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Lucía y su perversa madre

en Amor filial

No fue precisamente un buen despertar el de aquel viernes. Lucía se sobresaltó con los gritos de Carmen, su madre:

—¿Que no sabes la hora que es? ¡Venga! Levántate antes de que no me ponga más nerviosa y te dé, que como empiece a darte no paro, ya me tienes más que harta…

—Mmmm, ya voy, ya voy…

—Ahora no tienes tiempo, pero esta noche hemos de hablar muy seriamente, ayer volviste a dejar la cocina hecha un asco, te había mandado que cuando estuviera cuidando a tu abuela, la tenías que limpiar tú. Pero no, la niña tiene cosas más importantes que hacer…te aseguro que de ésta te acuerdas.

Medio en sueños, Lucía oía a su madre, pero no la escuchaba. “Hablar seriamente” repitió su mente con unos segundos de retraso. Sintió un escalofrío con estas palabras, una buena paliza estaba más que asegurada, pero la noche quedaba lejos, y a lo mejor su madre se habría calmado si hoy sí le limpiaba bien la cocina…

En la escuela, el día fue bueno, olvidó completamente el mal comienzo del día, y no tuvo ninguno de los frecuentes altercados que tenía con algún profesor de los que le “tenían manía”.

A las cinco de la tarde, regresó a casa, y sí que fue consciente de lo que le habían mandado. Se dirigió a la cocina con la intención de hacer lo que no había hecho el día anterior.

Pero se encontró la cocina limpia y ordenada, con su cena en una bandeja. Y una nota.

“He tenido que volver a casa de tu abuela, volveré con el tren que llega a las diez. Al final he tenido que arreglar la cocina YO, pero será la última vez, te lo garantizo.”

Sin despedida ni firma, con el “YO” en mayúscula… Mala señal, el enfado había ido en aumento en vez de amortiguarse con las horas.

Mientras cenaba solitaria en la cocina, pensó en si había olvidado alguna otra obligación. Al acabar, lo recogió todo, fue a hacer su cama, ordenó los papeles del escritorio, controló si el pájaro tenía agua y comida, dio un repaso a toda la casa por si había dejado alguna cosa suya fuera de su sitio, y entonces la vio.

Entre las cartas sin abrir de la bandeja del recibidor, había una con el logotipo de la escuela, no había pensado en ello, eran las notas mensuales. Sintió otro escalofrío, le había ido mal el control de historia, se había equivocado de lección al estudiar, y no hubo excusa, al profesor le daba lo mismo que si no hubiera estudiado en absoluto… Las otras notas…

El sobre era blanco, ya lo había hecho en otras ocasiones, poniendo la carta sobre una bombilla, se podía leer, aunque a veces había cosas superpuestas al estar doblada la hoja de papel.

Con dificultades pudo leer las notas. Había tres 4, no podía ser. La maldita de matemáticas la había suspendido, seguro que fue por la pelea con el impresentable de Arturo, que se sentaba detrás de ella y no paraba de molestarla. Y el otro, en lengua, a saber porqué, ya que no era consciente de haber hecho un mal examen, igual alguna falta de ortografía de las que doña María no soportaba.

Lucía devolvió, temblando, la carta a la bandeja. Colocó otras cartas encima, como si ocultarla pudiera hacer que su madre no la viera. No, no podía tirarla, seguro que su madre cuando la recogió del buzón ya la vio, aunque no hubiera tenido tiempo de abrirla.

Y encima con la “conversación” pendiente por no limpiar la cocina. A Lucía le saltaron las lágrimas, casi se puso a llorar, pero esto, inconscientemente es algo que tienen los niños para llamar la atención de los mayores, y ella ni era niña ni había nadie a quien llamar la atención.

Sabía lo que sucedería, pero se sorprendió de no sentir miedo. Rabia, sí, pero el miedo solo se tiene de lo desconocido, y lo que sucedería al volver su madre, de desconocido no tenía precisamente nada. Ya era suficientemente mayor como para ser realista y asumir lo inevitable.

Repentinamente, se sintió ridícula por las lágrimas. No, esto era para las niñas, y ella se sentía mayor y fuerte. Si era inevitable que su madre la castigara, y estaba segura de que lo era, intentaría no llorar hasta el momento oportuno, quizás entonces unas lágrimas contendrían algo el castigo, pero no antes.

Entonces, como un robot, Lucía empezó a actuar de manera extraña, en su mente veía a su madre castigándola, la idea, de alguna manera le fascinaba, no se la podía sacar de la cabeza y lentamente se iba recreando en ella.

