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BPN. Ojos verdes (y 12). Perspectiva

en Amor filial

Estoy seguro de que piensan que tenía mucho por lo que sentirme agradecido.

Visto desde fuera, contemplado como si fuese una película o un relato erótico, admito que tienen toda la razón. Es comprensible. Vaya tipo con suerte, sí. Desde cierto punto de vista, así era, no les voy a engañar. Estaba involucrado en una relación a tres bandas con una madre y una hija de razonable buen ver, amén de tener una especie de affaire con una adolescente casi se diría que esperando en la recámara. Y es bien cierto que el último fin de semana había sido especialmente memorable, sexualmente hablando. Y sin embargo … ¿por qué sentía ese desasosiego?

No quiero ser injusto, y otorgarme ahora en retrospectiva una especie de precognición, justificando esos sentimientos basándome en lo que ahora sé, y entonces ignoraba. Admito que a ratos me sentía una especie de macho alfa, capaz de todo, y pisaba las calles como si me pertenecieran, posando la mirada en las mujeres que me cruzaba de soslayo, fanfarrón, perdonándoles la vida, pensando que si todas y cada una de ellas no estaban desnudas en mi cama era porque yo no quería, porque había decidido dejarlas en paz. Sí, por supuesto, a ratos me invadía la fatuidad y me hinchaba como un pavo, y sacaba a relucir más que nunca esa sonrisa insolente, sardónica, resabiada, que siempre me han recordado que debo escatimar para evitar estropear mi cara de buen chico. Pero también a ratos, mientras cenaba solo comida recalentada en el salón, cuando paseaba a solas de regreso a casa a la luz de las farolas y los escaparates, mientras me miraba al espejo lavándome los dientes antes de acostarme, sentía dentro una extraña mezcolanza de vértigo, amargura, miedo y hasta una pizca de hastío.

Seguramente sea incapaz de transmitirlo tal y como yo lo sentía, en aquellos momentos. Pido disculpas por lo insuficiente de mi prosa. Después de todo, las palabras son limitadas, y como se pueden imaginar, en este bálsamo solo he incluido los detalles más apasionantes, los instantes de mayor relevancia, las vivencias más excitantes y no los infinitos bucles de tedio que envolvían mi cotidianidad. Imaginen por un momento vivir anclado en una rutina fatigosa, un cenagal de aburrimiento, y a la vez pasar las horas de vigilia pendiente del teléfono móvil, zarandeado por la incertidumbre, sometido al capricho ajeno, y siempre con la espada de Damocles que suponía estar haciendo algo prohibido en las fauces mismas del peligro mismo.

Y después de todo, ¿para qué?

Con razón pienso ahora que el verdadero éxito no consiste en haber conseguido todo lo que queremos, sino en querer de verdad todo lo que hemos conseguido.

*

Me corrí en la boca de Helena con un gruñido entrecortado.

Resultaba increíble lo que era capaz de hacer con su boquita, con sus labios gordezuelos, tan carnosos. La chupaba con glotonería, con gula, incluso se diría que con voracidad, jugando con la polla y su lengua y sus labios y su garganta, empleando mil y un trucos, mil y una filigranas y pulsando cada nervio, cada punto, explotando al máximo el placer con una naturalidad que resultaba perturbadora y fascinante. Tan pronto la lamía como la chupaba, tan pronto sacaba brillo al capullo como la engullía prácticamente entera, sin dar tiempo a respirar excitaba el agujerito de la uretra como mordisqueaba juguetona la base de la verga, y al menor descuido se follaba ella misma la boca, a toda velocidad. Cada vez que sus labios se acercaban a mi polla, me recorrían escalofríos de anticipación y mi erección se petrificaba en segundos dentro de mi ropa interior… aunque nunca de quedaba mucho tiempo allí, claro.

Diez minutos, no más, de intensa felación, y aunque traté de retrasarlo todo lo posible no tardé en llenar su boca de lefa abundante y espesa, a chorros que parecían brotarme de lo más profundo. Helena continuó chupando en silencio, a base de recorridos cortos, masturbándome con la mano, exprimiendo cada gota y apurando hasta el final mi corrida, con los ojos cerrados y los labios bien apretados, antes de ir al baño a escupir y limpiarse la boca con colutorio.

La vi ponerse en pie y alejarse hacia el servicio, con esos pantalones vaqueros que se ceñían a su figura, resaltando aún más si cabe la vertiginosa curva de sus caderas, la insolente turgencia de su culo respingón. La entallada camiseta disimulaba la delicada brevedad de sus pechos, acentuando que las miradas resbalasen hacia la retaguardia, que casi parecía lanzarme muecas de complicidad a medida que su dueña caminaba apresurada hacia el baño. Permanecí sentado en el sofá, los pantalones y los calzoncillos enredados en las pantorrillas, respirando profundamente con los ojos entrecerrados, recostando la cabeza sobre el respaldo con la cara hacia el techo. Escuché a Helena regresar del baño, y más la intuí que vi sentarse un poco de medio lado mientras yo volvía la cabeza hacia ella, que me sonrió amagando una mueca de incomodidad al colocarse en el asiento, junto a mí.

-¿Qué? ¿Te has quedado a gusto? – preguntó, con tono sarcástico. Yo respondí con una afirmación muda, sin articular palabra, y una sonrisa. Helena rompió a reír, antes de darme un amistoso y quise creer que cariñoso codazo en el costado. – La chupo mejor que mi madre, ¿a que sí?

-Sí… mucho mejor… - le dije, mirándola sin separar mi cabeza del respaldo del sofá. Helena me miró, súbitamente silenciosa y un poco más seria.

-¿La chupo mejor que tu ex-novia? – su cuestión parecía inocente, y yo fruncí un poco el ceño. ¿Qué tenía aquello que ver con nada?

-No lo sé… ¿A qué viene esa pregunta? – le dije, con mi perenne media sonrisa.

-A nada… curiosidad… - respondió, arrugando la nariz. Miró el reloj, y lanzó un suspiro – Tengo que ir a clase…

Yo me giré, dejando que mis manos se abalanzasen sobre ella y recorriesen su anatomía en un gesto casi posesivo, mientras le miraba travieso.

-¿No te puedes escaquear un rato? – traté de provocarla, meloso e insinuante, pero mi vecinita se escurrió de entre mis brazos poniéndose en pie de nuevo, esquiva e inasible.

-¿Es que no tienes bastante? – caminó casi de puntillas, con gracilidad de bailarina, para coger la chaqueta y la mochila que había dejado en el sillón. Me quedé medio tirado, semidesnudo, en el sofá, con una cara implorante y un ademán lastimero que, en honor a la verdad, no consiguieron conmoverla lo más mínimo

-¿Pasarás luego? – reconozco que sonaba totalmente patético, pero aquella chiquilla tenía algo que me estaba haciendo perder la cabeza, totalmente prendado de sus curvas y sus buenas malas artes. Era incapaz de reconocerme, anhelando su desnudez, la cálida suavidad de su piel, la morbidez de sus curvas, la urgencia de su deseo.

-Ya veré… - dijo, abotonándose la prenda de abrigo y despidiéndose con un gesto - ¡Chao!

Pero no, no vio. Ni luego, ni al día siguiente, ni en toda la semana, a pesar de mis mensajes cada vez más insistentes, cada vez más serviles, cada vez más penosos. Todo fueron largas, evasivas, promesas vacías y, en último término, indiferencia y silencio. Mónica también me dio esquinazo, para mí sorpresa, respondiendo con desgana a mis llamadas, casi por compromiso. No entendía nada, tonto de mí, así que el viernes, enfermo de soledad, despecho y rabia, quedé con Laura.

*

El culo de mi vecina madura me ofuscaba, una vez más, con su terca persistencia a no dejarse penetrar fácilmente.

-Au… hazlo más suave joder…

Laura estaba arrodillada en el sofá, el rostro a medio cubrir por los cojines, con ambas manos separando sus generosas nalgas en un intento, de momento fútil, por persuadir a su terco ano de dejarme entrar en ese hoyito que, virgen hacía tan poco, ya consideraba mío por derecho. Me encantaba tenerla así, marmórea, oferente, entregada, como un sacrificio de un altar pagano.

Empujé mi polla reluciente de gel lubricante, durísima, cabezona, abotargada, pero aunque Laura se empeñaba decididamente en rendirse, tirando de sus cachetes, su tenso anillo no claudicaba, enrojecido, bien sellado. Mi capullo resbalaba, marrando su objetivo, y resoplé con cierto disgusto. Con dos dedos de mi mano derecha masajeé el orificio, buscando distender su terca cerrazón, tanteando esa carne dura, contraída. Vertí un poco más de lubricante y lo esparcí por la entrada, como si pudiera ablandarla a base de friegas y persuadir su obstinación con caricias y gel.

