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Private School: Especial Fede Vázquez (11/18)

en Gays

El domingo era el día preferido para todos los alumnos de la escuela St.Mikael’s porque era el único día de la semana en que su rutina se veía algo alterada. El desayuno no se servía hasta las nueve de la mañana, con lo cual podían dormir más y desperezarse a gusto entre las sábanas. Después tenían clases de refuerzo y horas de estudio libre para ponerse al día con las tareas de cada asignatura hasta que les daba la hora de comer. Sobre las tres llegaba el momento de las visitas familiares. Los muchachos de hasta 5º grado podían recibirlas todos los domingos, y de 6º en adelante tan sólo el primero de cada mes. Podían salir incluso al exterior y pasar la tarde con padres, abuelos, hermanos, etc., en el enorme y precioso parque natural que rodeaba las instalaciones del internado. Para los que no recibían visitas (que solían ser la mayoría, no en vano sus padres les habían metido en un internado por algo), se organizaban numerosas actividades deportivas durante toda la tarde.

A las siete y media se pasaba revista, la cena era durante esas noches un auténtico arrebato de euforia en el que se compartían las anécdotas de la jornada, y antes del toque de queda de las once, los ánimos se habían calmado y ya todos los muchachos asumían que comenzaba una nueva semana de rutinas...

 

11.1   Nueve noches juntos

Se había convertido en su rutina preferida desde que vivía en la 4-23: pocas veces llegaba a escuchar el despertador porque el rubito lo apagaba antes de que sonase. Pero Federico Vázquez ya le esperaba consciente, con los ojos cerrados, fingiendo que aún dormía. Nacho Lapresta saltaba de su cama, subía la persiana sólo las rendijas necesarias para no tropezar con nada y caminaba hasta su compañero de cuarto. Se le sentaba en la espalda con su pequeño y liviano cuerpo en desarrollo, le acariciaba los hombros, se inclinaba hacia adelante, le soplaba en la nuca, le besaba la oreja, buscaba la comisura de los labios, y al fin pronunciaba en un susurro:

-Buenos días, guardián, ¿qué tal has dormido hoy?

-No he podido dormir esperando este momento –solía ser la respuesta de Federico girando más la cabeza para recibir el segundo beso, el que le daba de lleno en los labios.

Hablaban en voz muy baja porque siempre sospechaban que el profesor Cristóbal Moreno (que dormía pared a pared con ellos) podía estar con la oreja pegada. Desde aquella primera mañana [capítulo 8.3] no les había vuelto a interrumpir, pero Cristo era un cabrón imprevisible, y por eso se cuidaban mucho de no elevar la voz... Pasados los arrumacos iniciales abandonaba Ignacio la cama durante unos segundos para quitarse el calzoncillo; Federico aprovechaba para hacerle un hueco junto a él. Al jovencito le encantaba sentir aquella calidez que emanaban las sábanas del mayor, se sentía realmente protegido cuando toda su piel se rodeaba de ese calor que lo envolvía en un abrazo perfecto. 

Por lo general Federico seguía boca abajo, si no estaba empalmado antes de que Ignacio se colocara sobre él, en el momento en que le sentía acurrucarse a su lado ya se notaba inevitablemente clavado contra el colchón, como si su polla sufriera una reacción alérgica ante la proximidad de aquel rubillo adorable. Volteaba la cabeza hacia su lado y contemplaba en la penumbra un flequillo que casi siempre le cubría los ojos, el perfil de su pequeña nariz, la prominente desviación de sus labios elevándose por un lado desde el inexistente bigote y por el otro desde una barbilla con forma de minúsculo melocotón; esos labios solían juntarse en una sonrisa perenne y entreabierta. Una sonrisa que Federico recorría con sus dedos; luego los bajaba por su cuello, adentrándose bajo la sábana y la colcha hasta depositar la mano en su pecho cálido y tembloroso debido a los acelerados latidos de aquel corazón joven y lleno de vitalidad.

Entretanto hablaban; en voz baja, pero siempre tenían cosas que decirse porque eran dos muchachos con ganas de conocerse mejor. Se preguntaban y se respondían durante los pocos minutos de paz que cada mañana se regalaban el uno al otro.

-Esta tarde te irás con él, ¿verdad? –le preguntó Federico casi en un susurro.

-Sí. Bueno, con mi madre, que vendrá a las cuatro y media. Me iré con ella en coche hasta el otro lado del lago, a un sitio donde nunca van las otras familias porque está lejos, en el camino hay un montón de piedras y tampoco tiene nada para divertirse. Por eso se quedan todos más cerca, donde los columpios y el merendero de este lado del lago.

