miprimita.com

Lorenita

en Amor filial

LORENITA

A los 10 años de edad comencé a tomar la figura de una linda nena de cuerpito robusto, piernitas y muslos redondos, piesecitos delicados y orgulloso traserito que, según noté, provocaba mucho el interés de los ojos varoniles, especialmente de papá cuando yo correteaba por la casa en shortcitos ajustados o mi corta faldita escolar.

Aquella calurosa tarde en que mi madre salió a compras, por alguna razón entré, solamente en calzones, al baño donde mi papito acaba de tomar un regaderazo.

Me sorprendí al verlo desnudo y de inmediato le pregunté curiosa por qué carecía yo de una cosa similar a la que él tenía por delante, aunque él sabía que en la escuela ya me habían impartido lecciones de educación sexual.

-Porque es algo que la naturaleza únicamente nos dio a los hombres-, respondió.

-¿Y para qué es?-, volvía a preguntar, sin dejar de ver aquel miembro que empezaba a crecer ante mi admiración.

-Para orinar..., y para meterlo a las mujeres por aquí-, me dijo, mientras su mano tocó audazmente mi vulva por encima del suave algodón de mis breves pantaletas, y su dedo medio se insinuaba en las cercanías de mi entradita vaginal.

-¿Y para qué se los meten?-, continué indagando, sin preocuparme por la invasión a mi tierna zona genital.

Era un diálogo de fuego que los dos estábamos atizando sin saber hasta dónde nos iba a abrasar...

-Para que en este agujerito les produzca placer...

-¿Y qué es placer?-, quise averiguar, e instintivamente mi mano infantil tomó el pene de papito, lo cual fue suficiente para que se convirtiera al instante en una barra de músculo firme y caliente.

-¡Mira, se pone duro!-, exclamé.

-Placer es...-, acertó a balbucear, -una sensación muy agradable, de alegría, de felicidad, que disfrutan juntos una mujer y un hombre..., como tú y yo.

Al tiempo que él decía esto, sentí en mi manita que su cadera se impulsaba hacia atrás y adelante en busca del deleite que estaba recibiendo. Tuve que ayudarme de las dos manos para que, por sus movimientos, el pene no se me escapara.

-¿Me lo vas a meter a mí?

-Si tú quieres...

-¿Y me va a doler?

-No, si lo hacemos con cuidado.

-Bueno.

-Pero antes debemos hacer algunas cositas.

-¿Cómo cuáles?

-Primeramente preparar tu agujerito y mi pene.

En tanto, yo no dejaba de acariciar el instrumento de mi naciente deleite.

-Ven-, me indicó, interrumpiendo mi labor; me cargó en sus brazos, me besó en las mejillas, en los párpados y las orejitas, y me condujo a la cama.

Ahí me acostó boca arriba e inició su rito de adoración a mi cuerpo, besando mis pies y dedos uno a uno, los tobillos, el empeine, las piernitas, las rodillas y los muslos.

Yo suspiraba por el goce que me daban las caricias de mi papi. Él subió un poco y alcanzó con su boca los pezoncitos que por entonces apenas sobresalían de los pequeños abultamientos de mi pecho. Ello me gustó, se aceleró mi respiración y empecé a emitir gemidos de la más dulce delicia.

Para entrar al paraíso me despojó de la única prenda que aún conservaba, separó y recogió mis piernas y llevó a su boca la golosina que yo le ofrecía con una muda interrogación en la mirada, que me fue respondida al sentir las vibraciones que me llegaban desde mi sexo virgen. Arqueé la pelvis urgiendo la continuación de aquel ejercicio que era la prueba concreta del placer por el que yo había preguntado minutos antes.

-¡Ahhh, qué lindo, qué rico, papá!, le decía entrecortadamente.

Nerviosa, la lengua masculina fue de mi clítoris a los labios de la vulvita imberbe, y de éstos a la entrada de la vagina. Su dedo índice acudió a colaborar en la seductora tarea, pero vio obstaculizado su avance por el himen infantil.