Coloqué mi polla de nuevo, afiancé las piernas, y no fue tras varios intentos que mi tosca determinación consiguió que mi verga atravesarse unos milímetros esa barrera circular, provocando un gemido agudo y un prolongado lamento de Laura, que sin duda sintió como su esfínter se desgarraba un poco al paso de mi capullo.

-¡¡Auuuu…!! ¡¡Jodeeeeer…!! – pude comprobar cómo tensaba todos sus músculos, como crispaba su cuerpo al sentir la barra caliente de mi polla forzar hasta el límite la flexibilidad de su ano, que prácticamente se desencajó para poder albergar la cabeza de mi miembro, que por fin se deslizó dentro, no con la engrasada facilidad deseable, sino con la ruda aspereza de una broca taladrando un bloque de granito. -¡Aaayyy….! – su voz se convirtió en un hilo lastimero cuando al fin sintió, o sentimos, que la encomiable pero inútil resistencia de su culo terminaba, que sus esfínteres se aflojaban y admitían la dolorosa penetración contra natura, dilatando de forma lenta, demasiado lenta, el angosto canal de su recto. Mi polla, impaciente, derribó esas paredes a su propio ritmo ansioso, febril, como un clavo atravesando madera blanda.

-¡Para C***… por favor … para…! – las manos de Laura soltaron sus nalgas, que intentaron cerrarse en torno a mi pelvis, protegiendo su recinto profanado de forma tan lacerante, y se posaron en mis muslos, tratando de contenerme, de frenar mi impulso. Yo la empujé con el cuerpo contra el sofá, impidiendo cualquier maniobra evasiva, y proseguí sin un ápice de clemencia empalándola, notando la viscosa humedad del lubricante facilitando que centímetro a centímetro mi polla desapareciese cada vez más dentro del intestino de mi vecina. –¡Me haces daño… cabrón…!

No me detuve hasta que mi verga se encontró encallada hasta la raíz misma en el culo de Laura, y ella sofocó sus quejidos e insultos mordiendo uno de los cojines, berreando cada vez más bajito a medida que sus tripas asimilaban la presencia del intruso y se iban reajustando, presionando rítmicamente toda la longitud de mi polla, desde mi capullo que horadaba lo más hondo de su interior hasta la base, firmemente anudada por su ano, hendido, rasgado, vencido sin remedio. Laura alzó la cabeza, y me miró mientras yo resoplaba.

-Aaau…. ¿Por qué te gusta tanto… hacerme daño? – su rostro estaba casi acalambrado en un rictus de dolor, sus ojos llenos de lágrimas y reproche, sus mejillas lívidas, sus labios muy rojos e hinchados de haberlos mordido. Yo aparté el pelo que caía sobre su cara, acariciándola con una ternura diría que impropia, que contrastaba con la brusquedad de mi enculamiento. Laura dio un par de hipidos, mientras sorbía por la nariz, respirando hondo y dando cortos soplidos, apretando con fuerza los cojines en sus puños. No contesté. ¿Qué podía decirle?

Esperé, en silencio, solo interrumpido por los quejidos cada vez más esporádicos y ahogados, de Laura. Esperé, muy quieto, a pesar de que mi carne y mis huesos y mi sangre y mi espíritu me pedían a gritos follarme ese culo bien fuerte, bien profundo, bien rápido y bien duro. Esperé, a pesar de que por dentro me carcomía la necesidad mezquina y vil de vengarme de Helena, de recuperar la sensación de dominio y poder, de hacer daño y sentirme vivo a costa de una indefensa Laura. Me contuve, sí, tragándome toda esa triste y lastimosa bilis porque puede que fuese un cabrón, pero desde luego no era un puto cabrón.

Desenfundé mi rabo despacio, con delicadeza, notando las paredes de su recto casi adheridas a mi polla, recuperando a duras penas la cómoda posición habitual, expulsando al invasor y a la vez casi acompañándolo en su salida, como una ventosa. Su ano apretaba deliciosamente el tránsito, y me provocaba un placer difícil de superar.

-Hmmmm…. Despacio por favor…. por favor… por favor… - Laura me rogó con la voz entrecortada, hundiendo la frente en lo cojines, y le hice todo el caso que pude, ralentizando mi salida, dejando apenas un trocito de mi polla dentro, como un tapón, una cabeza de playa, un puesto avanzado. Refresqué el tronco de mi verga, que ardía, y aguardé apenas medio minuto, antes de volver a empujar con suavidad.

-Auuuuuu… - el lamento de Laura se hizo más grave, menos chillido y más gemido, tratando de relajarse y facilitar mi acometida. Volví a penetrarla hasta el fondo, y a repetir de forma acompasada mis movimientos de fuera hacia dentro, cadencioso e infinitamente más delicado. Su culo era mío, ¿qué sentido tiene malograr lo que ya es de uno? Lento, muy lento… que su cuerpo asuma, de una vez, lo que su mente ya ha asimilado.

-Así… suavecito … así… - mi vecina se aflojó visiblemente, su postura se hizo más natural, más activa, y pronto sus gemidos se fueron volviendo gradualmente más placenteros, más ronroneos que lamentos, a medida que la sodomización se iba dulcificando. Mi polla entraba y salía de su culo de forma cada vez más confortable, y aunque la presión de ese estrechísimo canal no disminuía ni una pizca, me deslizaba dentro y fuera sin obstáculos, mientras Laura suspiraba y gemía, dejando entrever algún que otro respingo de dolor, pero salteándolos con inequívocos gestos de placer cada vez más notorios.

-Vas… a conseguir… que me guste… - masculló entre dientes, mirándome con una especie de mueca, una sonrisa apenas bocetada en sus labios, como si le costase admitirlo. Yo me aferré a sus caderas anchas, haciéndolas servir de punto de apoyo para ir acelerando, paso a paso, mis estocadas muy dentro de ese culo. Salía y entraba, entraba y salía, toda la longitud de mi polla, con un sonido húmedo, rítmico, notando que al paso de mi verga todo su recto se abría, se desgajaba, ardiente. - ¿Te gusta… te gusta mi culo…?

Me pareció una perogrullada, pero contesté con un azote bien fuerte en una de sus blancas nalgas fláccidas.

-Claro que me gusta Laura… - repliqué, con voz cavernosa, mientras seguía entrando y saliendo. Incrementé el ritmo, atrayendo sus caderas hacia las mías para profundizar mis penetraciones, provocando gemidos algo más quejumbrosos, pero dóciles, por parte de mi vecina. Sentía cada rinconcito de ese culo, cada recoveco, como de mi propiedad, horadándolo con mi glande, estimulándolo, dando nombre y carta de naturaleza a esas ignotas cavernas como a una tierra recién descubierta.

-¿Te gusta que te rompa el culo, Laura? ¿Te gusta? – susurré, cogiendo su pelo, tirando de él, forzándola a arquearse y ofrecerme aún más su trasero. Mi vecina boqueó, respirando con fuerza, bufando cada vez que mi polla se hundía con fiereza en su culo.

-Auu… sí… me duele… pero… me gusta… cerdooo… - buscó acomodarse, recomponer sus postura, aliviar de algún modo la incomodidad de mis mandobles, que habían abandonado progresivamente la delicadeza para volverse certeras puñaladas, secas y profundas.

-¿Sí? ¿De quién es este culo… dime… de quién es tu culo…? – me incliné sobre ella, enardecido, sin cesar por un instante de encularla, barrenando su ano, casi con violencia. Mi cuerpo contra el suyo sonaba como una salva de aplausos, como unas palmadas, y en mi nariz se agolpaba el olor a sudor, a lubricante, a sexo.

-Tuyo… ay… es tuyo… au.. solo tuyooo… - gimoteó Laura, que trató en vano de hurtarme el cuerpo, de buscar una forma de que mi polla no atravesase a placer su culo, mientras mis caderas acumulaban momento y lo liberaban contra las suyas, penetrando con saña, arrasando todo lo que encontraba a su paso. – Me rompes cabrón… me revientaaas…

No duré, no duramos, mucho más. Mi orgasmo me tomó tan de sorpresa como a ella el suyo, seguramente, porque el chispazo de placer que me atenazó la columna vertebral fue tan repentino, tan súbito, como un latigazo. Mis pelotas se contrajeron y mi polla empezó a derramarse muy dentro de su intestino, a la vez que Laura se retorcía, apretándose contra mi, mientras sofocaba unos gritos contra los cojines del sofá y yo empujaba y empujaba como si quisiese sacarle mi verga por la boca, apretando sus nalgas muy fuerte y sintiendo cómo mi lefa arrastraba tras de sí frustraciones, impotencia, furia y deseo, dejándome como un cascarón vacío, agotado, seco.

