miprimita.com

Despertar en la cárcel

en Sexo con maduros

   La noche en que todo comenzó no fue una noche más. Mi 20 cumpleaños estaba reciente y al soplar las velas había pedido en silencio que se cumplieran un par de mis fantasías pendientes. Hacía tiempo que había descubierto que mis gustos sexuales no eran corrientes, y que me excitaban situaciones, formas, relaciones poco convencionales; pero no encontraba nadie cercano a quien abrirme, así que buceaba en los suburbios de redes sociales llenas de perfiles falsos y gente con pocos escrúpulos en busca y captura de jovencitas ávidas de sensaciones fuertes. Por suerte para mí mis fantasías más recurrentes eran más corrientes, como probar con otra chica por ejemplo, así que tenía un camino más tranquilo por recorrer.

   Salimos en grupo y nos fuimos a una disco cercana. Cada uno pagamos una ronda, y al quinto gintónic mi control y mis prejuicios estaban a punto de cogerse unas horas de asueto. Bailábamos unos con otros, y cantábamos sin demasiado tiento, pero Sandra, una de mis amigas de siempre, parecía más pendiente de no dejar pasar ninguna oportunidad en la que el reggaetón se lo pusiera en bandeja para venir a perrear conmigo, ante la atenta mirada de Javier, su chico. Se acercaba por detrás, ponía las manos en mi cintura y echaba hacia atrás mi culo, para poder pegarse completamente a mí. Notaba sus pezones erectos en mi espalda, y como sus manos recorrían mis muslos, mientras ponía su barbilla en mi cuello para que pudiera notar su aliento.

   Después de repetirlo en un número indeterminado de ocasiones que no soy capaz de recordar, llegó un punto en que mi excitación era notable. Estaba acalorada y cada vez que ella se acercaba entreabría la boca, jadeaba, y buscaba rozarme contra sus pezones y contra su coño. Una de esas veces me aparté y me fui al baño, necesitaba refrescarme y pensar un poco con claridad. Me lavé la cara, me puse frente al espejo y me sonreí. “Estoy bien buena, joder”, pensé. Y con esa sonrisa me metí en uno de los cubículos a mear. A los pocos segundos la puerta de fuera se abrió y el sonido de la disco entró por ella. Pronto se apagó un poco, y la persona que había entrado abrió la puerta contigua, pero no entró, para después abrir la mía. Sandra me miraba sonriente mientras yo estaba entre sorprendida y divertida con mis bragas en los tobillos y mi falda enrollada en la cintura. Entró acercándose mucho a mí y cerró tras ella. Se agachó hasta dejar su boca a escasos centímetros de la mía, y cuando esperaba que me besara alargó una mano entre mis piernas, sobó mi coño aún húmedo, introdujo dos dedos sin demasiado miramiento, los sacó y los llevó a mi boca. Sin dejar de mirarla, e instintivamente, la abrí, y se los limpié. Sabían a mí, a orina y a excitación, pero también a ella, a su piel, a su tacto. Y mientras notaba como mi coño se inundaba por la situación se echó hacia mí comiéndome la boca como una salvaje. No fue un beso apasionado, ni un beso largo, ni un beso intenso. Aquello fue comerme la boca. Me mordía, me sujetaba las mandíbulas, me abría la boca con los dedos, escupía dentro y volvía a meterme la lengua hasta la garganta; bajaba la mano hasta el cuello, apretaba, me soltaba y me arreaba un bofetón, para antes de darme tiempo a pensar lamerme la cara con toda la lengua y volver a meterla en mi boca. No me resistí en ningún momento, era feliz, me gustaba aquello y por fin alguien me lo estaba dando.

   Cuando se cansó de comerme, de sobarme y de abofetearme me dijo que le diera las bragas, que me arreglara la falda y que la acompañara. Ni pensé en protestar. Salimos y Javier nos esperaba.

-          Nos vamos? – Dijo sonriente viendo los restos de carmín en nuestras caras.

