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BPN. Aitana, la gordibuena.

en Confesiones

No, no todos mis recuerdos son buenos.

Me he comprometido a ser totalmente sincero, a recoger aquí en esta suerte de diario sexual aquellas experiencias que me marcaron, para bien o para mal, y que volviendo la vista atrás resultarán significativas, relevantes en mi vida. Fuesen dulces o amargas. Todo porque cuente, excepto detalles sin mucha importancia narrativa, es cierto y lo he vivido en primera persona. No sé muy bien cómo clasificar mi relación con Aitana, la verdad, así que eso mejor se lo dejo a ustedes. Comencemos.

Llevaba una mala racha en el terreno sentimental. No coleccionaba más que rechazos, más o menos diplomáticos, y como el concepto “follamiga” me era desconocido por completo, mi sequía prolongada era frustrante para mí, pero la mar de divertida para mis colegas, que no perdían ripio ni oportunidad para reírse de mí, sin malicia, quiero creer, pero de una forma que me mortificaba. Posiblemente eso afectaba a mis inseguridades, y eso me hacía más vulnerable y menos atractivo, con lo que entré en una espiral deprimente y emocionalmente autodestructiva. Me volví un poco huraño, cínico, y terminé por pedir consejo y abrazar el mundo de las redes sociales, un universo que conocía debido a mi trabajo, pero que mis prejuicios asociaban con caspa, fracaso y frikis obesos llenos de granos.

En fin… poco tiempo después de rellenar mi perfil, con fotos y frases ambiguas sacadas de lecturas y aforismos que yo consideraba misteriosos e intrigantes, tomé contacto con Aitana. Era una chica seis o siete años más joven que yo (que acaba de inaugurar los treinta y dos, que en las fotos de perfil era muy mona de cara, aunque algo rellenos. Tenía una sonrisa graciosa y gafas de pasta, además de detallar aficiones un poco genéricas (cine, lectura…) pero que podrían dar pie a conversación.

Congeniamos bastante bien, primero por el chat de la propia web como después por el MSN Messenger (¿lo recuerdan?). Comenzamos con charlas para irnos conociendo, pero enseguida pasamos a conversaciones de flirteo, para terminar con intercambios bastante subidos de tono, llenos de complicidad y buen rollo. Nos pasamos algunas fotos, en las quepude comprobar sí, era guapa de cara, y que también, tenía algo de sobrepeso. No me echó para atrás, al contrario, era tan simpática, tan ocurrente y tan picante que hasta su cuerpo regordete me parecía sexy, por lo que no habían pasado ni diez días que hablábamos por teléfono con bastante regularidad. El caso es que por hache o por be nunca terminábamos quedando, porque ella me daba largas, por más que yo insistirse. Ahora, a toro pasado, me doy cuenta de que había ciertos indicios, ciertas pistas, que deberían haberme puesto en guardia. Cierto que yo era más joven, más inexperto y más garrulo, pero aún así...

 

Pasaron un par de semanas de intentos infructuosos, y cuando ya me estaba dando por vencido conseguí citarme con ella una noche en el Tubo, una de las zonas de bares de la ciudad. Llevábamos ya bastante tiempo tonteando y en los últimos días tengo que admitir que la cosa había pasado bastante a mayores, así que me preparé para una noche de triunfo y puerta grande con Aitana, mi gordibuena

 

Bendita cita a ciegas.

Me preparé, sexy como el rock and roll, con mis mejores galas, vaqueros negros, camisa, chaqueta de cuero y bien peinado, con unos condones en la cartera y las pelotas llenas de amor (pero estratégicamente descargadas, no sé si me explico). Un cuarto de hora antes de la cita estaba yo en la puerta del bar, cerveza en mano, mirando el reloj cada dos minutos y escudriñando entre la gente para encontrarla.

Cuando la vi aparecer me di cuenta de por qué en las fotos salía en encuadres raros, en planos cortos, y de golpe reinterpreté la timidez y la gazmoñería en su justa medida como inseguridad y miedo al rechazo.