Me quedé dentro de su culo mientras los dos recuperábamos el aliento y la compostura, asido a sus caderas como un náufrago a un salvavidas, y cuando mi polla empezó a perder dureza su ano simplemente la expulsó, embarrada, y yo me derrumbé sobre el sofá. Laura todavía se quedó en la misma posición un rato, haciendo acopio de energía.

-Joder… - se alzó un poco y volvió su cara hacia mí, muy colorada, casi irreconocible tras el pelo alborotado que le ocultaba el rostro - ¿Por qué… te gusta tanto hacérmelo… por detrás…?

-No lo sé… - repliqué, resoplando como un perro tras una larga carrera, y acaricié sus abundantes nalgas culminando la caricia con una suave palmada – Pero es que tu culo me vuelve loco…

-Ya lo noto, ya… - se apartó el pelo de la cara, antes de desentumecerse y ponerse trabajosamente en pie.

-Ay… - se quejó, encorvada, encogida sobre sí misma - Estoy hecha polvo…. cabrón… – se estiró un poco, y cojeó hacia el baño. Poco después escuché el ruido de la ducha, y con alguna que otra dificultad fui yo también, tambaleándome como borracho, apretando a sudor, semen, y los dioses sabían qué más.

Laura sonrió un poco lánguidamente cuando abrí la mampara de la ducha y entré, con cuidado de no resbalar. El agua tibia me empapó con una sensación deliciosa, y me quedé durante unos momentos en silencio, bajo esa lluvia fina, con los ojos cerrados. El contacto de las manos enjabonadas de Laura hizo que me estremeciera, mientras ella iba con mucho mimo frotando mis hombros, mi pecho, mi costado, y no pude evitar sonreír cuando con infinito cuidado fue limpiando mi polla con sus manos, haciéndome cosquillas que nos hicieron reír al unísono.

Nos duchamos juntos, el uno al otro, y acabamos tumbados en la cama, con los albornoces puestos, yo mirando al techo y Laura de costado, mirándome a mí.

-¿Te puedo hacer una pregunta? – susurró, acercándose. Yo la miré sonriendo.

-Claro.

-Tú y yo… ¿Qué se supone que somos?

-Vaya… - respondí, dubitativo, tomado por sorpresa. Sopesé mi respuesta durante un momento. – No sabría decirlo, Laura… estás casada…

-Cuéntame algo que no sepa… - Mi vecina replicó, con voz suave – Me refiero a que dónde estamos, tú y yo. ¿Sigues viéndote con Helena?

-Buf… - dejé escapar un bufido que sonó más expresivo , más revelador de que lo que me habría gustado, y me volví un poco de costado hacia ella – Es complicado…

-Complicadísimo… solo tienes que decir “sí” o “no”. – Laura tenía la cabeza levantada, apoyada en su brazo, como una maja de Goya. Me resultó difícil valorar si estaba bromeando, picándome, burlándose o si su pregunta iba en serio.

-El lunes estuve con ella, pero no la he visto en toda la semana… - resolví cortar por lo sano y arriesgar con la sinceridad, por una vez.

-Ajá… - asintió, y algo parecido a una luz brilló en esos ojos verdes, esa mirada cautivadora y magnética que era capaz de mesmerizarme, y que madre e hija compartían como un tesoro secreto.

Nos quedamos en silencio. Laura me contemplaba, con un esbozo de sonrisa en sus labios carnosos, y yo recorrí su rostro con mis ojos. Desde luego, no era hermosa. Carecía de esas facciones regulares y atractivas de las bellezas convencionales, y tampoco gozaba de la frescura pizpireta de los rasgos salvajes de su hija. Pero había algo… su sonrisa, la luz de su mirada, su expresión, que resultaba terriblemente atractivo.

-No sé si debería contarte una cosa … - dijo, de repente, con aire divertido.

-¿El qué? – casi distraído, alargué mi mano y comencé a juguetear con un mechón rebelde de su melena, enredándolo en mi dedo.

-El miércoles Helena y yo tuvimos una discusión… - se mordió el labio inferior, y un atisbo de culpa asomó en su mirada.

-¿Ah sí? ¿Por qué?

-Eso es lo que no sé si decirte…

-¿En serio? – me reí un poco.

-Sí… ya eres bastante engreído… - se rió también, nerviosa.

-Me rompes el corazón… - repuse, esgrimiendo una expresión de burla. Laura puso casi los ojos en blanco, suspirando.

-Fue por ti, gilipollas…

-¿Discutisteis por mí? – mi ego masculino se infló como un globo – ¿Y por qué?

-Verás… - Laura apartó la vista, como asaltada por una pequeña desazón – Es difícil decirlo, fue una tontería. No debería haberte dicho nada.

-No me digas eso ahora… - me incorporé un poco más, con curiosidad. Laura se removió, inquieta, turbada, y se pasó la mano por el pelo.

-Es que… me da un poco de cosa…

-¿Qué te da cosa? ¿De verdad? – sonreí con incredulidad, y terminamos los dos compartiendo unas carcajadas cómplices.

-Es que… Helena quiere que volvamos a… quedar. Los tres.

-¿Y bien? – nervios, excitación, ardor, sensaciones que comenzaron un embrionario pero significativo cosquilleo en la boca de mi estómago.

-Yo… yo no quiero, C***. – me miró, contrita, compungida como una cría cogida en falta.

-¿No quieres? ¿Por qué? ¿No te gustó?

-No es eso… es que… - su mirada se apartó de mí, buscando un punto donde fijarse más allá de mis hombros, en alguna esquina recóndita, en los ángulos del techo y las paredes.

-¿Entonces?

-Es que… verás… - sus ojos huidizos, elusivos, terminaron por detenerse en los míos.

-Es que… - la animé a continuar.

-Es que… C***… te prefiero para mí sola…

*

Sí, sin duda alguna, Helena la chupaba mucho mejor. Su madre no tenía esa picardía, ese atrevimiento natural, y aunque tampoco es que sus mamadas fuesen una calamidad, resultaban más ramplonas, más torpes, como si fuesen un mero trámite. Posiblemente la cuestión es que, a diferencia de su madre, Helena disfrutaba comiéndose una buena polla.

No me importó pensarlo mientras Laura devoraba mi verga y yo acariciaba su cabeza, como tampoco me importó que las nalgas de Helena fuesen más prietas, su culo más redondo y terso, sus pechos más firmes, su vientre más plano y su silueta más esbelta. No me importó, porque el coño de Laura era apretado, complaciente, húmedo y acogedor, y mi madura era obediente y caliente, tanto como cualquiera podría desear. Y desnuda era también hermosa a su manera, distinta, más llenita y rotunda, y su boca era roja y sus ojos tan verdes…

Apreté sus tetas, las vi rebotar mientras la embestía, mi cuerpo sobre ella y sus piernas en torno a mi cintura. No dudé, me comí sus grandes pezones erectos y sentí el primero de sus orgasmos, arrebatado, desaforado, casi escandaloso. Le concedí el capricho de que me cabalgara, de follarse esa solita, a su aire, de correrse con los ojos cerrados y la boca hacia el techo, mi polla encajada hasta su misma matriz. A cambio, la empotré contra la cama boca abajo mientras yo me recostaba sobre ese culo amplio, blando, desparramado, sobre esas nalgas mullidas, atrapándola con mi peso. Y al final, para terminar los dos, la coloqué a cuatro patas y me follé su coño a tumba abierta, corriéndome después de ella, derramándome en su culo y en su espalda como bautizándola de esperma, dejando surcos y goterones de lefa manchando su piel blanca, al tiempo que Laura temblaba y gemía y suspiraba y jadeaba, totalmente desatada.

-Quiero… que me folles… siempre así… - acertó a decir, sin resuello, cayendo boca abajo en la cama completamente desfallecida. Yo me dejé caer también, exhausto, a su lado.

-Tus deseos son órdenes… - respondí, no sin cierta zalamería, en cuanto recuperé aliento suficiente como para hablar. Me volví hacia ella, y mi mano acarició su espalda, su trasero, sus muslos, y nuestros ojos se encontraron durante un largo, Interminable intervalo de silencio.

-C***… - mi nombre en su boca sonaba sensual, sedoso, siseante.

-Dime. – repliqué, sin dejar de deslizar mi mano por su blanca piel caliente, macerando su carne maleable y deliciosa.

-¿Te puedo pedir una cosa?

