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La pija y los vagabundos

en No Consentido

   Era una niña muy hermosa. Él llevaba viéndola salir de su casa casi todos los días de los últimos años. Primero con su uniforme, siempre impoluto, planchado de tintorería, como le gustaba a su madre que se lo podía permitir; y después y ya en el instituto, con su ropita de marca, siempre una talla menos de la debida, marcando unos pechos enormes para su edad, que eran la envidia de compañeras y el deseo malsano de compañeros, profesores, padres de alumnos… Además, siempre iba impecablemente peinada, con su trenza perfecta o sus coletas completamente simétricas, de un rubio casi platino muy llamativo en esa zona del país. La señora que tenían interna en su enorme caserón, casi un palacio en el centro de la ciudad, era una artista. Según decían, tenía una mano increíble en la cocina, y un tacto especial con la niña. Y eso era digno de halago. Porque la niña era una pija asquerosamente repelente. Hija única, de una familia muy adinerada de la ciudad, tenía todo lo que pudiera desear. Y para colmo, tenía un cuerpo escandaloso, con su melena larga del color del sol, alrededor del metro setenta y cinco, sobre los 60 kilos, y con unas curvas de infarto. Eso hacía que fuera el centro de atención de toda la ciudad. Y ella lo sabía.

   Él la veía pasar siempre acompañada de otras compañeras. Alguna vez éstas se detenían y le dejaban alguna moneda, que repicaba alegre sobre el resto de calderilla que brillaba en el suelo, junto al letrero de cartón que rezaba “Una Limosna para comer, por compasión…”. Sin embargo, ella jamás había dejado ni una sola moneda, pese a ser con diferencia la más pudiente de todas. Incluso, siempre le echaba una mirada arrogante y despectiva. Ella se creía superior, se sabía poderosa ante él, y no dudaba en demostrárselo con miradas, incluso con alguna palabra de reprobación a sus amigas.

-          No le deis limosna a esos pordioseros. Son escoria. – Silbaba entre dientes. – Ese lleva ahí desde que yo voy al instituto. Mira si ha tenido tiempo de buscar trabajo… el perro…  – Se giraba y lo miraba con asco. – Dios, ¿no os da asco? No deberían dejarlos vivir, ensucian la calle y huelen mal. – Decía con soberbia. A veces incluso utilizaba un tono de voz lo suficientemente alto para que ellos la oyeran. Incluso alguna vez él creyó que lo hacía para ofenderle personalmente. – Mirad, – decía – pero si no sabrá ni escribir. – Se giraba y le sonreía con suficiencia. – Son repugnantes. – Escupía en el suelo, y se marchaba. El resto de chicas no se atrevían a contradecirla por miedo a las consecuencias.

   Lo que nadie podía imaginar es que ese vagabundo sexagenario era un hombre brillante, un ingeniero electrónico con un coeficiente muy superior a la media, al que la vida trató muy mal. Se casó joven, con una buena mujer, pero desgraciadamente enviudó antes de los cincuenta, y su mujer no pudo darle unos hijos que él deseaba. Su suegra estuvo durante años aprovechándose de él, y cuando casi había terminado con su fortuna, y tras unos años de luto, una arpía más joven que él, y muy hermosa, lo cazó, y lo dejó casi en la ruina. Él, que ya andaba tocado en su fortaleza y su vitalidad, quedó completamente hundido, y su propia inteligencia superlativa se volvió contra él. Durante años su personalidad se fue tornando huraña. Comenzó a desconfiar de todos, con y sin razón, hasta que perdió su trabajo, sus amistades, y de un día para otro se vio en un callejón oscuro y maloliente, acompañado por otros dos vagabundos que rondarían las setenta primaveras. Eran rudos, y quisquillosos. Posiblemente en su otra vida fueron impetuosos, incluso casi violentos. Pero no eran muy inteligentes, así que los manipulaba fácilmente, y eso le ayudaba a no temerlos. De noche se refugiaban en el callejón, tras los contenedores. La gente nunca pasaba de ellos hacia el final. El hedor era insoportable. Pero era “su hogar”. Habían construido cada uno un pequeño refugio, como si fuera un cobertizo, con unos palets y unos plásticos cubriendo un pequeño porchado. El callejón les protegía del aire, las fincas de la lluvia, y el porchado, del frío. Ni molestaban ni eran molestados, ya que los pocos vecinos que tenían ventanas al callejón las habían tapiado o en el mejor de los casos puesto cristales dobles, para evitar los hedientos vapores. Además, al final de la calle había una antigua toma de agua para los barrenderos que ya no se utilizaba, lo que les proporcionaba agua potable; y al lado, dos aparatos enormes de aire acondicionado del restaurante de la avenida, que les daban aire caliente durante todo el año. Eso sí, era caliente todo el año. De día, sacaban sus mantas, su perro y sus carteles a la calle, y sin hacer demasiado ruido para que la policía no los tirara a patadas, pedían por caridad.

