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Pastelito

en Amor filial

PASTELITO

Desde muy corta edad me acostumbré a despedir y a recibir a mi papi con un tierno beso en los labios, que con el transcurrir de algunos años fue haciéndose más cálido y excitante.

Cuando yo apenas cumplía los 17, mi madre y él decidieron separarse, por diversas razones y en santa paz, lo cual no significó un trauma para mí, que comenzaba a perfilarme con todos los atributos de una mujercita encantadora, dicho sin falsas modestias.

Entonces me encontré con que podía disponer de dos casas a mis anchas: la de mamá, con la que yo convivía la mayor parte del tiempo, y la de papá, de la que contaba con llave para visitarla cuando quisiera, generalmente con amigas y compañeros de prepa.

Mis relaciones con mamá fueron siempre complicadas, por el carácter fuerte e independiente de las dos, pero se tornaron aún más difíciles a raíz de la separación conyugal, de la cual yo culpaba a ella.

En una ocasión en que llegué de la escuela, los disgustos llegaron al clímax y determiné ir a recuperar tranquilidad en el domicilio de mi papi, donde me encontró al regresar él de su trabajo.

Después de sentarme en los pies de la cama me había acostado, y enseguida disfruté un placentero sueño del que debí despertar cuando él llegó, sorprendido de encontrarme ahí cuando eran horas de la siesta en mi casa materna.

Intenté incorporarme, pero lo impidió con el índice vertical de la mano derecha entre sus labios, y acercando una silla a la altura de mis pies se dedicó a darles un tierno masaje que era, en realidad, un tributo de caricias lubricadas con la crema que él guarda siempre en su buró.

No me opuse, así que continuó el masaje hasta mis pantorrillas. Cuando llegó a las rodillas comencé a inquietarme, y mi nerviosismo se hizo más evidente al avanzar lenta y suavemente hasta mis piernas.

- Ya, papi, gracias...

- Déjame terminar de darte el masaje. Te sientes bien, ¿no?

- ¡Claro que sí, papito!, pero no sigas...

- ¿Por qué no?, eres mi hija y no tienes de qué preocuparte.

- Sssí, pero..., pero...

Y continuó aquel exquisito frotamiento ascendente al que él no hubiera renunciado así le fuera en ello la vida, según advertí en su mirada.

Al aproximarse a mi monte de Venus, a medida que levantaba la faldita de mi uniforme escolar, mi respiración se fue agitando y lo cubrí con mis manitas para evitar que llegase hasta mi promontorio genital.

Era inútil: quitó delicadamente mis manos con las suyas y se acercó a aquel sitio de mis angustias.

- Papi, ya, por favor...

- Es sólo un masaje, mi Pastelito, para que te sientas mejor...

- Pero es que...

- Hasta aquí nomás, mi amor, no te preocupes.

- Está bien-.

Fatal consentimiento. Una inhalación mía indicó que él estaba llegando más allá de lo acordado cuando levantó la suave tela de las breves pantaletitas a la altura de mi vulva, y prosiguió el masaje. Alarmada, traté de evitarlo tomándolo de las muñecas.

- Papito, ahí no, te lo suplico.

- Hasta ahí nada más, mi reina, de acuerdo.

Pero a estas alturas le era imposible detenerse, según me confesó después. Llegó poco a poco a mis labios vulvares y, a pesar de los esfuerzos de mis manos sobre sus brazos, su voraz dedo índice llegó hasta mi clítoris.

Me retorcí con un gemido, y él aprovechó el momento a fin de alcanzar el borde superior de mis calzoncitos y empezar a bajarlos.

Inicié una débil resistencia.

- ¡No me los quites, papi, por favor!

- Sólo para que estés más fresca, mamita...

- Es que no está bien...

- ¿Por qué?, ¿estás a disgusto?

- Nnno, pero..., pero...

- Entonces déjame hacerlo, no va a pasar nada malo.

Me tranquilizó el tono de sus palabras y terminó de quitar mi prenda y sacarla entre mis pies.

- ¿Sabías que tienes unos pies muy lindos?

- ¿Te gustan?

- ¡Claro que sí, mi niña!, ¿me dejas que los bese?

- ¿De veras?... Bueno...

En mi inocencia era inexplicable que alguien sintiera gusto en saborear mis pequeñas extremidades (suaves y pacientemente cuidadas, es cierto) como lo hacía él ahora.

Besó con placer y aspiró el aroma de mis pies, al mismo tiempo que con ese pretexto levantaba mis piernas y miraba hacia el fondo donde sentí que mi rajita le sonreía verticalmente, entre la frágil pelambre que acusaba los avances de mi esplendorosa adolescencia.

No pudo más: se me fue encima hasta cubrirme totalmente, en tanto su desesperado sexo se acomodaba al mío y besaba mis labios. Procuré zafarme del abrazo pero resultó inútil.