-Claro que sí… - mi mano abandonó su retaguardia para buscar su rostro, y mi dedo índice recorrió el contorno de sus labios – Pide por esa boquita…

-¿Pero lo harás…? – me miró, implorante.

-Si está en mi mano, lo haré…

-¿Podrías… podrías dejar a Helena? – ahora sus ojos casi suplicaban, húmedos y brillantes.

-¿Cómo?

-Quiero decir… dejar de verla. Por favor.

-¿Por qué? – ya sé que era una pregunta estúpida, pero me salió de dentro.

-¿Por qué? ¿En serio…? Pues porque no me siento cómoda con… lo que sea esto. ¿Tanto te cuesta entenderlo?

-No, no, lo entiendo, es solo que… ¿Por qué ahora?

-¿Cómo que ahora? No seas imbécil… creo que esto ya ha ido demasiado lejos, no… no puedo seguir así, pensando que te acuestas con mi hija, pensando que … - se interrumpió bruscamente, enrojeciendo.

-¿Qué? ¿Pensando qué?

-Joder, C***… ¿Te lo tengo que decir?

Me encogí de hombros, y Laura suspiró, resignada.

-Mira… es que … sé que va sonar raro pero… ay… no sé ni cómo decirlo …

-Pues dilo, sin más. ¿Qué ocurre?

-Es que… no soporto la idea de que… te acuestes con otras personas. Ya está. Ya lo he dicho. – se volvió, dándome la espalda.

Todo sonaba desconcertante, absurdo incluso. ¿Qué era aquello? ¿Celos? ¿O una elaborada farsa para que yo dejará de una vez de ver a Helena, siendo como era yo una supuesta mala influencia? Yo me acerqué a ella, reptando sobre la cama, y la abracé desde atrás.

-¿De verdad piensas eso?

-¿Tú eres bobo, verdad? – Laura me miró, con el ceño fruncido y una sonrisa nada amistosa en el rostro, más bien una mueca condescendiente. - ¿Lo necesitas por escrito o que coño te pasa?

No supe bien qué más decir, así que me centré en besarla, porque su silencio me resultaba más manejable, menos ambiguo que sus palabras. Laura me correspondió, y estuvimos un buen rato comiéndonos los labios y la lengua antes de que ella se separase, mirase el reloj en la mesilla y suspirase con cierta amarga resignación.

-Me tengo que ir… - pronunció las palabras a la vez que arrugaba la nariz y componía un gracioso mohín, y sus ojos se detuvieron, golosos, en la erección más que respetable que asomaba por las rendijas de mi albornoz apenas atado ya en mi cintura.

-¿Me vas a dejar así…? – dije, sonriendo como un sátiro.

-Es muy tarde ya… - Laura dejó caer el albornoz, y buscó su ropa. Pude apreciar su desnudez grávida, su insinuante palidez, las curvas generosas de proporciones amplias, sus grandes pechos de pezones pardos, su vientre algo hinchado, menos que cuando nos conocimos, sus caderas rotundas, su coño lampiño en el que asomaba una sombra ya de vello ralo. Ese cuerpo que a pesar de sus imperfecciones resultaba perturbador, atrayente y terriblemente morboso. Vi cómo se vestía, asistiendo al breve espectáculo en silencio, y una vez preparada se inclinó sobre mí y me besó en los labios, apasionada, urgente, sabrosa, ardiente, antes de acariciarme el pelo.

-¿Pensarás en lo que te he dicho?

-Sí. – Y lo dije sinceramente. Laura era un placer culpable, pero Helena era jugar con fuego y todas las señales de peligro se me estaban encendiendo en el cerebro. En algún recóndito rincón de mi conciencia, me prometí con solemnidad poner fin a esto antes de que esto me pusiera fin a mí.

Nos despedimos con otro beso, antes de quedarme meditabundo boca arriba, en la cama. ¿Y ahora… qué?

*

Conseguí quedar con Mónica, tras varios intentos infructuosos, pero para mí sorpresa las cosas transcurrieron de forma decepcionante. Se mostró fría, distante, silenciosa, y no conseguí ni por un instante que la complicidad fluyese o que en algún punto de la trabajosa y forzada conversación me diese pie a algo más que eso. Me resultaba a la par frustrante y enigmático que su actitud pudiese cambiar tanto, pero lo cierto es que apenas me miraba a los ojos, se comportó de forma educada pero seca, casi cortante, sin responder ni compartir mis bromas, mis alusiones o mis dobles sentidos.

Posiblemente debí de pedirle explicaciones, aclarar de alguna manera ese cambio de actitud, pero hasta el último momento confié en rendir esas barreras, en recuperar de algún modo la magia de los momentos que habíamos compartido. Sus ojos oscuros, su piel morena, su presencia casi felina me perturbaban pero fui incapaz de sobrepasar esa frontera educada, cortés, dulce pero insalvable.

Tras un par de horas de tratar un poco peripatéticamente de llevármela a mi terreno, nos terminamos despidiendo como dos desconocidos, como si en realidad no hubiésemos compartido nada, unos pocos días antes. Se alejó de mí y la perdí, como he perdido tantas cosas, como si viajasen en un tren que parase un momento en mi estación y partiese, sin demora, dejando tras de sí humo, polvo, recuerdos.

¿Quién podría comprender esto?

Por otro lado, y quizá por cierta peculiar y alienante autocompasión, o puede que motivado por el impulso de hacer lo correcto, por una buena vez, estuve toda la semana ignorando las llamadas y mensajes de Helena. Me costó, desde luego, pero descargué mi rabia (y también mis huevos, claro) con un par de polvos con Laura, que al saber de mí determinación me lo agradeció con una entrega, si cabe, más apasionada, hasta el punto de que durante nuestro segundo encuentro fue ella la que, inclinándose sobre la mesa de la cocina y abriéndose las nalgas de par en par, me pidió que le follara el culo, a modo de punitiva recompensa.

Lo cual, como pueden imaginar, hice sin necesidad de que me lo dijera dos veces.

Y así fui capeando, mal que bien, el temporal de los días, trabajando, tratando de exorcizar de mi mente la imagen de Helena, esquivando sus llamadas, sepultando sus mensajes, ocultándome en el silencio porque la cobardía, sí, la cobardía, me impedía coger el toro por los cuernos, enfrentarme a mi vecina adolescente y dejar claro lo que ocurría. No me veía con fuerzas ni coraje como para mostrar mis cartas, así que preferí dejar que la cosa se pudriera, confiando en que ella se aburriría, entendería el mensaje de mi ausencia de mensajes y terminaría por dejarme en paz.

Lo sé… elegí el camino más fácil. El más fácil para mí. ¿A estas alturas no han descubierto ya las aristas de mi personalidad?

El viernes, casi a última hora de la tarde, me pilló trabajando sentado en uno de los pupitres de la tienda, detrás del mostrador. David, mi empleado, trasteaba en el almacén perdiendo un poco el tiempo hasta la hora del cierre, mientras yo fingía que me engañaba, como si no supiera que estaba moviendo papeles y cajas de un lado al otro de forma un tanto displicente para hacer tiempo hasta la hora de marcharse. ¿Qué más daba? Era buena gente, un buen empleado, y si de vez cuando en cuando se escaqueaba un poco después de una semana de trabajo, ¿acaso no se lo iba a permitir?

La puerta de la tienda se abrió, para mí sorpresa, ya que no abundaban los clientes tan tardíos en el umbral ya del fin de semana, así que intenté terminar de rellenar media docena de celdas de la hoja de cálculo antes de girarme con una sonrisa comercial, arreglándome la corbata, con un “en qué puedo ayudarle” que murió sin dejar mis labios al encontrarme cara a cara con el rostro sonriente de Helena.

-Hola, C***…

Su madre entró tras ella, también para mí sorpresa, cariacontecida, y casi ni saludó antes de ofrecerme una disculpa que sonaba a pretexto.

-C***… hola… mira que le he dicho a Helena que tendrías trabajo y no deberíamos molestarte, pero se empeñó y…

-Mamá… - la voz de Helena fue prácticamente una orden, como una instrucción, y cortó de raíz las palabras de su madre. – Estoy segura de que a C*** no le importa que le pidamos un favor, ¿a qué no?

Su voz cambió para dirigirse a mí, pura miel, puro azúcar de caña, puro terciopelo. Sus ojos se detuvieron en los míos, y su expresión casi lobuna se retorció un poco, con esa malignidad que ya había podido vislumbrar alguna vez.

-Claro… ¿Qué necesitáis? - lo dije con la voz un punto más seca y rasposa de lo que habría deseado.