   Y así, sin pena ni gloria, pasaban los días, los meses, los años para él y sus dos extraños compañeros. Veía como aquella niña insolente que vestía falda plisada de color verde, a cuadros, y por encima de las rodillas, junto con una camisa blanca recta, cambiaba su atuendo habitual por unos mini shorts que dejaban poco a la imaginación, y unas camisetas dos tallas menos de lo debido, que hacían que las camisetas se despegaran de su vientre debido al enorme volumen de sus tetas, y dejando a la vista un precioso piercing que adornaba su delicado ombligo. Eso cuando no utilizaba los típicos leggins para sordomudos. Era una provocación andante. Y ella lo sabía.

    Posiblemente nada hubiera cambiado si aquel fatídico día de Junio, en que la dichosa niña se levantó más repulsiva que nunca, ella y su chacha no hubieran pasado por su lado. Pero lo hicieron. Ese día nuestro vagabundo se había duchado en el centro social en el que solían hacerlo una vez por mes, y se había afeitado. La chacha lo miró, y se dio cuenta de que se había aseado, y al pasar se detuvo, y se puso a rebuscar en su monedero.

-          ¿Qué vas a hacer, chacha? – Le dijo la joven. – Es un pordiosero, no merece tu dinero.

-          Hoy se ha lavado, y se ha afeitado. Creo que merece que lo premie. – Dijo obviando el tono utilizado por la muchacha. Siguió escrutando en su pequeño monedero, pero no encontró moneda alguna. – Vaya. – Dijo en voz baja. – Bueno, un día es un día. – Añadió con una sonrisa, mientras depositaba un arrugado billete de cinco euros en el pañuelo junto al letrero de cartón. – El vagabundo la miró sonriente, e incluso se permitió mirar a la niña. Ésta no se lo tomó muy bien.

-          ¿Cómo? ¿Le vas a dar cinco euros a este asqueroso? – La boca se le llenó mientras lo decía. Miró el billete, y miró a sus dos compañeros, que también tenían un cartel similar, aunque con alguna falta de ortografía. Sonrió con maldad, y se agachó a recoger el billete. – Chacha, esto hay que repartirlo, que son tres. – Y ante la mirada impertérrita de los tres vagabundos, partió el billete en tres, y depositó un trozo en cada pañuelo. – Así está mejor, repartido como buenos hermanos. – Se giró y estiró de la pobre mujer, que apenas pudo lanzar una mirada pidiendo perdón al hombre. Ella no sabía que lo que recogían y conseguían, al final del día lo repartían, y que posiblemente repararían el billete. Pero aquello era una demostración de maldad, de crueldad de corazón.

   Y la forma en la que el vagabundo miraba a la niña pija fue cambiando, aunque sólo en su interior. De cara al exterior ni él ni los otros podían demostrar absolutamente ningún sentimiento ya que cualquier problema con alguno de los vecinos o de los transeúntes los expulsaría de la zona. Y no querían eso. Allí tenían su rincón, su forma de vida, su banco de alimentos, su centro social donde asearse. Tenían una forma de vida adosada a ese lugar, y no iban a perderlo. Pero él no pudo parar el rencor que fue creciendo en su interior. Su corazón se fue ennegreciendo. Su agudeza no hacía sino maquinar, pensar en formas de hacerle pagar a aquella niña pija su crueldad. Pero lo poco que quedaba de su juicio y el apego a aquel extraño lugar, acababan frenando cualquier acción. Eso sí, el resentimiento y el odio no hacían más que inundar su corazón, y eso no había razón que lo parara.

