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Las perversiones de Héctor: Bea en la iglesia.

en Sexo Oral

 

 

   Hola. La categoría en la que yo encuadraría este relato sería "sexo en público" o "exhibicionismo". Como nota para el webmaster, creo humildemente que debería existir una categoría así. Por otra parte, para los lectores sería interesante echar un vistazo primero a la serie “La niña del autobús”. Aunque la historia es independiente, los protagonistas de esta serie vienen de ella, y allí se describen con mayor profundidad. De hecho, la primera parte de este relato supone el epílogo de aquella serie. Espero que os guste.

 

   Han pasado cinco meses desde que me desperté aquella mañana en el piso de Laura. Tal y como nos íbamos levantando nos metíamos en la bañera, que como tenía un gran tamaño, nos permitía ducharnos juntos y revueltos, aunque no los cuatro a la vez. Yo creo que las lavé a las tres. Otro sueño a tachar de la lista. Al final, Bea quiso quedarse la última y me duchó con cariño. Después desayunamos los cuatro juntos. Hicimos zumo y tostadas, y Laura se encargó de hacer tortitas. Luego sacamos bacon, huevos, mermelada, miel, mantequilla... Un festín. Fue una mañana de bromas, insinuaciones, promesas de repetir, etc. Había salido un sol estupendo. Todo acompañaba para ser una mañana perfecta después de una noche perfecta.

   Cuando salí de la casa y me dispuse a volver a mi vida, nos habíamos prometido volver a vernos a quedar de vez cuando. Y para que no quedara en el aire, y puesto que yo era quien tenía más problemas para quedar, me hice cargo de organizarlo. A las tres semanas conseguí una fecha, y nos juntamos de nuevo en casa de Laura y Ruth.

   Más o menos la idea era la misma que la de la otra vez. Cenar, conectar las cams, que Ruth y Bea nos volvieran a deleitar con sus jueguecitos… y unirnos después los cuatro. Pero nada más llegar, Laura se tiro a mi cuello, me besó con energía y me susurró:

-          ¿Papaíto querrá estrenar el culito de la niña?

-          Pues claro, tesoro. – Tuve un escalofrío inmediato que hizo reaccionar a mi amigo. – Pero que zorra eres, Laura.

-          Mmmmm… Dímelo otra vez… ¿Soy tu zorrita? – Ronroneaba. Sabía cómo sacarme de mis casillas.

-          Luego te daré lo tuyo, putita… - Le di un buen cachete en el culo, y saludé su hermana y a Bea. Laura se reía mientras se mordía el labio inferior.

   Nos pusimos a charlar animadamente, mientras pedíamos la cena. Le pedí a Bea un plug anal que vi por la cam el otro día. Era un plug azul, no demasiado grande, con un tope al final, de manera que pudiera sentarse sin que le molestase demasiado. Además no era demasiado grande, con lo que diría que tenía el tamaño perfecto para mi propósito. Llamé a Laura desde su habitación. Cuando entró, vio el plug encima de la cama junto a un gel lubricante. Se azoró de inmediato y se sentó a mi lado.

-          No te preocupes. – Le dije con dulzura. – Esto te va a encantar. Quítate la ropa.

   Unté el lubricante sobre el plug anal mientras observaba a Laura. Se desvestía con pausa, me miraba y se mordía el labio. Se sacó las mallas, agachándose mientras me mostraba su culazo, se sacó el tanga y se giró. Bajé la mirada. Llevaba el pubis recortado, no completamente rasurado. Un triangulito coronaba su precioso monte. Se echó una mano atrás, se sacó el sujetador y se acercó sin dejar de mirarme. Sus pezones se notaban desafiantes. Yo creí que iban a rasgar la tela. La acogí a mi lado, le besé el triangulito, y la hice apoyarse sobre la cama, dejándome fácil acceso a su trasero. Le abrí las cachas con las manos, y le pasé la lengua por su orificio. Oí como gemía, lo que me alegró y me incitó a seguir. Intentaba penetrarla con la lengua. Lamía y chupaba, mientras notaba como le fallaban las piernas. Le puse un dedo en la boca que ella comenzó a chupar golosa. Lo saqué y se lo metí en el ano. Jugué un ratito con él, añadí un segundo dedito, y poco a poco notaba que aquel agujero calentito cedía un poco a mis caricias. Cuando creí que había dilatado un poco, le coloqué el plug anal con delicadeza, mientras la oía gemir. Lo aguanté un rato allí, mientras notaba como a ella le subían los colores. Creí que lo mejor sería que se corriera, así aguantaría mejor con él puesto. Apenas le estimulé el clítoris y ya veía como bajaba el flujo por la cara interior de sus muslos.

