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El poder de Osvaldo (4: El castigo)

en Control Mental

  El viejo tranvía que cubría el trayecto hasta la escuela siempre estaba abarrotado, especialmente a primera hora de la mañana. Algunas veces ni tan siquiera había donde agarrarse, por lo que era imposible evitar los frecuentes empujones y magreos que se producían en el interior del transporte.

  Ambos sabían a lo que se exponían desde un primer momento, cuando aún esperaban en silencio la llegada del tranvía. A cada minuto que pasaba, Ramón se sentía más arrepentido, a merced de aquella criatura. Sabía desde el principio que no debía haber accedido a los caprichos de aquella niña perversa de oscuras intenciones. Pero la creciente presión que sentía en su entrepierna le impidió rectificar.

  A la llegada del tranvía, más abarrotado que de costumbre, el desorientado adulto se limitó a seguir como un autómata a su hijastra a través del vagón.  No fueron pocos los roces y sucios tocamientos a que la chiquilla fue sometida, además de por su propio padrastro, por el resto de pasajeros. Algunos de ellos quizás fueran involuntarios. Pero no faltó quien, oculto en la multitud, aprovechó su ventaja para inspeccionar los secretos de aquella tierna criatura. Hubo quien incluso llegó a aventurarse bajo su falda, sorprendiéndose al hallar su intimidad desnuda mientras Marta guiaba a su acompañante con paso decidido entre toda aquella gente.  Lo llevo hasta un espacio que hay en la cola del transporte, encajonado entre una fila elevada de asientos y las ventanas traseras. Si ella se situaba entre la pared y su padrastro, permanecería oculta ante las miradas, por muy cercanas que fueran.

 Durante el desplazamiento puso especial atención en irse deteniendo a cada paso e inclinar su cuerpo ligeramente hacia atrás para sentir aquel bulto estrellándose irremediablemente contra su espalda y su culo. De esta forma la pequeña pudo asegurarse que el miembro de su padrastro adquiría la consistencia necesaria para que ella pudiera al fin cumplir con su particular castigo. Cuando llegaron al lugar indicado, una vez la pequeña se hubo cerciorado de estar en la posición correcta, cogió sin dilación la mano de su falso padre y la puso directamente sobre su coño desnudo y mojado.

 Si todavía quedaba algo de prudencia en el interior de aquel hombre de apariencia respetable, ésta desapareció al sentir el contacto con aquél cálido coñito palpitante que se restregaba contra su mano mojándole la yema de los dedos. Al inspeccionar con la mano aquél cuerpecito, descubrió que la calentura que ocultaba la chiquilla, cuya humedad impregnaba ya la parte superior de sus muslos, era aún mayor de lo que había imaginado. Marta exponía su cuerpo a los tocamientos mientras sus manos agarraban el miembro erecto de su padrastro sobre el pantalón. Cuando consideró que su objetivo tenía la poya lo bastante dura, con un rápido movimiento, bajo su bragueta y libero aquel rígido miembro de su prisión. Eso sobresaltó al adulto que, antes de poder reaccionar, se encontró con la poya metida dentro de la cálida boquita de su hijastra, que chupaba con esmero.

 La sensación fue indescriptible, a medio camino entre el placer y el terror. Sabía que aquello estaba yendo demasiado lejos, pero también era consciente que en el punto en el que estaban lo mejor era no resistirse y acabar lo antes posible. De lo contrario se arriesgaba a ser descubierto, y esa idea le aterraba.

 El primer orgasmo le llegó de repente, como una explosión, y a punto estuvo de alertar a todo el pasaje con un alarido que a duras penas logró reprimir. Pero aquello no era suficiente para la pequeña diablilla que, tras tragarse toda su corrida si rechistar, seguía comiéndole la poya sin descanso en busca de prolongar su erección. En la posición en la que estaban parecía como si Ramón estuviera sencillamente inclinado sobre la pared mirando por la ventanilla. Nadie habría podido adivinar que, tras el largo abrigo de aquel hombre, se ocultaba el menudo cuerpecito de la niña, ocupada en sus tares preferidas. Y pronto esa dedicación con la que chupaba la pequeña empezó a dar resultado y aquél rabo volvió a verse tieso como un palo.

 Entonces Marta supo que había llegado el momento de recibir su tan ansiado regalo y, ayudándose en las barras laterales del tranvía, elevó su cuerpo sobre el suelo, situando su vagina al alcance de tan tremenda erección, y se dispuso a encaramarse sobre el inflamado tronco de su querido papaíto. Ramón, sorprendido de nuevo por los rápidos movimientos de la criatura, trató en el último momento de impedir la penetración retrocediendo el cuerpo. Por desgracia un movimiento brusco en el vagón hizo que perdiera el equilibrio y se precipitara contra la pared ensartando a la pequeña en su poya durante la caída. Sin embargo, la penetración no fue completa debido a la resistencia que presentaba su himen.