-Mi madre y yo hemos estado de compras y… ¿podrías llevarnos a casa? Con las bolsas y eso, en el autobús es un rollo… - Helena acarició con la lengua cada palabra, casi lamiendo con lascivia cada sílaba, de una forma tan sutil y a la vez tan pérfida…

Fue ese el momento en el que David descubrió lo interesante que podía resultar la tienda, mucho más que el almacén. Se asomó con su aire más inocente, mirando a las recién llegadas a través de sus gafas, sonriendo tímidamente, sin decir una palabra. Posó su mirada en Helena, que llevaba un conjunto de invierno recatado pero que aún así resaltaba su figura, y después en Laura, y caminó hasta colocarse en su escritorio, junto al mostrador.

-David… - le dije, sin mirarle más que de refilón. – Ya cierro yo, vete si quieres.

-Vale, vale… - dijo, un punto atropelladamente. Recogió sus cosas, mientras los tres le mirábamos sin mirarle, en silencio, y se despidió con un gesto, agarrando la chaqueta – Adiós, hasta el lunes …

-Adiós… - dijimos los tres casi a la vez, esperando a que se cerrara la puerta.

-¿Podemos sentarnos? Ha sido un día largo… - me preguntó Helena, hechizándome con su mirada verde.

-Claro… pasad aquí, mientras termino… - les franqueé el paso hacia detrás del mostrador, y yo me fui a la puerta de entrada bajando la persiana metálica con un chirrido estridente y cerrando después la puerta con llave, dejando que ellas cuchichearan, sentadas en las dos sillas de oficina con ruedas. Apagué las luces de la zona de clientes, dejándonos sumidos en una especie de penumbra, y fui apagando los ordenadores fingiendo total desinterés por ellas, con una impostada naturalidad, como si todo aquello fuese la cosa más inocente del mundo y por nada me estuviese dando cuenta de la tensión que fraguaba entre nosotros.

-Voy un momento atrás, al almacén… luego podemos salir por ahí. – les dije, y Laura me miró con una expresión que no supe, no quise, o no me atreví a interpretar.

-¿C***, tenéis baño? – Me preguntó.

-Eh… sí, atrás… pero no sé yo si estará muy presentable … - dije, arrugando la nariz, a sabiendas de que no eran precisamente un lavabo de lujo, sino un simple retrete donde acudir de urgencia sin demasiados remilgos.

-No importa… es que no aguanto…- se levantó y nos echó una mirada a Helena y a mí, antes de desaparecer por la puerta del almacén.

Su hija se movió en la silla, girando un poco de lado a lado, sin dejar de mirarme con una media sonrisa y el ceño fruncido, como calibrándome, escogiendo las palabras que iba a decir a continuación.

-¿Por qué me has dado de lado, C***? – preguntó, con las manos sobre los reposabrazos de la silla, las piernas abiertas, el cuerpo recostado. La miré, sopesando la respuesta.

-¿Te he dado de lado? – opté por ganar un poco de tiempo, aunque mi respuesta obtuvo un chasqueo de lengua desdeñoso, reprobatorio, por parte de Helena.

-No me coges el teléfono, no contestas mis mensajes, me has estado esquivando toda la semana… ¿Qué ocurre?

-He tenido unos días muy liados, Helena, yo… - no sonó nada convincente.

-Es por mi madre, ¿verdad? – Me interrumpió. La miré, y mi titubeo y mi silencio le sirvieron de respuesta. – Lo sabía… ¿Qué es lo que te ha dicho?

-No me ha dicho nada… - dije, a la defensiva.

-C***… eres el peor mentiroso del mundo, joder. – volvió a esbozar una sonrisa exenta de humor - ¿Y vas hacerle caso? ¿En serio?

Cómo me gustaría haberme mantenido firme, ceñido al estereotipo de castigador, y haberla puesto en su sitio con alguna réplica ingeniosa. Habría sido genial, habría podido sacar pecho y pavonearme. Tristemente, y en honor a la pura verdad, Helena se levantó y se me acercó con pasos a medias insinuantes y a medias rabiosos, y se me plantó delante con esa mirada desafiante, impropia de su edad. Por mi parte, me comporté de forma un tanto ridícula, guardando un silencio cómplice, cobarde, cuando me agarró la corbata y tiró un poco de ella haciéndome bajar la cabeza y trastabillar de una manera un tanto indigna.

-¿De verdad vas a preferir a mi madre… antes que a mí…? – me susurró, con una voz tan caliente que sería capaz de fundir el mejor acero toledano. Tirándome de la corbata como si tratase de un dogal, de la correa de un perro amaestrado, acercó mi cara a la suya y me plantó un morreo que me supo dulce y amargo, a la vez, mientras mi entrepierna se despertaba casi al instante, forzando la fina lana fría de mi traje. La mano zurda de Helena no se hizo esperar, sino que se deslizó por el costado de mis caderas hasta agarrarme la entrepierna y empezar a frotar el bulto muy despacio, infinitamente despacio, dolorosamente despacio, apretando y presionando lo justo para desatar mi ansia.

Seguramente la habría alzado allí mismo de la cintura, arrojado contra el escritorio y habría arrancado su ropa a dentelladas si no nos hubiese interrumpido un carraspeo incómodo. Helena se volvió, y miró a su madre, que estaba parada en el quicio de la puerta del almacén, azorada, la mirada baja, retorciéndose las manos.

-Mamá… - Helena lo dijo en una voz que se deslizó en la oscuridad, derramándose como una crema.

-Ya… ya me voy hija… - Laura dio unos pasos largos y torpes hacia la salida del mostrador pero su hija me soltó y se interpuso en su camino.

-¿Por qué quieres irte…?

Laura no la miraba, sino que se quedó muy quieta allí, los ojos clavados en el suelo de parqué sintético, el rostro congestionado de puro rojo, las manos buscando algún lugar donde posarse.

-No… mejor… mejor me voy … - repuso, con una voz quebradiza como la escarcha. Su hija le acarició el pelo, y aunque Laura hizo el gesto de apartar la cabeza, finalmente se dejó hacer. Yo las miraba, completamente aturdido, sintiendo que estaba violentado una escena íntima, privada. Helena jugó con un dedo en un mechón de su madre, enredándolo en un bucle, con una extraña sonrisa húmeda en sus carnosos labios rojos.

-Preferiría que no te fueras… ¿por qué no te quedas…? - era su entonación, más que su palabras. Era un tono asquerosamente perverso, insinuante, y a la vez infantil, lleno de un descaro inocente. El equivalente sonoro a vestirse de colegiala, trenzarse el pelo y lamer una piruleta con un lúbrico doble sentido. Era una pecaminosa mermelada, una miel de flores venenosas, el jugo espeso de la fruta de la pasión.

El hecho de que Helena no tuviera todavía dieciocho años y estuviera seduciendo a su propia madre le añadía un matiz a un tiempo sórdido y a un tiempo violentamente excitante.

Laura pudo haberse resistido, estoy seguro. Estoy convencido de que habría podido marcharse, haber recobrado el control, el dominio de la situación, y haber simplemente invocado su autoridad de madre para imponerse. Puede que lo intentase, puede que esas tímidas quejas que balbució de forma casi ininteligible fuesen por ese camino, pero desde luego no hizo prácticamente nada para evitar los labios de su hija, que la besaron con una fruición glotona, y tampoco se escabulló de sus manos, que empezaron a bailar por su cuerpo una danza con un solo objetivo, descendiendo desde el pelo y el rostro de Laura hacia sus pechos, hacia sus costados, hacia sus caderas.

 

Cierto que a veces falla la oportunidad. No lo niego. Pero las más de las veces, lo que falla es la voluntad.

*

Nunca había imaginado mi tienda como un lugar erótico. Era fría, incómoda, llena de olores de tóner y electrónica y papeles. Nunca había mirado las posibilidades del sobrio mobiliario de oficina, ni me había parado a pensar en las diferentes opciones o en su comodidad. Claro que tampoco había tenido nunca dos amantes dispuestas a exprimirlo todo hasta el último aliento.

La ropa estaba desperdigada por el suelo, de cualquier manera, y el aire parecía respirado cien veces, de puro húmedo, viciado y espeso. Mi boca sabía a coño, y mi lengua yacía áspera en mi boca, agotada, mis labios entumecidos. Había perdido la noción de que comía cada vez, todo labios regordetes, clítoris inflamados, vaginas empapadas, todo jugo y jadeos y sabor salado y hoyitos que llenar con mis dedos, hendiduras que explorar con mi lengua, botoncitos de placer que rasguear como las cuerdas de una guitarra.