-          Pero que guarra eres, Laurita. – Se lo dije con una sonrisa, mientras recogía sus fluidos y los limpiaba con la lengua. – Y ahora, a portarse bien.

   Me levanté y la abracé. Le dije que no se lo quitara en un rato, que si aguantaba hasta después de cenar, mejor. Se puso un pantaloncito corto ancho, y salió al comedor. Sus colores la delataban, y Ruth y Bea se echaron a reír.

   La cena transcurrió con normalidad, muy animada, muy subida de tono, muy divertida. Eran unas chicas tan naturales, tan desinhibidas… Podría estar horas allí con ellas, admirando su forma de ser, su actitud, sus valores, su sencillez, su belleza, su naturalidad… Laura tenía los colores buen subidos, se notaba ruborizada, no había duda de que el plug la mantenía caliente. Llegado el momento, Bea y Ruth se retiraron a su habitación para comenzar el show. Detrás, nosotros entramos en la otra.

   Nada más entrar Laura casi se arrancó el pantalón, se puso a cuatro patas encima de la cama y se dirigió a mí con celeridad:

-          Vamos, Papaíto, acaba ya con esta tortura, que me tienes loca. – Se tocaba el plug con la intención de sacarlo. Le puse la mano para no dejarlo salir.

-          Espera… Enseguida te lo quito. Antes, cómemela un poco. – Me bajé el pantalón y mi polla saltó como un resorte. – Tienes que dejarla a tope de saliva, a tope de dureza. Porque te voy a partir el culito, querida. – Laura se puso a mamar de inmediato, con premura. Me escupía en la polla, y luego se la metía entera en la boca. Yo mientras tanto le sacaba y le volvía a meter el plug. Al final se lo saqué, me separé de su cara y me puse tras ella. – Prepárate, cielo. – Le dije con calma.

   Encaré la punta y empujé. La verdad que el plug había hecho su función, y mi polla comenzó a entrar. Seguí empujando, y aunque a medida que entraba encontraba más resistencia, al final la enterré entera. Me agaché sobre ella y le busqué los pezones bajo la camiseta. Comencé a sacarla y a volver a meterla, al principio con calma, pero enseguida con más brío. Alternaba mi mano de los pezones al clítoris. Lo pellizcaba, lo martirizaba. Le decía al oído que la iba a partir en dos, que la estaba abriendo en canal. Le dije todas las barbaridades que se me ocurrieron. Ella gemía como una loca. Oí como Laura se corría un par de veces antes de que le llenara el culo de leche. Saqué la polla llena de restos de mi corrida. Laura se giró y la limpio con presteza, con devoción. Que delicia.

   El resto de la noche fue similar a la anterior sesión. Bea siempre quería más, mientras que Ruth se mantenía casi siempre al margen, tocando y lamiendo a las otras chicas, colaborando en la sesión, pero sin entrar de lleno. Aún así, la noche acabó con varios orgasmos para todos, alguno de ellos de carácter épico, corriéndome en el culo de Bea mientras Ruth y Laura se peleaban por la lechita que se derramaba por su entrepierna. Entre las dos, sólo con sus lenguas, consiguieron un nuevo orgasmo de Bea. De esas escenas que no olvidaré en toda mi vida.  

