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BPN. El culo de Lydia, la nica sumisa

en Dominación

¿No les ha pasado nunca que miran atrás y piensan que no apuraron del todo alguna de las copas del placer que nos han servido?

Todo empieza, y todo acaba. Eso es indiscutible. Pero algunas veces, demasiadas veces, las cosas acaban pero no culminan. Cierran en falso, dejándonos insatisfechos, banquetes sin postre. Hay finales que son como un rompecabezas al que le quedan un puñado de piezas por encajar. La foto está ahí, casi completa, pero el puñado de piezas que faltan, sin ser bastantes como para estropear la imagen, empañan la impresión general. Y al igual que un picor testarudo, la ausencia crece y crece en nuestra mente hasta que no vemos nada más que ese hueco, ese error, ese fracaso.

En este bálsamo para la nostalgia, en este remedio para melancólicos, quiero dejar lugar para algunas de esas historias que me dejaron la sensación de no haber tenido un final como debieran. La primera pieza es la de Lydia.

Era una nicaragüense pequeñita y dulce, que daba la impresión de caminar pidiendo perdón por llamar la atención. No era ninguna belleza, aunque es cierto que sus rostro de rasgos indios no carecía de cierta lindura. Ojos rasgados color café, piel aceitunada, nariz pequeñita, ancha y chata entre sus altos pómulos de estirpe maya. Sus labios eran anchos, y su sonrisa espontánea pero que apenas se prodigaba llenaba de alegría, siquiera esporádicamente ,una expresión adusta y serena de princesa triste. Algo tenían, de todos modos, sus formas apenas definidas, sus caderas estrechas, su silueta algo desgarbada, sus pechos erguidos pero pequeños como limones, para provocar en mí una atracción casi mórbida.

Lo primero que me sedujo de ella fue su voz. Hablaba en voz baja, pausada, cantarina, con el ritmo y el acento dulzón y mesmérico del otro lado del Atlántico. No fueron sus fotos en la red social, ni las conversaciones de chat que mantuvimos lo que me hizo querer conocerla. Fue su voz al otro lado del teléfono desde la primera vez que la llamé. El hechizo de su voz que me subyugó como El Dorado.

Compartimos nuestras primeras charlas en persona con cierta prevención. Ella no se creía que las fotos de mi perfil fueran auténticas.

-¿De verdad crees que alguien se pondría está cara en un perfil si no fuera la suya?-  le insistí.

Al final quedamos para tomar un café, y debo decir que de buenas a primeras no me impresionó favorablemente. Era bajita, no más de metro cincuenta, y si bien sus proporciones eran atractivas, apenas tenía cintura y sus caderas eran muy breves, casi rectas. Se vestido liviano trataba de acentuar un escote imposible de llenar con sus pechos pequeños, y sólo un culo respingoncete y de apariencia mullida parecía digno de mención. No era, desde luego, una mujer de fantasías eróticas ni que hiciera volver la cabeza al pasear por la calle.

Tenía veintiséis años y llevaba tres en España. Aunque en Nicaragua había sido maestra, en España trabajaba como asistenta a domicilio para ancianos. Allá en Nueva Segovia (creo recordar que se llamaba así su región) había dejado a dos hijos, niña y niño, y a su madre viuda a los que mandaba todo el dinero posible, tras escapar del padre de las criaturas, que no era un tipo muy ejemplar, por “mujerero y pegón”.

Todo esto me contó paseando por el centro de Zaragoza, del Pilar hasta Independencia, la tarde de verano que nos conocimos. Hablaba en voz tan baja, tan educada, con unos modismos tan desusados aquí en la Península que me desarmaba. Por ejemplo, cada vez que le decía gracias me replicaba “las que le adornan” y sonreía de forma encantadora. Me trató de usted todo el tiempo, hasta que insistí en que no lo hiciera, para pasar a decirme de “vos” ante mi sorpresa, ya que creía que esa forma de expresión era más propia de la Argentina.

Yo no sabía nada, como tampoco sé ahora, de Nicaragua. Tan solo conocía de aquel país su aproximada situación geográfica en Centroamérica, la revolución sandinista y aquella canción de Carlos Mejía Godoy de “son tus perjúmenes mujer los que me sulibeyan”. Se rió tapándose la boca con la mano cuando se lo dije, y cuando le pedí que me contara cosas de su país me respondió “con gusto” y me fue hablando de su pueblo en la montaña, las romerías junto al río, la comida que se parecía a la mexicana, con alguna ocasional sonrisa cuando le preguntaba por algún detalle.