La habitación. Fue al cuarto de sus padres —su padre era oficial de la marina mercante y estaba en aquellos momentos en el Índico—, allá sería castigada. Visualizó a su madre sentada en la cama, mandándole que se recostara encima de sus rodillas. Entonces las vio, debajo de donde imaginaba a su madre, en el suelo, estaban las zapatillas. De color púrpura, algo viejas, con la suela lisa amarilla y sobre todo pesada, además siempre con el talón desdoblado ya que su madre casi siempre las llevaba pisadas por detrás. Veía una de ellas en la mano de su madre, y se veía a si misma en su regazo…

No se contentó con visualizar mentalmente la escena, tomó los dos cojines del sillón de la habitación y los colocó en el borde de la cama. Serían las piernas de su madre. Se tumbó encima de ellos, los pies más o menos en el suelo, y la cabeza, algo en diagonal, sobre el borde de la cama. Su madre, levantaba el brazo con la zapatilla y…

No, seguro que esta vez lo volvería a hacer. No le pegaría sobre el pijama que es lo que vestiría por la noche, sería a culo descubierto, seguro. Lucía se desabrochó los pantalones, se los bajo con las bragas hasta las rodillas y se volvió a tumbar sobre los cojines.

En su mente, empezó a recibir zapatillazos. Sus se agitaba, pero no se podía mover porqué su imaginaria madre la sujetaba fuerte con el brazo izquierdo. Pateó. Con la ropa donde se la había bajado, no podía patear bien. Se volvió a levantar y se la quitó totalmente de las piernas.

Volvió a la posición sobre los almohadones. A cada golpe virtual, sus piernas se agitaban, todo su cuerpo se agitaba, el vientre fregaba contra las rodillas de su madre. A cada golpe, rozando una y otra vez.

Empezó a notar una sensación, algo a la vez caliente y húmedo en su entrepierna. Algo que le atraía muchísimo. Era la misma sensación que había tenido algunas veces antes haciendo el “caballito” en el brazo de un sillón. Sintió unas ganas enormes de volverlo a hacer.

Se levantó, miró la butaca de donde había sacado los cojines —el del fondo y el del respaldo—, sería adecuada… Arrodilló una pierna en el fondo y puso la otra en el suelo. Sentada sobre el brazo, se empezó a mover rítmicamente. Igual que las otras veces, pero estando ahora su pubis desnudo, las sensaciones eran mucho más fuertes.

Notó algo extraño en los pechos, se los tocó y encontró los pezones anormalmente duros y sensibles. Se levantó la ropa para verlos. Sí, estaban hinchados y la sensación al tocarlos era muy agradable. Miró al armario para ver si se veían reflejados en el espejo. No, pero si abría la puerta se vería. Dejó un momento la posición del caballito, colocó adecuadamente la puerta del armario y volvió al sillón, a cabalgar. Como que le era incómodo mantener la ropa levantada con las manos, se la acabó quitando del todo. Se miraba en el espejo mientras, desnuda, frotaba y frotaba contra el brazo del sillón.

Súbitamente, notó algo en su interior que no había notado nunca. Aquel gustito que notaba al cabalgar, se convirtió en fuego, un fuego interior que la hizo chillar, pero no de dolor sino de placer. Empezó por la vulva en contacto con el brazo del sillón, y en oleadas se propagó a su interior, a los muslos, a las nalgas, al vientre, para estallar en unos espasmos increíbles en la zona de los ovarios…

Se levantó como agradablemente mareada, todo su cuerpo todavía temblaba, en el espejo vio como enrojecía por momentos, algunas partes de su piel, otras no: las mejillas, los pechos, el estómago, el vientre, los muslos por dentro. Se contempló un largo rato, antes de empezar a notar que el ambiente era más bien fresco.

Mientras iba a su habitación Lucía ató cabos:

—Así que esto el lo que llaman correrse, o quizás escurrirse, no lo tenia claro —iba pensando—. ¡Uauu, era mucho más de lo que pensaba! Y seguro que también era lo de hacerse deditos, lo tendría que probar así, seguro que era más fácil, y discreto, que cabalgar un sillón.

Se dio cuanta que las otras veces que había cabalgado, se había parado demasiado pronto. En medio de escalofríos, se puso el pijama y ordenó, no fueran a empeorar todavía m´s las cosas, la ropa que se había quitado. Y los escalofríos aumentaron cuando recordó el castigo, las notas, su madre, la zapatilla, el culo que mentalmente ya se veía rojo, muy rojo. Se tumbó en la cama, a esperar a su madre, mientras fantasías contradictorias, de placer y dolor le invadían sus pensamientos.