  Y sin buscarlo, una noche la ocasión se presentó sola. Eran las 5 de la mañana pasadas, cuando unas voces lo despertaron. El vagabundo se levantó un momento de sus cartones, sobrepasó los contenedores y se asomó a la calle. Allí estaba ella con un grupo de su edad, tres chicas y dos chicos. Ella no se tenía en pie, visiblemente alcoholizada. Ellos se reían de ella, mientras la dirigían a su portal. Una vez allí, se pusieron a discutir sobre cómo actuar.

-          Yo no pienso quedarme cuando salga su padre. – Decía el más alto de ellos. – Eso es un marrón que flipas. – Argumentaba.

-          Claro. – Decía la más mona de las otras tres. – Nos vais a dejar tiradas, como siempre. – Añadía.

-          Iros todos a tomar por culo, joder. – Balbuceó nuestra niña, con evidentes signos de embriaguez. – A tomar por culo, maricones, que soy unos maricones. – Los señalaba con el dedo. Y cambió de dirección, señaló a su casa, y llamó al timbre, justo antes de caer sentada en el portal. La escasa fuerza con la que llamó, hizo que no sonara en el interior de la casa, pero los amigos de la niña salieron corriendo al unísono. Ésta se giró y los miró con despecho, con los ojos medio cerrados. – Y vosotras unas putas. – Silbó. Y se derrumbó en el portal.

  El vagabundo la miraba desde la esquina del callejón, con los ojos encendidos. Era su oportunidad, y lo sabía. Se acercó sigiloso, ocultándose bajo los balcones, saliendo de su madriguera como pocas veces había hecho en los últimos años. Estaba nervioso. Lejos de su pequeño cobijo se sentía completamente vulnerable. Había aprendido a sobrevivir con poco, con casi nada, y se sentía seguro en su rincón. Oscuro, sucio, pestilente, incluso asqueroso rincón. Pero seguro. Y en medio de la calle no se sentía así. Cualquiera que lo viera podría pensar algo malo, y su pequeña y triste existencia se iría a la mierda, y él tampoco quería eso. Además de que en aquel caso era verdad.

   Pero tal y como se acercaba a su presa, notaba sensación de seguridad, un brío nuevo y desconocido corría por sus venas, y le llenaba de energía, de vitalidad. Era la lujuria. Lujuria además alimentada por el odio, lo que la convertía en una mezcla realmente explosiva. Cada vez estaba más cerca, apenas unas docenas de pasos. Casi podía oler el perfume caro, el aliento cargado de alcohol… y podía verla, bajo la luz de la farola. Estaba hecha un despojo, con las piernas semi-abiertas, enseñándole las braguitas blancas bajo el vestido negro de fiesta. Aquella visión lo estimuló aún más, y le dio el empujón final. Miró una última vez a su alrededor, pero no vio a nadie. Aún así, se escondió en un portal durante un par de minutos, por si aún bajaba alguien de su casa, pero no había señales de vida. Así que caminó los 50 metros que le faltaban, y se agachó junto a la joven.

