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Jinny

en Amor filial

JINNY

Cuando recibí la fotografía de mi ahijada de 12 años, no lo podía creer. Tenía puesto sólo un traje de baño de dos piezas, bikini y corpiño, que apenas cubrían un cuerpecito moreno y delicioso. La foto había sido tomada para mí, y en ella la chica me ofrecía una hermosa y seductora sonrisa, tan suculenta como sus pequeños pies, sus breves caderas y redondos hombros, la mínima elevación de sus pechos y la vulvita lampiña que se adivinaba tras el calzón color de rosa.

De inmediato la llamé por teléfono para decirle cuánto agradecía el regalo de la foto, la cual me había sorprendido por su belleza. Contestó que era especialmente para que yo mirara que ya no era tan niña como cuando la vi por última vez, hacía siete años.

Le comenté que estaba tan hermosa que quería verla de inmediato para tenerla en mis brazos. Respondió que se hallaba dispuesta a ir hasta donde yo me encontraba, porque tenía de antemano el permiso de su madre, con quien viví una corta relación durante mi estancia de trabajo en aquel país. Agregó que tenía vacaciones pero no dinero para el pasaje.

- Eso no es ningún obstáculo, mi amor-, le dije. -Hoy mismo te depositaré la cantidad suficiente para que obtengas tu pasaporte, adquieras el boleto de avión y vengas a pasar algún tiempo conmigo. Estaré esperándote en el aeropuerto-.

- Está bien, padrino, le pediré a mamá que me acompañe a sacar el pasaporte y a comprar el boleto cuando llegue el dinero que me enviarás-.

Evité pedir explicación alguna sobre las facilidades que la madre le había dado para visitarme, a sabiendas de que soy divorciado, aun antes de estar en su ciudad. O era muestra de la confianza que siempre me había tenido, o tal vez quería asegurarse de que la niña quedara bajo la custodia de un hombre maduro y sin compromisos, que además era su padrino, a quien la pequeña quería desde sus primeros años, y del que recibía periódicamente por correo muestras de recuerdo y cariño.

A los dos días siguientes me dijo que ya había recibido el depósito

y adquirido el pasaje. Mi infantil tesoro llegaría el sábado de esa misma semana.

Preparé lo necesario, arreglé muy bien la casa, adquirí una camita para la recámara que le destiné, y me dispuse a recibirla el día de su llegada a la terminal aérea.

Llegó radiante, más bella aún. Era evidente que la fotografía no le había hecho justicia.

-¡Padrino!-, exclamó al verme, con carita luminosa. -¡Qué contenta estoy de verte de nuevo!, ¡te quiero, te quiero, te quiero! ¡Gracias por permitirme venir! ¡No sabes lo feliz que soy de volver a verte, y abrazarte y besarte como lo hacía antes!

Y al decir esto me rodeó fuertemente con sus bracitos y me besó en la mejilla, como le enseñaron a hacerlo cuando la visitaba. Luego de tanta efusión me le quedé viendo fijamente a sus ojitos pícaros, y entonces, sorpresivamente y en presencia de todos me dio un rápido beso en los labios.

-¡Esto es de premio por ser tan bueno conmigo!-, declaró, y a partir de entonces se acrecentó aún más mi deseo de disfrutarla a solas.

-Vamos, entonces-, le dije, tomando su maleta con una mano y su brazo con la otra, para dirigirnos al estacionamiento.

Le gustó mucho el carro. Le dije que la enseñaría a manejarlo. Saltó de su asiento, me abrazó y recibí en la mejilla un nuevo beso de sus labios pueriles y carnosos.

Tomé su manita que ya no solté, y platicamos de las cosas comunes en el camino a casa. Llegamos a ésta y quedó encantada de lo grande y bonita que era. Estaba segura, pronosticó, que ahí sería muy feliz. Le respondí que yo me encargaría de eso.

Conoció su habitación. Al ver la camita suspiró y me preguntó si yo no quería que ella durmiera en mi cama.

Le dije que tal vez fuera incorrecto que una niña durmiera en la cama de un hombre, aunque fuera su padrino. Argumentó que nunca había dormido sola, que eso le daba mucho miedo especialmente en una ciudad que ella desconocía, y que si yo la aceptaba conmigo nadie lo sabría por parte suya.

No encontré qué pensar; aquello era en verdad un regalo de los dioses. No obstante, opté por no precipitarme y llevar las cosas poco a poco. Le prometí que yo vigilaría su sueño desde mi recámara, pero que considerara desde ahora que ella era la nueva dueña de esa casa.

Estuvo de acuerdo, y desde la cocina donde yo preparaba la cena escuché cómo se arregló para tomar un baño. Escuché la regadera, pensé en su frágil cuerpo desnudo y tuve una erección tremenda. Luego se puso a acomodar sus pertenencias en el guardarropa, y al terminar se reunió conmigo. Cenamos y le di un beso de buenas noches.

- ¡Así no!-, protestó, y me dio un beso en los labios. No tuve fuerzas para resistir el encanto, le rodeé la estrecha cintura y nos unimos en un beso ardiente y prolongado. Su aliento de niña era embriagador, la ternura de sus labios era el anuncio de paraísos desconocidos todavía para mí, y así pudiera estar saboreando aquellas mieles vírgenes, cuando una chispa de raciocinio vino en mi auxilio y me separé de aquel prodigio de candor y belleza.