   En los siguientes meses conseguí que quedáramos otras dos veces, pero siendo ambas maravillosas, no fueron ni tan morbosas ni tan deliciosas como las dos primeras. Además, poco a poco yo me iba decantando un poco por Bea, porque esa hembra me colmaba, me llenaba, me hacía sentir muy poderoso, muy dominante. Muy… hombre, aunque suene mal. Ella sabía cómo hacerte sentir bien. Mientras que con Laura, que fue con la que empecé esta historia, yo notaba que perdía el interés por mí. Tenía 18 años, era completamente normal, y yo a cada cita dejaba de ser una novedad. Y Ruth… estaba más por no perder a Bea que por cualquier otra cosa.

   El caso es que en la última sesión me quedé el teléfono de Bea como por casualidad, nos dimos los mails y comencé a hablar con ella por el Skype, en ratos libres, a horas intempestivas. Cuando estaba en casa, con todos durmiendo, lo hacíamos por chat. Pero cuando estaba fuera, y ella podía, lo hacíamos con voz. En el último mes habíamos hablado unas cuantas veces. No habíamos puesto todavía la cam, porque Bea no tenía wifi, así que eran conversaciones de voz. Aún así eran muy morbosas, muy subidas de tono. Nos contábamos nuestros secretos más íntimos, nuestros deseos más sucios, nuestras fantasías…

-           Siempre he querido hacerlo en un avión. – Le decía. – Ponerme en la parte de detrás del aparato, en la última fila, y primero que me hagan una buena paja, luego que me la chupen bien, y acabar haciéndolo, en silencio, suave, profundo, vigilando que no se levante nadie. ¿Tú sabes que morbo?

-          Joder, claro que da morbo. – Afirmaba Bea. – Pero conmigo eso no podrías hacerlo.

-          ¿Ah no? – Repuse yo.

-          Pues claro que no. – En cuanto me claves un poquito de tu amiguito me iba a poner a gritar como una loca. – Me reí con ganas. – Ya sabes que eso del silencio no va conmigo…

-          ¡Jajajajajaja! Y tanto que lo sé. Bueno, pues nada… me la comes como sólo tú sabes hacerlo, y yo te lo compenso en el hotel. – Un buen argumento, pensé. - ¿No te parece?

-          Que cabrón… El caso… es que no está mal. Con lo que me gusta a mí comerte la polla. Tan rica, tan salada, tan deliciosa. Mmmmm… Joder, de pensarlo acabo de mojar el tanga. – Ronroneaba como una gata. – ¿Y qué me harías en el hotel, Papaíto?

-          Pues… Te pondría en la cama a cuatro patas, te apartaría un poco ese tanguita rojo con las hojitas que me vuelve loco, para dejar tu rajita bien accesible, y así poder lamerte el coñito desde atrás, pasando la lengua bien abierta, como les gusta a las zorritas como tú. – Le hablaba despacito, casi susurrando, intentando darle peso a mis palabras, que las pudiera disfrutar, que las relamiera, que las disfrutara. Eso se me da bien. – Luego te daría un par de cachetes, secos, duros, para enseguida comerte el culo hasta que te baje el flujo por los muslos, y otro par de cachetes, y así sin parar hasta que me suplicaras que te la metiera, que te la clavara hasta los huevos, que te partiera en dos… - Me puse como una moto mientras hablaba. Yo la escuchaba suspirar. Suponía que se estaba masturbando, aunque no estaba seguro.

-          Oh sí, cabrón. – Al hablar pude notar su excitación. - ¿Me vas a dar duro? – Notaba como se movía, se estaba tocando, no había duda. – Quiero que me la metas otra vez por el culo, quiero sentirme llena, quiero que me abras en canal…  - Los jadeos eran ya muy evidentes. Yo me masturbaba frenéticamente también. – Y quiero que te corras en mi cara, limpiártela bien con la boca después de darme por el culo, oh sí, me hace sentir muy sucia, cabrón. Dame duro, oh sí, sigue, sigue, no pares, cerdo, oh síiiiiiiiii…

   La oí gozar abiertamente, mientras yo seguía masturbándome. Había frenado un poco mi ritmo. Quería hacerlo para ella. Yo seguía diciéndole guarradas, que sé que la volvían loca, mientras se corría.