 Sentir su poya deslizándose en la húmeda estrechez virginal de su princesa fue mucho más de lo que la debilitada conciencia de Ramón podía aguantar. Y se entregó definitivamente a la locura. Ni siquiera la idea de estar robando la virginidad de su pequeña le detuvo. Al contrario, esa idea le encendió aún más. Sacó su miembro de la estrecha cueva, chorreando flujo, y, con una furiosa embestida, volvió a hundir violentamente su espada en ella, esta vez hasta la empuñadura, arrancando definitivamente el último rasgo de niñez del cuerpo de aquella criatura, que se retorcía y babeaba enloquecida por el placer.

 Marta sabía que su anhelado premio estaba ya muy cerca. Tuvo que contener un gemido al sentir su virginidad quebrarse. Aquél dolor tan intensó y agradable de sus entrañas al rasgarse la enloqueció, creyó que iba a desmayarse de placer. Se concentró en la masa de carne que exploraba por primera vez las profundidades de su vagina, enterrada en lo más hondo de su cuerpo, llenándola por completo. Y la pequeña, definitivamente abandonada al placer, inició con su cuerpo una danza lujuriosa en la que pronto se vería involucrado su amante, presa de la misma frenética locura. El adulto sujetaba los muslos de la chiquilla manteniéndola elevada, con la piernas pegadas al cuerpo y el coño abierto, mientras la empotraba rudamente contra la esquina del vagón.

 Se la estaba follando como un animal, enloquecido, y sus cada vez más ostentosos movimientos empezaban a ser visibles para los demás pasajeros. También les delataba el constante sonido de la cabeza de la chiquilla al golpear el cristal y, a medida que el crimen se volvía más salvaje, también el del culito de la niña al estrellarse violentamente contra la chapa.

 Pero lo que finalmente dejó a la pareja en evidencia fue el salvaje orgasmo de Marta. Poco antes, un enloquecido Ramón había vaciando toda su carga en el interior de la pequeña, estrujando con fuerza sus jóvenes nalgas, mientras mantenía su poya clavada hasta los huevos. Al sentir aquel liquido caliente salir disparado golpeando las paredes de su limpia y recién estrenada vagina, la pequeña Marta estalló al fin en un potente orgasmo y empezó a contonearse, saltando sobre la poya paterna.

 Finalmente la niña no pudo reprimir una larga serie de gemidos, seguidos por un grito agudo, alertando así a los pasajeros de aquel tranvía sobre las placenteras actividades que se estaban desarrollando en la parte de atrás. El saberse descubiertos hizo que los amantes volvieran a la realidad. Y Marta, al sentir aquella poya deslizarse fuera de su satisfecha vagina, fue invadida por un escalofrío que le recorrió la columna y, tras lamerle la cara, miró a su padrastro a los ojos y, con la respiración aún acelerada le dijo al oído:

“-Me ha gustado mucho.”

 Esperaron a que el tranvía llegara a la siguiente estación antes de salir de su escondite y, al hacerlo, trataron de ocultar sus rostros de las miradas indiscretas. El escándalo fue descomunal cuando los pasajeros vieron salir aquella niñita de detrás del abrigo de un adulto. Por suerte consiguieron alcanzar la salida antes de que la cosa fuera a mayores. Pero el bochorno que pasaron fue considerable. Después de aquello aún tuvieron que caminar durante un rato. Pues, durante su arrebato, habían pasado de largo la estación en la que estaba el colegio.

 Durante todo el camino estuvieron en silencio sin que sus miradas se cruzaran ni una sola vez. Ramón estaba aterrado con la idea de haber sido reconocidos por alguien del colegio. La vergüenza y el remordimiento comenzaban ya a hacer mella en su ánimo. Marta, por su parte, sonreía feliz al saberse libre de su castigo y se preguntó cual sería su siguiente tarea. Al llegar al colegio se despidió de su acongojado padrastro con un pulcro beso en la mejilla. Y, tras despedirse como cada día, se encaminó apresuradamente hacia su aula.

 Justo cuando se disponía a entrar en clase notó como un reguero de semen escapaba de su coño, resbalando por su muslo en dirección a la rodilla. Y, tras recoger aquel rastro en su dedo, se lo metió en la boca y saboreo el fruto de su castigo mientras se encaminaba a su pupitre todavía con el dedo entre los labios.

 Ramón, por su parte, tuvo que decir en la oficina que alguien le habia lanzado una bebida por accidente. Pues era imposible ocultar la enorme mancha que su hijastra al correrse había dejado en su camisa y pantalones.