-          Hola. ¿Estás bien? – La zarandeó un poco, pero sin resultado. Cogió su pequeño bolso de fiesta, y rebuscó en él. Llevaba el carnet de identidad, un Smartphone de los caros, casi cien euros en billetes, entre ellos uno que se veía manoseado, con aspecto de haber estado enrollado, y aún con restos de un polvito blanco bastante sospechoso, y dos cigarrillos preparados que apestaban a yerba. Miró la edad de la chica… joder, era casi una niña. Dudó unos instantes, mientras buscaba motivos para desechar esos remordimientos. Recordó los continuos desmanes, las palabras vejatorias, el hecho del billete… y le miró el escote. Lo abrió un poco y vio un par de melones de un tamaño descomunal. “Una niña no tiene esas tetas”, pensó. Se sonrió de su propia broma, y siguió con su tarea. Cogió el dinero y lo guardó en el bolsillo de la solapa de su viejo y deshilachado abrigo, no sin antes recoger con la lengua la coca que quedaba, y guardo los dos cigarrillos y el móvil en uno de los bolsillos de cadera. Eso sí, antes le quitó el volumen, no sea que sonara en un momento no deseado. Hacía más de tres años que no tenía uno en las manos, pero los Galaxy continuaban con el mismo patrón, sólo que era muy rápido, y con la pantalla más grande. El hormigueo en la lengua le reconfortó, y lo envalentonó. Se pensó un poco su siguiente paso, y le habló a un cierto volumen, incluso arriesgando a ser descubierto. – Niña, ¿tú no querrás que tus padres te vean así, verdad? – Le dijo la frase muy cerca del oído. Sorprendentemente, ésta abrió los ojos durante un instante, aunque los volvió a entrecerrar. Pero el efecto de las palabras fue el deseado.

-          No, por favor. Que no me vean así, por Dios. – Balbuceaba casi ininteligiblemente. El vagabundo la ayudó a levantarse, y se encaminó hacia el callejón. La niña pija apenas podía caminar sobre los tacones de aguja de al menos 10 cm, que en caso de haberse podido mantener en pie la hubieran hecho tal alta como él. Pero en ese momento, casi los arrastraba. – ¿Dónde me llevas? – Escupía entre dientes.

-          A un lugar seguro. – Le dijo. “Seguro para mí”, pensó para sus adentros.

   Apenas cincuenta metros más y estarían fuera del alcance de miradas curiosas. Caminaba sujetándola, con un brazo pasado sobre su hombro, y casi tirando de ella, pero tampoco la podía cargar como un saco. Los últimos pasos fueron eternos. Esperaba que en cualquier momento alguien le llamara, le diera el alto, le preguntara qué coño hacía con esa niña. Pero eso no pasó. Él siguió andando hasta cruzar la esquina del callejón. Entonces todo se tornó más oscuro, y el hedor del lugar comenzó a llegar al olfato de la niña. El olor era tan agudo, que al mezclarse con el lamentable estado de la niña, ésta se puso a temblar, y comenzó a tener arcadas. El vagabundo tuvo el tiempo justo de pasar los contenedores y esconderse tras ellos. Le soltó el brazo y la cogió por detrás. La primera bocanada le manchó el vestido de fiesta, justo antes de que él le empujara la cabeza hacia adelante y le recogiera el pelo. Siguió echando bocanadas, mientras él, casi sin quererlo, comenzaba a notar como su polla se ponía morcillona. Ya no disimuló mucho más, y mientras ella apoyaba su mano en la pared para no caerse, el restregaba casi sin disimulo su miembro por el prieto y juvenil culo de la niña. La mano con la que sujetaba el cuerpo de la joven, se había movido como por casualidad hasta situarse bajo una de las enormes mamas que se gastaba la niña. Comenzó a sobarla como por descuido, en espera de la reacción de ella, y también para comprobar su estado de embriaguez. No dijo ni pio. La saliva resbalaba de su boca, y colgaba de forma caricaturesca de su boca. La erección ya era más que notable, y nuestro hombre frotaba ya con descaro el trasero de la joven. La mano que sobaba la ubre ya no lo hacía como por casualidad, y el deseo corría como la pólvora por las venas del vagabundo. Soltó la mano que sujetaba por el pelo a la chica, y la cabeza le cayó como por inercia. Él acercó dos dedos de su mano libre, no demasiado limpios, recogió la saliva y la llevó hasta la boca de ella. Ésta pareció resistirse, posiblemente por el repugnante sabor que debían tener. Él ni se inmutó, y continuó con su trabajo bucal, haciendo que la abriera de forma grotesca, y provocándole nuevas arcadas, y una tos bastante pronunciada. Pensó rápidamente que quizá la estaba espabilando demasiado, y que podían oírlos, así que dejó por un momento sus trabajos manuales, y la volvió a cargar para adentrarla un poco más en el callejón, a aquel agujero horrendo que él consideraba su hogar.