-          Sí, por favor. – Respondió Sandra. – Quiero que nos follemos a esta puta hasta que no recuerde ni sus principios. – Me acercó a Javier, cogió su mano y la metió bajo mi falda para que pudiera comprobar que no llevaba bragas. Él pasó sus dedos por fuera de mis labios mayores, los bajó y los apretó, pero no buscó dentro. Por el contrario buscó mi abultado clítoris y lo pellizcó con habilidad. Casi me corro allí mismo. Sandra sonreía con suficiencia, mirando a los ojos a su chico. Yo también lo hacía, pero por contra bajaba la cabeza de forma instintiva.

   Nos fuimos a su casa, y nada más subir al ascensor Sandra me enrolló la falda en la cintura, metió la mano entre mis muslos y mientras me sobaba sin contemplaciones me metió de nuevo la lengua hasta la campanilla. Javier se acercó y pude notar su bulto entre los cachetes de mi culo. Pasó sus manos bajo mi blusa, y las llevó bajo la copa de mi sujetador, mientras sus dedos buscaban mis enormes pezones. No tardó en encontrarlos, en apretarlos, en estirarlos y volver a apretarlos con dureza. Mi coño era una laguna, y mi flujo se desbordaba sin presa que lo retuviese. El ascensor se había detenido hacía ya un buen rato, pero nos importaba una mierda. De rodillas y con un buen trozo de carne en la boca, saboreaba lo que podía mientras Sandra empujaba mi cabeza con violencia hacia la pelvis de Javier, solo con la intención de ver cómo caían mis babas y ensuciaban el suelo del elevador cuando su polla chocaba con mi garganta. No soy capaz de decir si estuvimos allí dentro un minuto o una hora, pero sí que sentirme manoseada y deseada por dos personas fue de las sensaciones más brutalmente sexys que había disfrutado jamás.

   Nada más entrar en su apartamento Sandra me desnudó, pero me dejó las medias y los zapatos de tacón. “Como en las pelis, así pareces más puta”, me dijo entre sonrisas maliciosas. Caminé tras ella como una perrita obediente mientras Javier nos seguía observando divertido. Entré en la habitación y ella ya se bajaba la cremallera del vestido beige que llevaba y que le quedaba como un guante, para dejar al descubierto que bajo él no había nada más que las medias. Me miró, se sentó en la parte superior de la cama apoyándose en las dos almohadas, abrió las piernas de forma obscena y me indicó con el dedo que me acercara. No me lo pensé y me subí a la cama acercando mi cara a su coño, brillante por el reflejo de una humedad más que palpable. Olía a una mezcla de salado, pero deliciosamente apetecible, con un recuerdo dulce a algún fruto maduro. Dudé al acercar mi boca ya que no lo había hecho antes y no sabía por dónde empezar, pero Sandra me cogió del pelo y hundió mi cara sobre su coño, sobre sus jugos, sobre su puerta del paraíso. No tuvo que darme demasiadas indicaciones, besé y lamí cada cm que encontraba frente a mi boca, investigué con mis dedos, con mi lengua, con mi deseo cada recoveco, cada pliegue hasta que no quedó un solo cm sin descubrir. Mi boca se inundó al menos un par de veces, así que me sentí más que orgullosa de mi primera comida de coño.

   Tan concentrada estaba en mi tarea que ni había notado en cómo Javier llevaba rato manoseando mi coño, acariciando y hurgando, preparando y observando. Sí noté cuando con dos dedos llevó parte de ese flujo a mi entrada trasera, y en cómo mi ano cedía con humildad a sus caricias, a su pericia con los dedos, a su deseo más que palpable. Y aún noté más cuando se puso tras de mí y me penetró con descarada facilidad. Lo cierto es que mi coño era una puta charca, pero sus envites me hacían tambalear. Sandra aprovechaba esos vaivenes para cogerme del pelo y hundirme contra su coño. Un impreciso tiempo después él sacó su miembro de mi coño y lo encaró en mi culo. No hice ninguna intención de detenerlo. Ojalá todos sintieran el placer que yo siento con el sexo anal. Fue como hundir un cuchillo en mantequilla, o una cuchara en un kiwi maduro. Me relajé, me dejé llevar y me corrí una decena de veces mientras ese hombre me follaba el culo como un salvaje y yo disfrutaba del manjar que su chica tenía entre las piernas.