Me habían comido la polla a dos bocas, disputándose su golosina como dos fierecilla hambrientas, masajeándome los huevos, el culo, lamiendo y chupando como si me fuera a escapar, arrodilladas, acuclilladas, venerando mi verga, mimándola, pajeándome y haciéndome por unos momentos maravillosos perder totalmente la cabeza. Se habían acariciado mutuamente, habían probado a excitarse y excitarme, habían traspasado cualesquiera líneas rojas que hubieran marcado hasta entonces. Se reían, gemían, exclamaban palabras inconexas mientras se besaban, se tocaban, entrelazaban sus dedos, sus lenguas, sus piernas, sus coños, y yo casi no sabía dónde mirar, donde lamer, donde posar mis manos en esa confusión de nuestros tres cuerpos desnudos.

Las vi, las sentí, las escuché correrse casi a la vez, más de una vez, y durante un rato no supe qué boca besaba, qué manos buscaban mis rincones erógenos, que labios se cerraban en torno a mi polla, que dientes mordían mi cuello o que lengua jugueteaba con mis huevos, convulsionándonos en posturas imposibles, subidos en sillas y escritorios y suelo y lo que tuviéramos al alcance. Solo supe de piel, de carne, de flujo, de pezones hinchados, de pechos rebosantes y erguidos, hasta que hicimos una pequeña pausa para tomar aliento, agotados.

Y allí las tenía ahora a las dos, dos pares de nalgas ofrecidas en bandeja, las dos recostadas de bruces sobre uno de los escritorios, dos culos extraordinarios para mí solo. Uno de ellos pálido como un desierto de nieve, redondo e inabarcable, temblón, y el otro más pequeño, más recogido, respingón y de un tono dorado como de melocotón. Dos rajas simétricas, paralelas, y en el medio unos labios que mi lengua había devorado y empapado, dos coños goteantes como dos bocas deseosas de su alimento. Los dos apetitosos, los dos suculentos.

¿Cuál elegiría? Me sacudí la polla, enhiesta como el palo mayor de un galeón, durísima y lista para sepultarse en el hoyo que yo escogiera. Acaricié con la mano izquierda el trasero de Helena, que ronroneó con lujuria, llenando mi tacto con su piel sedosa, maleable, tan tersa y dura, cálida y aterciopelada. Después busqué el de Laura, más blandito, más grande, y lo amasé a conciencia por sus cuatro puntos cardinales. Costaba decidirse, pero opté por buscar con la punta de mi verga los labios abotargados y rosados de Laura, que se sacudió, dando un gemidito de sorpresa, y separó un poco las piernas para permitir un acceso más sencillo de mi polla a sus profundidades.

No me hice de rogar.

Avancé con mi cadera, dejando que mi polla se empapase del abundante flujo de Laura, y sus labios deseosos fueron haciendo desaparecer mi verga en lo más profundo de su coño, como una serpiente engullendo una presa, abrazándome casi en la hoguera de su chocho maduro, pero aún pequeño y angosto, comprimiéndome de forma amorosa y pulsátil toda la longitud de mi miembro.

-Siiii… - fue un suspiro, un gemido, un jadeo más que una palabra, que se escapó de su boca a alzar la cabeza y sentirse penetrada por completo, mis muslos en los suyos, piel contra piel, mi pelvis firmemente alojada entre la base de sus nalgas, mi vientre posado sobre ese mullido trasero que estaba curiosamente frío, contrastando con el ardor casi doloroso de su vagina. Cerré los ojos, y sin moverme me concentré también en mi mano izquierda, posada sobre las nalgas de Helena, que como si tuviera vida propia comenzó a juguetear, traviesa, descendiendo ese desfiladero vertiginoso hasta perderse entre los labios del coño de mi vecinita, que celebró mi maniobra con una rodilla entre nerviosa y complacida. La humedad era notoria, viscosa, y mi dedo corazón se introdujo en su cuevita sin dificultad alguna, tanteando su interior y haciendo círculos como si estuviera haciéndose sitio.

Helena alzó el culo, y abrió las piernas todo lo que pudo, gimiendo, mientras su madre se volvía hacia ella, y para mí sorpresa las dos se buscaron, en la oscuridad que no era tal, sus dos bocas rojas recorriendo el aire que las separaba hasta unirse, tentativas, en un lúbrico beso, un muerdo largo, mojado, eterno, que fue, lo puedo jurar sobre la Biblia si es preciso, lo más perturbador y morboso que había visto en mi vida.

Excitadísimo, comencé un balanceo despacioso, saliendo del coño de Laura con un sonido casi de succión, notando la humedad rezumando a medida que la iba descorchando, y sintiendo su interior acogerme con un abrazo complaciente, haciéndome hueco, acariciando con su interior gomoso y suave cada centímetro de polla que le iba encajando, a la vez que ella gemìa en la boca de su hija, meneando las caderas, arqueando un poco la espalda cuando llegaba bien al fondo.

-Diossss… - dijo, interrumpiendo el beso con Helena, y bufando un poco – Así… hasta el fondo… hasta el fondo…

Seguí su instrucciones, por supuesto, al coincidir punto por punto con mis intenciones, y redoblé por mi parte mis maniobras dactilares dentro del coñito jugoso de su hija, que acarició la espalda de su madre y enterró la cara en su hombro y en su cuello, sofocando apenas sus gemidos. Palpé las entrañas de Helena, las paredes de su chocho, notando la humedad escurriendo entre mis dedos.

Durante al menos diez minutos me follé a Laura con paciencia de ermitaño, con el esmero de un relojero, entrando y saliendo de su coño buscando estimular cada rinconcito, cada oculta esquina de ese sensible interior, rozando las paredes con mi capullo como si quiera pintarlas, esculpirlas, tallarlas en carne. Giraba, cambiaba el ángulo de entrada, me removía en círculos, buscaba con mi polla nuevos caminos dentro de su coño abrasador, inundado, baboso.

Me salí de su interior con un sonido audible, y sin hacer caso de su gimoteó protestón, di un paso a mi izquierda y cambié mi dedo en el coño de Helena por mi polla, provocando un gritito de sorprendido placer de mi vecinita al notar la brusquedad de mi embestida, que hizo que mi polla entrase hasta la raíz.

-Jodeeeer… - Helena resopló, palmeando el escritorio, y me provocó una risotada ufana, soberbia, notando que sus entrañas se acomodaban a marchas forzadas al grosor de mi verga, tan distinta a la suave caricia de mi dedo corazón. A cambio, fue mi mano derecha la que sin dejar un momento buscó la entrada del coño de su madre y lo penetró con los dos dedos medios, engarfiándolos, tirando hacia arriba como si quisiese levantarla, embarrándome los dedos de sus jugos y apreciando la blandura y flojedad de su interior.

Fue en ese momento, en ese preciso instante, en el que tomé plena consciencia de estar follándome a mis dos vecinas, a la madre y a la hija. Mucho más que la otra vez, en la que me sentí ligeramente atontado, superado por los acontecimientos, adormecido y posiblemente aturullado por la situación. Pero entonces, más fríamente, en la tienda, sumido en la negrura apenas rota por la luz de los ordenadores y la de la calle, que entraba por las rendijas de la persiana metálica, allí, en ese ambiente cargado, pestilente casi a humanidad, a vicio, rodeado por las fantasmales siluetas del mobiliario cotidiano, fue entonces cuando pude centrarme no solo en las sensaciones de mi polla entrando y saliendo del prieto coño de Helena, de mis dedos escarbando el chocho encharcado de Laura, sino en algo más, en una sensación extraña de triunfo, de haber alcanzado una cumbre. Y como un escalador que ha plantado su bandera en una difícil cima, contemplé el paisaje a mis pies, el culo en forma de corazón de Helena, su espalda perfecta, esbelta, retorciéndose apenas y estremeciéndose ante los asaltos cada vez más enérgicos de mi cadera. Y también el fláccido pero sabroso trasero de Laura, moviéndose como un flan buscando que mis dedos la tocasen más adentro, más arriba, más abajo, más profundo y más rápido y más y más…

Deseé, en ese momento, tener dos pollas, dos arietes de carne en ebullición para satisfacer a esas dos hembras calientes y cachondas, poder follarme a la vez esos dos coños… o incluso mejor, tener cuatro pollas, que mi cuerpo entero fuesen extremidades fálicas, en las que poder reventar a un tiempo sus coños y sus culos, llenarlas por completo hasta vaciarme en ellas. Deseé tenerlas siempre así, ofrecidas, entregadas, necesitadas de mí.

Qué extraños pensamientos le acuden a uno cuando el cerebro se desconecta y es la libido desbocada la que razona.