-          Mira cómo te has puesto. – Le decía, mientras caminaba hacia su porchado. – ¿No querrás que tus papás te vean así, verdad? – Ella movía la cabeza de lado a lado, con la cara desencajada. – Muy bien, pequeña. Sigue caminando, cielo. Y ahora lo solucionamos. – Pasó junto a los otros dos, que aparentaban dormir, aunque él ya los había visto espiándole. La ayudó a entrar bajó los palets, y la sentó sobre una manta harapienta. Entró detrás, y se sentó a su lado. Apenas se mantenía sentada, y amenazaba con caerse. – Ven, quítate el vestido, y lo lavaremos ahí afuera. – No le preguntó, lo dio por hecho, así que se acercó, le levantó el vestido por el culo, y se lo sacó por la cabeza. La niña opuso poca resistencia. – Muy bien, pequeña. Tápate con esto. Cogió un abrigo viejo, y se lo puso sobre los hombros, aunque no le tapaba prácticamente nada. Salió fuera, comprobó que sus compañeros no se movían, y se acercó al fondo del callejón. Le dio un agua rápida al vestido, y lo colgó frente a los aires acondicionados. Volvió a su cuchitril, y ella seguía allí. Dormitaba apoyada sobre uno de los palets. El abrigo se había abierto, y la imagen era brutal. Aquella criatura de aspecto angelical estaba en ropa interior en aquel rincón oscuro y sucio. Él sacó el móvil de la niña, la enfocó, y le hizo un par de fotos. El flash hizo que ella reaccionara.

-          ¿Qué haces? – Dijo sin mucha convicción. Él sacó uno de los cigarrillos, lo encendió, y le dio un par de caladas mientras le tiraba el humo a la cara. Ella olió la hierba y se sonrió. – Dame de eso. – Alargó la mano y cogió el porro. Él volvió a enfocar con el  móvil, y le hizo un par de fotos más, mientras ella fumaba medio desnuda.

-          Estoy inmortalizando este momento, para que mañana te puedas reír de esto. – Le dijo con una sonrisa. Ella le dio una calada más, y comenzó a reír. Primero poco a poco, pero después a carcajada limpia. – Los canutos te están sentando mejor que la coca, ¿a que sí? – Le decía mientras grababa un video de corta duración. Ella asentía y seguía posando. – Eso es. Te voy a hacer más fotos. Ponte sexy para mí. – Cogió el porro, lo puso en un lateral de la boca, y empezó a hacer posturitas, mientras el vagabundo no cesaba de hacerle fotos. – Eso es, niña. No dejes de moverte. – Acercó una mano, y le sacó una de las enormes mamas de su copa blanca de encaje, y siguió fotografiando. La niña dudó un momento, pero él siguió sin preguntar. Se acercó al pezón rosado, que coronaba una aureola más bien pequeña y de un tono bastante claro, y lo mordisqueó. Se hizo una foto así, asegurándose de que ella salía con el porro en la boca. Sacó la otra, e hizo lo mismo. Posiblemente ese fue el momento en el que ella se dio cuenta de que algo no iba bien. Su semblante se tornó serio, pero el colocón no la dejaba pensar con claridad. Él aprovechó el momento para posar una mano en la cara interior de su muslo, y subir hacia arriba, hasta que encontró la tela del tanguita blanco. Ella hizo un pequeño esfuerzo por apartar la mano, pero no fue suficiente para la decisión con la que él le sobaba el coño sobre el fino tejido. Alzó la mano hasta el vientre casi plano por los ejercicios diarios de aeróbic, y metió la mano por encima de la tanga, en busca del tesoro de la joven. Ésta notaba las rudas y asquerosas manos del vagabundo dirigirse hacia su vulva y aunque intentaba revolverse apenas podía pensar con claridad. – Deja que vea que tienes aquí, putita. – Le dijo al oído mientras sus dedos llegaban al clítoris, y seguían bajando hacia la entrada de la cueva. Su pubis estaba completamente depilado, suave como un azulejo, posiblemente recién rasurado para salir de fiesta. – Mmmm… – Continuó el vagabundo. – Sin un pelo, cómo a mí me gusta. Voy a quitarte las braguitas, quiero verte así. – No esperó respuesta, y estiró de ellas hacia abajo. Ella intentó sin fuerzas retenerlas en su cintura, pero todo estaba demasiado confuso. – Eso es. Vamos, dale una caladita al porro, que quiero un poco. – Le separó un poco las piernas, y se separó de ella. Cogió el móvil una vez más y le hizo cuatro o cinco fotos. Ella ya no sonreía. Estaba muy aturdida, y seguramente su subconsciente intentaba avisarla de que aquello era peligroso. Pero no tenía suficiente consciencia para hacer nada. Él siguió fotografiando su coño desnudo. Posaba una mano en los muslos de ella, subía hacia la entre pierna hasta llegar a su vulva. Click, click, click… Las fotos se contaban por decenas, de todos los ángulos posibles. Aunque ella intentaba cerrar las piernas, o taparse mínimamente, él se lo impedía con movimientos vigorosos, y ella cedía casi de inmediato. La sesión fotográfica terminó con él metiéndole dos dedos en el coño y grabando un vídeo con ella enajenada, vendida por su inconsciencia. Aún así, sacó fuerzas de dónde pudo, y estiró hacia fuera de la mano que hurgaba con hosquedad en su interior.

