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Private School: La colección de Fede (L.S.)

en Gays

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NOTA del AUTOR: esto no es la continuación de la saga “Especial Fede Vázquez” ni pretende sustituirla, pero sí que forma parte de ella como una especie de anexo independiente de la trama original. Fede Vázquez colecciona desvirgos y los guarda en pequeños frascos de cristal. ¿De dónde le surgió la idea para tan curiosa colección? ¿Quiénes se esconden detrás de los cinco frasquitos que atesoran el desvirgo de cinco muchachos de la escuela St.Mikael’s?

La duración se excede mucho a la habitual en mis relatos, pero eso se debe a una decisión personal de no cortarlo por la mitad y no romper así la tensión sexual de la historia. Sin más, espero que os guste tanto como a mí este morboso viaje al pasado.

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1)  La bestia negra

En aquella época, Federico Vázquez se había vuelto un auténtico cabrón. Empezaba su segundo año como alumno del internado masculino St.Mikael’s, pero durante ese verano había vivido la traumática separación de sus padres, y eso le había transformado en un ser agresivo y visceral, una auténtica máquina casi sin alma, hecha de rabia y frustración.

Sus compañeros del dormitorio 2-12 optaron después de unos pocos días de curso por no relacionarse mucho con él, era preferible dejarle solo, hablar en su presencia sólo lo justo y necesario, mejor no bromear ni elevar la voz; no hacer que se mosqueara. Siempre les había parecido un chaval prepotente y vacilón, pero ese año estaba crecido, su agresividad verbal y física le hacía potencialmente peligroso. No acercarse a él era ahorrarse problemas, y ese consejo se fue haciendo eco por toda la escuela hasta que en apenas un par de meses nadie se atrevía ni a chistarle. Bajaban la vista al pasar por su lado, no fuera el caso de que Vázquez se sintiera “ofendido” por una mirada mal entendida.

Los profesores del centro empezaron por entonces a denominarle la bestia negra, también para ellos se transformó en una pesadilla pues estaban atados de pies y manos debido a que el señor Vázquez (hombre adinerado e influyente que aportaba cuantiosas y periódicas donaciones al colegio), les había pedido a principio de curso que fueran indulgentes con el muchacho “porque no lo está pasando nada bien con el tema de la separación” con la que él y su mujer habían decidido poner fin a su matrimonio durante aquel intenso verano.

Con quien más chocó Federico en su nueva andadura como ser de naturaleza salvaje fue con los alumnos de último grado; se trataba de una cuestión de orgullo y de estatus: no podían permitir que un “niñato de 9º grado” se les subiera a las barbas... Todo empezó con un balonazo. Como todas las mañanas, los alumnos de último grado ocupaban gran parte del patio jugando a fútbol, y el resto de muchachos se veían relegados a las esquinas o las zonas con menos trasiego. Federico estaba paseándose (de un modo aparentemente relajado pero claramente provocador) por mitad del ajetreo de chavales mayores que correteaba de un lado a otro persiguiendo la pelota.

-¡Quita de ahí, capullo!, que te vamos a dar... –le gritó en un momento dado Luis Santoro, que haciendo honor a su apellido, poseía toda la bravura y la corpulencia que le otorgaba su condición de repetidor.

-¿Qué pasa, que todo el patio es tuyo? –se le encaró Federico sin levantar la voz, en la corta distancia que les separaba.

-No me toques las pelotas, Vázquez... y tengamos la fiesta en paz. Venga, que no te cuesta nada dar tus paseítos un poco más allá.

-Yo me paseo por donde me da la gana, ¿estamos? Como si me quiero mear en tu campo de fútbol. ¿Quieres que lo haga, eh?, que me saque la chorra y te mee las zapatillas...

-Estás de la olla, chaval... –Santoro negó con la cabeza, porque a pesar de su apariencia de animal sin domesticar, por lo general tenía bastante paciencia-. Un día te van a partir esa carita de niño guapo que tienes.

-¿Ah, sí?, ¿y vas a ser tú qui...?

La pregunta-vacile de Federico quedó en el aire cuando el balón le golpeó la cabeza por detrás y le hizo caer al suelo de rodillas, llevándose la mano a la nuca enseguida y sintiendo un calambrazo de dolor. No es que todo el mundo se quedara en silencio de repente, pero sí dio la impresión de que la tensión se podía cortar con un cuchillo, y no fueron pocas las decenas de chavales que le miraron expectantes desde cada rincón de aquel enorme patio de recreo. El juego se detuvo, Federico se puso en pie con la cara enrojecida de rabia. Se giró y enseguida encontró al culpable, Rubén Pastrana, un chico alto y espigado que levantaba los hombros en señal de disculpa:

-Perdona, tío, que no ha sido queriendo... –no lo dijo el chaval con temor, simplemente no le dio mucha importancia al incidente.

-No te preocupes, Rubén, digo yo que no lo has hecho a propósito... –Federico forzó una sonrisa, notando el pinchazo de dolor en toda su columna, los ojos casi llorosos (más por la rabia de la humillación que por otra cosa); se acercó al que consideró desde ese instante su enemigo y le tendió una mano-. Te perdono si me dejáis jugar lo que queda de recreo.

-Vale, pero sin buscar pelea, que nos conocemos... –Rubén le apretó la mano un par de segundos y se giró hacia el compañero que tenía la pelota-. Tú, pasa el balón, que Vázquez va con nosotros.

-No me quieres tener en el equipo contrario, ¿eh? –volvió a sonreír Federico mientras la bola llegaba rodando hasta los pies de Pastrana.

-No es eso, colega, es que somos uno menos y vamos perdiendo.

-Ya... Bueno, deja que saque yo –Vázquez se agachó a coger el balón y se incorporó llevándolo hasta su pecho.

Rubén estaba a sólo un metro de él. Con toda la rabia del mundo, Federico propulsó la pelota contra su cara y ésta se estrelló de lleno haciéndole reclinar la cabeza y caer redondo al suelo, de espaldas, quedando tendido y provocando una marea de increpaciones dirigidas hacia el agresor. Éste se quedó de pie, impasible, mirando hacia abajo, hacia la sangre que empezaba a borbotear por la nariz de Pastrana:

-Esto sí que ha sido queriendo... colega...

Se lo dijo al enemigo abatido antes de notar los empujones y los golpes, antes de escuchar los silbatos que les ordenaban detenerse, antes de propinar puñetazos y patadas, de defenderse en una pelea desigual. Y lo último que Federico escuchó antes de que alguien les separara, fueron unas palabras de Luis Santoro que sonaban a sentencia:

-¡Te vas a arrepentir, hijo de puta!

Su asilvestrada respuesta no fue otra que un salivazo que le dio al toro en la frente, y unas palabras que quizá sonaron también a sentencia:

-¡Y tú me vas a comer la polla, maricón!