-          Pero que zorra eres… Te has corrido como una perra, por teléfono, sin tocarte. Pero que pedazo de zorra estás hecha. ¿Te ha gustado? La próxima vez te vas a enterar. – Oí a Bea que se recuperaba, y que gemía con mis palabras. – La enterraré en tu trasero, mientras que te pellizco los pezones. Oh sí, cielo. Te los voy a estirar hasta que supliques que pare. Cuando lo hagas te la meteré entera en la boca, hasta la garganta. Me dejarás el sable bien limpito, ¿a que sí?

-          Sí, Papaíto. Lo que tú mandes. – Su voz sonaba extasiada, como un susurro. Conseguir aquello sólo con la voz era una sensación maravillosa. Casi de inmediato noté un cosquilleo que me anunciaba la llegada del orgasmo.

-          Me voy a ir, putita. Papaíto te va a llenar esa carita de zorra de lechita calentita. Ya viene. Que pasada, joder. Dime que te lo de, dime que te lo de….

-          ¡Dámelo, oh sí! Aquí, en la cara, en las tetas. Vamos Papaíto, es mío, y lo quiero para mí. ¡Vamos, vamos, vamos!

-          Ahhhhhggggghhh!!!

   Me corrí entre espasmos. Llené de leche mi vientre y mi pubis desnudo, y me apresuré a coger papel, ya que comenzaba a correr hacia la silla. Había sido un orgasmo fantástico.

-          Joder, Bea, aunque sea virtual, que puta pasada. – Jadeaba. Aquella chica me dejaba exhausto.

-          Jejejeje… Lo mismo digo, campeón.

-          Oye… Yo no vuelvo hasta el viernes, pero llegaré pronto, y tendré el día libre. ¿Qué te parece si almorzamos? ¿Estás libre?

-          A ver, espera… Sí. Trabajo por la tarde, a las 18h. Por la mañana puedo.

-          Estupendo. ¿Pues qué te parece si nos vemos en la Estación del Norte a las 10?

-          Venga, hecho.

-          ¡Bieeeen! – Me puse a aplaudir como un niño pequeño. Bea se reía.

-          Venga, Papaíto, a dormir.

-          Buenas noches, cielo.

-          Adiós… Hombretón. – Lo dijo con un deje al final que me enorgulleció. Casi me excitó. Aquella mujer me tenía loquito. Se desconectó, cerré el portátil y me eché a los brazos de Morfeo.

   La semana pasó despacio. Muy despacio. No llegaba nunca el viernes. Me propuse sorprender a Bea. No sabía cómo proponérselo, pero si dónde. En una conversación anterior me contó uno de sus secretos más sucios, más morbosos, y casi me corro de la emoción cuando lo hizo. Desde entonces no me lo había quitado de la cabeza. Había que ver si era posible llevarlo a cabo. Ideé un plan para ello, y decidí que lo haría sin consultar, y vería si era capaz de arrastrar a Bea. Esa última parte me preocupaba menos. Sabía cómo llevarla al límite. En los últimos meses había descubierto que el lenguaje soez excitaba de forma primitiva a muchas mujeres. Bea era una de ellas. Cuanto más burdo era, más se excitaba. Era una chica a la que le gustaba llevar la iniciativa, pero lo hacía para pedirte que la dominaras, que la hicieras sentir muy puta. Y a mí eso me volvía loco.

   El jueves por la noche antes de acostarme en el hotel confirmé por Skype con Bea que nos veríamos al día siguiente, y tras una reconfortante ducha, y asearme, depilarme y afeitarme bien, me acosté y me sumí en un profundo sueño.