A las diez y diez, oyó como se habría la puerta de la casa. Lucía se levantó instantáneamente de la cama y se sentó en su escritorio, como si hubiera estado estudiando.

—Hola —dijo en tono más bien alegre y conciliador— ¿Cómo está la abuela?

—Hola —respondió secamente Carmen desde la puerta de la habitación—. Bien.

Lucía se levantó y le dio un beso, que fue correspondido con otro totalmente de compromiso( pero aquel beso fue absolutamente electrico para Lucía, no supo porqué, pero sintió algo mucho mejor que cuando se besaba furtivamente con algun compañero o compañera de colegio) Su madre se dio la vuelta y ella volvió al escritorio, a “estudiar”. Desde allí, oía pasos, lo primero que hacía Carmen al llegar a casa era ponerse sus zapatillas, iba a su habitación, se quitaba los zapatos y se ponía sus comodisimas zapatillas, siempre en chancla, por lo que se oía el clap clap clap por toda la casa, estaba en la cocina… ahora la puerta del baño… volvía al recibidor, seguro que recogía las cartas… pasos hacia la habitación de matrimonio. El corazón de Lucía palpitaba deprisa. Estaba segura de lo que seguiría. Un minuto, dos…

—¡Lucía! ¡Ven inmediatamente aquí!

—Hola mamá ¿Qué quieres?

—Tres —le dijo mostrando el papel de la escuela— de esta te vas a acordar, no lo volverás a repetir.

Su mirada era terrible, Lucía le apartó la mirada, que instintivamente bajó a las zapatillas… Se puso a temblar, más que de miedo, casi por costumbre.

—Es que ha sido… —la mirada de Carmen la hizo desistir de intentar excusas— perdón, perdón, te prometo que no volverá a ocurrir…

—¡Y tanto que no va a volver a ocurrir! dió una patadita y la zapatilla salió de su pie quedando amenazante delante de Carmen que se agachó a recogerla, la apretó con su mano derecha y se acarició la palma de su mano izquierda con la suela de la zapatilla, era una zapatilla de invierno , pesada, muy cómoda para ser calzada, pero a la vez muy dura para azotar con ella, cada zapatillazo era un suplicio.

Carmen se dirigió a la cama,con la zapatilla en la mano, exactamente donde antes habían estado los cojines y se sentó.

—¡Ven aquí! —Lucía, se acercó e hizo el gesto de tumbarse en las rodillas— No, así, no ¡Quítate los pantalones! —lentamente, la chica se los bajó hasta los tobillos— ¡Del todo! —obedeció, quedando desnuda de cintura para abajo— ¡A las rodillas! —y Lucía se tumbó sumisamente en ellas, desde la derecha de su madre, sin atreverse a contestar ni una sola palabra.

Carmen, se puso muy recta como siempre que azotaba a su hija, y al hacerlo, la falda del traje de chaqueta que llevaba, subió un poco y Lucía quedo mayoritariamente encima de las medias de su madre. Con la zapatilla en la mano derecha Carmen pesó en cuantos azotes le daría… doce por cada suspenso… y doce más por lo de la cocina de ayer.

Con fuerza, descargó el primer zapatillazo en la nalga derecha de su hija. Lucía no llegó a chillar, se contuvo mientras intentaba relajarse antes de que viniera el segundo azote. Carmen veía perfectamente la silueta en rojo de la zapatilla dibujada en el culo de su hija. Sí, con veinticuatro en cada lado le quedaría rojo, muy rojo. Descargó el segundo…

Muy lentamente, Carmen fue descargando más azotes, con fuerza. Lucía se agitaba a cada golpe, intentando no chillar, notando como su madre la sujetaba fuertemente pero pronto empezó a notar otra sensación, la misma que había tenido al rozar la vulva con los cojines. Ahora rozaba contra las medias de su madre y era más fuerte aún. El dolor era intenso a cada golpe, entre los azotes el culo le ardía, pero otro ardor mucho más agradable la invadía por el otro lado. Empezó a notar de nuevo su entrepierna húmeda.

Más o menos al llegar al azote doce, el culo de Lucía ya estaba manifiestamente rosa, y su madre, empezó a notar algo en su pierna derecha, una sensación húmeda. Al llegar a los veinte ya era evidente. Seguro que su hija se estaba excitando con los azotes, nunca lo había notado antes, aunque tampoco nunca le había dado tantos, y menos a culo descubierto.

