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BPN. Ana (2). Obsesionado con mi cuñada.

en Amor filial

-Despierta, bello durmiente…

El beso de Irene, furtivo, me sacó de mi sueño y me trajo de nuevo a una realidad desagradable, en la que había cometido una estupidez absurda. No era la primera vez que me pasaba, he de confesarlo, porque soy el jodido rey de las decisiones irreflexivas, cuando no directamente aberrantes. He sido un infiel patológico, un mentiroso compulsivo, un embaucador irredento… pero aquello pasaba de castaño oscuro. Mi cuñada, en casa de mis suegros, prácticamente en los morros de mi familia política.

El tiempo, decía Borges, es un jardín de senderos que se bifurcan. Y así también es la vida, un gigantesco dédalo que nos lleva de aquí para allá, eligiendo siempre en las encrucijadas, con la condena añadida de que nuestras decisiones son inexorables, y además jamás podremos asomarnos al otro sendero y saber si escogimos bien o escogimos mal. Yo mismo, ahora convertido en protagonista de mis propios relatos, podría cambiar cosas, plantear otras hipótesis, novelar y fantasear con otros pasos que me llevaran a paisajes diferentes, a elecciones diferentes. Pero eso sería faltar a la verdad, supongo. Por otro lado, fantasía o realidad, no encontraremos la verdad en el camino, porque la única verdad es el camino.

-¿Cómo estás del estómago? ¿Mejor? – Irene se sentó en la cama. Olía a champú y a fresco, y estaba realmente bonita esa mañana, con su amplio vestido estampado. Su nariz era demasiado grande, su mandíbula algo afilada, sus dientes algo prominentes como para ser considerada una belleza, pero algo en sus almendrados ojos color miel y en su sonrisa, amén de su cuerpo escaso de estatura pero sobrado de argumentos me recordaban continuamente lo afortunado que era, y así me sentí esa mañana.

-Sí… tanto exceso me pasa factura… -me desperecé, y al ir al quitarme la sábana quedó a la vista una erección matutina bastante pasable, que mi novia recibió con una fingida exclamación de asombro y una risilla.

-¡Anda! ¡Esta madruga más que tú! – le echó mano y apretó, mitad caricia mitad sacudida, y yo me reí protegiendo la entrepierna.

-¡Oye! ¿Y esas confianzas?

-Pobrecita… como hace unos días que no le presto atención…. – Irene me miró con expresión traviesa, y yo me echó a reír en voz baja.

-Me tienes abandonado, ya te vale… - hago un puchero, y ella responde soltándome, levantándose para cerrar sin ruido la puerta de la habitación y volver a la cama sonriendo con picardía.

-¿Sabes una cosa? – me comentó en voz baja - Mis padres acaban de irse al pueblo a por compras, y tus “cuñis” están durmiendo…

Enseguida no puede decir nada más porque tiene mi polla en su boca hasta la garganta.

Como ya he dicho, el sexo con Irene era estupendo, pero bastante convencional. Probamos dos veces el anal, pero las dos veces no pasamos de intento porque le dolía muchísimo, así que lo terminamos descartando, limitándome a disfrutar a fondo de su coño y su boca, lo cual estaba mejor que bien. No era una feladora ni muy buena, ni muy constante, ni muy espontánea, aunque sexualmente era entregada y pasional, por lo que cuando se lanzó sobre mí a chupármela, me llevé una relativa (pero grata) sorpresa.

Me la fue chupando muy despacio, abriendo bastante su boquita, como si tuviera miedo de hacerme daño con los dientes. Sus labios gorditos hacían fuerza atenazando mi polla, e iba alternando las chupadas con unas lamidas largas, desde la base, acompañadas de una especie de risa contenida cuando su lengua se deslizaba por el trono hasta acabar en la cabeza, donde jugaba un poquito con el frenillo, para terminar introduciéndosela otra vez en la boca.

-¿Te gusta…? – me miró, interrumpiendo sus lamidas.

-¿Tú qué crees? – respondí, acariciando su pelo rubio cortado a lo garçon.

