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Janice

en Amor filial

JANICE

Recibí con gran alegría la noticia de que mi tío, hermano mayor de mi madre, nos visitaría después de una ausencia de siete años en el extranjero, por motivos de trabajo. Yo tenía cinco años de edad cuando él se marchó, y apenas recordaba que era un hombre bien parecido, algo robusto, alegre y considerado con todos, sobre todo los miembros de la familia, y especialmente cariñoso conmigo, que era la pequeñita de la casa.

Ahora regresaba como persona de éxito, pero más me emocionaba la espera de su reacción cuando me viera convertida en una chica en el umbral de la adolescencia, de figura esbelta, piernas llenas, dos diminutas montañitas en el pecho aún infantil, morenita y, al decir de los que me conocían, bella.

Fuimos a darle la bienvenida en el aeropuerto, a donde arribó con su amplia sonrisa; lo abrazamos con felicidad, y cuando llegó mi turno me separó de sí tomando mis manos y alargando mis bracitos, para exclamar:

- ¡Caramba, Janice, pero si estás convertida ya en una linda señorita!

- ¡Gracias, tío!, le respondí, sonrojándome.

Abordamos todos el vehículo y partimos a nuestro hogar, donde se le tenía preparada una habitación que ocuparía en tanto se daba tiempo para buscar y adquirir su propia casa.

Comimos en amena charla, y al terminar se retiró a descansar, opinando que el programa que se le había preparado para reconocer la ciudad era mejor iniciarlo al día siguiente; mis papás y hermanos estuvieron de acuerdo; éstos últimos son dos y el menor me antecede seis años en edad.

Les vino de perlas disponer de la tarde para atender sus propios compromisos.

Después de un breve descanso me dediqué a resolver mis tareas y más tarde a ver un programa de caricaturas por televisión.

Mi tío terminó su siesta, tomó un baño y llegó en shorts a la sala con la idea de leer los periódicos para informarse de las novedades locales, y ahí me encontró.

- ¡Janice, preciosa!, ¿puedo acompañarte a ver televisión?

- ¡Claro que sí, tío!, siéntate aquí a mi lado, por favor.

Una vez acomodados en el sillón de tres asientos, él a mi izquierda y yo en el centro, levantó su brazo derecho y dijo, mientras me acariciaba el cabello:

- Estás hecha una belleza; qué diferencia de aquella criatura de cinco años que yo arrullaba en mis piernas, luego se dormía y finalmente yo depositaba en su camita.

- Apenas lo recuerdo, tío, sólo tengo en la memoria que eras muy tierno conmigo, me traías regalos siempre que volvías de un viaje, y que me defendías de mis papás cuando hacía un berrinche o alguna travesura.

De pronto se oyó desde la cocina la voz de mamá, que preguntaba a su hermano, en el tono de costumbre:

- ¿Quieres café, mi amor?, lo hice fuerte como te gusta.

- ¡Claro que sí, hermanita!, ¡tu café me fascina, ya lo sabes!

- ¡Janice!, ¡lleva el café a tu tío, por favor!

Fui presurosa por la taza, que deposité en la mesita que se hallaba al lado de él, y permanecí de pie esperando que probara y diera su aprobación a la bebida.

- ¡Mhhh!, éste sí es café de verdad... ¡Gracias, Encanto!-, dijo, usando el antiguo nombre que daba a mamá.

Me disponía a volver a mi asiento cuando me tomó de la mano izquierda y me condujo hacia su pierna derecha.

- ¿Te sientas en mi pierna, como cuando eras chiquita?

Contesté afirmativamente con la cabeza y procedí a sentarme donde me indicó, pero antes levantó mi faldita de manera que nuestras pieles quedaron en contacto. Aquello me dejó perpleja un instante, pero de inmediato me recuperé, suponiendo que ésa era una buena forma de sentirme más cerca de aquel héroe de mis primeros años. Le sonreí y me dijo:

¡Qué hermosa eres, pequeña!, ¡déjame darte un beso!

Acerqué la mejilla y me dio en ella un cálido beso que me produjo un escalofrío. Se dirigió a mi orejita y eso me provocó un estremecimiento. Bajó a mi cuello y la humedad de sus labios me excitó. Suspiré, sorprendida. ¡Dios mío, qué sensación tan extraña y placentera!, no pude resistir y volteé a verlo; estaba tan cerca de mí que miré sus labios y los besé, al principio tímidamente, pero cuando su lengua buscó la mía nos fundimos en un juego de inaudita sensualidad.

A la vez que nos besábamos acaricié sus cabellos. Al llegar su boca a mi hombro izquierdo bajé el tirante de mi blusita para que su deleitoso mimo dispusiera de mayor espacio; al hacerlo dejé al descubierto el pezón que con su dureza descubrió mi incipiente calentura, y hasta ahí llegaron sus labios, su lengua y sus dientes.

Me fue imposible evitar un gemido de goce atormentado por la peligrosa cercanía de los demás en casa:

- ¡Oh, tío, por favor...!, le susurré al oído con deseos de que no me oyera, y de que si ello ocurriese no me obedeciera.

En vez de acatar mi súplica puso su mano en mis muslos y comenzó a subirla peligrosamente por el camino sin regreso... Antes de que me diera cuenta, él tuvo un momento de raciocinio, subió el tirante, bajó la faldita y me dijo:

- Gracias, princesa, te quiero...