   Un par de horas después, y tras haber cambiado los papeles un par de veces estábamos agotados. Y entonces pasó algo que cambió mi vida, pero esta vez para mal. Sandra sacó una papelina e hizo una ralla de coca desde la punta de su sexo hasta su monte de venus. Había probado algún porro, y también marihuana, pero nunca drogas “duras”. Pero ese día estaba absolutamente extasiada. Ni lo dudé. Cogí el billete que me ofrecía Sandra y esnifé el polvo blanco. Al terminar ella me cogió del pelo y me hizo lamer toda la zona para no desperdiciar ni una sola mota. Ella y Javier hicieron algo similar en mi coño. En poco rato estábamos follando de nuevo como animales, sumidos en un limbo sexual más allá de lo terrenal.

   Lo que se podría haber quedado en una maravillosa e irrepetible experiencia se convirtió en un auténtico enganche para mí. Comencé a buscar chicos, chicas y parejas para tener relaciones como aquellas, y comencé a mezclarlas con drogas, y de forma cada vez más habitual. Follaba en parkings, en los baños de las gasolineras, en las filas de atrás de los cines con gente a la que conocía de poco solo por hacerme unas rallas y notar esa excitación salvaje. Pero sin embargo sentía que me seguía faltando algo. Había leído libros, relatos, blogs, que hablaban de la Entrega, de la excitación por la humillación o el dolor, de las relaciones asimétricas, de los roles de poder… Y sentía toda la curiosidad del mundo. Pero estaba demasiado enganchada a la coca, tanto que no disponía de dinero para poder pagar lo que necesitaba. Un día alguien me ofreció un “trabajo” pasando en pequeñas cantidades, que al poco fueron algo más grandes y que aumentaban mi adicción… hasta que una de las veces me pillaron, y llevaba una buena cantidad. Me desintoxiqué como pude antes del juicio y mientras salía la sentencia, pero eso no cambió nada: cuatro años de prisión, y entrada inmediata a la cárcel. Bonita forma de celebrar mis recientes veinte añitos.

   Un par de meses después entraba en prisión mientras multitud de reclusas se agolpaban tras las vallas, observando a sus nuevas compañeras, a quizá sus próximas amigas, o incluso a futuras presas, pero lo que estaba claro desde luego es que no pasábamos desapercibidas. A mis años no era una chica de revista, pero sí bastante llamativa. Rubia, bonitos pechos, cuerpo trabajado en el gym en los meses de desintoxicación… No pasé desapercibida. Escuché de todo, desde la que me comería hasta las uñas de los pies hasta la que me dijo que yo le comería del coño los restos de la corrida del alcaide. Pero de todas ellas, de la marabunta de mujeres que había en la valla, la única que no habló fue la que se llevó toda mi atención. Era morena, de estatura media, con curvas, como de unos treinta y muchos años, con un piercing en la nariz y varios en una oreja. Me miraba impasible, no con un semblante hostil pero tampoco alegre. Me observaba, me estudiaba, me identificaba. La sentía hurgar en mi mirada, intentar entrar en mí, leer mi mente, mis miedos, mis deseos… Y sentí que leía en mis ojos los sueños tan húmedos, tan incompresibles y tan sucios que me habían acompañado las últimas semanas.

   Lo cierto es que pronto me adapté a las rutinas, y que hice amigas enseguida. Con el disimulo de que fui capaz averigüé quién era la chica de la valla. Se llamaba Susana y parecía ser la dueña de su módulo. Se oían multitud de rumores sobre ella, y lo cierto es que todas esas historias no hicieron más que aumentar mi curiosidad, alimentar mis deseos nocturnos, y crear nuevas apetencias. Quería llamar su atención, y lo cierto es que no me costó demasiado. Una de las reclusas con las que había hecho amistad me ofreció cambiar de celda, ya que la suya estaba en su módulo. Al principio los celadores pusieron algunas objeciones, pero no hay nada que un par de mamadas no ayuden a facilitar. Apenas un par de meses después de mi entrada en prisión dormía apenas a unas celdas de Susana, y me la cruzaba a diario en el comedor.