Me pidió que con mi boquita le chupara el miembro, lo cual hice de la manera más natural del mundo; como es de suponer, el tronco no me cabía en la pequeña cavidad, pero lo apretaba con mis labios, lo mordisqueaba con los dientes y lo lamía con la lengua.

Estábamos en la gloria. Así hubiésemos pasado largas y suculentas horas si, suspendiendo la tarea y levantando mi cabecita, no hubiese yo preguntado.

-¿Ya me lo vas a meter?

-Sí, mamita, ya...

-Pero no me va a doler, ¿verdad?

-Un poquito, mi amor, pero te vas a aguantar como una hembrita valiente, ¿sí?

-Sí, papi.

Colocó una almohada debajo de mis nalguitas, desenvainó la espada y puso la cabeza tumefacta sobre mi montecito de Venus, totalmente desprovisto de pelos, voluminoso y apetecible como un fresco melón; la colocó a la entrada de mi inocente orificio y empujó... Me quejé y di un grito cuando el intruso intentó eliminar mi virginidad.

-¡Ay, papito!, ¡no!, ¡me duele!, ¡ay!, ¡sácamelo, por favor!

Su amor por mí fue más grande que su deseo y emprendió lentamente la retirada, pero la calentura de él era tan grande que ahí mismo se masturbó y arrojó su esperma sobre mi barriguita.

Cuando pudo hablar, me dijo:

-Reinita, creo que tendremos que esperar un poco para que podamos hacer el amor. Tendremos paciencia pero en tanto te enseñaré cositas que te van a ir preparando para el gran momento en que, por fin, mi verga pueda entrar sin gran dolor en tu canalito.

-Está bien, papi, quiero que me enseñes..., ¿cuánto tiempo más esperaremos?

-Tal vez dos añitos más. Cuando cumplas 12 intentaremos la penetración de nuevo.

Fueron dos años de aprendizaje constante. En ellos aprendí a sentir cada vez más placer al recorrerme sus manos, su pene, su boca y su lengua. Conocí también los secretos para excitar cada una de las partes del cuerpo de papá, especialmente su sexo, que cada vez podía abarcar más con mi boquita, donde en la mayoría de las veces arrojaba su semen.

A fuerza de caricias de él y mías, todo mi cuerpo fue madurando más y mejor que el de mis amigas y compañeritas de escuela. Hasta mamá estaba sorprendida:

-¡Hijita, cada día estás más desarrollada!, ¡mira ese bustito y esas caderas!, pareces una criatura de mayor edad, aunque todavía no reglas. Ten mucho cuidado, porque ya sé que tienes por ahí algunos pretendientes.

Tenía razón, y aunque me halagaba que tres o cuatro chicos anduvieran rondándome, vivía sólo para la idea del momento en que se cumpliría la promesa de mi papi y mi obsesión de tenerlo completamente dentro de mí.

Sabía que, mientras papá y yo teníamos largas sesiones de mimos y placer, el día se acercaba. Me iba preparando mentalmente para el gran momento, y ardía en deseos de que su falo entrara finalmente en posesión de mi vaginita, un territorio dispuesto sólo para él.

El día de mi cumpleaños número 12, después de apagar las velitas del pastel, de pasar por la broma de que los invitados hundieran mi cara en él, y de que todos rieron al verme el rostro todo cubierto de betún, papá se acomidió a llevarme al baño para limpiarme con una toalla húmeda.

Ahí quitó de mi semblante la gruesa capa cremosa, pero no con la toalla sino con su boca y su lengua. Fue delicioso, y me dijo quedamente:

-Ahora sí, mi chiquita, en la primera oportunidad haremos el amor en grande. Prepárate porque no nos detendremos hasta que tengas la verga de tu papi en lo más profundo de tu agujerito.

Excitada, le respondí:

-Ya estoy preparada, papacito; hace dos años que lo estoy esperando; ya no perdamos más tiempo, mi amor...