- Hola C***- se me acercó, titubeando, pero sonrió y poniéndose colorada me saludó con dos besos en las mejillas. Desde luego, Aitana de cara era mona, muy fina, con los ojos marrones almendrados y pestañas largas la nariz respingona, los labios carnosos y el pelo negro cortado casi a lo chico, moderno y con reflejos azulados. Pero del cuello para abajo… estaba realmente obesa, bastante más que en las fotos, que saltaba a la vista eran de algunos años antes. Cuando digo obesa me refiero a muy gorda, no simplemente rellenita, lo que se acentuaba porque era más bien bajita y tenía además un tipo bastante raro, las piernas cortas y macizas que acababan en un trasero descomunal, esférico, derramándose en todas direcciones Aitana no tenía culo, tenía un horizonte de sucesos.

No quiero que se me interprete mal. No soy superficial, o al menos no hasta el punto de descartar a alguien con quien tengo afinidad por el físico, pero en buena lógica me sentí decepcionado, y la verdad es que hay nada peor en una primera cita que frustrar tan dramáticamente las expectativas. Aún así, como después de todo ella me caía bien, ante la perspectiva de un polvo fácil decidí en un desgraciado momento de ofuscación seguir con el plan según lo establecido, es decir, salir de fiesta en plan tranquilo y acabar... pues seguramente en alguna casa, porque en el asiento trasero de mi coche era virtualmente imposible salvo que desafiáramos unas cuantas leyes físicas (y posiblemente, también algunas de las de tráfico). Así que fuimos recorriendo bares tomando copas en un intento de acumular valor y libido suficiente para acometer la tarea.

No me culpen. Llevaba una mala racha.

A fe mía que lo conseguí, porque rayando ya la madrugada nos entretuvimos un buen rato comiéndonos la boca, ella anhelante, y yo desquitándome por tantos meses en el dique seco. Besaba bien, lo reconozco, con el punto justo de atrevimiento, mordisqueándome los labios, besuqueándome el cuello, sin dejarme casi respirar y metiéndome mano sin pudor alguno. Yo correspondí como pude, metiendo la mano en los bolsillos traseros de su pantalón que apenas podía contener tanto volumen, paseando un dedo por la separación de esos dos cachetes pantagruélicos, llevando mis manos hacia sus tetas inmensas y blandas apenas retenidas por su sostén. Sin muchos más preámbulos, nos dirigimos hacia su casa. Bueno, mejor dicho, hacia la casa de sus padres. La chica era de Alcañiz, un pueblo a una hora de Zaragoza,y la familia estaba allí pasando el fin de semana. Seguimos con los magreos hasta entrar en su habitación, y ya desde el principio sentí ardor de estómago.

Era una habitación un poco desasosegante, como de niña. Se supone que Aitana tenia veintitantos, pero la habitación parecía de catorce, no sé si me explico. Posters de series de anime, muñequitos... incluso tenía una casa de muñecas en un rincón. En fin, qué puedo decir. Llegados a ese punto, soy de la opinión de que si una mujer te deja entrar en su dormitorio, por los dioses que hay que cumplir y poner una pica en Flandes.

¿Una pica en Flandes...?

La cosa no empezó mal, porque si uno cierra los ojos en el fondo se puede imaginar cualquier cosa, sobre todo si los cierra muy muy fuerte y trata de evadirse a un mundo mágico y feliz de senos turgentes y carnes prietas. Nos tumbamos en la cama, sin dejar de comernos a besos llenos de saliva y morbo, y quitándonos la ropa entre caricias. El sostén de Aitana dejó que sus inmensas tetas se desparramaran, dos fofas mamas que cayeron blandamente hacia su tripa. Sus pezones eran grandes, de color chocolate, y me sorprendió que estuvieran atravesados por sendos piercings de bolitas, aunque hizo más divertidos chuparlos, a lo que me dediqué con fruición agitando su respiración. Ella misma se quitó el pantalón, no sin dificultades y resoplidos, y con él una tanga de color morado. Yo me desnudé sin dejar de atender su boca, su cuello y sus grandes pezones perforados...

Un brevísmo inciso: educado en la asepsia del sexo diferido y en la comodidad y confianza de las relaciones estables, existe una cosa que me resulta particularmente antierótica, y no lo puedo evitar. Es como mi kriptonita sexual, mi chute de bromuro. Y es el mal olor. No lo soporto. Fin del inciso.