   Pero aún pasaron algunas semanas hasta encontré un momento de intimidad con ella. Fue en la biblioteca del módulo 5. Esa semana me tocaba la limpieza, y me quedé hasta bastante tarde. A última hora de la tarde Susana entró en la Biblioteca y se adentró en uno de los dos pasillos. Aguanté un rato, pero lo cierto es que no pude esperar demasiado. A los cinco minutos me asomé y ella me esperaba de pie, sonriente, apoyada en una de las estanterías. Me ruboricé de inmediato e hice intención de dar la vuelta, pero ella me habló con firmeza.

-          Donde crees que vas, niña? – Me dijo con un tono entre misterioso y divertido.

-          Perdón, Señora. – Acerté a decirle. – No quería importunarla. – Agaché la cabeza y me mantuve allí frente a ella.

-          Acércate. – Me dijo. No había duda en su voz. – He visto cómo me miras, como te has ido acercando, como tu mirada de deseo no ha hecho más que aumentar desde aquel primer día en la entrada. – Cada vez estaba más ruborizada, y también más excitada. – Este es el día que has estado esperando, y este es el momento en el que yo te ofrezco que te vayas si no sabes dónde te estás metiendo. – Se detuvo unos segundos antes de continuar. – Y mientras lo piensas, quítate los zapatos, los pantalones, las bragas, y déjalos en el estante. Luego ábrete de piernas y pon las palmas de las manos detrás de la nuca. – Sus palabras causaron un efecto que supongo ella esperaba.

-          Aquí, Señora? – Acerté a preguntar.

-          Pues claro, zorra de mierda. – Dijo casi silbando. – Pues no te he dicho que en la estantería?

   Sentí que estaba en un punto de inflexión, que era ahora o nunca, así que sin pensarlo más me quité todo a excepción de la parte de arriba y me situé como me había pedido. Ella se deleitó unos segundos mirándome con suficiencia, hasta que alargó la mano para posarla directamente sobre mi coño. Sin ni siquiera profundizar sé que la manché con mi humedad. Se empapó bien la mano de fluidos, y los llevó bajó mi camiseta, manchándome de mi propio flujo mis tetas. No fue suave, ni delicada, pero sí sentí ternura, una ternura salvaje y primitiva, ruda pero sentida. Me cogió del pelo y estiró hacia abajo hasta que me arrodilló. Me sonrió mientras asentía como aprobación, llevó la mano a su pantalón, se lo bajó hasta los tobillos e hizo lo mismo con las bragas. Tenía un coño carnoso, con labios prominentes y vello de unos días en la zona de la pelvis.

-          Acerca tu boca, voy a mearme en ella. – Sus palabras fueron una losa. No había hecho nunca algo así, y aunque en alguna fantasía aparecía algo similar no era tan explícito. Ella me vio dudar, y me cogió de la nuca para acercarme a su coño. – Haz lo que te pido.

   Aún no sé qué me llevó a hacerlo, pero acerqué la boca, y me puse a lamerle el coño en medio de la biblioteca a aquella mujer que me doblaba en edad, pero que me ponía burra como jamás en la vida. Un primer chorro de pipí me sorprendió en la boca. Era ácido, caliente, pero no era para nada desagradable. La miré y me lo tragué. Jamás olvidaré esa cara de orgullo.

-          Es suficiente, puedes levantarte. – Me dijo.

-          Ya? – Respondí.

-          Sí. – Afirmó. – Solo quería saber hasta dónde eras capaz de llegar en un primer encuentro, y esto supera con creces lo que esperaba de ti. Llevo tiempo esperando a alguien especial, a una niña a la que convertir en mi juguete, para compartirlo con quien yo quiera, que sea mascota, mi animal de compañía… y quizá ese día por fin haya llegado.

   Creo que nunca me he sentido tan feliz como aquella noche. Dormía profundamente  cuando oí una voz dulce pero firme que me decía “Despierta!”. Ni sé si fue real o lo soñé, ni sé explicar el por qué, pero en aquel momento supe que aquel sería el primer día del resto de mi vida. Al abrir los ojos ya no había nadie, pero sí una nota junto a mi almohada. “Pasa por mi habitación antes de bajar a desayunar”. Ni me lo pensé, me acerqué a su “chabolo” como lo llamábamos, y esbozó una media sonrisa al verme.