La refriega no llegó a más porque enseguida aparecieron los profesores de guardia y condujeron a Federico al despacho del Director Solís, y a Rubén Pastrana a la enfermería, con la nariz partida y sangrando por ella en abundancia.

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2)  El ángel de la guarda

En un espacio cerrado y claustrofóbico como la escuela St.Mikael’s las afrentas no se olvidan, siempre se acaban resolviendo para bien o para mal. Algunos tratan de reconciliarse para no iniciar una pequeña guerra que enturbie la paz social, en la mayoría de los casos basta con que los contendientes se ignoren y se nieguen el saludo; no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, dicen los pacifistas convencidos. A veces con eso basta: yo te respeto mientras tú me respetes. Pero Federico había colmado muchos vasos de último grado con aquellas gotas de sangre que Rubén Pastrana dejó a modo de reguero por todo el patio. Y Vázquez lo sabía, que iban a ir a por él. No podía saber cuándo ni dónde iba a darse la emboscada, pero sí imaginaba que el castigo le iba a doler.

El expediente disciplinario por agresión e insultos ya estaba firmado y sellado por Don Florentino Solís, y también se había efectuado la consecuente llamada a su padre para ponerle al tanto de lo sucedido. Ahora sólo cabía esperar al momento en que tres, tal vez cuatro alumnos de último grado (“cobardes de mierda”, pensaba Federico) le cogieran y le llevaran a algún rincón del colegio para darle una paliza. Se resignó a esperar, pues no le quedaba más remedio que aguardar su penitencia, hasta que recibió una ayuda del todo inesperada... De los cuatro chavales con los que compartía la habitación 2-12, sólo había uno de ellos que no parecía huir de él como de la peste. El curso anterior, Gabriel Artero había sido algo parecido a un amigo, sino tanto, tal vez un compañero con posibilidades de serlo. En aquellos dos meses que llevaban de clases, era el único que no parecía ofenderse por sus desplantes ni asustarse con su cara de malas pulgas. Solía quedárselo mirando mientras negaba con la cabeza, como si quisiera decirle: “no tienes remedio”.

Pero una tarde, después de las clases de refuerzo, Gabriel fue el último en salir del cuarto para ir al comedor, a pesar de que todavía faltaba media hora para que sirvieran la cena. Federico estaba tumbado sobre su colcha con las zapatillas sucias encima:

-¿Qué coño miras, Artero?, ¿es que acaso las lava tu madre? –le dijo, pensando que aquella cara de circunstancias era debido a las manchas de barro que estaba dejando.

-No sé por qué narices me la juego, si eres un gilipollas...

-¿Qué dices, capullo?

Federico se puso rápidamente en pie, dispuesto a darle un par de buenos empujones que le amedrentaran. Pero Gabriel se mantuvo impasible y eso hizo que Vázquez simplemente se le plantara delante con aire amenazador:

-Repite eso que has dicho.

-Que eres un gilipollas, y que no sé por qué me la voy a jugar por ti. ¿Es que no te has dado cuenta de lo rápido que se han ido éstos para el comedor?

-Porque tendrán hambre, a mí qué cojones me cuentas. Últimamente estás tú muy vacilón, ¿no? Y si no te suelto dos hostias es porque aquí te quiere todo el mundo y te respeto porque eres un veterano, pero no te pases de chulito, ¿me oyes?

-Que vienen a por ti, ¿es que no te das cuenta, gilipollas? –le repitió el insulto, como si fuera su auténtico nombre, Gilipollas Vázquez-. Nos han ordenado que dejáramos la habitación libre antes de las ocho. Supongo que van a venir a partirte la cara por ser tan...

-...gilipollas –dijo Federico.

-Eso es. Anda, será mejor que nos larguemos cuanto antes, que al menos si te ven por los pasillos no se atreverán a pegarte.

-No.

-¿Qué?

-Que paso, que no me voy a escapar como un cobarde. Si esos mamones quieren venir a romperme la cara, que lo hagan. No les tengo miedo.

-No te entiendo... En serio, Vázquez, ¿es que te importa todo una mierda?

-Puede. Pero a ti qué más te da... Ya has hecho tu acción de buen samaritano, ¿no? Pues anda, vete al comedor con la conciencia tranquila, que sé cuidarme solito.

Una vez más, Gabriel se vio a sí mismo observándole y negando con la cabeza:

-No tienes remedio... –le dijo antes de darle la espalda y caminar hacia la puerta.

-¡Tú, Artero! –Federico esperó a que se diera la vuelta; luego le salió una sonrisa bastante sincera-. Gracias de todos modos. Eres un tío legal y yo un gilipollas, pero los dos hacemos nuestro papel bastante bien, ¿no te parece?

-Aún estás a tiempo de...

-Shhh, tranquilo. Tú guárdame un sitio en la mesa, ¿vale?

Gabriel le devolvió la sonrisa y se lo pensó un par de segundos antes de girarse para abandonar la habitación. Federico suspiró profundamente y empezó a sentir algo de miedo.

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3)  Una polla dura como arma defensiva

En cuanto se quedó a solas en la habitación trató de pensar con rapidez. Desde el día del encontronazo con Rubén Pastrana en el patio, Federico se había dicho a sí mismo que si supiera cuándo iban a ir a por él al menos tendría la ocasión de evitar el factor sorpresa y defenderse como mejor pudiera. Pero ahora que lo tenía tan cerca, que la venganza de los chavales de último grado estaba a punto de entrar por la puerta, su mente parecía colapsada... ¿cómo evitar una paliza, o como mínimo reducir sus daños? La pregunta le llevó a la respuesta más lógica, aquella que su orgullo se negaba a aceptar: tendría que haber hecho caso a Gabriel y haber salido de allí escopeteado. Pero una vez que esa opción ya no se podía contemplar, ¿qué otras armas podía usar para defenderse? 

Entonces le invadió un rayo de lucidez. Las cosas no le habían ido del todo mal siendo un gilipollas, y si a eso le sumaba su arrogancia, y la rabia que sentía hacia el mundo desde hacía unos meses, la solución a su problema parecía clara: iba a seguir siendo el que era. Para ello aligeró su cabeza de toda angustia, volvió a colocarse sobre su cama después de guardar algo debajo de ella, y se metió una mano por dentro del pantalón. Cerró los ojos y se empezó a acariciar. Trajo a su mente el único buen recuerdo que era capaz de conservar de aquel verano: el viaje a Barcelona, su primo Ferran en la piscina, aquel bañador que hizo deslizar entre sus piernas, esa polla enorme que tanto le gustaba chupar... No tardó ni dos minutos en estar completamente empalmado. Justo a tiempo.

