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Irenia

en Amor filial

IRENIA

Llamé a Irenita para saludarla con motivo de su cumpleaños; me lo agradeció y preguntó:

- ¿Cuándo vendrás a visitarnos, tío?

Irenia me llamaba tío porque era amigo de su familia y la conocía desde pequeñita. La última vez que estuve en su casa, ella tenía once añitos, y desde entonces diversas razones habían impedido que volviera a verla.

A su pregunta se me ocurrió responder:

- Cuando hayas crecido un poco más, para verte convertida en una linda señorita…

- Pero si ya estoy grande, tío. Tienes que venir a verme, mis senitos han crecido y me han salido curvitas en las caderas…

Debo confesar que cualquier cosa esperaba menos aquella argumentación para convencerme de que era hora de ir a verla de nuevo. Prosiguió:

- Voy a enviarte una fotografía mía para que veas cuánto me he desarrollado; ya sabes que en mi país las mujeres maduramos más pronto que en otros… Estoy segura de que al ver mi foto dirás "Tengo que ir a ver a Irenita".

Aquello era casi una promesa; al menos así lo entendí, por lo cual comencé a pensar en el viaje.

- Bueno, iré porque tú quieres que yo vaya, y porque quiero abrazarte y besarte mucho…

- ¡Ay, tío!, ¡qué rico!, te espero; también tengo muchos deseos de abrazarte y besarte.

Nos dijimos un par de cositas tiernas más, se despidió de una forma amorosa e inesperada en una chiquita de esa edad, y preparé el viaje con antelación suficiente para dejar todo dispuesto a fin de pasar, por lo menos, diez días con la familia de Irenia… y con Irenita.

Pero antes de viajar llegó un sobre conteniendo una amorosa carta y la foto de mi niña. Estaba verdaderamente increíble; era realmente una mujercita en plena adolescencia, morenita con todos los atributos de la feminidad; vestía un bañador de dos piezas y sonreía de la manera más cautivadora y maravillosa. Yo sabía que esa promisoria sonrisa era especial para mí, pues se había hecho tomar la fotografía exclusivamente para su "tío". En su carta me decía todo el deseo que tenía de verme, con una frase que me dejó helado: "Sueño con usted todas las noches, y a veces me desvelo pensando en todas las cosas que haremos juntos cuando usted venga."

De inmediato me comuniqué al teléfono de su casa, donde me contestó su madre; por su conducto hice llegar saludos a toda la familia. Me preguntó:

- ¿Quiere hablar con Irenia?

Me sorprendió la pregunta.

- Bueno…, si está por ahí…

- Por aquí está, enseguida se la paso, pero debe usted saber que ella está loquita desde que recibió su llamada de cumpleaños; no hace más que hablar de usted, quien es el tema de todas sus conversaciones. Tiene usted que venir, porque ya no la aguantamos con su tío por aquí y su tío por allá. Si no estuviera tan chica diría que está enamorada de usted.

- ¡Señora, qué cosas dice…!

- Aquí está ella; se enteró de que es usted quien llama y casi me arrebata el aparato. (Y dirigiéndose a la pequeña) Aquí está ya, niña, tu tío.

- ¡Tío!, ¿es usted?

- Soy yo, mi amor…

- ¡Qué alegría!, desde que me llamó en mi aniversario no he hecho otra cosa que pensar en usted.

- ¿De veras?

- ¿No me cree?, pero si vivo con la ilusión de que usted vendrá pronto a visitarnos… y a ver a su Irenia.

- Así es, princesa. Recibí la carta con tu foto; estás preciosa; de verdad que te has desarrollado muchísimo; ya eres una mujercita de cuerpo entero.

-¿Le gustó?, ¡qué bueno!, porque quiero gustarle mucho, mucho, mucho, como usted me gusta a mí.

- ¡¿?!

- Tío, lo quiero mucho.

- Y yo a ti, preciosa; también quiero agradecerte las cosas lindas que me dices en tu cartita.

- Se las digo con sinceridad… ¿Cuándo vendrá, tío?

- En quince días más estaré contigo, muñequita.

- Pediré a papá que me lleve al aeropuerto para recibirlo; no quiero que esté ni un minuto separado de mí.

- Gracias, mi amor. Allá nos vemos.

- Le anticipo un beso de los muchos que quiero darle cuando esté usted aquí…

- Gracias, mi cielo, también te mando otro de los muchos que te daré cuando esté contigo. Hasta pronto.

Aquello era un sueño, cuya realización estaba a punto de ocurrir. Ignoraba yo hasta dónde podía llegar aquello; sólo me propuse conducirme con prudencia y… dejarme llevar por Irenita.

Me recibió en el aeropuerto, como prometió. Se hallaba con sus padres y estaba radiante; era una belleza con su minifaldita y la blusita atada en la cintura que dejaba contemplar un ombliguito perfecto y seductor. La preciosidad de los deditos de sus pies de miniatura sobresalía entre las delicadas sandalias. Y sus senitos, ¡Dios mío!, eran dos pequeñas montañitas que su dueña se complacía en lucir irguiendo el pecho con coquetería. Aquella niña era, en resumen, la más delicada estampa de una pequeña diosa. Una diosa a la que me proponía adorar de pies a cabeza si había oportunidad. Y parecía haberla, pues sus padres se mostraban, por lo menos, especialmente dispuestos a permitir las atenciones que ella prodigaba a su tío.