Cuando Aitana abrió las piernas... bueno, más bien los perniles de animal prehistórico, frente a mí, lista para entregarse, me invadió una sensación desagradable hasta la naúsea. Para empezar, tenía la parte interior de los muslos como rozada, como con callo, muy oscura, lo cual ya me dio un asco infinito. Pero sin duda lo peor fue el olor y el aspecto de aquel coño preternatural, aquel coño húmedo y viscoso y feo como sólo puede ser feo un coño feo. Ahí querría yo haber visto a cualquiera, frente a aquella boca lovecraftiana, frente aquel murruño pestilente y sudado y lleno de un vello grueso, rizado y negrísimo. Aquello tenía algo de gelatinoso, algo de batracio, como el vestigio primigenio de nuestro pasado anfibio.

- Cómemelo… - Aitana susurró con deseo, mirándome con expectación, y yo parado frente aquel chocho rezumante y pestilente. Si aquel coño hubiese tenido nombre, créanme que por mi cordura, sería un nombre que no debería ser pronunciado. Así como la sinuosa esfericidad imperfecta de Aitana desafiaba la geometría euclidiana, su coño desafiaba las más elementales reglas de la sensualidad.

¿Y aún así creen que me arredré?

Aquel coño eran mis miedos. Aquel coño eran mis escrúpulos, mis fobias, mis pesadillas. Aquel coño que amenazaba con devorarme entre sus apestosos labios abotargados era mi némesis. Mi ballena blanca. Así que con un supremo esfuerzo acerqué mi boca abierta y le apliqué la parodia obscena de un cunilingus patético, respirando por la boca y conteniendo, lo juro por lo más sagrado, las arcadas. No creo que lo lamiera más de dos docenas de veces porque aquello era superior a mis fuerzas, así que decidí que allí donde mi lengua no se atrevía a aventurarse, bien lo haría mi rabl enfundado en un higiénico profiláctico. Dicho y hecho, con la polla protegida en su funda de látex, no dudé en penetrar lo insondable con el buen ánimo de quien confís en que lo peor ya ha pasado, y que París bien vale una misa y que en peores garitas hemos hecho guardia.

Y una mierda.

No sé si era el olor que empezaba a invadir la habitación entera con sus miasmas, la panza hinchada y rebosante de Aitana que no me dejaba empujar a toda máquina, que aquello no iba ni de casualidad. Me la follé al estilo misionero, observando sus carnes temblonas oscilar snte mis envites como una lámpara de lava. La giré y la coloqué a cuatro patas, observando ese culo gigantesco lleno de hoyuelos y piel de naranja, que intenté separar con mis manos a la vez que impulsaba mi rabo entre los labios colgantes y fláccido de su coño, pero había algo en esos dos páramos lunares y fofos que eran sus nalgas que me repugnaba casi ontológicamente, lo mismo que sus tetas que colgaban sin forma y oscilaban al ritmo de mis penetraciones. Fui, lo confieso, incapaz de correrme. No es que tuviera un gatillazo, es que entre la incomodidad, la situación y lo grotesco que me empezaba a parecer todo, yo serruchaba y serruchaba pero no sentía absolutamente nada, a pesar de que Aitana resoplaba y gemía y su coño destilaba jugo bien abundante. Tras un buen rato y tras descartar, por razones obvias, que ella se me subiera encima, sencillamente lo dejé pasar. Me quité el condón, todavía con una erección más que pasable dadas las circunstancias, y me tumbé a su lado.

- ¿Estás bien? – se giró hasta colocarse junto a mí, acalorada y con el ceño arrugado de decepción.

- Sí, sí, no sé qué me pasa, habré bebido demasiado- mentí, acariciándole la mejilla y reprimiendo las ganas de salir corriendo.

- ¿Es que no te gusto?

- No, no es eso…

- Ya sé que estoy gorda, sabía que no te iba a gustar… si es que está claro que te doy asco…

- Aitana, por favor, no digas eso… - comencé a besarla, sin saber muy bien por qué, para tranquilizar no sé muy bien si a ella o a mi conciencia.