La puerta de la habitación 2-12 se abrió sin previo aviso y Federico sintió un aguijonazo de pánico en el bajo vientre antes de recobrar la compostura. Aparecieron dos, tres, cuatro... ¡cinco! Desfilando uno por uno hasta que el último de ellos cerró la puerta a su espalda. Encabezando aquel pequeño comando se encontraba Luis Santoro, crecido ante la bajeza de su cobardía, necesitando cuatro escoltas para un solo objetivo. Aquello alimentó el ego de Federico hasta hacerlo casi inabarcable. La sonrisa que les dedicó valía media victoria, y la otra media podía cobrársela de aquellas cinco caras de consternación:

-Os estaba esperando –les dijo-. Espero que no os importe, pero cuando me han dicho que ibais a venir a visitarme, no he podido evitar ponerme cachondo. Aunque no pensé que fuerais a ser tantos los que tenéis ganas de comerme el rabo... –se la sacó del pantalón y la mostró con orgullo-. ¿Quién va a ser el primero?

Después de aquello le podían pegar tanto como quisieran, porque Federico ya se sentía vencedor. Les dejó sin palabras, atisbó en sus miradas un manantial de dudas, sorpresa, algo de deseo quizá, o puede que sólo incredulidad ante lo que tenían delante. El chaval se bajó el pantalón de chándal y el slip blanco después de hacer saltar sus deportivas. Todo ello sin levantarse de la cama.

-¿Qué coño crees que estás haciendo? –bramó el toro con la voz menos firme de lo que tal vez hubiera deseado; se agachó a recoger la ropa del suelo y se la tiró con los labios crispados-. ¡Vístete ahora mismo!

-Y una mierda... –Federico le lanzó la ropa de vuelta y ésta acabó otra vez tirada en el suelo-. Si me quieres pegar, tendrá que ser así.

-¿Crees que no te vamos a dar una paliza sólo porque estés en pelotas?

-Al contrario, estoy seguro de que me la daréis con más ganas.

-Joder, Luis, ya te lo he dicho... ¡este tío está pirado! –le dijo a Santoro uno de sus esbirros con cara de aprensión-. Yo paso de acercarme...

-No seas moñas, ¿no ves que es eso lo que quiere? –miró a Federico a los ojos-. ¡Tú ponte de pie!

-Sólo si tú te pones de rodillas –Vázquez le regaló un guiño y una sonrisa de lo más chulesca.

Santoro no pudo evitar que aflorase una leve sonrisa en sus labios durante apenas un segundo. Luego volvió a fruncir el ceño y miró a ambos lados para darse cuenta de que si él no tomaba la iniciativa, sus compañeros se iban a rajar. Uno de ellos ya se había alejado hasta la puerta y estaba apoyado en ella como esperando la señal de retirada. De modo que decidió coger el toro por los cuernos, la sartén por el mango y a Fede por la polla. Se inclinó hasta apretarla con fuerza en su manaza de leñador, y tiró de ella hasta hacer que Federico se pusiera en pie. Enseguida la soltó y se giró hacia los otros:

-El que tenga miedo de ponerse cachondo con este marica, que coja la puerta y se largue cagando hostias, ¿entendido?

Ninguno se movió. Luis se volvió para encararse a Vázquez y de nuevo le vio sonreír como si no les tuviera ningún miedo:

-Con esa mano debes hacer unas pajas de flipar... –le susurró, mirando luego por encima de su hombro-. ¿A cuántos de vosotros os la ha cascado alguna vez?

El puñetazo que le propinó Santoro en el estómago hizo que el chaval se doblase sobre sí mismo y acabara cayendo al suelo emitiendo un lastimoso quejido de ahogo. Se sobrepuso lo más rápido que el dolor le permitió y entonces miró hacia la entrepierna de su agresor, embutida en el pantalón del uniforme escolar, y después le miró a los ojos:

-Te agradezco el ofrecimiento... –le dijo- ...pero no como pollas...

Entonces fue un rodillazo en la mandíbula lo que le hizo caer hacia atrás. La cabeza de Federico se dio contra el colchón y se apoyó con una mano en el suelo para no caer desplomado. Arrastró esa mano buscando lo que había dejado minutos antes bajo la cama.

-¿Aún tienes ganas de seguir vacilando? –le preguntó el toro con un bufido-. Y vosotros qué, ¿es que ninguno va a venir a darle lo que se merece? ¿Tendré que decirle a Rubén que al final os habéis acojonado? ¡Vaya mierda de colegas!...

Remató la faena dándole una patada a Vázquez en las costillas, provocando así que quedara completamente volcado sobre el suelo, con el cuerpo ladeado y encogido a modo de protección. Pero ya tenía la navaja en la mano, y eso le dio fuerzas para mirar de nuevo al matón cobarde que estaba abusando de él por superioridad física y numérica:

-Te juro por mi madre... que si me vuelves a tocar... te partiré el culo...

-¿En serio? –se agachó y le cogió de la camiseta tirando de él.

Cuando Santoro le tuvo en pie, ni siquiera se dio cuenta de que la punta de la navaja apuntaba a su cuello. Lo supo más bien por la intuición que despertaron en él las muestras de asustada exclamación que oyó a su espalda.

-¡Eh, tío, para!

-Joder, ¡no!

-Hostia, ¡una navaja!

-¿Qué haces, loco?

Entonces sí que sintió el toro aquel estoque que apuntaba a su mentón. Sus manos agarrotadas alrededor de la tela se destensaron en una fracción de segundo; se quedó quieto, impasible, asustado, temiendo realmente por su vida. Y Federico volvió a sonreír:

-¡Eres un capullo, Santoro! Ahora tendré que partirte el culo...

Los cuatro espectadores, también mudos, no supieron cómo reaccionar ante el cambio brusco de los acontecimientos. Fue como si de repente la explosión de una granada hubiera descabezado al pelotón y estuvieran esperando las órdenes del nuevo hombre fuerte al mando.

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4)  ¿Consentimiento implícito?

Federico les dijo que no se les ocurriera salir de la habitación, porque estaba “tan loco” que era capaz de “matar a Santoro”. Debieron creerse aquella absurda amenaza que había copiado de alguna mala película, porque ninguno de ellos se burló ni hizo otra cosa que obedecer cuando les ordenó también a los cuatro que se sentaran ocupando las camas vacías.

-Haced lo que os dice, chicos –les apremió Santoro-, que no quiero que este zumbado me rebane el pescuezo.

Vázquez tenía a Luis de espaldas cogido con un brazo alrededor de su cuello y la navaja apuntando a su mejilla; quería que los otros vieran el miedo en los ojos de su líder. Debido a lo alto y ancho que era aquel mulo, apenas les podía ver por encima de su hombro:

-Eso es, jefe, me gusta que sepas lo que te conviene... Vosotros cuatro os vais a librar porque no me habéis puesto una mano encima, pero eso no quita que habéis venido con malas intenciones, así que tendré que daros una lección a todos.