Paseamos y charlamos hasta que se hizo de noche. Como digo, no fue nada físico lo que me cautivó de ella, sino algo más intangible pero igualmente fascinante. Era su aire ligeramente taciturno, su voz llena de añoranza, sus modales exquisitos, su tono dulce y cariñoso, su acento exótico y musical, sus ademanes parsimoniosos, su mirada oceánica que traslucía un frágil desvalimiento.

Me contuve varias veces para no besarla.

Se lo dije al día siguiente, cuando hablamos de nuevo por teléfono. “Quise besarte varias veces”. “¿Y por qué no lo hiciste?”, me preguntó, con un seseo que me pareció el colmo de sensualidad. “No me atreví”. No supe darle una razón, o más bien no quise decirle que tuve miedo a espantarla con mi impertinencia, que se fuera volando asustada como un pajarillo, o que huyese despavorida ante la inoportuna brusquedad de mis gestos. Quedamos para el sábado por la noche, tomar unos tragos y quizá cenar. “Esta vez te advierto que pienso besarte”, le dije, a lo que no respondió al principio, pero tras una pausa escuché su voz bajita apenas audible. “Lo estaré esperando”.

*

Su vestido color crema era un poco más insinuante que el de nuestra primera cita. Se ajustaba más a su talle, y resaltaba las redondeces de su retaguardia, sacando también todo el partido posible a su busto escaso pero apariencia firme. Se había maquillado un poco más, dando volumen a sus labios y profundidad a sus ojillos rasgados. Se ruborizó y bajo la vista cuando alabé su aspecto, y realmente se veía, si no bella o deslumbrante, desde luego sí muy linda y apetecible.

Bebimos. Charlamos. Cenamos. Y como soy fiel a mi palabra siempre que puedo, con delicadeza de orfebre engarcé sus labios con los míos.

Se dejó hacer, algo pasiva, mi boca en la suya y mis manos en sus mejillas. La cubrí de besos prolongados, mimosos, y al final empezó a devolvérmelos, con mucha prudencia, separando apenas los labios y permitiendo a duras penas la intromisión de mi lengua. Nuestras miradas en encontraron, aunque la suya era huidiza y esquiva de animalito asustado, y apartando su media melena de pelo muy negro del rostro volví a besarla con un punto más de decisión, osando incluso a atrapar su carnoso labio inferior con mis dientes, lo cual agitó su respiración e hizo que sus manos me frotaran los costados y la espalda con algo de tímida torpeza.

La noche era cálida, y nuestro paseo acabó como dos adolescentes, en un parque frente a la Basílica del Pilar, en la orilla opuesta del Ebro, medio a escondidas de paseantes, besándonos en silencio compartiendo caricias en el pelo, sonrisas y besos, muchos besos. No nos saciábamos, y Lydia gimió con voz muy queda cuando desde sus labios fui tanteando su cuello, aspirando el aroma especiado de su piel morena. Me apretó fuerte con sus manos en mi cintura, y su estremecimiento me transmitió su aprobación, por lo que mi lengua se volvió más audaz y fue probando el sabor de su piel, del lóbulo de su oreja, de su propia lengua. Así estuvimos por un tiempo que fue a la vez interminable, y muy efímero.

-No se me enturque, pero creo que se me hizo algo tarde… - me dijo, recuperando la compostura, arreglándose el pelo, rehuyendo de nuevo mis ojos. Su voz algo grave, su entonación pausada y la miel de su acento provocaban mi deseo.

-¿Qué no me qué? – No recuerdo muchos de sus modismos, así que no los voy a impostar aquí, porque resultaría ridículo. Pero esa expresión si se me quedó grabada, por lo extraña. Lydia mi miró, algo colorada.

-Que no se enoje… - volvió a tratarme de usted, no sé si para tomarme el pelo, pero yo le di un beso fugaz y le acaricié la mejilla con mi dedo.

-¿Enojarme? ¿Por qué? ¿Quieres que te lleve a casa?