Me follé a Helena con fuerza, empotrándola contra el escritorio, sin hacer caso de sus quejidos, buscando introducirme hasta la base misma de mi polla en su coño, cogiendo impulso y dejándome caer, aferrando un buen puñado de su pelo y tirando hacia atrás, obligándola a arquearse.

-Ayyy… brutooo…. – si era una protesta, fue dicha en un tono tan sumiso que más bien parecía un gemido ronco de aprobación Hice caso omiso, embistiendo cada vez más rápido, intentando no descuidar mis dedos en el coño de Laura para tratar de contentarlas a ambas, pero tuve que desistir, abandonando a Laura para agarrar la cintura de Helena, encabritada como una portilla sin domar. Mi madura se retorció, volteándose para vernos follar a su hija y a mí, que parecíamos ahora dos bestias en celo, sudorosos, salvajes. Gruñí de placer, rimando mis reacciones a las de Helena, que aumentó el volumen en sus gemidos, buscando con los movimientos circulares de las caderas empaparse totalmente, sentirse abierta por completo, atrapar mi polla en la trampa deliciosa de su coñito adolescente, y ambos comenzamos una cadencia sincrónica, marcada por el diapasón del escritorio crujiendo al ritmo de mis estocadas.

Buscando donde posarse, mis ojos se encontraron con los de Laura. Allí, en esa sombra anaranjada, irreal, que ni era luz ni era oscuridad, en esa neblina lechosa del deseo y de la culpa, sus ojos me parecieron más verdes, más grandes y más tristes que nunca.

*

Helena protestó cuando notó que mis embates se ralentizaron, hasta detenerse. Giró la cabeza, incrédula, cuando salí bruscamente de su interior y di un par de pasos atrás, casi tropezando con la ropa.

-¿Qué… qué pasa? – apenas podía ver su rostro, pero no me hizo falta para vislumbrar au gesto oscilando entre la sorpresa y la frustración. - ¿C***?

Me dejé caer en una silla, sintiendo un dolor en la polla, un hormigueo furioso apenas contenido, una furibunda comezón . Laura se incorporó también, cabizbaja, mirándonos alternativamente, la mirada desencajada.

-No… no lo sé… no me encuentro bien. – Me excusé con torpeza, y Helena se me acercó, contoneándose un poco, posando sus manos sobre mis rodillas e inclinándose hacia mí para mirarme a los ojos, sus tetitas cayendo con los pezones bien erectos. Mi polla se desplomó, mojada y floja, sobre mí mismo, ante la atónita mirada de Helena.

-¿Qué cojones te pasa…? ¿Me vas… nos vas a dejar así? – Se giró hacia su madre, que estaba medio arrodillada en el suelo, recogiendo su ropa, y negó con la cabeza. – No me jodas…

Se incorporó, y se fue corriendo hacia el almacén, desnuda y descalza, dando un portazo violento que sonó como un disparo.. Laura y yo nos quedamos en silencio, hasta que ella se levantó, tapándose con la ropa, con un ridículo pudor tan fuera de lugar que me habría hecho reír, de no sentir un amargor repulsivo en mi paladar.

-No… no vas a hacerlo, ¿verdad? – preguntó, sin mirarme. – No vas a dejarla.

No dije nada. Sentía unas repentinas náuseas y una jaqueca incipiente, un latido de espinas a un lado de la cabeza, el zumbido de un avispón carcomiéndome las sienes.

-Te lo he dado todo… todo… y una cosa que te he pedido a cambio…- Laura se sentó sobre la mesa, la mirada cargada de encono, y quizá también de decepción.

-¿Qué puedo hacer…? – mi voz me sonó como si no me perteneciera, como si esas palabras hubiesen sido pronunciadas por otra persona, o más bien como si yo estuviera lejos, mirando la escena, ajeno a mí. – Dime, ¿qué puedo hacer…?

No respondió. El silencio se adueñó del local, y solo entonces me di cuenta del olor, del calor, de lo opresivo de ese aire viciado, del nudo en mi garganta. Necesitaba abrir, respirar, salir de allí.

La puerta se abrió de golpe, y Helena entró, buscando su ropa sumida en un mutismo hosco. Cuando hubo encontrado todo, volvió a marcharse, no sin lanzarme una mirada cargada de rencor, que hizo que mi dolor de cabeza se recrudeciese. Laura se vistió, todo lo rápido que pudo, arreglándose el pelo, atusando las arrugas de las prendas, cogiendo las bolsas de las compras que estaba colocadas en uno de los escritorios, y yo me puse también los pantalones y la camisa, sin decir una palabra, abotonándome de la misma forma que lo haría un condenado a muerte preparando el traje con el que lo habrían de enterrar. Ambos esperamos a que Helena regresase del almacén, vestida, dando fuertes golpes con sus zapatos en el suelo, como tambores de muerto.

-¿Alguna vez te han dicho que eres un hijo de la gran puta? – Me escupió la frase, como al pasar, casi sin posar la mirada en mí. Aunque el efecto lo estropease el que yo tuviese que abrirles la puerta y la persiana, la pregunta quedó flotando en el aire mientras yo trataba de ordenar en lo posible aquel desaguisado.

Ustedes y yo sabemos que la respuesta era que sí, y muchas veces.

*

En la vida hay silencios llenos de expresión. Estruendosos, escandalosos, tan llenos de significado que si de repente estallasen, llenarían el mundo. Solo hay algo peor que un teléfono sonando a todas horas, y es un teléfono que no suena nunca.

Ausencia, pesadez, abulia, hastío. Los días iban pasando, cómo pasan siempre todas las cosas que de ni buenas ni malas son incluso peores, y así se fue deshaciendo aquella semana de mi desdicha, como una ruina polvorienta laminada por el tiempo. Miraba el reloj, miraba compulsivamente la pantalla de móvil, pulsaba unas teclas sin atreverme nunca a dar un paso, me sentaba esperando unos toques en la puerta, un timbrazo que jamás llegaba. Caminaba por las calles esperando encuentros que no se producían, buscando un rostro familiar, una mirada, una silueta, y todo era anodino, ordinario, vulgar.

Y finalmente, lo que tenían que ocurrir, ocurrió.

Estábamos montando media docena de equipos que nos habían encargado desde un negocio de muebles de las afueras, con toda nuestra atención absorbida por la tarea, mecánica y poco creativa, de encajar cables y slots y piezas con movimientos una y cien veces repetidos, pero era reconfortante mantener la mente y las manos ocupadas en algo que podía controlar, algo sencillo, meticuloso y cartesiano. Allí, en ese universo en miniatura, todo encajaba y los renglones de Dios eran rectos, inequívocos, veraces.

Podría añadir un punto de épico melodrama si dijese que irrumpió en la tienda como un vendaval, o algo así, pero lo cierto es que entró de forma tan discreta que apenas nos dimos cuenta, enfrascados como estábamos. Fue su voz, un poco más alterada de lo normal, lo que nos hizo alzar la vista a la vez a David y a mí.

-Buenos días, C***… - no había demasiado de afable ni en la voz ni en la expresión de Luis, que me miraba con el gesto torvo, ceñudo, sus pobladas cejas enmarcando sus ojos de forma yo no diría que amenazadora, pero desde luego lejísimos de ser amistosa. En las antípodas de la amistosidad, para entendernos.

-Buenos días… - respondí, un tanto desorientado ante su presencia. Dejé la tarjeta gráfica que estaba instalando sobre la mesa, y me levanté para acercarme al mostrador. El marido y el padre de mis amantes no esperó ni a eso para espetarme su pregunta.

-¿Qué es eso de que andas con mi hija? – así, de sopetón, con la misma delicadeza de un martillo golpeando un jarrón de porcelana.

-Que.. ando con tu hija… - repliqué, balbuceando un poco. Podría aprovechar para adornar un tanto mi retórica, pero la verdad sea dicha, funciono muy mal bajo presión.

-No me toques lo cojones, C***… - Luis colocó las manos sobre el mostrador. – Laura me lo ha dicho. ¿Qué coño haces tú con Helena?

¿Saben la sensación de puro terror que uno siente cuando avanza un paso en una escalera, y en lugar de encontrar un seguro escalón lo que halla su pie es el vacío? Pues ahí tienen cómo me sentí yo en ese preciso momento.

-A ver Luis… - creo que sonreí, presa del pánico, y esto le terminó de sacar de sus casillas.

-Ni a ver Luis ni pollas , C***. Te he preguntado que qué coño haces con mi hija menor de edad… - lo más aterrador era que ni siquiera alzaba la voz. Cuando hablaba lo hacía con un tono ronco pero calmado, contenido, mesurado, aunque uno podía percibirse soterrado en la forma de pronunciar las erres, en la respiración atropellada, un matiz furioso, iracundo.