En un momento de lucidez de su parte, consideró que la culminación de sus deseos sólo sería posible mediante el convencimiento.

- Chiquita, déjame comerme tu conejito, mi amor, y te prometo que no insistiré en ir más allá...

- ¿Me lo prometes, de veras?

Asintió con la cabeza y luego se fue deslizando por mis pechos, cuyos pezones besó por encima de la blusa... Por mi ombligo, en el cual se detuvo el tiempo suficiente para dejarme el recuerdo vibrante y húmedo de su lengua..., y finalmente, ¡santo cielo!, llegó al centro de sus deseos más febriles, y jugueteó con mi clítoris para saborear los jugos de la lubricación que derramaba ya la virginal abertura de su Pastelito...

Se volvía loco cada vez que yo le regalaba los suspiros que premiaban su apasionada búsqueda.

Cuando sintió que no había camino de regreso, rápidamente se deshizo de zapatos, pantalones y truzas, de donde salió el miembro masculino liberado de su cautiverio, dispuesto a penetrar en el adorable agujerito que tenía a la vista y ya irremediablemente a su disposición.

Separó y recogió mis piernas y puso la cabeza del invasor en los labios de mi vulvita...

La reacción fue inmediata:

- ¡Papá!, ¿qué vas a hacer?

- Sólo saborear tu sexo con el mío, mi reina..., nada más..., la puntita solamente...

- ¿Nada más?

- Nada más, te lo juro, muñequita.

Ambos sabíamos que el juramento era en vano.

- Está bien..., pero nada más, ¿eh?...

Acercó el enrojecido glande a mi zona genital y tuve un estremecimiento. Lo pasó de arriba a abajo de la abertura, lentamente, en un deleitoso paseo facilitado por los líquidos de ambos. Inconscientemente levanté la cadera, y creyó llegado el momento.

En una de las veces que bajó el instrumento por mi panochita llegó hasta la entrada de la vagina y ahí lo dejó, en espera de mi respuesta. Como no la hubo empujó hacia adentro un poco y protesté:

- Dijiste que nada más la puntita...

- Nada más la puntita-, respondió, aparentemente resignado.

Continuó el masaje peniano en mi húmeda conchita, que produjo los resultados que él procuraba con ansiedad. Cuando lo consideró apropiado, preguntó:

- ¿Más?

La respuesta fue la que él esperaba.

- Sí, papi..., más...

- Está bien, mi amor, como tú ordenes.

Y en ese instante, todo el deseo contenido de los dos se desbordó: Abrí mis piernas totalmente para facilitar la penetración, y luego de rasgar delicadamente mi himen nos fundimos en un beso mientras nuestros sexos se hartaban de placer en un vaivén que parecía no tener fin.

Consideré inútil continuar aparentando oposición al encuentro, y en demostración de la calentura que yo había alcanzado, le urgí:

- ¡Penétrame!, ¡hazme tuya para siempre, papacito!, ¡te deseo como loca!, ¡te quiero dentro de mí!, ¡poséeme, lléname, hazme feliz...!

Y me hizo feliz, sin duda alguna, pues antes de que él eyaculara inundando mi útero tuve todos los orgasmos contenidos en mis pocos años de pubertad.

Era la locura.

- ¡Ay, papito, mi rey!, ¡qué hermoso es y qué lindo siento!, ¡así, papacito, mi amor...!

Y en los instantes supremos:

- ¡Fuerte, papaíto, más, más, me vengo, me vengo..., me muero, no pares, sigue, siento tu verga que me taladra, pero sigue, mi hombre, mi macho, mi papito! ¡Posee a tu niña, cógetela, hazla feliz, introdúcele tu adorable monstruo en su papayita!, ¡por favor, por piedad...! ¡Así..., así..., asssííí...!

Era increíblemente delicioso cómo mi túnel de amor se amoldaba cada vez mejor a su verga, a la cual estrechaba al entrar y acariciaba en el retroceso, como impidiendo que saliera y dejara de producirme aquel goce inenarrable.

Se incorporó un poco para contemplar la cópula y me dijo:

-¡Mira, Chiquita, qué bien se entienden los dos! ¡Qué felices son tu gruta y mi pito en este encuentro maravilloso!

A lo que respondí, entrecortadamente:

¡Sí, qué rico, mi amor! ¡No quiero que salga nunca de esta prisión de carne que vas a tener siempre conmigo! ¡Qué placer, papito!, ¡ayyy, ya viene otra vez!, ¡esto es el cielo, el cielooo!, ¡dame más, así, más, másss!, ¡te quiero, te quiero, te quiero, mi reeey! ¡Me vas a volver loca, loca, locaaa!

Estaba trastornada, en efecto, y yo sabía que, a partir de ese día, podría disponer de él para realizar todas mis ilusiones, y con dos manos, una lengua y un miembro dispuestos a satisfacer mis antojos.

Su Pastelito fue, desde entonces, su niña, su mujercita y su hembra.