-          Hola, perrita. – Me dijo. – A partir de hoy tu primera tarea del día será venir a limpiarme el coño con tu boca. Has de hacerlo con esmero, quiero tanto que hagas que me corra como que me dejes limpia. Esfuérzate y te compensaré. – Si en ese momento me hubiera tocado aunque hubiera sido levemente me habría corrido sin ningún problema. Miré hacia la puerta abierta, pero pareció que leía mi mente. – Puedes estar tranquila, nadie nos molestará la próxima media hora.

   Y así fue. Me metí bajo sus sábanas, intentando que siguiera tapada en lo posible para que no cogiera frío, y me dediqué a lamerle el coño como si fuera lo último que iba a hacer en la vida. De vez en cuando ella rugía, tiraba la sábana y la manta hacia un lado, me agarraba fuerte del pelo y me empujaba hacia su coño con violencia; o me separaba y me abofeteaba para de inmediato volver a apretarme contras sus muslos. Cuando se cansó de correrse, me cogió de la mano y estiró de mí hacia fuera. Nos encaminamos al comedor, soltó mi mano antes de entrar y se dirigió hacia una mesa que ya nos esperaba. Después de sentarse me hizo un gesto y yo la seguí y la acompañé a la mesa. Me dijo que debía prepararle el desayuno, y que se lo llevara a la mesa, y que después podría preparar el mío y sentarme con ella; y así lo hice.

   Los siguientes días los dedicó a enseñarme el resto de mis tareas, mis privilegios y mis obligaciones, todo con la promesa de un bien mayor que me daría cuando ella creyera que yo estaba preparada. Aquel halo de misterio hacía que yo aún me esforzara más en cumplir todos mis cometidos. Mi estancia en la cárcel se convirtió en una sucesión de recados, clases en el gym, de inglés y cometidos sexuales de todo tipo. Susana debía muchos favores en la prisión y mi boca se fue ocupando de pagar la mayoría de ellos. A todos les dejaba que se la chupara, que me manosearan, pero ninguno podía follarme sin al menos su consentimiento explicito, o sin su presencia. Poco a poco fue añadiendo el dolor a mis rutinas, y allí encontré aquello que buscaba, que sabía que habitaba en mi interior y que aún no había podido dejar salir: la masoquista que llevaba dentro.

   Hasta que llegó el día. Una mañana acudí como todas a darle mis buenos días y dejarle el coño como los chorros del oro. Cuando terminé me cogió de las mejillas y me besó dulcemente.

-          Hoy es el día, mi niña. – Su mirada estaba llena de orgullo. – Hoy es tu día.

   Mi cara se iluminó, y ella dejó escapar una risa contenida. Me cogió de la mano como hacía siempre para sacarme de la habitación, la soltó poco después y nos sentamos a desayunar. Me pasé el día preguntándole qué iba a pasar, si estaba preparada, si me dolería, si me gustaría, y así en bucle; pero ella aguantó todas y cada una de  las embestidas con entereza. Y con una sonrisa. Me ordenó que me preparara, me depilara entera, me diera un baño caliente y me pusiera una lavativa para que mi culo estuviera en perfecto estado de uso y disfrute. También me dijo que intentara descansar un rato y que más tarde me haría llegar la vestimenta que debería utilizar en la cena (Era una cena!!!), y que estuviera tranquila, que todo iba a ir bien y que ella estaría conmigo en todo momento.

   Y así como a las 7 de la tarde un celador llegó con dos cajas, con un vestido de chaqueta y unos zapatos de tacón. No había ropa interior, así que imaginé que no quería que la llevara. Me vestí con todo, y me vi realmente atractiva. Tenía un estilo serio y maduro, pero el hecho de ser tan joven, y de saber que no llevaba ropa interior le daba un aire muy distinto al conjunto. Así que encantada con mi outfit me dispuse a maquillarme mientras esperaba a mi Señora.

   A las 8 en punto un celador me avisó de que Susana me esperaba, y acudí a su celda. Me esperaba en la puerta, y estaba espectacular. Llevaba un vestido muy ajustado, con mucho escote y con bastante vuelo en la falda, y encima una torera de color negro a juego con los zapatos y las medias.

