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Feliz vida de perro

en Zoofilia

FELIZ VIDA DE PERRO.

Aun tengo presentes los recuerdos de mi cachorrez, término que utilizo en equivalencia a la infancia de los humanos, cuando mi madre, una hermosa perra de color negro, alta y fuerte, aunque bastante descuidada, dada la mala vida que le había tocado vivir, parió una camada de diez pequeñas criaturas, incluyéndome, de colores variados, a quienes tenía constantemente pegadas a sus tetas, que no producían leche suficiente para amamantarnos a todos.

El instinto de supervivencia y el amor maternal, según he podido observar por experiencia, mucho más arraigado entre los animales que en los humanos, la obligaban algunas veces a arriesgar la vida para conseguir el exiguo alimento, que a través de ella llegaba a nosotros convertida en ese líquido blanco, delicioso, muy escaso, pero que nos mantenía atados al delgado hilo de la existencia..

En una de sus andanzas en busca del sustento, mi madre perdió la vida de la manera más tonta, al intentar atravesar la calle cuando un enorme camión, conducido por un cafre, la envolvió entre sus ruedas y revolcándola, terminó dejándola como una alfombra en el asfalto.

Sin tener la más remota idea de la tragedia que había caído sobre nosotros, nos revolvíamos inquietos en el improvisado albergue, quejándonos lastimeramente al sentir las punzadas del hambre, que ahora, más que nunca, sería muy difícil de saciar.

No sé que haya sucedido con mis hermanos, pero después de un período largo de tiempo esperando el regreso de mi progenitora, azuzado por la necesidad de alimentarme, no me quedó más remedio que alejarme de los míos para buscar mi propia subsistencia.

Para colmo de males, después de un largo recorrido, con el que terminé bastante fatigado, se soltó un violento aguacero, que me dejó empapado y temblando de frío, un hiriente frío que no había sentido antes, protegido por el cálido cuerpo de mi madre, pero que ahora me atacaba con toda su fiereza.

Con el frío calándome los huesos, casi desfalleciente, logré llegar al rincón de una casa y con la debilidad provocada por la falta de alimento y el enorme esfuerzo que había realizado, me quedé dormido, con un sueño inquieto, en el que me soñaba sumergido en un remolino oscuro, que me jalaba hacia su centro, contra el que luchaba, buscando librarme de él, hasta que las imágenes se fueron borrando de mi mente, quedando todo negro, como la noche.

Cuando desperté, lo primero que distinguieron mis ojos fue la sonrisa de una hermosa mujer, rubia ella, de enormes y expresivos ojos, que me acariciaba con dulzura la cabeza y me frotaba para hacerme entrar en calor.

-¡Bienvenido a la vida, pequeñín!, dijo ella mientras acercaba a mi hocico un recipiente con abundante leche, al que me acerqué trabajosamente, y con tímidos lengüetazos fui pasando ese delicioso líquido por mi garganta, hasta quedar satisfecho.

_¡Vaya que tenías hambre, pequeño! Las penurias que habrás pasado. Pobrecito de ti. Pero no te preocupes ya, mamita se ocupará de atenderte para que no vuelvas a sufrir.

A pesar de mi agradecimiento hacia esa buena mujer, mi instinto me hacía desconfiar de los humanos, y me escondía en los rincones de la casa, tratando de evitar su cercanía. Estaba convertido en una criatura arisca que rehuía el contacto, hasta con ella, que me había salvado la vida y me trataba tan bien.

Poco a poco fue ganando mi confianza y merced a sus cuidados y buena alimentación, me transformé en un enorme perrazo negro, con el pelo bien cuidado, lustroso, que era acariciado dulcemente por aquella mujer que era todo amor para mí.

Mi tamaño imponía, y en más de una ocasión alejé de ella a personas indeseables que trataron de hacerle daño, ya sea queriendo despojarla de sus pertenencias, o de tener su hermoso cuerpo sin su consentimiento, un cuerpo muy bien formado, pues dedicaba bastante tiempo a ejercitarlo corriendo por las mañanas, y yo iba con ella trotando, feliz de poder servirle de compañía.

Después del extenuante ejercicio, regresábamos al hogar y ella se despojaba de su ropa sin importarle mi presencia, y podía admirar sus bien torneadas piernas, su breve cintura, en la que no se veía asomo de grasa, su vientre terso, liso, y por detrás, unas hermosas nalgas redondas, firmes.

En una ocasión, después de tomar la ducha, salió del baño totalmente desnuda, con una toalla anudada en la cabeza, y pude contemplar un triángulo de pelos que aparecía entre sus piernas, como un adorno más de su cuerpo escultural.