Tardó en asentir, pero lo hizo, y fuimos paseando hasta mi coche. Por el camino me dijo que vivía con dos compatriotas más en un bloque de pisos nuevos, uno de esos polígonos de expansión ciudadana que proliferaron como una plaga en todas las poblaciones españolas, al calor de la bonanza inmobiliaria, y que en ese momento de vacas flacas lucían decadentes, dispersos monumentos megalíticos a la estupidez urbanística. No nos costó mucho llegar a su edificio, gemelo de otro, dos moles solitaria en un campo de solares vacíos, con aceras, farolas, carreteras… pero sin lo más importante, habitantes.

Volvimos a besarnos, en la intimidad de mi coche, y al abrigo de miradas Lydia se mostró un poco más apasionada, más desenvuelta. Sus manos rozaron mi nuca, mi espalda, mientras nuestras bocas se derretían la una en la otra, y pude escuchar unos gemidos contenidos en la garganta de la apocada nica.

No sé ni cómo, acabé aparcando el coche en un descampado, en la semioscuridad, y los dos en el asiento trasero comiéndonos como dos desesperados, yo sentado y ella recostada de costado en mi regazo. La mano que no la sujetaba emprendió una travesía a lo largo de su espina dorsal hasta explorar tentativamente las voluptuosas redondeces donde su espalda cambiaba de nombre. Agarré una nalga, dura al tacto, y apreté para hundir mis dedos en esa masa carnosa, dúctil pero de una firmeza agradable. Lydia me besó más fuerte, y sin decir ni palabra se movió para colocarse boca abajo con el vientre sobre mis muslos, la cabeza escondida en el asiento, con la respiración agitada y actitud expectante.

Confieso que me quedé un poco perplejo.

Dudé por unos segundos, pero finalmente levanté la tela de su vestido sobre su espalda, dejando al descubierto unas bragas de color lila, que se perdían dentro de la raja de sus soberbios cachetes. Sus caderas eran estrechas, sí, pero sus glúteos eran redondos y carnosos, sobresalientes, morenos y con alguna mancha de color más pálido, con alguna estría pero sin rastro de celulitis, casi un culo de adolescente. En cuanto mi mano rozó su piel Lydia se movió un poco, alzando su pelvis, y no pude reprimir darle un sonoro azote.

Lydia lo recibió con un gemido, y su mano agarró mi pierna a la altura del gemelo. Su cuerpo tembló, y frotó su pubis contra mi mismo con mucha suavidad. Un segundo azote recibió idéntica respuesta, así como el tercero, el cuarto, y la docena que planté, cada vez un poco más fuerte, en sus cachas de piel de oliva. Me detuve cuando mi mano ardía, dolorida por un molesto hormigueo, con mi erección firmemente atrapada bajo el cuerpo de Lydia, que respiraba con bocanadas cortas y rápidas, su mano crispada agarrando mi pierna. Con cuidado levanté el elástico de sus bragas, y ella me facilitó la tarea alzando su pelvis, con lo que pude bajar sus ropa interior hasta casi las rodillas. Posé mi dedo índice sobre su cóccix, justo donde acaba la espalda y comenzaba el desfiladero entre sus nalgas, durante tres, cuatro segundos, en los que sentí que la nica contenía el aliento. Con un movimiento lento pero imparable, la yema de mi dedo fue separando las dos colinas morenas, que se unían al momento tras su paso, complaciéndome en el tacto aterciopelado de esa hendidura. Me detuve donde la grieta se hacía más profunda, y lo encaminé hacia abajo, con decisión, mientras Lydia expulsaba el aire por su boca y contraía apenas sus nalgas.

Posé mi dedo en su ano, tanteando su contorno estriado , con algo de vello, y bajé un poco más, percibiendo el abrasador fuego líquido de su coño. Satisfecho, mi dedo abandonó la misión de reconocimiento, entre los suspiros de la nica, que relajó su culo. Contemplando la marca de las gomas de sus bragas como surcos en su piel, acaricié sus cachetes firmes, y estoy seguro de que el azote que siguió a mí caricia le tomó por sorpresa, porque ahogó una exclamación y su mano palmeó a su vez mi pierna, suave, un par de veces.