-Te estás pasando de la raya, Vázquez. Deberías dejarlo estar antes de que alguien se haga daño de verdad –soltó Luis en apariencia calmado-. Aquí dentro tiene que haber unas normas mínimas para que no se vaya todo a la mierda. El año que viene podrás ser el amo de esta puta escuela si quieres, pero hemos de mantener un orden social si no queremos provocar el caos. Sé que lo entiendes, colega, y tú sabes que teníamos que venir a darte un aviso por lo que le hiciste a Pastrana el otro día.

-¿Un aviso, cabrón? ¿Llamas “un aviso” a cinco tíos grandes como toros con ganas de partirle la cara a un chaval más joven que ellos? Esto es lo que pienso yo de tu “aviso” –se apretó contra la espalda de Santoro y le clavó su polla contra los pantalones.

-¡Aparta, maricón! –el mayor reculó para empujarle y Federico tuvo que apretar un poco más la navaja contra su mejilla-. ¡Agh!, que me vas a rajar, imbécil...

-Pues entonces estate quieto.

-¿Cómo coño has metido una navaja en el internado?

-De la misma forma que meto los condones que a veces me compras, semental –le respondió Federico apretando aun más la presa sobre su cuello, para evitar que volviera a tratar de zafarse; notó que el toro tragaba saliva-. Me pregunto con cuál de estos capullos los habrás utilizado... ¿O acaso te gustan más tiernos, como tu hermano Javi?

-¡No te pases, hijo de perra! –apretó los dientes con rabia-, porque en algún momento te pillaré sin este pincho, y haré que te arrepientas.

-Tranquilo... que sólo bromeaba. Está bien, escogeré uno al azar –escrutó a los miembros del comando hasta que dio con el elegido-. Tú, Ramiro, ¡ven aquí!

Ramiro Velloso estaba en la cama del fondo y tardó en reaccionar. Se quedó mirando a Federico como si no le hubiera entendido bien, pero al escuchar de nuevo la orden se puso en pie y su mirada se clavó en la de Luis. Le miró con una mezcla de sorpresa y temor. Santoro no dijo nada pero Vázquez pudo notar que misteriosamente su cuerpo dejaba de agitarse. ¿Tal vez había dado en la diana?

-¿Qué coño quieres que haga? –preguntó Ramiro con el rostro crispado.

-Como estoy tan a gusto abrazando al torito, no me quiero separar de él, así que bájale los pantalones.

-¿Qué?

-Joder... ¿Tu amigo es sordo? –le preguntó a Luis en un susurro-. ¡Que le bajes los pantalones al jefe! Es fácil, desabrochas el cinturón, el botón y la cremallera, y después tiras hacia abajo. ¿Necesitas un manual de instrucciones para eso?

Desde su posición en la retaguardia de Santoro, Federico pudo ver que dos de los tres chavales que seguían en las camas estaban sonriendo un poco. Ramiro le preguntó a Luis:

-¿Qué hago, tío?

Éste se encogió de hombros levemente, percibiendo el filo metálico bajo su barbilla. Federico sonrió al percibir el gesto:

-No te va a decir que lo hagas, Ramiro, pero me parece que te da su aprobación.

Entonces el chico se acercó un par de pasos sin dejar de mirar a los ojos de uno y otro, estiró las manos hasta la cintura de su compañero de clase y Vázquez pudo notar que le estaba descorriendo la hebilla del cinturón. Se preguntó entonces hasta dónde le dejarían llegar, porque estaba claro que si no le habían desarmado y le habían abierto la cabeza a hostias era porque en el fondo Santoro no había querido. Un codazo en las costillas y un giro brusco sería suficiente para quitarle la navaja y destrozarle el cuerpo a puñetazos... pero el caso era que desde que Ramiro había entrado en el juego, Santoro sólo se resistía a medias, y Federico lo estaba notando. Eso aumentaba su excitación pero también el temor a las represalias, porque cuanto más lejos llegara menos posibilidades tendría de escapar de allí sin daños de consideración. Y la pregunta que se le planteó en el momento en que notó que Luis perdía los pantalones no era hasta dónde le dejarían llegar, sino “¿hasta dónde seré capaz de llegar si no me frenan?”; con ella retumbando en su cabeza, volvió a dar otra orden:

-El calzoncillo también –sin elevar la voz, una vez que Ramiro había vuelto a incorporarse y Federico podía notar que su polla golpeaba el slip blanco del toro; si también le “consentían” aquello, tendría que seguir improvisando.

-¿Qué cojones le vas a hacer? –preguntó Ramiro en tono indignado.

-¡Aghhh! –se quejó Santoro a pesar de que Fede no había movido ni un centímetro la mano con la que le amenazaba-. Joder, Velloso... haz lo que te manda, hostia, que ya ajustaremos cuentas con este cabrón cuando no esté apuntándome al cuello... ¡Y tú, Vázquez, deja de apretar la puta navaja, que al final me vas a hacer daño!

Federico estuvo a punto de decirle que él no estaba apretando, pero algo le hizo callar ese detalle y fingir que seguía controlando la situación. La intuición no solía fallarle, y se dejó guiar por ella. Se arrimó a Santoro todo lo que la física le permitía, le clavó sin contemplaciones la polla contra la parte baja de las nalgas:

-Apretaré tanto como quiera, ¿me oyes? –le dijo-. Tanto por arriba como por abajo, que para eso soy yo el que tiene la navaja. ¡Puto Ramiro! ¿Le quieres bajar el jodido calzoncillo de una vez?

-¡Aghhh! –volvió a gemir el fornido chaval casi en un sollozo, sin que Fede hubiera hecho nada para provocarle dolor alguno-. Vale, tío, por favor... ¡y tú hazlo!, joder, hazlo...

Ramiro se apresuró a agacharse frente a Luis. Ninguno de los otros chavales sonreía ya. Fue así (viéndole fingir y sobreactuar un dolor que no estaba sintiendo) como Federico supo que el toro estaba dispuesto a dejarse hacer lo que fuera que él tuviera planeado. ¿Por qué? No tenía ni idea de las razones, pero ya no había lugar para la duda: incluso si se lo quería follar delante de los otros cuatro, era más que posible que Santoro se lo permitiera. Sin dejar de sentirse excitado ante semejante idea, decidió que lo iba a intentar.

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5)  Muy bien dotado

Llevaba desde principio de verano sin follar; se veía obligado a reconocerse a sí mismo que con la agresiva actitud que estaba manteniendo desde que había empezado aquel curso, era complicado encontrar chavales con ganas de quitarle el calentón. El año anterior había pasado buenos ratos con dos alumnos de último curso, pero entonces era nuevo en el internado y no quería llamar mucho la atención. Cuanto más avanzaba en la adolescencia, mayor se presentaba su apetito. Ya desde que su primo Ferran le había abierto los ojos al universo del sexo entre tíos, eran cada vez más las ocasiones en que sentía deseos de construirse su harén particular. La escuela St.Mikael’s podía ser un escenario tan válido como cualquier otro para conseguirlo, sobretodo cuando se lo ponían tan fácil como estaba haciendo Luis Santoro aquella tarde.