Intercambiamos abrazos y besos de bienvenida, y tomamos la carretera a la ciudad. Disfruté durante el resto del día las actividades de rutina: reconocimiento de lugares, visitas y salutaciones, algunos brindis, etc.

Ya por la noche y en la paz de la sala, en shorts frente al televisor, vino la pequeña a sentarse en mis piernas. Discretamente los papás se habían retirado a su habitación, argumentando cansancio, y dejando a Irenita la recomendación de apagar las luces antes de acostarse.

Sorpresivamente, la hembrita se puso de pie y levantó su faldita para colocar la piel de sus piernas sobre la piel de las mías. Como un gatito se acomodó en mi pecho y comenzó a acariciarme en silencio el cabello y el pecho. Yo me atreví a tocar suavemente sus rodillas y luego sus muslos, sin protesta de la pequeña, lo cual me alentó a continuar. Dejé por lo pronto el camino de sus extremidades y me fui a su cintura, antesala del par de manjares que esperaban un poco más arriba.

De pronto, Irenia tomó mi rostro con su manita y me dio un beso en los labios que me supo a gloria. Sin pensarlo más, y sin separar nuestros rostros, ascendí mis dedos ansiosos hasta tocar la tersura de sus senos y apreté suavemente los pezones que de inmediato se pudieron erectos. En tanto, mi boca buscó el cuello de terciopelo y enseguida los lóbulos de las orejitas, y sus ojos y nariz para volver a los labios golosos que ya me esperaban con ansiedad de párvula disfrutando su juguete nuevo.

Volví mis dedos vehementes a su entrepierna, que se anunciaron temblorosos a la carnosa abertura; la masajeé con suavidad extrema e intenté separar la tela del puente que me separaba del delicioso contacto con aquella piel intocada hasta entonces por alguien más que ella misma. Percibiendo las dificultades de mi propósito se apartó un poco de su cálido asiento y se liberó de la prenda, que ayudé a salir de sus piesecitos para llevarla a mi nariz, aspirar su fragancia, besarla al mismo tiempo que la muchachita me sonreía con ojos pícaros y cómplices, y guardarla en uno de los bolsillos de mis shorts, destinada a regocijos posteriores.

Siguieron minutos maravillosos de caricias, suspiros y gemidos. Lentamente se levantó, me tomó de la mano y sin decir palabra me condujo a su cuarto, todavía lleno de muñecas y peluches, se desnudó y yo hice lo propio mientras sus ojos de hembra en celo se fijaban en los míos, con una sonrisa voluptuosa y provocativa.

Se depositó delicadamente en el lecho y esperó la continuación que ella aún ignoraba pero intuía, mientras me daba instrucciones urgentes con mirada radiante. Obedecí el silencioso mandato, con una erección que ella miró con sorpresa y deleite.

Los preliminares del acto amoroso ya habían sido practicados en la sala; sin embargo, decidí reprimir el impulso de penetrarla de inmediato y me di a la inefable tarea de saborear la ranura virgen en que confluía aquel par de muslos prodigiosos; hallé pronto el diminuto clítoris, que saboreé provocando las quejas placenteras de su dueña, y bajé hasta el umbral de la deliciosa vaina que se encontraba ya abundantemente lubricada, en nerviosa pero apremiante espera de su inminente agresor.

Sin pensarlo más coloqué el glande amenazador en la inocente abertura y avancé hasta topar con el himen infantil. Al advertirlo, ella me regaló una sonrisa que me estimuló a violar el sello inmaculado; así lo hice, y eso le provocó un gesto de dolor que luego se convirtió en un nuevo mohín de invitación a su macho para proseguir la obra que había empezado.

Aquella fue una experiencia indescriptible: cada asalto y retirada de la suave cavidad me volvían loco; al poco tiempo el pene lujurioso entraba y salía con deliciosa facilidad, excitando cada vez más a la criatura y provocándole ansias de placer que acrecentaba con sus propios movimientos. Simultáneamente me ocupaba de acariciar todas las partes de aquel cuerpecito que se hallaban al alcance de mis manos, boca, lengua y dientes, que frenéticos bebían el sudor, la saliva y los jugos coitales de la seductora hembrita.

Aquella niña fue una pequeña salvaje en esa cama de sus fantasías pueriles donde su tío la convirtió en mujer.

Gemidos, suspiros, sollozos y orgasmos se sucedieron violentamente hasta quedar ambos extenuados.

El resto de la noche lo pasé en su habitación, donde volvimos a hacer el amor, no recuerdo cuántas veces, hasta bien entrada la madrugada. Antes de que la familia despertara agradecí las atenciones de aquel cuerpecito dando besos a sus labios, senos, ombligo, vulva, nalgas, piernas y pies; por su parte, la refulgente diosa me exigió la promesa de que el resto de mis noches en su casa lo pasaría con ella.

Presuroso fui a la recámara que se me había preparado y tomé un baño. Pude dormir un poco y al rato me llamaron al desayuno. Lo hice con gran apetito junto a los papás de Irenita y con mi nena a un lado.

Fueron ésas las vacaciones más hermosas e inolvidables de mi vida.