Otra docena de azotes, como disparos en el silencio de la noche, y otra docena de gemidos y respingos de Lydia. Mi polla amenazaba con abrirle un segundo ombligo, tan dura que dolía, prisionera de mi pantalón. Me detuve, sobando sus nalgas completamente enrojecidas, mimándolas tras haberlas maltratado.

Tan repentino, tan sorpresivo como su primer movimiento fue el siguiente. Lydia se subió las bragas y se incorporó, sentándose sobre sus piernas. Estaba colorada como un tomate, la frente perlada de sudor, y el pelo revuelto. No me miraba a los ojos.

-De veras que se me hizo tarde… - su voz sonaba como forzada, como si estuviese conteniendo las lágrimas. Me pidió que la llevara a casa, y lo hice sin preguntar nada, en silencio. Frente a su casa, antes de irse, me despedí con un beso que ella me devolvió con genuino entusiasmo, para desaparecer rápidamente en la oscuridad de su portal, dejándome confundido.

Confundido y con el rabo más tieso que la pata de un perro envenenado.

*

La llamé varias veces a lo largo de la semana, pero no cogía mis llamadas y los mensajes que me enviaba eran vagas excusas, evasivas. Me fintaba con habilidad de espadachina consumada. Los días fueron pasando y no me la podían quitar de la cabeza, así que decidí echar el todo por el todo y sin encomendarme a nadie me planté en su portal, sentado en mi coche, a esperar pacientemente que apareciera.

Hoy en día seguro que esto es considerado poco menos que acoso, pero su recuerdo me había obsesionado de tal manera que ni medí la consecuencias.

Esperé más de tres horas, allí agazapado como un delincuente, consumiéndose, hasta que uno de los buses urbanos paró en la desierta marquesina, para dejar a dos viajeras, que se apearon con sendas bolsas grandes, mientras charlaban. Fueron caminando bajo la luz del sol, todavía alto y algo sofocante hacia el portal, sin percatarse de mi presencia. Bajé del coche y me acerqué, aplacando mis nervios como pude.

-Hola, Lydia… ¿Te ayudo con eso? – esgrimí mi mejor sonrisa.

Ambas se detuvieron, sorprendidas. Su acompañante le dijo en voz baja, pero un gesto de Lydia la calmó, y sin dejar de mirarme nos dejó solos, subiendo sola al portal. Los ojos de Lydia seguían fijos en el suelo, y cuando habló los hizo en voz baja, tanto que me costó escucharla.

-¿Qué haces aquí?

-No me has cogido el teléfono, no he sabido nada de ti. ¿Qué ha ocurrido?

-Nada… - parecía nerviosa. Yo me acerqué a ella, y alcé su barbilla hasta que nuestras miradas se encontraron. Sus ojos oscuros brillaban, y parecía a punto de deshacerse en lágrimas.

-¿Cómo que nada? Lydia, no sé qué pensar. ¿He hecho algo mal?

-No, no… - se apresuró a aclarar, girando la cabeza y volviendo a bajar la vista, cada vez con la voz más acongojada. – Es solo que… tuve miedo.

-¿Miedo? ¿De qué? ¿De mí? – hice el gesto de abrazarla, pero dio un paso atrás, sujetando la bolsa que llevaba delante de ella, interponiéndola a modo de escudo.

-No, de vos no… - Cada vez hablaba más bajito, pero una vez llegado hasta ahí, no pensaba cejar en el empeño. -Tuve miedo de lo que pensaras… de mí.

 

-¿Y qué tengo que pensar?

Volvió la cabeza a un lado, chasqueando la lengua, con dos lágrimas corriendo por su cara.

-Que soy una fácil, una cualquiera…

-¿Por qué? ¿Por lo que pasó en el coche? – su silencio y sus lágrimas fueron de lo más expresivo. - ¿Ocurrió algo malo, algo que no quisieras?

Titubeó durante un momento, y negó con la cabeza. Me acerqué de nuevo, y ests vez no retrocedió.

-¿Acaso no te gustó? - Sus ojos por fin buscaron los míos, enrojecidos por las lágrimas apenas contenidas, y me miró, con el rubor tiñendo de carmín sus mejillas.

-¿Y a vos? ¿Te gustó?

Dejó caer blandamente su bolsa al suelo y me abrazó cuando la besé.