Entre azote y azote, Lucía se relajaba, notaba como, extrañamente, el dolor ardiente del zapatillazo se transformaba en calorcillo interno que la relajaba, no comprendía este estado, quizás era algo tenía que ver con el orgasmo que había tenido aquella tarde. A pesar del dolor que sabía que le produciría el próximo azote, empezó a desearlo, sabiendo que después del golpe vendría otra oleada de calor interno. Aprovechando cada uno de los espasmos se frotaba contra la pierna de su madre, y el contacto con la media era todavía mejor que el que había tenido antes con el brazo del sillón, de repente empezó a sentir algo por su madre que no tenía explicación, ansiaba rozarse contra ella, deseaba estar el resto de su vida en contacto con ese cuerpazo de infarto que tenía su queria mami, hasta ese momento había sentido envidia por ese cuerpo, pero ahora era deseo, sus sentimientos eran sucios, deseaba que su madre la azotara hasta que se hartara, y después la obligara a comerle todo, a satisfacerla sexualmente, y ella lo haría encantada, se odiaba solo por atreverse a pensar eso, pero cada zapatillazo que caía en su desnudo e indefenso culo era como un martillazo que clavaba las púas que la unína a su madre a su querídisima madre, que era de las que pensaba, "quien bien te quiere te hará llorar".

 Por otro lado, Carmen se dio cuenta de que ella también se estaba excitando,era un sentimiento que siempre tuvo, desde niña le excitaba azotar, le pasaba con su hermana, y después con amigas en la adolescencia, y por supuesto con su hija desde siempre, pero no quería ni pensar en ello, no quería considerarse a ella misma un monstruo, asi que fue para ella un respiro y un alivio , además de una maravillosa sorpresa ver que su hija se excitaba. Continuó golpeando lentamente hasta llegar a veinticuatro, la mitad.

—¡Ponte del otro lado! —dijo con voz algo temblorosa.

Lucía se levantó lentamente, se esforzó en poner cara de dolor, aquella extraña fuerza le hubiera hecho sonreír, estaba desconcertada. Carmen miró la mancha de humedad en su pierna derecha. Miró a su hija mientras pasaba frente a ella para ir a su izquierda, era evidente, su ya abundante pelo, estaba húmedo en la parte más baja. Cuando Lucía se recostó, esta vez sobre la pierna izquierda, notó que buscaba el contacto, y la levantó un poco más para aumentar la presión. Se demoró en reemprender los azotes, Lucía se agitaba… y se frotaba levemente, con cierto disimulo.

Con la mirada fija en las nalgas de su hija, pensó que era mucho más incómodo azotar en esa posición para una persona diestra como ella, pero al menos le había servido para asegurarse de que su hija estaba disfrutando al menos tanto como ella, asi que continuó con el azote veinticinco, cada vez estaba más roja la piel, esto la excitaba, Lucía volvía a refergarse con fuerza y al notarlo, todavía se excitaba más, sí, ella también estaba muy húmeda.

Lucía, cada vez notaba menos el dolor de los azotes, aun sabiendo que sobre caliente son peores, o seguramente es que deseaba más aquel estado entre uno y otro, en el que notaba el calorcillo, que la relajaba y su vulva, al frotar sentía un gran placer. A cada nuevo azote, un gemido se le escapaba de la boca, quizás, los primeros habían sido de dolor, pero ahora ya no lo eran, era como un grito instintivo que formaba parte del juego.

Carmen pegaba y pegaba, lo más fuerte posible hacia el final. Cuanto más enrojecía la piel, más fuerte, ya era incapaz de aguantar tanto tiempo entre dos azotes, y al final el ritmo se aceleró. Tenia ganas de azotar, pero también urgencia de terminar.

Cuarenta y ocho… uff. Tres más de propina, pensó. Bien fuertes, y más despacio

Lucía no sabía cuanto duraría, ni tampoco había contado, pero intuyó que eran los últimos. El calorcillo interno era ya enorme, mucho más que el de la ardiente piel de su culo. Los músculos de su vientre y sus muslos se estaban contrayendo rítmica e involuntariamente, no podía parar, necesitaba quedarse sola.

—¡Va! ¡A tu cuarto! —mandó Carmen sin el habitualmente largo sermón de después de unos azotes.

Lucía, casi corriendo, recogió su pijama y salió. Carmen inmediatamente cerró la puerta. Se tendió en la cama boca arriba. Ni siquiera se desnudó para pasarse el calentón.

Lucía llegó a su cama con el pantalón de pijama en la mano, se tendió boca abajo, que es lo adecuado después de una azotaina, y decidió probar aquello de los deditos.

Al cabo de muy poco tiempo, en pleno orgasmo Carmen pensaba perversamente en qué excusa podría encontrar para volver a azotar a su hija.

Al mismo tiempo, en su habitación, Lucía, en pleno orgasmo, pensaba en qué podría hacer para volver a ser castigada y azotada por su maravillosa madre...