Debajo de la mata de vellos finos, aparecía una abertura de color rosado, que no sé por qué, atraía constantemente mi mirada, y provocaba que en mi entrepierna se irguiera con firmeza el apéndice que ahí colgaba, deslizándose de su funda de pelos una punta roja que iba aumentando su longitud hacia el exterior..

Cuando ella se dio cuenta del tamaño de mi miembro viril, abrió desmesuradamente los ojos y no pudiendo ocultar su admiración, se puso a tocarlo, con unas caricias tan deliciosas, que me provocaban un placer inenarrable y que me hacían desear lamerle la divina abertura que tenía entre las piernas, que despedía un olor muy atrayente, que me excitaba cada vez más.

Mientras ella en cuclillas me acariciaba el pene, acerqué mi lengua hacia su orificio sexual y le di un par de lametazos que la hicieron estremecerse.

Comprendiendo ella mi deseo, y habiéndole despertado los suyos, se sentó en la orilla de la cama y abriendo ampliamente sus piernas me invitó a que le siguiera lamiendo el coño, invitación que acepté de mil amores, dedicándome a pasar repetidas veces mi lengua, con fruición, en el revenido objeto de mis ansias animales.

Ella se quejaba dulcemente cada vez que mi húmeda lengua recorría la longitud de sus labios vaginales y rozaba el clítoris que se erguía en la parte superior de su abertura, llevando sus dedos hacia su pecho, para acariciarse los pezones de sus senos, excitándose cada vez más.

Yo, encantado de poder resarcirle en esta forma todo su amor y cuidados que había tenido para conmigo, seguí lamiendo, disfrutando del delicioso sabor de los jugos que escapaban de su cada vez más ardiente vagina.

Ella ya casi en el paroxismo del placer, a punto de alcanzar el clímax, se levantó de la cama de un salto, y poniéndose a cuatro patas me pidió que me pusiera detrás de ella.

No entendí muy bien lo que intentaba, pero el bendito instinto me guió, enseñándome lo que debía de hacer, y apoyando mis patas en su cintura, acerqué la punta roja de mi pene a la entrada de su coño, y atrayéndola fuertemente hacia mi, le enterré de un solo envite, doloroso para ella, mi miembro, que fue deslizándose en el interior, mientras yo apoyado sobre mis patas traseras, ejecutaba un violento movimiento de atrás hacia delante, para meter y sacar mi miembro en aquel delicioso agujero que me atraía y me incitaba a seguirla penetrando buscando el placer mutuo.

No sé si suceda lo mismo con los humanos, pero yo no solamente buscaba mi satisfacción, sino que sentía el deseo de que ella disfrutara del mismo placer que me llegaba a oleadas a través de aquella rajada tan apetitosa, cuyo olor traía impregnado en el hocico, y arremetía fuertemente las ardorosas entrañas, sintiendo la delicia de los apretones vaginales, que acariciaban todo lo largo de mi verga.

Tanto placer me impidió continuar con el mete y saca y envarado de las patas traseras, empujé vigorosamente mi miembro, logrando introducir en su vagina la bola que se encuentra en el extremo del mismo, mientras le llenaba el interior con mi leche que por primera vez salía de mis cojones, produciéndole a ella el mismo placer animal que yo sentía, disfrutando de sentirse poseída por la fuerza del macho.

Después de esta dulce explosión de sensaciones, traté de salir de ella, pero fue imposible, pues la bola que había penetrado su vagina nos mantenía atorados sin poder zafarnos.

Levanté una de mis patas posteriores, y describiendo un círculo sobre sus nalgas, la apoyé nuevamente en el suelo, pero dándole a ella la espalda. Sus hermosas nalgas se mantenían pegadas a mi trasero, mientras mi verga seguía goteando mi leche en su interior, hasta que en determinado momento mi verga salió de su vagina liberándonos de esta incómoda posición.

_¡Ay, perrito lindo, qué gran cogida me has dado! ¡Qué bárbaro, casi me matas de placer!- y tomando mi cabeza, acercó sus labios a mi hocico, en el que estampó un beso de agradecimiento.

Ella entró al baño y después de asearse, se dirigió a la cocina y sacando un enorme filete del refrigerador, se dirigió sonriente hacia mí diciéndome:

-¡Mira, mi amor, tu premio! ¡Disfrútalo, como me has hecho disfrutar tú a mí!

¡Qué mujer!, Ella tan comprensiva y cariñosa, todavía me premiaba, cuando yo había tenido la experiencia más grande de mi vida, cuando he poseído entre mis patas tan hermoso ejemplar femenino, algo como ella que no podré hallar nunca en las de mi misma especie, porque aunque somos diferentes, he comprendido que la amo y que daría mi vida por hacerla feliz.

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