Cuando notó contra la punta de su polla que la tela del slip se deslizaba sobre las abultadas nalgas del toro, empujada hacia abajo por las manos de Ramiro... cuando Fede sintió que su glande entraba en contacto directo con aquella piel firme y rugosa... que ya nada le separaba de la hendidura de su trasero... sólo entonces fue consciente de cuánto lo deseaba...

Luis levantó primero un pie para salir del pantalón y el calzoncillo; luego el otro, justo cuando Ramiro se incorporaba y daba un paso atrás. Federico seguía en la retaguardia, de modo que no podía ver qué era lo que despertaba aquellas miradas repletas de curiosidad que los tres chavales (Ramiro no) visiblemente sorprendidos le dedicaban a la zona media del cuerpo de Santoro. ¿Estaría empalmado?, ¿o tal vez simplemente les asombraba lo bien dotado que estaba su compañero? No en vano era un repetidor que les sacaba como mínimo un año a todos ellos. Su cuerpo vestido ya era digno de admirar, porque estaba muy lejos de ser el cuerpo de un adolescente. Supuso Federico que desnudo debía provocar expresiones tan atentas y asombradas como las que veía al otro lado de la habitación. Todos ellos disimularon y desviaron enseguida sus miradas.

-Hasta aquí he llegado, tío –le dijo Ramiro a Vázquez, reculando otro paso-. No me pidas nada más, porque creo que ya he hecho bastante.

-Muy amable, Velloso, puedes volver a la cama –concedió Federico, mientras movía la mano con la que tenía a Luis cogido del cuello y la deslizaba por su pecho; supuso que no haría nada por escapar, si no lo había hecho ya antes, pero aun así mantuvo la navaja bien pegada a su mentón-. Imagino que en este internado, como en todos, los maricas no caen demasiado bien, ¿verdad? Pues ahí tenéis otra razón para ponerme en vuestra lista negra. Supongo que alguno de vosotros ya se habrá dado cuenta de que lo soy. Sólo un poco –sonrió con aire juguetón.

Enseguida comprobó que Santoro no estaba empalmado, pero de igual forma constató que el tío se calzaba un miembro de increíble consistencia. Lo sopesó en su mano provocando que el dueño de semejante artillería reculase con un ligero estremecimiento.

-Maricón de mierda... –musitó el macho entre dientes, como si le repugnase sentir su polla en la mano de otro tío-. Deja de sobarme y acabemos con esto de una vez.

-¿Te da vergüenza empalmarte delante de tus colegas?

-Cualquiera de ellos se empalmaría, es una reacción incontrolable... ¿Es eso lo que quieres, que se me ponga dura y decir que Santoro es tan marica como tú? Pues adelante, ¡hazlo! Estos tíos me conocen, y saben que si no tuvieras esta navaja pegada a mi cuello, estarías suplicando como un niño para que no te siguiéramos pegando, ¿verdad, chicos?

Los cuatro asintieron con mayor o menor entusiasmo. Ramiro le pareció a Fede el menos entusiasmado. Eso le llevó a pensar que tal vez no se había equivocado al intuir que los condones que le había vendido un par de veces a Santoro pudieran haber sido adquiridos por éste para utilizarlos con su compañero. ¿Sería por eso que no se estaba resistiendo tanto como debería? ¿Acaso le asustaba que pudiera escampar por ahí el rumor de que a Luis Santoro le gustaba meter su rabo en cavidades masculinas?... Dejó de zarandearle el manubrio y se echó un poco hacia atrás sin alejar la navaja.

-Para lo que te voy a hacer no necesito que te empalmes –le dijo-. Te vas a mover muy despacito para tumbarte sobre esta cama, bocabajo.

-No serás capaz...

-¡Calla! –presionó la punta metálica en su cuello, sabiendo que Santoro necesitaba algo de temor para poder fingir que aquello se hacía contra su voluntad.

-Vale, vale...

-¡Cierra la puta boca! y haz lo que te ordeno. ¡A la cama!

Vázquez reculó otro paso, con una mano cogió la nuca de Luis y con la otra le apuntó esta vez en el lugar donde le nacía el pelo por detrás. Giraron casi al mismo tiempo, como sincronizados. El mayor colocó una rodilla sobre la cama y después la otra mientras Fede le seguía casi pegado a él. Enseguida dejó caer Santoro su corpachón sobre aquella colcha algo manchada de barro, mientras el otro se quedaba de rodillas sobre sus piernas.

-Voy a necesitar de nuevo tu colaboración, Ramiro.

-Tío, a mí no me metas en tus movidas...

-Sólo quiero que cojas algo que hay en el cajón de mi mesita de noche.

Velloso saltó de la cama de mala gana, cruzó el dormitorio y abrió el cajón que le indicó Federico. Sacó de él una cajita metálica:

-Ábrela –le dijo-. Sólo voy a necesitar uno, así que los demás te los puedes quedar, o compartirlos con tus colegas... ¿queréis condones gratis, chicos? Por esta vez, invita la casa.

No hubo respuesta a su pregunta, pero aun así la caja se quedó vacía cuando Ramiro la volvió a guardar en la mesita de noche. Se los llevó con él y los tiró sobre la cama en la que estaba uno de sus compañeros. Vázquez se los quedó mirando a los tres. No se mostraron entusiastas ante el obsequio que les había ofrecido, y sin embargo seguían mirándole como si no acabaran de creerse lo que estaba pasando en aquella habitación. Tal vez ellos también se preguntaban por qué no había hecho Luis un esfuerzo mayor por haber evitado acabar en aquella situación.

-No es fácil hacer esto con una mano, pero apuesto a que pocos de vosotros habéis usado un condón. Quizá ni lo habéis visto tan de cerca. Alegraos, porque la clase teórica también os va a salir gratis...

Federico rasgó el envoltorio con los dientes y escupió el trocito de plástico mientras mantenía la navaja pegada a la nuca de Santoro, que tenía la cara vuelta hacia la pared. Le levantó un poco la parte superior del uniforme, que constaba de camisa y suéter con los colores de la St.Mikael’s. Miró aquel culo tan deseable. Tenía las nalgas prietas y algo velludas, bastante abultadas y con una maraña de pelitos negros asomando por la línea hueca que las separaba. Federico se inclinó hacia adelante con cuidado:

-Me vas a permitir que primero me frote un poco contra tu culo, ¿verdad? Se me ha quedado un poco floja y no sería elegante meterte la polla sin tenerla en todo su esplendor... –le empezó a cabalgar con lentitud, notando cómo su glande se raspaba contra la rugosidad de sus glúteos-. ¿Va a ser tu primera vez?