-          No tengo ganas de esto. Estoy muy pedo. – Le dijo. Como si tuviera opción. – Ni siquiera he lubricado, y me hará daño.

-          Tranquila, tendré cuidado… – “Voy a follarte como si no hubiera mañana, zorra”. Pensó él para sus adentros. Si ella hubiera visto la sonrisa que puso el vagabundo, habría gritado con todas sus fuerzas. Era la cara del triunfo, lujuria pura. Se bajó los pantalones, y de entre ellos asomó una polla casi negra y de un buen tamaño, aunque no descomunal. Vio como ella fumaba una última calada, le quitó el porro, le dio él una última chamada y lo tiró fuera del cobertizo. Le tiró el humo a la cara y se puso encima de ella. Se escupió en la mano, y se embadurnó la polla. Después le metió la lengua hasta la garganta, impidiendo al tiempo que ella pudiera gritar. Asió los brazos de la joven, y encaró la polla en el coño. No se lo pensó demasiado, y empujó con fuerza. Era cierto, estaba bastante reseca, pero eso sólo hacía que aún la notara más estrecha, y sus ganas de follársela se multiplicaran por mil. Ella se puso a gimotear, a lloriquear, pero eso solo azuzó sus envites. En un momento dado, ella, en un acto reflejo, le mordió el labio con rabia.

-          Me estás violando, cerdo. – Le dijo con voz entrecortada. Él, sin dejar de empujar, saboreó su sangre, se apoyó un momento en una mano y le cruzó la cara de un bofetón. A continuación cogió sus braguitas blancas y se las metió en la boca. La agarró del cuello con fuerza, hasta hacerle daño.

-          Vas a estarte quietecita si quieres salir de aquí. ¿Te queda claro? – La miraba furioso. Ella asintió, con todo el rímel corrido por las lágrimas, y la cara enrojecida por la bofetada. Aquella zorra que lo había humillado tantas veces tenía que pagar, y él estaba disfrutando con ello. Siguió bombeando, mientras alternaba el cuello de la joven con sus pechos. Retorcía los pezones hasta que la veía a punto de gritar. Después alargaba su mano hasta el clítoris, y lo estimulaba de malos modos. Sin embargo, y poco a poco, y contra su voluntad, el coño de la muchacha fue empapándose de fluidos. Su cuerpo reaccionaba a la estimulación y el “chof, chof” característico se oía al entrar y salir la polla de su caverna.