*

Le gustó mi casa austera, mi refugio espartano, o al menos sonrió y asintió cuando se lo pregunté. Dejó su chaquetita de punto en una silla, doblándola pulcramente, y muy graciosamente declinó una bebida. Nos sentamos en el sofá, intercambiando algunas frases intrascendentes, pero preferí no prolongar más la leve incomodidad de momento y mi nuca fue pasando de las palabras a los hechos.

Sus besos eran cálidos, húmedos, pero conservaba un cierto recato encantador, como si se sintiera culpable por dejarse llevar. Su cuerpo reaccionaba, sin embargo, con sus pezones marcándose visiblemente a través de la fina tela verde de su blusa de verano. Mi boca se acercó a su oreja.

-Desnúdate. – susurré la orden, y mordí con suavidad el lóbulo.

Le costó decidirse. Se levantó, mirando a todos lados con una media sonrisa nerviosa, y se quedó parada frente a mí.

-¿Aquí? – jugaba con sus manos, enredando los dedos, todavía sin mirarme siquiera, sus ojos recorriendo todo el salón.

-Desnúdate. Ahora. – soné quizá algo más autoritario de lo que me gustaría, pero funcionó. Lydia se lo pensó un instante más, y se quitó muy despacio la camiseta, revelando un sostén blanco como de encaje, anticuado, que sujetaba dos pechos pequeños, no mayores que dos pelotas de tenis. Su carne morena se transparentaba a través de la tela. La nica, con la mirada en la pared, un metro por encima de mí, y la boca entreabierta, se echó el pelo para atrás antes de buscar el cierre del sostén y quitárselo, demorándose un poco, dejando la prensa sobre el sofá.

Sus pechos eran pequeños, pero permanecía erguidos, muy separados, con una aureola grande marrón muy oscuro, y dos pezones gruesos y saltones, demasiado grandes en dos senos tan mínimos. Su vientre hacía una barriguita que no ocultaba la cicatriz debajo de su ombligo, como una sonrisa más pálida en una piel bronceada. Se detuvo ahí, mirando ahora al suelo, sin atreverse a dar más pasos, sus dos manos a manos lados de su cuerpo y sus mallas cortas de deporte.

-Adelante - Tuve que animarla a seguir, lo que provocó nuevamente sus dudas. Sus manos se posaron sobre la cintura de las mallas, volvieron a bajarse, volvieron a subir, y finalmente bajaron la tela negra, de una maniobra hasta el suelo, alzando las rodillas, sacándosela por los pies y posándola junto al sostén.

Sus bragas eran feas, de color beige, la antítesis de lo erótico, pero eran ajustadas y vi el bulto de su coño en la tela, además de una mancha más oscura entre sus piernas. Esta vez no hizo falta estímulo, se las bajó inmediatamente.

Era velluda, y su pubis estaba bien surtido de un vello crespo y negrísimo que parecía áspero. Me dediqué a estudiar su cuerpo desnudo, y con aire displicente me desabotoné el pantalón, liberando mi polla, que se alzó con una erección considerable. Lydia alzaba y bajaba la vista, sin que yo pudiera discernir si nerviosa o excitada.

-Chúpamela. – no se movió, así que tuve que repetírselo, trasluciendo un poco de enojo en mi voz. – Lydia, he dicho que me la chupes.

Unos segundos de duda, pero acabó fijando su vista en mi miembro y dando dos pasos para caer de rodillas, entre mis piernas. Lo cogió con manos no sabría decir si inexpertas o todavía renuentes, y comenzó a mover su puño en torno al tronco, arriba y abajo, con movimientos arrítmicos, sin mucho entusiasmo. Me incorporé y la cogí por ambos lados de su rostro, forzándola a mirarme a la cara, lo que provocó que se ruborizara. Le hablé con un tono que no admitía réplica.

 

-He dicho que me la chupes, no que me la menees. – Le aparté el pelo de la cara, peinándoselo por detrás de las orejas, y la solté. Siguió con sus movimientos desmayados, pero al final, cuando ya creí que no lo haría, abrió los labios y se introdujo mi capullo en la boca.

Ahí se detuvo, sin dejar de masturbarme sin mucho arte, la cabeza de mi polla entre sus labios. Le acaricié el pelo, y muy despacio empezó una oscilación de cabeza, sacando y metiendo mi glande de su boca, haciendo una leve presión con su labios. A medida que entraba y salía, no sin cierta torpeza, fue metiéndose más porción de mi rabo, llenándolo de saliva.