-Tú qué crees, ¡gilipollas!

Federico se inclinó un poco más, estiró el cuello, le alcanzó la oreja y en un susurro casi inaudible le dijo:

-…creo que no será la última…

Al retirarse se encontró con los ojos de Santoro, que había volteado un poco la cabeza para mirarle. De haberle tenido de frente, o de haber estado solos, Federico creyó que habría encontrado una leve sonrisa en sus labios.

-Hazlo de una puta vez.

-

6)  Toro montado

Vázquez volvió a incorporarse, dejó el condón sobre una de las nalgas y se empezó a masturbar sin prisa dirigiendo una mirada chulesca a los cuatro chavales que les observaban con expresión atolondrada:

-Con ayuda sería más fácil, pero deduzco que ninguno tiene interés en echarme un cable, ¿no? –sonrió-. ¿Ramiro?

-¡Que te jodan, desgraciado!

-Está bien, sin ayuda entonces...

Miró hacia abajo y empezó a frotar el glande por todo el largo de la hendidura entre las nalgas. Lo apretó mientras seguía masturbando el tronco a fin de que se le pusiera al máximo de dureza.

-Me estás clavando la navaja... ¡y ponte la goma, tío! –le reprendió Santoro.

-Tranqui, colega, que sólo estoy poniendo el motor a punto.

Alejó un poco la punta metálica de la nuca de Luis para que la excitación no le hiciera tener un auténtico disgusto. Entonces siguió dándose caña unos segundos, emitiendo suspiros prolongados hasta que se encontró listo para atacar. Tomó el condón entre sus dedos y apretando el depósito lo empezó a deslizar lentamente. Pellizcó un poco la punta cuando su rabo quedó completamente cubierto por la goma; entonces se volvió a inclinar hacia adelante:

-¿Estás preparado? –le preguntó.

-No, nunca se está preparado para algo así... ¿Es que vas a follarme con la navaja en la nuca?

-Sí. A menos que quieras ponerte a cuatro patas. Necesito asegurarme de que no vas a hacer ninguna tontería.

-Estás a punto de meterme la polla por el culo, Vázquez. Crees que si hubiera podido evitarlo, no lo habría hecho ya... –dejó la frase en el aire-. Está bien, me pondré a cuatro patas si quieres, porque no me apetece que en mitad de la euforia me rajes el cuello...

Federico se incorporó y su víctima hizo lo mismo. Estando los dos de rodillas sobre la cama, el más joven pensó en lo grande que era Santoro, como si hasta ese momento no se hubiera dado cuenta de ello. Le sacaba casi una cabeza de alto, y al menos dos palmos de ancho, tanto que podría esconderse a su espalda sin ser visto. No le preguntó nada cuando vio que se llevaba las manos a la cintura y tiraba de la ropa sacándosela por la cabeza. La lanzó al suelo en un gesto de chulería que pretendía mantener su orgullo de líder de la manada:

-No quiero que me la babees –fue lo único que dijo, sin volverse a mirarle, quedándose erguido y estático, como si estuviera posando para una foto.

Federico recorrió su espalda con la mirada. Estaba realmente cuadrado, con músculos marcados donde ni siquiera sabía que existieran; luego se miró a sí mismo, que sin ser un flojeras no podía compararse ni de broma con semejante anatomía. Le hubiera encantado estar, ni que fuera un instante, donde estaban los demás, como un mero espectador, observando el perfil de aquel hercúleo joven, acariciando con los ojos las dimensiones de su imponente verga... pero desde luego que no podía quejarse porque estaba en la mejor posición posible: a su espalda, duro como una roca, a punto de entrarle por detrás... Llevó una mano hasta su nuca y empezó a empujar para forzarle a ponerse a cuatro patas. Santoro se resistió sólo lo justo para salvaguardar las apariencias. En aquella postura, pensó Fede, podría cogerle de las caderas sin necesidad de soltar la navaja.

-Será mejor que te relajes –le dijo, sin elevar la voz; quiso pensar que se habían quedado solos.

-Y tú será mejor que lo hagas con delicadeza.

-No te preocupes, que te trataré con cariño...

Federico miró hacia abajo. Utilizó ambos pulgares para separarle un poco las nalgas y enseguida inclinó un poco la cabeza para dejar caer un buen salivazo. Oyó el gruñido de uno de los espectadores, al que acompañó un sonoro bufido de otro de ellos. Sin duda, alguno incluso preferiría cerrar los ojos, pero Vázquez no se preocupó por ello, ni siquiera les miró. Simplemente paseó la punta de su polla por aquel diminuto charco de saliva, la untó bien por todo su capullo antes de soltar un segundo escupitajo que dio de lleno en el depósito de semen del condón. Le resultaba extraño estar haciendo aquello con la navaja en la mano, pero en ningún momento se planteó soltarla. Desde luego que se cuidó mucho de no manipular su sexo con esa misma mano.

-Muerde la almohada, si quieres –le dijo, aunque con ello no pretendía aumentar su humillación sino darle un simple consejo que Santoro no supo agradecer.

-Dale, maricón de mierda... Métela y acabemos de una vez.

Un último salivazo se unió a tan escaso lubricante en el mismo instante en que Federico condujo su capullo hasta la entrada de la cueva. Allí lo plantó, haciéndose hueco sin prisa, dejando que su propio glande calculase las proporciones y el esfuerzo que tendría que hacer para colarse dentro. Los pelillos del ojete enseguida se quedaron adheridos al condón por efecto de la saliva. Federico sonrió porque le dieron igual los motivos que habían llevado a aquel desenlace, el caso era que ya estaba allí, oyéndole gemir con la respiración entrecortada, preparándose para lo que iba a recibir dentro.

Su polla no era descomunal, Fede bien que lo sabía porque había tenido metida la de su primo Ferran y aquello sí que merecía un comentario aparte; pero para un culo virgen cualquier cosa más ancha que un dedo es motivo de desgarro, dolor y jadeos... Por eso no quiso postergar más el sufrimiento. Se empezó a clavar despacio pero con firmeza, sin dejarse vencer por la inercia que le empujaba hacia afuera, que le expulsaba del paraíso nunca antes visitado.