-          Mira la putita. – Le decía él con sorna. – Si te está gustando. Estás toda mojadita. – Ella lloraba, recuperando a cada embestida un poco de cordura. Siempre le había gustado el sexo duro, aunque ninguno de sus jóvenes novios había sabido dárselo, y ahora su cuerpo reaccionaba positivamente a aquella agresión. Se sentía asquerosa comenzando a disfrutar con aquel depravado, y su cuerpo y su mente tenían un conflicto supremo, acuciado por la confusión creada por el alcohol y las drogas. – Seguro que te gusta así, y ningún maricón de esos que te llevan al portal y a los que dejas siempre a medias te ha dado así, ¿verdad? – Ella no podía hablar, y las lágrimas corrían por sus mejillas. – Voy a rellenarte como un pavo. – Ella comenzó a negar con la cabeza pero él no le hizo el menor caso. – Oh, sí, zorra. Te voy a dar mi leche. No sabes las semanas que llevo sin descargar. Se te va a salir por la boca, puta. Te voy a llenar de lechita calentita. Oh, sí, joder, joder, me corro…

   Ella comenzó a notar un calor muy intenso en su joven coñito, y notó como el mete saca se hacía mucho más fluido, gracias a la nueva lubricación. No pudo evitarlo, y se corrió en silencio, notando como el semen del vagabundo la llenaba y la hacía sentirse más sucia de lo que se había sentido nunca. Su mente se volvió a nublar, posiblemente por el efecto del orgasmo. El seguía empujando, mientras ella notaba su cuello lleno de saliva de su violador, y un chapoteo constante en su coño. En ese momento aún se sintió peor, más indecente, más obscena, más impúdica. Le vinieron nuevas arcadas, así que se sacó las braguitas de la boca y se ladeó un poco para tirar un poco de babas y bilis, ya que no le quedaba nada más en el estómago.

-          ¿Qué coño haces, puta? – Le dijo. – Estás ensuciando el suelo donde he de dormir. – Ella miró hacia él y no pudo reprimirse.

-          Pero si esto es un puto estercolero. – Le silbó entre dientes. Su fuerte carácter salió de dentro, pese a que su posición no era la mejor. Él la miró unos instantes, sacó el segundo porro del bolsillo y lo encendió. Le dio unas caladas, y le volvió a tirar el humo a la cara. Se sonrió al verla toser.

-          Un estercolero. – Repitió. Y se echó a reír. Primero flojo, pero poco a poco a carcajadas. Ella lo miraba, plena de rabia. Le quitó el porro de las manos y le dio unas caladas. Pasaron unos minutos en silencio mientras ella fumaba calada tras calada, notando como la embriaguez volvía a envolverla y la abstraía de lo que acaba de suceder. Estaba destrozada, con el coño chorreando semen, sin fuerzas para replicar ni defenderse, completamente ultrajada. Pasados esos tensos instantes, y con el valor del nuevo subidón, se encaró con él.

-          ¿Has terminado ya, cerdo? – Dijo de forma apenas audible. Él la miró, se subió el pantalón, se guardó la polla, y le sonrió de forma bastante perversa.

-          Yo sí. – Giró un poco la cabeza para mirar detrás de él, y se volvió a mirar a la joven. – ¡Eh, vosotros dos! Sé que lleváis un buen rato espiándonos. – Lo dijo mientras la miraba. La haraposa cortina que utilizaba como puerta se abrió y los dos compañeros de callejón aparecieron tras ella. La miró con desdén, con un odio muy medido, y muy intenso. Esa niña iba a pagar todos los platos que la vida había roto en su cara. – Es toda vuestra.

   Ella se estremeció, aunque ni siquiera hizo intención de gritar. Simplemente le dio una calada más al porro, con la mirada perdida, mientras una lágrima caía por su mejilla hasta llegar a su muslo y estallar en mil pedazos.

   Y su soberbia también.

Continuará....

Como siempre, esto no es más que la fantasía de una mente calenturienta como la mía, aderezada con deseos de varias lectoras.

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