- Hasta mañana, mi amor-, pude expresar finalmente.

- Hasta mañana, padrino, mi amor-, musitó, lo cual me dejó derretido en medio de la cocina mientras, esplendorosa, se encaminaba a su cuarto.

Al día siguiente le llevé el desayuno hasta su cama, lo cual la maravilló, pues nunca en su corta vida la habían rodeado de tantas atenciones, que no las tenía pocas por parte de su madre. Agradecida me pidió que ese mismo día empezaran sus clases de manejo. Como yo tenía todo dispuesto para estar con ella de tiempo completo mientras durara su visita, accedí desde luego.

Lo primero que hizo fue sentarse delante de mí frente a la dirección del coche. Mis piernas rodearon las suyas y su trasero quedó aprisionado en mi zona genital, que empezó a reaccionar debidamente. Sintió el miembro en sus glúteos, volteó a verme y sonrió:

- Bueno, ¿qué hacemos primero?-, inquirió.

- "Llevarte a la cama y poseerte hasta la locura"-, dije para mis adentros, pero en lugar de eso le di las primeras lecciones con el auto detenido. Entonces le expliqué la conveniencia de que, para llevar la teoría a la práctica, eligiéramos un área de las cercanías sin mucho tráfico. Allá nos dirigimos y dio inicio tan excitante enseñanza.

No hizo ningún intento de cambiar de posición. Le resultó fácil aprender pronto el sencillo mecanismo de un carro con transmisión automática. Siguió ahí presionando su trasero en mi pene, que luchaba por liberarse y entrar en contacto con la tierna carne de la chiquilla.

Mientras conducía ya con cierta soltura tomé su cintura con ambas manos y comencé a acariciar su vientre. Como continuó manejando sin remilgos pasé mi mano derecha por encima del elástico de su calzón, que era en realidad un bikini, y continué bajando hasta encontrarme con el delicioso inicio de su vulvita que era un auténtico monte de Venus, sólo que sin arbustos. La oí suspirar cuando hallé su clítoris al que proporcioné un cálido masaje. Bajé un poco más y me encontré una gruta dulcemente húmeda.

- "Es la locura- me dije -suponer que puedo hacer el amor con esta chiquita"-. Me reproché el ferviente deseo y la violenta excitación que me provocaba la niña, y me prometí no sucumbir a esa terrible tentación.

Pero era demasiado tarde. Cuando volvimos a casa estacionó el auto con cuidado, saqué mi mano de su sexo y le permití salir de su prisión. De inmediato me tomó de la mano y así me condujo hasta mi cama. Desesperadamente se despojó de su faldita, blusa, corpiño y bikini para quedar completamente desnuda, a merced mía y de mis instintos.

Me abrazó, llorosa, y confesó:

- ¡Te amo, padrino!, ¡te amo desde que era una niña, y aunque todavía lo soy quiero ser tuya ahora!, ¡no puedo esperar más!, ¡tengo que pertenecerte porque así lo he querido siempre, y eso lo sabe mi mamá y por eso dejó que viniera sola a reunirme contigo!

Eso lo aclaraba todo. En esa inteligencia todo temor quedó eliminado, y tomé la decisión de aceptar sin miramientos aquel obsequio milagroso de la divinidad.

Primero la acosté boca arriba y con hambre voraz me prendí de la rajita que ya conocía por mi mano, pero que con la lengua le hice arrancar grititos de frenesí contenido.

Me dispuse a penetrarla cuando su cuevita me llenó la boca de jugos celestiales, y tembló al sentir la cercanía del miembro que ella había disfrutado a través de la ropa hacía poco tiempo. Antes de entrar al recinto sagrado miré a sus ojos solicitando su permiso. Entendió y dijo quedamente:

- Sí-.

Apunté el rígido, caliente y ansioso instrumento a la entrada del sexo de aquella virgen que se contorsionaba impaciente en espera del ataque.

Al sentirlo en su interior emitió un grito que opaqué con un beso al mismo tiempo que apuraba la introducción para acortar el sufrimiento de mi niña.

Quedó roto el himen y esperé a que se produjeran el sangrado y el acostumbramiento de la pequeña abertura a la presencia del invasor. Cuando todo esto ocurrió volví al ataque, pero entonces el dolor de la chica cedió su lugar al placer.

Ambos nos movimos frenéticamente durante algunos minutos: ella experimentando sus primeros y escandalosos orgasmos, y yo aguantando la eyaculación para proporcionarle todo el disfrute posible.

Terminamos ruidosamente con exclamaciones de ambos, que seguimos frotando nuestros sexos mucho tiempo después, aprovechando las humedades que nos había provocado la espera y la excitación que nos provocamos desde que ella arribó de nuevo a mi vida, esta vez convertida en mi mujercita.

Acurrucada en mi pecho, la traviesa y ardiente muñeca me confesó lo que ella presentía que a partir de ahora sería su realidad cotidiana:

- Hacer el amor con mi padrino, mi vida...-