No lo hacía mal, en cuanto fue acoplando el ritmo, chupando y pajeándome, sacándose toda la polla de la boca con un chasquido mojado y volviendo a meterla tras respirar un poco, los labios rosados y empapados, la mirada brillante, las mejillas encendidas. Después de un rato, incluso comenzó a mirarme a los ojos a la vez que se introducía el miembro, que hinchaba un poco sus carrillos al entrar. Volví a acariciar su pelo, atrapando su nuca con mi mano derecha, deteniendo el recorrido de su mamada con casi la mitad de la polla en su boca.

Empujé sin brusquedad, pero con fuerza.

Lydia apoyó las palmas de las manos en mis muslos, y cerró los ojos mientras noté como abría las mandíbulas. Su cabeza fue bajando y mi polla introduciéndose en su boca, llenándola por entero, saturándola, desbordándola. Todavía faltaba un buen trozo por desaparecer en su garganta cuando Lydia comenzó a gorgotear, e hizo fuerza contra mi mano para alzar la cabeza. La liberé, y ella se sacó mi polla entre toses y arcadas, un reguero de baba bajándole por la barbilla. Se sentó en el suelo, respirando con fuerza, tosiendo, y limpiándose la boca con las manos.

-Otra vez. – dije, con voz imperiosa. Me miró al punto, sorbiendo la nariz, con los ojos enrojecidos al borde de las lágrimas, y una expresión en el rostro que pedía indulgencia. – Otra vez – repetí, y Lydia recuperó la postura arrodillada para volver a comerme la polla.

Está vez dejé que fuera ella la que, a su propio ritmo, fuese colmando su boca y su garganta. Se agarró a mis piernas, y fue dando cada vez tragos más largos, más profundos, hasta superar el punto en el que se había dado por vencida hacía un momento. Se detuvo allí, conteniendo la respiración, al menos tres dedos de rabo por tratar todavía, y me recordó a una pequeña serpiente tratando de engullir un ratón. Aguantó todo lo que pudo, y se la sacó para dar unas bocanadas de aire, tosiendo todavía.

En cuanto recuperó la respiración, de nuevo engulló mi polla, goteante de su saliva, y haciendo notables esfuerzos, respirando fuerte por la nariz, consiguió tratar un pedazo más, hasta que su naricilla chata casi tocaba mi vello púbico. Me parecía increíble que aquella nica tan educada, tan delicada, tan modosa, tuviese prácticamente mi polla atravesada hasta el esófago. Me excité mucho, y mi mano se posó de nuevo en su nuca. Lydia se agitó un poco, emitiendo un sonido ahogado, pero no hizo nada más que frotar mis muslos con las manos muy despacio, así que moví un poco las caderas y empujé su cabeza hacia abajo, solo un poco más.

Fue demasiado, supongo.

De nuevo gorgoteó, y sus manos me arañaron. Solté mi presa, y mi polla fue surgiendo de la boca de Lydia como si la vomitara, con grandes toses y arcadas más roncas. Se hizo un ovillo, el cuerpo sacudido por los espasmos, mientras dormían ruidosamente por la nariz y escupía intentando mantener la compostura. Yo me levanté y me arrodillé junto a ella, acariciando su espalda mientras le susurraba que lo había hecho muy bien y que estaba orgulloso de ella.

-¿De verdad? – me dijo con la vocecita entrecortada, interrumpida por los carraspeó, alzando su rostro hacia mí y limpiándose la saliva, los logos y las lágrimas con el dorso de la mano, hasta que me quité la camiseta y se la alargué. Se limpió lo mejor que pudo, y cuando retiró la tela de su cara la besé en los labios. -Lo siento… se me rendía la boca… - Le corté con más besos, que ella me devolvió con una pasión que me sorprendió.

Nos puse de pie a los dos, sin dejar de besarnos, y volví a musitar una orden muy cerca de su oído. “De rodillas, en el sofá, de cara a la pared”.