-          Nos vamos? – Me dijo sonriente.

-          Claro, Señora. Como usted mande.

   Estaba nerviosa, pero no podía dejar de sonreír. El celador nos condujo hasta el montacargas, y de allí por un corredor hasta el edificio donde residía el alcaide. Al acercarnos pudimos oír el murmullo de gente dentro, con lo que se intuía que no íbamos a estar solos. Justo antes de entrar el celador se dio la vuelta y volvió por donde habíamos venido. Susana me miró, sonrió, abrió el bolso y sacó un precioso collar negro con una argolla que llevaba grabada a fuego una frase: “Owned by O”. Se me llenaron los ojos de lágrimas pero ella enseguida me regañó.

-          De eso nada, aún no ha llegado el momento de hacer que tu rímel se corra.

   No pude evitar soltar una carcajada, me serené, ella se adelantó unos metros como hacía siempre, y yo me encaminé tras ella, orgullosa de lucir mi collar.

   En la reunión habría unos 10 o 12 hombres, entre ellos el alcaide, y un par de mujeres, además de mi Señora. Me resulta imposible recordar los nombres, pero tenían el aspecto de los peces gordos, trajes y zapatos caros, aires de suficiencia, miradas cargadas de deseo… Mi Señora se movía como pez en el agua, se notaba que no era la primera vez que los veía. El último al que saludamos fue al alcaide, el Señor Román. Era un hombre corpulento, con unos 50 años largos muy bien llevados, fruto de las horas de gym y las malas lenguas decían que también de alguna operación estética pagada de forma irregular. Se apartaron de forma que nadie pudiera escucharlos al menos abiertamente.

-          Hola, Amo. – Le dijo mi Señora al alcaide. Aquello me sorprendió mucho, ella nunca me había dicho nada.

-          Hola, nena. – Le respondió. Me miró y sonrió. – Así que esta es la cachorrita que me has estado preparando, verdad?

-          Sí, Amo. Los va a dejar a todos con la boca abierta. – Susana me miró y me sonrió, y yo supe que nada podría ir mal.

-          Lo comprobaremos en breve. – Apuntó el alcaide mirando a Susana. – En breve. – Añadió mirándome a los ojos y sonriendo con una cara de deseo y de vicio como no recordaba haber visto nunca. Se acercó a mí levantó ligeramente la falda y pasó dos dedos por mi raja, ya humedecida desde hacía rato. – Así me gustan a mí las perras. – Dijo sin dejar de mirarme. – Dispuestas desde el minuto uno. Sacó los dedos y los llevó a la boca de mi Señora, que los chupó con ansia.

-          Gracias, mi Señor. – Le dijo.

   Se giró y me besó en la boca, compartiendo su saliva y mi flujo, transportándome al puto paraíso. Sonreí como una idiota, me ruboricé al tiempo, y mientras ellos se mezclaban con el resto de invitados yo me dediqué a seguirles unos metros detrás. Se sentaron en una mesa enorme, y a mí me situaron tras ella, en una mesa individual, menos recargada pero suficiente para resultar cómoda.

   La cena pasó sin ningún contratiempo reseñable, en tono amistoso y cordial, con abundantes bromas sexuales, pero nada más. Tal y como la cena fue avanzando el ambiente se tornó más denso, más cargado, el calor hizo que algunas chaquetas desaparecieran y que mucha y bonita ropa interior quedara mucho más a la vista. Cuando se acabó el segundo plato, y justo antes de los postres, Susana se giró y se dirigió a mí, que apenas había probado bocado.

-          No quiero que te niegues a nada. – Dijo con rotundidad. – Quiero que hagas todo lo que te piden. Ellos saben que si se pasan no podrán disfrutar más del juguete, y si a mí me parece que es demasiado te diré que no obedezcas. Pero mientras, haz lo que te pidan.

-          Sí, Señora. – Dije sin dudar. – Pero… – Ni siquiera llegué a formular mi duda, Susana ya sabía lo que yo quería preguntar.

-          Sí, el Sr. Román es mi Dueño, como yo soy tu Dueña. Soy switch, pero solo con Él. – Me sonrió mientras me hablaba.