-Nos hemos… visto alguna vez. Hemos quedado. Alguna vez. – desafío, aquí y ahora, a cualquiera de ustedes a intentar superar mi elocuencia, dadas las circunstancias.

-Me cago en la puta, C***… - rabioso, sí, desde luego, pero lo que más me pareció, en ese momento, cuando palmeó el mostrador con fuerza y su mirada recorrió la tienda, en un ademán entre escéptico y atónito, como si no hubiese terminado de asimilarlo, lo que más me pareció no era enojado, sino dolido. – Pero si es una niña, joder…

¿Qué podía decir? ¿Mentir descaradamente, o tomarle directamente por idiota, y contarle que no pasó nada? ¿Contemporizar, soltar alguna excusa, salir por peteneras? Así que guardé silencio, y dejé que Luis me mirara, con desdén, con desprecio incluso, sacudiendo y negando con la cabeza.

-No me lo puedo creer, joder… No me lo puedo creer… Mira… - se pasó la mano por el pelo, y me señaló con el dedo el alto – No pienso jugar al padre moderno que todo lo parece de puta madre y va de mejor amigo y eso. No puedo. Quiero que te alejes de ella, C***, lo digo en serio. Aléjate de mi hija. Te lo estoy pidiendo. Y te estoy avisando.

-Bueno… yo… - tartamudeé, en un intento de justificarme de alguna manera.

-No hables, joder, ¡no hables! – ahora sí que levantó la voz – Te conozco, y me conoces. Deja. En paz. A Helena. Punto. – golpeó el mostrador con la punta del dedo, como pulsando un botón varias veces, marcando un ritmo sentencioso - ¿Te ha quedado claro?

-Sí, Luis, de acuerdo, pero…

-¡Que no quiero saber nada, joder! ¡Que no digas una puta palabra! He venido hasta aquí de buenas a dejártelo claro. ¿Nos hemos entendido?

-Perfectamente. – quise que sonara firme, pero fue como golpear un tambor destemplado con unas varillas de batir huevos.

-Pues muy bien. Pues entonces, adiós.

Sin más, se giró y se marchó, dejándome con la palabra en la boca, las orejas rojas como dos tomates maduros, y una sensación horrible en la boca del estómago. David tosió, y eso me sirvió para volverme al escritorio, y sin decir nada volví a coger la tarjeta gráfica y a intentar encajarla en su ranura, con las manos temblándome un poco más de la cuenta.

-Esto… ¿quieres… eh… hablar de ello? – David carraspeó, dudó, y finalmente me ofreció su apoyo moral.

No contesté enseguida. Peleando contra mi pulso vacilante, conseguí instalar la tarjeta y me entretuve un ratito en tareas menores, dando importancia exagerada a nimiedades, realizando pequeños ajustes triviales como si fuesen la labor más importante y urgente de todo el montaje. Y tras un minuto, lancé un largo soplo de aire.

-No, si te soy sincero, no quiero hablar de ello. Pero si no lo hago… reviento.

Así que le conté a David una versión notablemente expurgada y resumida de la situación, centrándome más en los vaivenes con Helena que en otros asuntos. Omití, claro, la referencia a los inicios de nuestro asunto, y por supuesto no le conté que estaba liado al mismo tiempo con su madre. No es que no confiara en David, un chaval bueno y honesto a carta cabal, pero sentía un prurito de vergüenza y tampoco me parecía relevante, a efectos de lo ocurrido con Luis, así que preferí ocultarlo.

-Y ella es menor de edad… - dijo mi empleado, ajustándose las gafas.

-Sí – no le miré a los ojos.

-Joder. Vaya movida… - amagó una sonrisa, pero al ver mi rostro mustio creo que se contuvo. – Tampoco lo veo tan grave, C***. ¿Ibas en serio con esta chica, o algo?

-No, no, no es eso… - obviamente no era eso, pero no podía decirle mucho más.

-Pues en ese caso tampoco es para tanto, ¿no?

-Supongo… pero ha sido… desagradable. – era un adjetivo corto para describir el regusto agrio que sentía en lo más hondo del gaznate, pero preferí no enredarme en calificativos más enfáticos.

-Sí, eso sí… he visto colores en tu cara que creía que no existían…

-Qué cabrón… - me reí un poco, soltando un poco el aire que se me apelotonaba en el pecho. – En fin, tendrás razón…

-Claro… perspectiva, C***. Es lo que hace falta. Si no querías nada con esa chica, si no iba en serio, simplemente esto lo único que ha hecho es adelantar lo inevitable. Y míralo así, ahora puedes poner la excusa de su padre para no quedar como el malo de la película… todo es cuestión de perspectiva.

Evidentemente, todo es cuestión de perspectiva. Un barco se hunde, y es una desgracia terrible la pérdida de vidas humanas. Y sin embargo, para los tiburones es como si se hubiese abierto de forma inesperada el buffet del desayuno. Perspectiva.

Vayan a una plaza de toros, un día de fiesta, y disfruten del colorido de los tendidos, del ambiente y el jolgorio, la música, el arte efímero, la épica primitiva, del coraje y de la lírica de la muerte y la belleza. Después, no se olviden de preguntarle al toro si se lo está pasando bien. Perspectiva.

Cojan a un ratón, a uno cualquiera, un ratoncito de ciudad, y traten de convencerle de lo elegantes, simpáticos y graciosos que son todos esos gatos de los vídeos de Youtube.

¿Lo adivinan? Perspectiva.

*

Y a veces las historias acaban así. Disolviéndose lentamente, erosionándose, como rocas golpeadas sin cesar por el agua que quiere abrirse camino. Nuestras vidas son los ríos, decía Manrique, que van a dar a la mar que es morir. A veces somos como castillos de arena a merced del viento, la marea, la lluvia, a orillas de ese mar que llaman eternidad.

Me debía a mí mismo muchos, muchos días de vacaciones. Todos los del mundo, seguramente, porque desde que me hice cargo del negocio apenas había disfrutado de alguna semana salpicada en el calendario. Así que decidí tomarme un tiempo para coger aire, para contemplar mi vida dando algunos pasos para atrás, intentando cambiar mi punto de vista, coger distancia para ver el cuadro completo y con mayor nitidez. Para poder detener mi barca en este descenso alocado, reposar en la orilla y no correr en pos de espumas y de olas.

No siempre se acierta prestando demasiada atención a los detalles.

Mi hermana mayor vive en Barcelona. No me costó mucho convencerla de que me acogiera en su casa durante unos días, así que hice las maletas con lo imprescindible, o más bien con todo lo prescindible pero que me parecía esencial, e hice los preparativos para perderme durante unas semanas, sin preocuparme de nada más que no fuera distraerme, descansar y pensar, sobre todo pensar.

No quería hablar con nadie, ni verme con nadie, antes de irme. Me despedí por teléfono de Miro y de mis padres, y nada más. La soledad es muchas veces el mejor remedio para la melancolía, aunque como todos los enfermos, eso no lo veamos tan claro durante el tratamiento. A última hora de la mañana bajé el equipaje por el ascensor, y cuando cargaba con las maletas por el portal una figura se cruzó en mi camino, obligándome a detenerme.

-¿Te vas? – su pregunta era, en sí misma, una afirmación, una petición, y una disculpa.

Posé la maleta más pesada en el suelo con un ruido sordo, mientras cogía aire y asentía. Laura me miró, e hizo ademán de cogerme el brazo, pero se contuvo a tiempo e interrumpió el gesto a medio camino.

-Me voy a Barcelona, a casa de mi hermana. Necesito tiempo para pensar.– dije, con voz neutra, sin inflexiones.

-Ah… - su mirada huyó, nerviosa, por encima de mi hombro, y más tarde al suelo. Recogí la maleta, y con un bufido me la eché al hombro de nuevo. Parecía que iba a decir algo más, pero las palabras parecieron apagarse en su garganta.

-Adiós, Laura. Seguramente nos veamos pronto. – añadí, con mi media sonrisa impertinente que blandí frente a ella como una espada, con una fingida alegría que estaba lejos de sentir. Laura asintió, y nos miramos a los ojos, durante unos segundos interminables. Había culpa, remordimiento, curiosidad, esperanza, súplica, deseo, centelleando como estrellas fugaces en el océano sin fin de sus pupilas.

Eran los ojos más verdes que he visto en mi vida.

(¿FIN…?)

Si han llegado hasta aquí, con toda sinceridad, GRACIAS. Gracias por los halagos, los mensajes de ánimo, las ideas, las sugerencias y la paciencia que han mostrado.