Me levanté de mi cálido asiento y me le quedé viendo, incrédula, interrogándolo con la mirada sobre lo que había pasado, pero, por encima de todo, acerca de lo que él pensaba que habría de pasar en adelante.

Pero guardó silencio, se incorporó, me dio un beso en la frente y me dijo:

- Te amo, recuérdalo.

Y marchó a su habitación, dejándome sin aliento. Apenas podía yo creer lo que había sucedido, pero me había gustado y estaba dispuesta a repetirlo.

Al día siguiente fue sábado y mis papás, mi tío y el menor de mis hermanos llevamos a cabo el recorrido por la ciudad, tal como estaba planeado; comimos en la calle y regresamos rendidos a casa.

Salió el resto de la familia a sus rutinas sabatinas por la tarde, y a continuación él y yo nos encontramos en la sala, como si nos hubiéramos citado.

Llegué a nuestro sillón, levanté mi faldita, quedé piel a piel sobre su pierna y reanudamos sin hablar el diálogo de nuestros cuerpos apenas iniciado ayer; besó mis labios, mis orejitas, el cuello y, cuando bajé el corpiño, los pezones duros y complacientes recibieron también los halagos de sus dedos y boca. Subió lentamente su mano por mi entrepierna y dibujó pequeños círculos en la zona genital de su joven sobrina, jugosa y tibia.

Al yo sentir que la tela del calzón reducía las sensaciones de sus caricias, en un rápido movimiento me lo quité; me lo pidió y se lo di, lo olió, le dio un beso y lo guardó en uno de los bolsillos de su short. Sin el estorbo de la minúscula prenda, sus dedos agasajaron la ardiente vulva hasta llegar a insinuarse en la gruta virginal.

Sentí su falo prisionero al lado de mi muslo, y una fuerza superior a mi voluntad me obligó a buscar nuevo asiento a horcajadas sobre aquella dureza irresistible que coloqué bajo mi tierno sexo, al que proporcioné un seductor masaje en busca de alivio; simultáneamente besaba con desesperación al varón experto que despertaba en mí las más bellas sensaciones de mujer.

Estaba tan excitada que, algunos minutos después de tan exquisito aprendizaje no soporté más el deseo de quedar desnuda ante él, aunque desconocía qué más podría ocurrir..., sólo quería eso: desnudarme frente a él. Me levanté y lo tomé de la mano conduciéndolo a mi recámara.

Una vez ahí me deshice de las ropas hasta quedar como deseaba; me tendí en la cama, lo miré profundamente y esperé, no sabía qué, únicamente esperé, seguramente él sabría qué hacer...

Miró detenidamente la anatomía infantil que seductoramente le era brindada en aquella hora de amor. Sin palabras también se desnudó, y vi que de la lozanía masculina de mi tío sobresalía su pene erecto, brillante y húmedo.

Ante aquella vista mi vagina arrojó una nueva emisión de néctar, que aquel primer habitante de mis regiones íntimas se ocupó de saborear directamente de la fruta femenina que ahora se le ofrecía.

Los gemidos de la pequeña hembra pronto fueron grititos que sofocó el hombre con sus besos mientras con frenesí acomodaba la cabeza del miembro en la gruta inviolada hasta entonces.

El silencio era total, sólo interrumpido por nuestras quejas y suspiros. El formidable ariete llegó a la barrera virgen, que franqueó en una embestida inevitable que me hizo dar algunos gritos que ahogaron los besos apasionados de mi primer amante.

Pero el macho no detuvo ahí su camino de conquista; continuó avanzando y arrancándome quejas de dolor y sollozos de placer hasta que me sobrevino aquel extraordinario estremecimiento que más tarde identifiqué: había experimentado el orgasmo inicial de mi vida de hembra sujetando con la vagina impúber el tronco suculento, al mismo tiempo que éste rozaba mi clítoris, lo cual multiplicaba los ardientes efectos de la posesión.

Él no eyaculaba aún, así que, cuando advirtió mi culminación, varias veces salió de mi gruta y entró vigorosamente en ella hasta que arrojó un torrente de semen que me originó un segundo orgasmo, de diferente intensidad.

Quedamos extenuados y felices. Una breve mancha de sangre denunció la pérdida de mi virginidad, que procuré disimular tanto como fue posible, aunque en caso necesario podría haber argumentado el anuncio prematuro de la regla.

Nadie se enteró porque nadie tenía para qué enterarse de esa maravillosa inauguración de mi sexualidad; era suficiente con que lo supiéramos mi amado tío y yo, quienes vivimos la más formidable etapa de amor de nuestras vidas.

Cuando adquirió su propia casa pudimos continuar nuestras mañanas, tardes y noches de pasión sin limitaciones, hasta que cumplí la mayoría de edad y mis padres decidieron que debía continuar los estudios en una universidad fuera de nuestra población.

Mi tío y yo nos despedimos con desesperada locura como si fuéramos a dejar de vernos para siempre. Lo cierto es que ambos sabíamos que él podría visitarme y yo regresar a sus brazos ardientes en vacaciones, pero aquél era un buen pretexto para enriquecer con sexo explosivo los supuestos últimos coitos de nuestras vidas.

Me gradué ya y continúa siendo mío ese macho increíble que me hizo conocer las mieles del sexo a los doce años de edad, y aún sigo perteneciéndole, como la ocasión en que me hizo suya por primera vez, en mi recámara de niña.