-¿Y él?

-Pues él nos espera siempre allí. Don Cristóbal y mi madre se ven antes porque comen juntos, y supongo que también hacen otras cosas, ya sabes... –sonrió-. Luego de comer es cuando ella viene a buscarme.

-Oye, Nacho, ¿no te resulta extraño llamarle “don Cristóbal” o “profesor Moreno”? –quiso saber Federico.

-No. Ya me he acostumbrado, incluso cuando estamos de vacaciones lejos de la escuela le llamo así. Él dice que de esta forma nunca se me escapará lo otro delante de los demás chicos.

Federico se lo pensó antes de hacer la siguiente pregunta:

-¿Y tú le quieres?

-Claro, hombre, ¿cómo no le voy a querer? Claro que le quiero, porque conmigo no es como con los demás. Sé que tú le ves de otra forma porque hacéis esas cosas, las que nunca me cuentas pero que sé perfectamente que son como las que hicimos [capítulos 5 y 6] aquella mañana en el gimnasio... Es muy bueno conmigo, Fede, de verdad, cuando estamos solos siempre es muy cariñoso, nunca me levanta la voz ni se enfada aunque me haya portado un poco mal.

Federico se quedó en silencio. Le costaba mucho asimilar que el mismo Cristo sádico y cabrón al que le gustaba que le mease encima, el que disfrutaba como un perro siendo escupido y humillado por él, el que se excitaba a manos llenas viendo cómo sus alumnos follaban ante sus ojos... le costaba asimilar que esa persona fuera padre, y aún más que fuera un buen padre. Pero al mismo tiempo pensaba en su propio progenitor, en el frío y distante señor Vázquez, y era consciente de que nunca diría sobre él las cosas que le acababa de escuchar a Nacho sobre su padre.

-

11.2   El noveno amanecer juntos

-¿Estás duro, Fede?

-¿Eh? –tan ensimismado estaba el chaval en su pensamiento que le costó entender el sentido de aquella pregunta lanzada sin venir a cuento-. Sí, lo estoy... ya sabes, a estas horas siempre lo estoy.

-Es que ya nunca te das la vuelta –dijo Ignacio colocándose de lado-. Desde el día que te la quise tocar no has vuelto a ponerte boca arriba cuando me meto en la cama contigo. Sé que lo haces para que no lo vuelva a intentar.

-Seguramente –en la nueva postura la mano de Federico quedó enganchada bajo el brazo del otro.

-Lo hice creyendo que te gustaría, porque el día del gimnasio querías que se la tocara a Santi y creí que también querrías que te la tocara a ti. No sé, todas las noches nos hacemos los striptease y nos miramos mucho... Pensé que te gustaba.

-Joder, Nacho, y me gustas. Me gustas mucho, ya lo sabes... Demasiado, incluso.

-Entonces, ¿por qué no te pones de lado y me abrazas? Prometo que no voy a intentar tocarte la picha, si no quieres.

-Se nos hará tarde, enano... en algún momento habrá que ir a desayunar, ¿no?

-Hoy es domingo –musitó Ignacio con una sonrisa.

Entonces Federico elevó un poco la cabeza y miró más allá, oteó el dormitorio, sólo entonces se fijó en que estaba tan en penumbra como cualquier otro día de la semana cuando se levantaban.

-Oye, ¿qué hora es? –preguntó frunciendo el ceño.

-Es que ayer no cambié la hora del despertador...

-¿Qué? No me jodas, enano, ¿de verdad son las siete?

Ignacio asintió con la cabeza, estiró una mano y acarició la espalda de Federico:

-Faltan dos horas para que comiencen los desayunos –subió la mano hasta su nuca y se estiró para besarle la mejilla-. Te has enfadado y ya no me quieres abrazar, ¿verdad?

-Vete a la mierda, capullo... para un día que podemos dormir más... –giró la cara hacia la pared y se llevó la almohada con él para quedar de costado abrazado a ella.

-¿Puedo abrazarte yo? –insistió Ignacio, juguetón.

Federico no respondió, pero enseguida sintió cómo el chaval se removía sobre la cama; se le estaba aproximando hasta que quedó pegado a él y le metió una mano por debajo del brazo. Le notó perfectamente clavado en su muslo, Ignacio también “estaba duro”.

-Venga, no te enfades... –le dijo mientras se le echaba un poco encima; buscó su oreja-. Yo ya no tengo sueño, Fede.