   El ave me dejó puntual en Joaquín Sorolla a las 9:18. Iba a coger el bus transbordador, pero la mañana incitaba a andar. Como sólo llevaba una maleta pequeña de ruedas, me fui caminando tranquilamente, y aún así a menos cuarto estaba en la Estación del Norte. Era una mañana cálida, típica de Valencia. La gente llevaba la chaqueta anudada en la cintura, y las mangas cortas, los escotes, las minis y los  pantalones extra shorts lucían por doquier. Me calcé una gorra y mis Ray Ban rojas, y paseé un poco por las tiendas, comprobé la primitiva, y me pedí un café en una terraza de la estación. Repasé el twitter, revisé el correo… hasta que la vi entrar al andén. La gente se giraba a su paso. Su tez morena, su pelo rizado con aspecto de mojado, su blusa blanca a punto de explotar, su minifalda  con un poco de vuelo, que al levantarse a cada paso dejaba a la vista el final de la media, las botas con tacón, las gafas de sol… no dejaban indiferente a nadie. Se acercó a mí, se agachó y me dio un pico. Los pasajeros que estaban detrás se quedaron atónitos. Estoy casi seguro de que le vieron el tanga, y sin duda, el final de las medias y buena parte de los cachetes. Se arregló la faldita y se sentó a mi lado.

-          Hola, guapo.

-          Hola, cielo.

-          Que discreto, con esa gorra y esas gafas.

-          No puedo decir lo mismo. – Me relamí. Bea se rió con ganas. – Estás más buena que el pan. Dime quién es tu ginecólogo que vaya y le chupe el dedo. Que me tienes las venas de la polla como el cuello de un cantaor. – A estas alturas a Bea le caían las lágrimas de la risa.

-          Calla, idiota, que se me corre el rímel…

   Pasamos los siguientes minutos riéndonos, disfrutando del ambiente, fijándonos ocultos tras las gafas de sol como la gente la miraba. Haciéndome el descuidado, le colocaba una mano en la rodilla, y si veíamos que alguien miraba, aprovechaba para acariciarle la parte interior del muslo. Así, entre magreos, juegos y risas, se nos hicieron las diez y media, a lo que le propuse que nos fuéramos a pasear. No le conté nada. De momento, quería que fuera una sorpresa.

   Cruzamos la plaza del ayuntamiento, y nos encaminamos hacia la plaza de la Reina, por la calle San Vicente. Nos deteníamos en los escaparates, se agachaba a ver un precio y me enseñaba las nalgas. Luego se reía y seguíamos nuestro camino. Me preguntó varias veces dónde íbamos. Ella tenía el coche cerca de la estación, y tampoco quería alejarse mucho. Le dije que estábamos a punto de llegar. Al llegar al final de la calle San Vicente giramos a la izquierda y nos encaminamos por una calle peatonal. Bea seguía intrigada, aunque creo que al alzar la vista se imaginó a dónde nos encaminábamos.

-          No puede ser. – Dijo.

-          ¿El qué? – Repuse yo.

-          No estarás pensando en…

-          ¿En qué, cielito? – La cogí de la cintura y me la arrimé. - ¿Qué pasa? ¿Ahora te vas a echar atrás, zorrita?

-          Joder, calla, cabrón. ¿Pero tú has visto como voy vestida? ¡No me van a dejar entrar!

-          ¿Cómo que no? – Le dije sonriente. – En cuanto te vea, el cura no podrá dejar de mirarte. – Me reí a gusto mientras ella se ruborizaba. – No te preocupes, nos sentaremos detrás. Además, ¿quién crees que va a ir a misa un viernes a las once y media de la mañana? – Bajé el tono y reduje el paso. Estábamos llegando a la iglesia de Santa Catalina.

