuerza, la misma fuerza con la que otro de ellos ahora me masturbaba.

Pero ninguno había conseguido aún que me corriera. Yo pensaba que el semental haría lo impensable, pero se limitaba a follarme mecánicamente, sin importarle en modo alguno que yo estuviera o no gozando. Era tan egoísta como sus cuatro amiguitos, que tenían sus enormes glandes entre mis labios, a mi entera disposición, como si fuesen helados calientes para calentar la fría temperatura de la selva de Tanzania.

Los gemidos del semental se hacían cada vez más y más escandalosos, hasta que, sin mediar palabra, sacó su descomunal tranca de mi culo, vaciándola sobre mi vientre. Al ver aquello, los cuatro jóvenes que me follaban la boca con sus glandes derramaron su leche sobre mi cara, causando la admiración de todos los que nos rodeaban, al tiempo que comenzaban a lamer todos y cada uno de los efluvios que acababan de evacuar.

El joven que me masturbaba me soltó, masturbándose él mismo ahora, hasta que explotó, también sobre mí, y los cinco que antes me rodeaban ahora lamían todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo en busca de la última gota de leche que sobre mí habían derramado.

El tacto de tanta lengua áspera sobre mi piel hizo que me excitara de nuevo, y, uno de los cuatro que aún no habían intervenido se dio cuenta y se acercó para hacerme una mamada salvaje. Recorría mi polla, bastante menor que la suya, con mimo y pasión, deteniéndose en cada vena, cada pliegue, el glande, brillante y rosado, y luego la engulló hasta la base, mientras masajeaba mis pelotas, duras como piedras, piedras de azabache...

Durantes este tiempo, los demás no habían cesado de lamer mi cuerpo embadurnado en esperma, y ahí seguían, mientras observaban como el recién llegado engullía mi tranca una y otra vez, tan ávido como ella estaba de recibir un buen culo.

Al momento, los tres últimos guerreros estaban con nosotros, compartiendo la mamada de su predecesor en aquellas lides, mientras el placer se apoderaba cada vez más y más de mí en tremendas oleadas. Cuando vi como los recién llegados se masturbaban mientras me chupaban la polla, supe que realmente necesitaba un buen culo donde correrme.

Y el semental pareció entenderlo, pues los apartó a todos, y me abrazó, subiéndome sobre sus caderas, mientras él estaba de pie. Pareció entenderlo, pero al revés, pues volvía a ser él quien me follaba mientras seguía lamiéndome los restos de semen que resbalaban por todo mi cuerpo desnudo, blanquecino. Sin previo aviso, aminoró la velocidad de su enculada y me bajó al suelo, y cuando yo cerraba los ojos dispuesto a ser de nuevo empalado por aquel monstruo, noté su áspera y húmeda lengua alrededor de mi polla, cada vez más dura, deseando vomitar todo lo que en su interior guardaba, vomitarlo en el interior de uno de aquellos esculturales guerreros.

Ahora sí, se agachó, poniéndose a cuatro patas delante de mí, preparado para recibirme. Y no le hice esperar.

Me lo follé como nunca me he follado a nadie, agarrándole por las desnudas caderas de azabache, acariciando su enorme espalda, lamiendo todos los recodos de su escultural anatomía a los que tenía acceso, notando como mi polla se preparaba para vomitar, y a la vez, temiendo que aquello terminase tan pronto.

Con aquel temor, me aferré a su descomunal tranca, y mientras le masturbaba, él, sabiamente se empalaba una y otra vez en mi polla inflexible, hasta que no pude más y me corrí en su interior, notando como se retorcía al contacto del ardiente semen, aferrándome a él con desesperación, arañándole con mis uñas como el leopardo hubiera hecho. Por un momento pensé en el leopardo, y en el verdadero motivo por el que me encontraba en África, pero también pensé que un reportaje sobre las tribus ocultas de la selva de Tanzania podría ser igual de interesante, y más aún, desde aquella noche en tan buena compañía, en la que había hecho una docena de nuevos amigos...

Fue una experiencia inolvidable, sin duda. Es una pena que, dos días después de aquella noche tan apasionada con ellos, los guerreros más jóvenes me sacaran a pasear sobre un elefante de la jungla, que se asustó al oír el lejano rugido de un león, y echó a correr hacia la selva, dejándome caer de culo sobre el suelo, rompiéndome los huesos de la cadera. Al menos, la primera noche, todo salió bien. El resto de mi estancia allí tuve que aguantar, sentado, comiéndome pollas de todo el mundo, sin que nadie me pudiera follar, y sin poderme follar a nadie...¡Maldito elefante!