No hizo falta insistir. Se subió al sofá, colocándose de espaldas a mí, erguida, de rodillas en el asiento, las manos en el respaldo, las piernas juntas, sin mirarme. En esa posición sus nalgas morenas destacaban en su cuerpo de figura algo rectilínea. Eran dos mullidos cachetes, con algún granito en los alrededores de la raja, redondos y tersos. Me acerqué y empujé su espalda, inclinándola sobre el respaldo, elevando un poco más su trasero, y haciendo que abriera sus piernas. Separé sus glúteos, palpando su firmeza, y contemplé su ano diminuto, del mismo color de su piel aceitunada, apenas un asterisco casi invisible, rodeado por un bosquecillo ralo de pelitos negros. Los labios de su coño destacaban un poco más abajo, grandes, con una especie de lazo de carne asomando entre ellos. A ambos lados el bosque se esperaba, hasta convertirse en la selva que había podido vislumbrar en su pubis.

 

Estaba empapada. Azoté su nalga derecha, soltándolas y ella gimió hundiendo la cabeza en el cojín del respaldo. La dejé ahí, ofrecida con el culo en pompa, hasta que me coloqué un condón, y volví a colocarme a su grupa, pajeándome un poco para recuperar la máxima dureza de mi polla.

No sé por qué, pero decidí que iba a encularla.

*

Es decir, sí, sí sé por qué. Aparte de porque soy un fanático del anal, porque quería forzar sus límites, comprobar hasta qué punto soportaba la sumisión, hasta dónde estábamos dispuestos a llegar. Y bueno, también porque quería follarme ese culo duro, redondo y suculento.

No hubo reacción cuando tiré de una nalga, apoyando la punta de mi nabo en su pequeño agujerito, y escupí para lubricar mínimamente la entrada. Sólo cuando empujé, mi mano guiando con precisión mi polla hacia su interior, Lydia gimió y se retorció apenas un momento.

-No aprietes. – Le dije, y paseé la punta de arriba abajo por su raja un par de veces, antes de volver a posarla en la entrada de su ano y dar un nuevo empujón. No sé si realmente se relajó, pero mi polla se fue embutiendo en su culo como un berbiquí.

-Ayyy… - se quejó Lydia, en voz baja, cuando mi capullo fue rasgando sus pétalos uno a uno y estirando las arrugas de su esfínter.

-Huuuummmm… - murmuró resoplando, cuando el resto de mi rabo fue demoliendo los muros de su recto y expandiendo el maleable conducto, de tacto sedoso.

-Ayyy… - volvió a quejarse cuando, impulsando con mis caderas y atrayendo su cuerpo hacia el mío por la cintura, mi polla le perforó hasta lo más hondo, quedándose allí, como contemplando el paisaje.

-Ououououou… - gimió con su vocecita dulce y grave, escoltando con su sonido la travesía de regreso de mi polla, que abandonaba su interior para dejar que sus tropas regresasen a su cómo, indolora, posición habitual.

-No… no…no…nooo…- protestō de forma débil y entrecortada cuando mi rabo, como un péndulo, retomó el camino de regreso ensanchando dolorosamente

el túnel de su ano, forzando la puerta sin respetar sus reducidas dimensiones.

Su línea Maginot, su anillo fortificado, sacó bandera blanca sin oposición. La sodomicé durante media hora, en silencio, solo interrumpido por sus ocasionales quejidos y gemidos, el entrechocar de nuestros cuerpos, y un sonido casi imperceptible, como viscoso, de mi polla reventándole el ojete a cuarenta y cinco revoluciones por minuto.

-Mmmmm… - el gañido interminable de Lydia sirvió de ovación a mi orgasmo. La penetré lo más fuerte y dentro que pude, descargando mi leche en contracciones largas y extraordinariamente placenteras. Cuando la saqué, resoplando, se extendió una leve pero muy notoria fetidez, y contemplé con horror unos hilos marrones que escapaban del culo de Lydia, bajando por sus muslos. Mi propia polla, aún erecta, estaba llena de restos sólidos, y bendije en buena hora al inventor de los condones.

Lydia casi echó a correr hacia el baño, encerrándose. Entretanto, cogí papel de cocina y me envolví el miembro, sacándome a duras penas el preservativo y arrojando conjunto a la basura, tras lo cual mojé un trapo y me lavé como pude, con una repugnancia que consiguió empañar en gran parte el placer de la enculada.

Que levante la mano a quien no le haya pasado algo así. Se llama karma.