-Ya lo noto, enano. Me has jodido bien... Seguro que lo has hecho a propósito.

-Sí.

-¿Qué? –Federico se dio la vuelta hasta quedar boca arriba con la cabeza girada hacia Lapresta-. ¿Lo dices en serio?

-Sí, porque pensé que podríamos estar un poco más de rato juntos en la cama –movió una pierna hasta apoyarla sobe la rodilla derecha del mayor; de algún modo pretendía evitar que Vázquez se volviera a colocar boca abajo-. Es que siempre estamos sólo cinco o diez minutos, Fede, y a mí me mola mucho ese ratito porque en tu cama se está más caliente que en la mía. Y porque también me gusta que estemos desnudos... –sonrió; la mano del chico acarició aquel torso cálido y musculoso-. ¿De verdad te gusto?

-De verdad me gustas, tontorrón –con una mano le retiró el flequillo de la frente; la otra la movió sobre su propio estómago para recoger los deditos exploradores de Ignacio.

No añadió nada más en ese momento, simplemente le miró a los ojos mientras conducía aquella mano expectante hasta más abajo de su cintura. La depositó sobre su pubis y allí la abandonó en una especie de consentimiento no verbalizado. Ignacio se deslizó sobre aquella escasa pelambrera rizada, bordeó la base de aquel falo que se erguía como un tótem digno de ser admirado, luego llenó de carne la palma de su mano y suspiró.

-Muchas gracias –musitó el chiquillo con los labios entreabiertos; besó a Federico apenas unos segundos mientras cerraba su manita y abarcaba con ella el pene rígido y vibrante de Federico-. ¿Te la puedo menear?

El mayor simplemente asintió con la cabeza y cerró los ojos; las sacudidas empezaron siendo muy lentas, Ignacio tan sólo deslizaba su piel arriba y abajo... cuando subía formaba una corona de pellejo arrugado en el extremo... cuando bajaba descubría su glande por completo y lo hacía quedar tirante y agresivo contra la sábana... Federico quiso verlo y abrió de nuevo los ojos; los minutos avanzaban inexorablemente despuntando el amanecer y la vista se había acostumbrado a la penumbra de modo que pudo ver claramente como la colcha subía y bajaba despacio empujada por Nacho. Una inyección de sangre caliente abordó su polla y la hizo expandirse aún más. El chaval sin duda lo notó:

-¿Te gusta como lo hago?

-Me gusta mucho...

-¿Y te correrás, si lo sigo haciendo así?

-Seguro que me correré... aunque no debería manchar la sábana...

-Da igual, Fede. Quiero que te corras en mi mano.

Ignacio estiró el cuello y le besó de nuevo en la boca; esta vez metió también la lengua. Federico no era capaz de controlar el flujo de su excitación, ¿qué le estaba pasando? Había vivido cien situaciones mucho más morbosas que aquella y había resistido largo rato como todo un campeón, y sin embargo ahí estaba esa mañana, a puntito de correrse con el ansia de un pajillero después de los dos minutos de delicadas caricias que le había dado aquel muchachito. ¿Sería por él?, ¿de verdad le calentaba tanto que lograba saltarse las barreras de su habitual capacidad de contención? Al final Federico se abandonó al placer sin más.

Era absurdo luchar contra la evidencia de que después de aquella paja vendrían muchas otras. Puede que Gabriel tuviera razón cuando le había dicho el jueves que no entendía muy bien por qué estaba siendo tan respetuoso con el pequeño Lapresta; a cualquier otro ya lo hubiera invadido sin preguntar, depositando [capítulo 4.2] el testimonio de su extinta virginidad en un frasquito de cristal.

Siguió besando a Ignacio mientras de su glande fluía un reguero de semen calmado como el agua de un estanque; nada de hacer saltar las sábanas con la potencia de la semilla, ni de atravesar la tela con la abundancia de su esperma... Fue una corrida pausada, exquisitamente placentera, acompañada de un orgasmo intenso y prolongado. Durante casi dos minutos su polla siguió expulsando sin prisa el susurro de su gozo. Puede que nunca antes hubiera disfrutado tanto de una paja ajena como en aquel momento.

-Muchas gracias, Fede –el pequeño dios de la manita perfecta pronunció unas palabras llenas de afecto y sinceridad.

-Joder, enano... gracias a ti...

Se volvieron a besar, y durante largos minutos no dejaron de hacerlo.

¡¡ Mañana mismo, Más !!