-Jodeeer... ¡aghhh!... –no fingió Santoro los quejidos esta vez, eran pura adrenalina concentrada en olvidar el dolor-. Hijo de putaaa… ahhh…

A pocos metros de ellos dos se notaba el revuelo, puede que la angustia de quienes a pesar de no pasar por aquel sufrimiento lo contemplaban con curiosidad malsana. El líder estaba siendo destronado. El toro estaba siendo montado. Se acabaron los chistes sobre maricas con el culo petado delante de sus cuatro colegas; ya no podría volver a bromear con ese tema sin recibir por parte de ellos esa mirada de “eres el menos indicado para reírte de eso”... Pero no pensaba en aquello precisamente Federico mientras trataba de internarse y colocar sus huevos lo más pegados que fuera posible. Pensaba sólo en su propio disfrute, en concluir la tarea exploratoria y entregarse al gozo de las embestidas. Eso le hizo dar un último empujón, meter la cabeza donde nadie antes se había atrevido a asomarse. Santoro no le agradeció el esfuerzo, por supuesto, simplemente enterró la cara en la almohada como un avestruz que cree esconderse así de su enemigo. “No, Luis, el enemigo sigue ahí” se podría haber dicho a sí mismo a pesar de que le notó saliendo poco a poco. ¿No conocía el medio hombre las peculiaridades del sexo entre machos? Entonces sabría que se sale un poco sólo para coger carrerilla y entrar todavía más adentro:

-¡Aghhh! –gritó Santoro con la almohada como testigo mudo y esponjoso de su padecimiento.

Federico respetó su orgullo herido y evitó decirle todo aquello que se le pasaba por la cabeza. No olvidaba que era su enemigo, el mismo que había entrado a la habitación dispuesto a darle una paliza. Pero tampoco quería tentar a la suerte, que bastante le había acompañado hasta ese momento. Entró de nuevo, salió despacio, entró más hondo, salió lo justo, entró... salió... pronto inició el vaivén de las embestidas. Lo había desvirgado con cuidado, pero ahora se lo follaba con letras grandes, un cartel de neón que le iluminaba la espalda arqueada, las nalgas abiertas, la cabeza hundida... Miró a los demás un instante; le odiaban. Tal vez alguno le envidiaba, pero odio y envidia van de la mano así que no se entretuvo a descifrar las tenues diferencias que se marcaban en aquellos cuatro rostros crispados, rabiosos e impotentes. Se centró en Ramiro y lo pensó para él: “Seguro que te ha tenido así unas cuantas veces, bajo sus manos, empalado, ¿verdad que sí?”

Fantaseó con que era cierto, que de verdad Santoro se follaba a su amigo. Eso le hizo cerrar los ojos, gozarlo al máximo, sentir la venida subiendo por sus huevos. El semental domado había dejado de gritar, ya sólo jadeaba los rastros de su maltrecha dignidad frotando su cara contra la almohada, llevado desde el culo a un estado de casi inconsciencia. Un último empuje, unas embestidas que no parecían encontrar el fondo de aquella caverna y Federico se dejó arrastrar por un orgasmo brutal, tan espeso como dulce, una corrida que hizo temblar los cimientos del toro, que palpitó en sus entrañas y le hizo abrir aun más si cabe las piernas.

Cayó sobre él, lo derrumbó con su empuje y ambos quedaron enganchados por una partícula de sudoración. Vázquez le acarició la nuca un par de veces. No pretendía mostrar ternura, pero un amante siempre es un amante, por duras y extrañas que sean las circunstancias que rodean el escenario del polvo. Se acercó a su oreja y volvió a hablarle bajito para que nadie más le escuchase:

-...se acabó...

-

7)  Un trofeo para amedrentar

Federico se echó a un lado sujetándose la polla por la base para que el condón no quedara dentro. Le flipó ver aquella cantidad de semen más propia de un toro que de un chico de su edad; no recordaba haberse corrido nunca tanto.

-¿Y ahora qué, cabrón? Ya tienes lo que querías, ¿no?, ¿qué va a pasar ahora?

Volvió a ser Ramiro Velloso quien sacó la cara por los cuatro. Luis estaba aún enterrado en aquel pozo que era la aceptación de lo ocurrido, y los demás parecían haberse quedado mudos desde el mismo momento en que habían entrado al dormitorio y no habían encontrado a un muchacho cagado de miedo sino a un vacilón con la polla en la mano. Tal disloque entre lo esperado y la realidad parecía haberles dejado en estado de shock y fuera de juego. Marionetas mudas, espectadores sin voz... Federico se quitó el condón con cuidado sin responder a las preguntas con las que Ramiro trataba de sacarle de su estado de absoluta placidez. Sujetó el preservativo lleno de esperma con dos dedos y lo alzó por encima de su cabeza, mostrando con orgullo el trofeo de su hazaña.

-¡No seas cerdo, joder! –protestó el incomprendido colega mirando hacia el condón con cara de asco-. ¿No has tenido suficiente humillación con lo que ya le has hecho a Santoro?

-Sólo pretendo que lo miréis para que vuestras cabecitas no olviden lo que ha pasado hoy aquí... –le dijo al fin, arrastrando las palabras sin muchas ganas de hablar; pero tenía que hacerlo, porque los espectadores eran mudos pero impacientes-. No voy a pavonearme de lo que he hecho, porque sé que no ha estado bien. Y por supuesto que no se lo voy a contar a nadie, pero guardaré este condón de recuerdo para enseñárselo al próximo de vosotros que intente venir a tocarme las pelotas, ¿lo habéis entendido? –le hizo un nudo bien apretado en el extremo superior y lo lanzó sobre la mesita de noche-. Mañana le pediré disculpas a Pastrana por el pelotazo que le di, y lo haré donde me pueda escuchar la gente, pero a cambio quiero que vosotros corráis la voz de que es mejor no acercarse a mí porque soy peligroso, ¿está claro? –mientras hablaba les iba señalando con la navaja que no había dejado de sujetar en ningún momento; se movió sobre la cama hasta quedar sentado en el borde del colchón-. Y ahora, ¡largaos!

-Yo no me voy sin él –cabeceó Ramiro en dirección a Santoro, que seguía con la cabeza hundida en la almohada.

-¿Qué pasa, acaso crees que le voy a violar? –ironizó Federico sin que la muestra de ingenio y humor negro encontrase el eco de una sonrisa en ninguno de los cuatro; se giró hacia Luis y le palmeó el trasero-. Tú, despierta y dile a éstos que no corres peligro.

-¡Largaos! –gruñó Santoro con la voz ahogada-. ¡Yo iré enseguida!

Ramiro tragó saliva; los otros tres se habían movido ya hasta la puerta, estaba claro que no querían permanecer allí dentro ni un segundo más. Cuando salieron, no se escuchaban ruidos en el pasillo. Debían estar casi todos los alumnos en el comedor. Aún echó Velloso un último vistazo al interior del dormitorio antes de salir y cerrar la puerta. Federico cerró la navaja y la dejó sobre la mesita, junto al condón. Se inclinó hacia adelante y recogió su slip blanco del suelo. Se lo puso sin levantarse y también recogió el de Luis. Santoro había girado la cara y ahora seguía inmóvil sobre la cama pero miraba hacia el centro de la habitación. Mostraba un rostro cansado y sudoroso, pensativo, poco acorde a sus habituales muestras de entusiasmo y jovialidad. Le dejó el calzoncillo junto a la mano:

-Será mejor que te vistas antes de que algún profe venga a buscar a los rezagados.