   Entramos en silencio, cogidos de la mano, como cualquier pareja. La majestuosa construcción gótica impresionaba, con sus arcos iluminados para los oficios. Levanté mi pequeña maleta de viaje para no hacer ruido al arrastrarla. Aunque llevaba excitado toda la semana, una vez allí estaba bastante nervioso, un poco acongojado. Intenté sobreponerme a ese efecto y la conduje de la mano. Buscamos un banco por la parte de atrás, junto a uno de los pilares de piedra, que nos protegía desde el lado izquierdo. Senté a Bea junto al pilar de piedra, y puse mi pequeña maleta en el banco, justo al otro lado, de manera que sentados nos protegían un poco de las miradas curiosas. La falda de Bea era tan corta que al sentarse en el banco lo hacía directamente sobre las nalgas. El banco estaba frío, como suele ser habitual en las iglesias, y Bea se removía un poco incómoda. La cogí de la mano, me acerqué y la besé. Suave. Dulce. Transmitiendo tranquilidad. Iban entrando fieles, y sentándose más bien adelante. Nadie reparó en nosotros, excepto un joven de unos quince o dieciséis años, que acompañaba a una anciana que apenas podía andar. Iba vestido con unos pantalones chinos, muy claritos, una camisa de cuadros, y una sudadera colgada del brazo. Miró disimuladamente por encima de la maleta y vio las estupendas piernas de Bea. Pasó al siguiente banco, y se sentó junto a la anciana. El sacerdote salió y comenzó los oficios. Lentamente, me acerqué a Bea, la volví a besar, y comencé a hablarle muy despacio, muy bajito.

-          ¿Qué te parece, cielo? ¿Te ha gustado la sorpresa?

-          Joder, Héctor… No sé para qué te conté nada… - Se la notaba nerviosa, intranquila, pero yo estaba seguro de que también estaba excitada. Iba conociendo bien a aquella mujer. Me acerqué tanto a su oído que le tocaba la oreja con los labios.

-          No digas tonterías, zorra. Estás caliente a tope. – Silbaba las palabras. Sabía perfectamente el efecto que tenían en ella. La miré como escondía una sonrisa mientras se mordía el labio inferior. De fondo se escuchaba el sermón del cura. Sabía que el morbo de oir al sacerdote, y al mismo tiempo mis palabras, sería devastador en ella. – En cuanto has entrado te has mojado. Estoy seguro. – Llevé mi mano a su entrepierna. No se resistió. Apenas toqué su muslo por el encaje de la media, cerró los ojos y continuó mordiéndose. No me costó trabajo llegar al tanga, apartarlo, y pasar un dedito por su rajita. Estaba húmeda, aunque yo quería saber cuánto. Alargué un poco más mi mano y le introduje el dedo corazón. Estaba empapada. Su vulva palpitaba, y en su interior el flujo era abundante. Se movía suavemente, pero sin parar. Saqué el dedo sin volver a colocarle el tanga en su sitio, y se lo llevé a la boca. – Chupa, zorra. – Se llevó el dedo a la boca, y me lo chupó con ganas. Miré hacia todos lados, pero la poca gente estaba pendiente del sacerdote, y no se percató de nuestros juegos. El joven que acompañaba a la anciana no parecía haber reparado más en nosotros, y ella parecía haberse dormido. Bea no paraba de moverse en el banco. Aproveché para meterle a Bea otros dos dedos en la boca, también para que no gritara, y empujaba un poco hacia abajo para que la abriera, respirara y gimiera. Me pasaba la lengua por los dedos, pasaba el piercing entre ellos, con avidez, los chupaba y los lamía, mientras gemía. – Pero que puta eres. Como te gusta darme placer. Esto te pone a tope, ¿verdad? – Asentía mientras me chupaba los dedos. - ¿Sabes? Vamos a hacer una cosita. Te vas a quitar el tanga. Quiero que me lo des. Ahora, putita. Quiero que me lo des ahora. – Le saqué los dedos de la boca. Cuando se levantó un poco para sacar el tanga vi el banco completamente humedecido. - ¿Pero cómo eres tan golfa? ¡Pero si ya te has corrido! – Le susurraba, aunque lo suficientemente alto para turbarla. Tenía los colores a tope, fruto de la excitación. No había duda de que aquello la sacaba de sus casillas. – Me voy a guardar este tanga como castigo. Vas a ir todo lo que quede de día sin él, como la perra que eres.