-Sí, cariño, buscaremos la oportunidad y lo haremos pronto, te lo prometo.

Volvimos a la fiesta y todo volvió a la normalidad.

Pasó toda una semana sin que se presentara la ocasión de estar los dos a solas, hasta una tarde en que ocurrió y, sin hablar, tomados de la mano fuimos a mi recámara y nos desnudamos, impacientes.

Fue increíble. Luego de las caricias iniciales con que empezó a subir nuestra temperatura, colocó una toalla roja debajo de mis nalguitas y puso el amado glande a la entrada de mi pequeño orificio... Al sentir la barrera del himen se lanzó hacia adelante; me quejé un poco y di un gritito cuando el intruso eliminó para siempre mi virginidad.

Ya era mío y yo era suya... Aquella hermosa mujercita era suya, felizmente suya.

Besó la menuda abertura de mis labios, y al separarse de ellos me interrogó con mirada suplicante si podía continuar. Permaneció quieto hasta que en mi carita se dibujó una sonrisa que era una clara invitación para avanzar. Lo hizo, y mi manita fue apresada por mis dientes para impedir la queja, pero de inmediato le ordené:

-¡Papito, mi amor!, ¡así, dale placer a tu niña, dámela toda entera, quiero sentirla toda dentro de mí!, ¡ya estoy lista, papacito!

Obediente avanzó algunos centímetros más, la vaginita me ardía y apretaba la tranca a pesar de las humedades de ambos. Fue inevitable que con algunos pocos esfuerzos de los dos, el miembro quedara totalmente alojado en mi tierna funda de terciopelo.

-¡Sí, mi reina, aquí la tienes para darte el placer que quieres, para llenarte de amor con mi leche en lo más hondo de tu adorable cuerpecito!

Aunque con un poco de molestia por la reciente penetración, el miembro y las caricias de papá me tenían en el paraíso. Me dolía un poco pero yo no quería que aquello terminara. Ya no pude hablar, de mi boquita sólo salían gemidos, quejas y grititos que estimulaban los ataques del macho que también se resistía a terminar el banquete dispuesto sólo para él.

Finalmente su control de eyaculación se vio superado por el calor y la fricción de la deliciosa gruta, así como por los suaves mimos y los amorosos besos que igualmente yo le daba; en tales momentos yo había dejado de sufrir y me dedicaba a disfrutar el regalo de cumpleaños que papito me había prometido y ahora me entregaba.

En una violenta estocada inició la descarga del torrente de esperma que fue a depositarse en las delicadas entrañas de su hija, quien se retorcía de gusto al saberse querida y penetrada por el hombre que más amaba.

-¡La estoy sintiendo en mi interior!, ¡qué caliente es, amor, siento que me quema!, ¡dame más, más, maaás! ¡Qué feliz soy, papaaá!

Me encontraba en el umbral de un orgasmo explosivo y enloquecedor, rico, grandioso, sensacional, fantástico, exquisito, maravilloso... Tontamente habíamos perdido dos largos años en la espera de este disfrute jamás imaginado por mí...

Al término del acto quedamos exhaustos y juntitos, besándonos abrazados. Luego sacamos las últimas fuerzas para lamer él de la enrojecida vulva, y yo de su pene, los estragos de aquel coito prodigioso, en un inesperado sesenta y nueve de última hora.

Nos dimos un beso lascivo y prolongado restregando nuestros cuerpos antes de dirigirme al baño para asearme, lavar la toalla de nuestra pasión y escuchar proveniente de la cochera el ajetreo de la llegada de mi madre.

Antes de que ésta entrara, saqué mi cabecita por la puerta, le guiñé un ojo y toqué con las dos manos mis genitales, diciéndole:

-Como ahora ya somos novios, vamos a hacer el amor cada vez que se vaya mamá, ¿verdad?, y te prometo que luego te permitiré que me penetres también por mi traserito.