-          Gracias, Señora. La adoro. – Confesé. Y ella me dio un beso en la frente antes de volver a la cena.

   El primero en acercarse fue un hombre de los más jóvenes, sin llegar aún a los 40, con las mejillas enrojecidas por el alcohol. Se situó frente a mi mesa y me susurró.

-          Mastúrbame. – No me lo pensé, bajé la cremallera y saqué su miembro del pantalón. Lo masturbé durante un rato, y cuando se me ocurrió hacer ademán de metérmela en la boca se molestó. – Te he dicho que me masturbes, nada más puta desobediente.

-          Lo siento. – Acerté a decir. Seguí con mi tarea hasta que vi que estaba cerca la eyaculación. El hombre siguió moviendo conmigo el prepucio sobre el glande hasta que se derramó en abundancia sobre mi segundo plato. Me sonreí y lo miré para descubrir que me miraba fijamente, con los ojos encendidos.

-          Come. – Me dijo. Cogí mi tenedor y mi cuchillo y corté un trozo de carne. Recogí con la cuchara todo lo que pude y lo puse encima del trozo de carne, y me lo metí en la boca. Sorprendentemente estaba delicioso.

-          Gracias, señor. Está delicioso. – El hombre me miró y no pudo evitar sonreírme. Dio media vuelta y se volvió a su asiento.

   Aquello fue como el pistoletazo de salida. Pronto el resto de invitados me pidió que me metiera bajo la mesa, se la chupara a todos alternativamente hasta que por caras o gestos fueran descubiertos. Todos fueron pillados antes o después, me ocupé bien de que disfrutaran. Entre los jugadores había una mujer de unos 50 años, entrada en carnes pero muy hermosa y de bonita sonrisa. Fue de las primeras en perder, y al hacerlo se puso conmigo bajo la mesa. Mientras yo se la chupaba a su marido ella me comía el coño a mí, y lo hacía realmente bien. Cuando su marido se corrió me guiñó un ojo, y fue ella la que se la chupó a los dos siguientes, mientras yo le devolvía la comida de coño.

   Fue un rato divertido excepto porque hacía bastante rato que no veía a Susana. Cuando salí de debajo de la mesa vi que no estaban, y que los invitados comenzaban a desalojar. Los despedí a todos, uno a uno, y todos se mostraron más que cariñosos conmigo. Incluso uno de ellos me pidió si podía chupársela una segunda vez en la calle, sintiendo el fresco, cosa que hice con gusto. Así que con el sabor del semen aún en mi boca me adentré a buscar a mi Señora. Cuando todo el barullo se desvaneció no fue difícil encontrarlos por los gemidos y los gritos.

   La puerta estaba entreabierta así que aunque llamé antes de entrar me atreví a pasar sin recibir respuesta. Susana estaba atada suspendida de manos a dos argollas en el techo, y las piernas separadas por una barra con grilletes. Encima de la mesa de al lado el Sr Román tenía todo tipo de elementos: había palas, paletas, fustas, una vara de ratán, otra de bambú, un látigo corto, tres floggers, uno de ellos de metal, un gancho anal, un roller, esposas, cadenas, pinzas, cera… Miré todo aquello durante un rato y me giré para ver el cuerpo marcado y magullado de mi Señora. Pero su semblante era luminoso, alegre, de absoluto placer. El Sr. Román me miró un segundo y con una sonrisa le quitó los grilletes de los pies y descolgó con habilidad y seguridad a mi Señora.  La sostuvo con fuerza, la abrazó con delicadeza y la dejó descansar sobre un sillón mullido. Allí la acarició con ternura, besó cada una de las marcas que comenzaban a brotar de su cuerpo y juraría que tenía los ojos llorosos cuando le limpió un poco de rímel corrido por las lágrimas y posteriormente le pasó la mano por el pelo enredado. Susana me miró sonriente, se levantó, se sirvió una copa de champagne, se puso un camisón y se situó junto a las cuerdas que colgaban de las argollas. Las cogió con ambas manos, me las enseñó y me habló con todo el amor del mundo.

-          Qué, cachorrita… preparada para ser completamente feliz?