Santoro no dijo nada. Fede se levantó y se metió dentro de su pantalón de chándal. Miró hacia atrás y suspiró:

-¿No piensas decir nada?

-¿Qué quieres que diga?

-No sé, que me odias, que te doy asco, que me vas a matar en cuanto tengas ocasión... lo que sea menos quedarte ahí como un pasmarote. Entiendo que te he jodido a todos los niveles, pero lo vas a tener que superar porque ya no tiene vuelta atrás. ¿Necesitas que te pida disculpas a ti también? Porque eso puedo hacerlo.

-No lo necesito, capullo... Tampoco te odio, ni te voy a matar, porque se supone que hemos hecho una especie de pacto. De eso trataba toda esta mierda, ¿no?

-Sí, claro, un pacto... –Federico asintió convencido, pero sin saber de qué narices de pacto estaba hablando; “a lo mejor se le ha ido la olla”, pensó, con una vaga sonrisa interna.

-¿Cómo lo has sabido? –preguntó Santoro-. Dudo que Ramiro te haya dicho nada, y no lo sabe nadie más, o sea que te has tenido que enterar de otro forma.

Entonces entendió que se refería a aquello que llevaba un rato sospechando, que Luis se lo montaba con su colega. ¿Pero qué tenía que ver eso con un “pacto”?

-Os vi un día –tanteó, como si supiera de lo que hablaba.

-¿Cómo coño nos ibas a ver si nunca lo hemos hecho en el internado?

Federico guardó silencio y trató de pensar con rapidez. Uno de los dos chavales de último grado con los que se enrolló el curso anterior le había comentado un día que para poder “echar un polvo en condiciones” había que esperar a los domingos de visita, convencer a las familias de que te dejaran un ratito de esparcimiento con tus colegas, buscar entonces un rincón apartado y dar rienda suelta a la pasión...

-Fue en el parque, un domingo de visita –Vázquez quemó su último cartucho, con el que se lo jugaba todo a cara o cruz.

-Qué hijo de puta eres... ¿y hace mucho de eso?

-Joder, Santoro, no querrás que también te aburra con los detalles, ¿no? Os vi, y punto. Tú dando y él recibiendo, no hay más, tampoco es que me quedase a veros comiendo palomitas, ¿sabes? Y ahora aclárame cuál es tu parte del trato, porque la mía está clara, guardaré vuestro oscuro y morboso secretito...

-Vete a la mierda, ¿quieres? –arrastró las palabras mientras le daba un empujón a Fede y se colocaba bocarriba sobre la colcha.

De ese modo pudo Vázquez al fin contemplar aquel bello ejemplar de polla masculina que se le mostró ante los ojos durante unos pocos segundos. Era tan ancha como la había imaginado al sopesarla en su mano, se veía lustrosa, peluda, consistente, un vergajo de buena presencia, en armónico conjunto con aquel cuerpo grande y musculoso; las pelotas le colgaban tanto que parecía que se le fueran a desprender en cualquier momento. Pero no, la tela blanca del slip las recogió y las juntó con su primo natural, el rabo que quedó cubierto por la prenda, ocultando una montaña de carne viril de lo más llamativa al sentido de la vista.

-Bonita polla –le dijo Federico desde las alturas, sin dejar de mirarle el paquete hasta que le vio sentarse en el borde de la cama.

-Lo sé.

-¿Cómo está tu culo?

-Bien, lo superaré, como tú dices... ¡Pásame le pantalón!

Vázquez se agachó a recogerlo; también el resto de la ropa.

-¿Quién te ha enseñado a follar así? –preguntó entonces Santoro, dándole a la situación una extraña naturalidad.

-Un catalán casi tan mazado como tú.

-Ya... Pues felicítale de mi parte.

-Lo haré –Fede se colocó las deportivas-. Háblame de tu parte del trato.

-Mira que eres plasta con eso... Veníamos a darte una paliza y tú me has hecho ver que conoces nuestro secreto, así que te he dejado quedar como el nuevo jefe del internado, ¿no? Creo que con eso bastará para que nadie se atreva ni a soplar cerca de ti. Pero no deberías meterte en más líos porque esta tarde me has hecho caer diez puntos en el índice de liderazgo, y me va a costar recuperar el respeto de mis colegas.

-¿Puedo ayudarte con eso?

-Tú asegúrate de guardar nuestro secreto porque si un día se te escapa, entonces sí que te puedes dar por muerto. De lo otro me encargo yo –Santoro se puso en pie recolocando su ropa y caminó en dirección a la puerta-. Y ahora me largo. No puedo decir que haya sido un placer, pero admito que podría haber sido peor. Al menos sabes lo que te haces.

-¿Volveremos a follar? 

-No creo. Tengo un novio muy celoso –le dedicó una vaga sonrisa y se giró para salir.

Cuando Federico se quedó a solas en la habitación, echó un vistazo alrededor y fue hasta la mesita de noche para esconder la navaja. Cogió el condón lleno de lefa con dos dedos y lo dirigió a la papelera... “No, demasiado a la vista”, pensó. Abrió entonces otra vez el cajón en el que había guardado la navaja y ahí fue cuando lo vio: un pequeño frasco vacío que su madre la había dado antes de irse a Barcelona con todas sus pertenencias metidas en un sinfín de maletas.

“Es una muestra vacía del perfume que suelo utilizar, y todavía conserva algo de aroma. Guárdalo de recuerdo y así, cuando me eches de menos, si lo abres y lo hueles hará que te sea más fácil recordarme”, le dijo antes de darle un último beso. Pero una de las cosas que Federico se había propuesto desde el mismo momento en que la vio partir fue no echar de menos a nadie. Cuando no añoras, no te arriesgas a sufrir por la pérdida. Él no culpaba a su madre de la separación, al menos no la culpaba más a ella que a su padre. Aunque sí sentía que la ausencia de la mujer que le dio la vida le había hecho perder la poca inocencia que aún tenía.

Abrió el frasquito y se lo llevó bajo la nariz. Inmediatamente surgió ella desde las profundidades para sonreírle y decirle que todo iba a salir bien. Lo alejó enseguida de su rostro y sujetó el condón desde arriba hasta que la tetilla llena de semen se introdujo en el frasco. Tuvo que presionar un poco con el dedo para que cupiera todo el preservativo usado dentro. Después se lo llevó de nuevo bajo la nariz e inhaló tan profundo como pudo. Ya no encontró ni rastro de su madre. El aroma de la pérdida de su inocencia quedó relegado a la mínima expresión ante la presencia de aquel olor más fuerte: el de una pérdida mucho más vulgar y mundana, la virginidad de Luis Santoro.

-

                                                                                       FIN