- Es verdad… no eres el primero que me lo dice… tú podrías estar con quién quisieras y estás aquí con una gorda sebosa… estás conmigo por pena, por lástima

Parecía que estaba a punto de echarse a llorar, así que la calmé como pude, llevando su mano hasta mi erección, milagrosamente indemne, y convenciéndola de que estaba sencillamente cansado, o bebido, pero que era evidente que me ponía cachondo porque mi rabo seguía en pie de guerra. Aitana se dejó convencer, y volvió a sonreír un poco forzadamente.

- Te la chupo. Te la chupo hasta que te corras, ¿vale?

No le dejó responder. Su boca se aferró a mí polla como si quisiese tragársela de un bocado, y comenzó a recorrerla desde la punta hasta casi la raíz con unos sonidos entrecortados y húmedos, rechupeteándola como un caramelo, deteniéndose en mi capullo dándole lamidas enérgicas y largos besos, pajeándome muy despacio sin dejar de chupar y chupar y chupar. No soy un experto en felaciones y tampoco recuerdo que ella fuese especialmente buena o mala, pero entre la situación, ahí tumbado boca arriba, la habitación que de verdad que daba grima, el olor, la visión de su cuerpo que no me atraía lo más mínimo… mi soldadito de Pavía dijo que no iba a gastar la pólvora en salvas y se batió en retirada, ablandándose y encogiéndose en cobarde capitulación.

Aitana se lo tomó como una verdadera ofensa. No sé qué ilusiones se habría hecho, no sé qué pensaría que había entre nosotros, pero comenzó a llorar de vergūenza y rabia, reprochándome qué sé yo, como si yo personificase en ese momento su inseguridad, su rechazo, su culpa. Se quejó entre sollozos de su cuerpo, de su gordura, me insultó y me acusó de burlarme de ella, de jugar con ella, de reírme de sus sentimientos. Seguramente me echaba en cara años de relaciones fallidas, de fracasos y tropiezos, y si me hubiese cogido en otro momento habría intentado contener la tormenta, pero tengo que confesar que dije cosas, y en un tono, de las que me arrepiento con toda sinceridad. Me dejé llevar y fui un imbécil, insensible y cruel.

Si el drama ya me estaba matando, faltaba todavía la tragedia.

Aitana empezó a quejarse de dolor de estómago, y a respirar agitadamente, a hiperventilar, pero como no tenía claro si le ocurría algo real o era un numerito, le dije que no quería escenas, que lo sentía pero que no era lo que esperaba, no me acuerdo bien de los detalles, pero en esa línea. El caso es que ella se quedó encogida de espaldas a mí, hecha un ovillo, llorando entre temblores, era algo del todo punto espeluznante. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando, de dónde me había metido.

El caso es que el colofón fue cuando ella empezó a vomitar.

No sólo la cerveza que había bebido conmigo, no, empezó a vomitar líquido bilioso y espeso, de profundo olor acre, a hiel reconcentrada. En fin, no quiero detallar más cómo con fregona y toallas y con la repulsión más atroz que he sentido y sentiré jamás, arreglé un poco ese desastre y acabé con Aitana en el Servet, con un ataque de ansiedad diagnosticado, mintiendo cutremente a un chico gordito que se presentó como su hermano cuando apareció en Urgencias y me relevó de mis funciones.

Cuando atravesé la puerta de salida del hospital, allí mismo en plena acera, estuve a punto de arrodillarme y gritar "Thalassa! Thalassa!".

No fue sino al llegar a casa, bajo la ducha, cuando pude quitarme por fin la peste a vómito y sudor y derrota y cutrez, que me di cuenta de que aquella noche había sido especial, única, maravillosa. La noche más importante de mi historia reciente, porque a partir de entonces todas se medirían con ella. Había tocado fondo, y había salido con bien. Con fuego y golpes se forja el acero, y con fuego y golpes me había forjado yo. Allí mismo en la ducha, me acaricié mi erección incipiente y sin dudarlo me hice una tremenda paja, bajo los chorros calientes, casi rabiosa, y cuando me corrí me sentí limpio por dentro como si me hubieran sacado un veneno. Me sentía puro, nuevo. Había alcanzado el nirvana.

Gracias, Aitana. Y ante todo... Perdóname.