-          Joder, Héctor, me he corrido casi sin tocarme, por Dios. Estoy a tope, hijo de puta. – Se abalanzó sobre mi pantalón. Bajó la bragueta del vaquero y sacó mi miembro erecto, ya con restos de líquido preseminal. Ni se lo pensó. Agachó la cabeza y comenzó a comerme la polla de forma salvaje, primitiva. Yo alargué mi brazo, y le metí la mano bajo la falda, hasta que encontré su ano. Le introduje un dedo sin miramientos. Bea dio un respingo. – Mmmmm… Sigue, cabrón, sigue. – Y se volvió a meter mi polla en la boca.

   Ese tono de voz había sido algo mayor de lo deseado. Miré hacia detrás, pero no había nadie. Delante tampoco se había percatado nadie. Pero el chico… me miraba alucinado. Sabía perfectamente que Bea me la estaba chupando, mientras yo le metía mano. No podía verlo desde su posición, ya que mi maleta se interponía en su visión desde el otro lado del pasillo. Me puse colorado, pero bajé a mirar a Bea, que seguía como si nada. Alcé de nuevo la vista y el chico se estiraba a ver si nos veía. Decidí que no tenía por qué hacerlo sufrir. Aparté la maleta y la puse paralela al banco, dándole una perfecta visión de Bea chupándome la polla como una golosa. Los ojos se le abrieron como platos, se llevó la mano al paquete y comenzó a arreglárselo.

-          Bea, nos están viendo. – Hizo intención de levantarse, pero con mi mano libre la mantuve en su sitio. Levantó la mirada y vio al joven. Se sonrió y siguió chupando. Por mi  parte, me afané en llegar a todos sus agujeros, y que mis hábiles dedos torturaran su botoncito. Apenas unos segundos después de descubrir al chico, Bea se corrió llenándome la mano de flujo. Lo hizo entre jadeos, ya que mi polla en su boca no le permitía mucho más. – Te acabas de correr otra vez en una iglesia, furcia. – Le susurré. Se encendía por momentos. Noté que yo también me iba. – Sigue, joder, sigue, que me viene, que me voy, oh, sí…. – Cerré un instante los ojos y me dejé ir. Al abrirlos miré a Bea que seguía subiendo y bajando. Por la comisura de los labios se le escapó un chorro de semen y saliva. Antes de que llegará a mi pantalón lo recogió con un dedo. Levantó la mirada y vio al joven. Éste estaba anonadado. Bea abrió la boca despacito y se chupó el resto de mi lechita. Vimos como el chico se azoraba, se movía, y como una mancha oscura aparecía en su pantalón color beige. – Mira lo que has hecho, cielo. –Le dije, mientras sonreía. – Eres la bomba, en serio. Te adoro.

   Bea levantó la cabeza, se limpió un poco la cara, y me besó, aún con restos de mi corrida en su boca. Estuvimos así unos segundos, hasta que casi al unísono nos entró la vergüenza. Le hice un gesto con la cabeza para que nos fuéramos y asintió enseguida, con los colores por las nubes. Guardé mi falo y me levanté. Protegida por mí, Bea se levantó. Se estiró la falda lo que pudo, que no era mucho, cogí mi maleta y nos fuimos hacia la salida. El joven nos miró muerto de vergüenza, mientras tapaba la mancha con la sudadera, y giró la cara cuando pasamos por su lado. Salimos de la iglesia, nos pusimos nuestras gafas de sol y yo mi gorra y nos encaminamos a la plaza del ayuntamiento.

   Caminábamos en silencio, Bea casi colgada de mi brazo, azorada. En un momento dado, se paró, me rodeó con sus brazos, me dio un beso en los labios, me abrazó, y me dijo muy despacito:

-          Papaíto, el tanga te lo quedas. Pero con una condición. – Me miró mientras se mordía el labio. - ¿Dónde me vas a llevar la próxima vez?

   Solté una carcajada. Me encantaba aquella chica… Lo pensé un poco, aunque no mucho, porque… ya sabía dónde quería ir.

-          Cariño, la próxima vez iremos al cine.