Ella se rió en voz baja y volvió a chupármela. Cerré por un instante los párpados, y me centré en gozar con las oleadas de sensaciones que llegaban desde mi entrepierna. Para mí decepción, Irene dio fin a la mamada como siempre, demasiado pronto, y yo abrí los ojos para ver cómo se quitaba las bragas y sin desnudarse del todo se colocaba a horcajadas sobre mí, guiando mi polla hasta su coño empapado y enfundándosela de un solo movimiento de caderas hasta los mismísimos huevos.

-Joder qué ganas tenía… - ahora era ella la que tenía los ojos cerrados, las dos manos sobre mí estómago, y mi rabo hasta el fondo del útero. Se quedó quieta, mientras yo notaba perfectamente los latidos de su corazón a través de las paredes de su coñito, y cuando se la fue sacando con parsimonia no pudo evitar morderse el labio inferior y emitir un largo gemido, que apenas trató de disimular. Se dejó resbalar de nuevo insertándose ella solita, hasta sentarse otra vez en mis muslos, y abrió los ojos, mirándome fijamente, y hablando en voz un poquito más alta de lo recomendable, si de lo que se trataba era de ser discretos -Me llenas entera

No tengo una polla descomunal, la verdad, pero Irene era pequeñita, y alguna vez incluso se había quejado de que le llegaba “demasiado adentro”. Los hombres, tontos de nosotros, somos terriblemente fatuos, y a mí, como a cualquiera, que nos hagan sentir como monumentos de Príapo nos pone a mil por hora.

-Y a ti te encanta… - la cogí por la cintura, frotando sus muslos y sus caderas por debajo del vestido, dirigiendo de alguna forma el ritmo del polvo. Irene respondió moviéndose algo más rápido arriba y abajo, y yo empujaba un poco hacia arriba, profundizando la penetración.

-Claro que si .. pero dale suavecito… - Irene marcaba los límites con una fuerte aspiración de aire, cada vez que notaba mi capullo internarse demasiado hondo, apretando las manos sobre mí vientre y obligándome a meter el culo en el colchón y sacarla un poco. Así forcejeamos, yo queriendo socavar los cimientos mismos de su coño y ella poniéndome trabas sin mucha convicción, por espacio de diez minutos, hasta que en un arrebato me la saqué de encima e, incorporándome, la coloqué a cuatro patas.

-Vicioso… - me dijo ella, mirándome, sofocada, escarlata de rubor y resollando. Yo levanté su vestido, arrugándolo sobre su espalda, y apreté con ambas manos sus nalgas turgentes, redondas y respingonas. Irene tenía un culo para mi gusto soberbio, con la forma de un melocotón, aunque ella siempre se quejaba de que era demasiado grande y lo disimulaba cuanto podía con la ropa.

Mi polla se perdió en su coño, encharcado y suculento, entrando como una locomotora en un túnel, a toda velocidad, en esa sonrisa vertical de labios regordetes. Irene cerró los puños, arrugando las sábanas, y profirió un gritito que solo nos pudo parecer mínimamente moderado a nosotros, que ya ni sentíamos ni padecíamos.

Fóllame… fóllame! – Irene apenas mantenía la compostura, el cuerpo temblando de excitación, y yo soy de los que no hace falta insistir mucho, así hice lo que me pidió. Follármela. A tumba abierta. A calzón quitado. A cara de perro. -¡Más… más… mááás…! – Irene me miró de nuevo, la cara desencajada, la boca abierta, y yo opté por cerrar los ojos, cogerla bien fuerte por las caderas, y empezar a empentar como un búfalo, entre los quejidos, los gemidos y los casi sollozos de placer de mi novia.

Tengo que admitir que la imagen de Ana así colocada, a cuatro patas, con el coño y el culo en bandeja invadió mi mente en cuanto había cerrado los ojos.

Lejos de desasosegarme, esa jugarreta de mi imaginación me había sacado aún más de mis casillas, endureciendo mi polla hasta hacerme daño, y comencé a follarme ese coño con rabia, ensañándome, como si más que empellones estuviese dándole puñaladas, estocadas, descabellos. Me imaginé que el coño que me estaba serruchando era el de Ana. Que las nalgas que apretaba y azotaba y amasaba eran las de Ana. Que los gritos de placer, que los “dame más”, los “cómo me gusta”, los insultos y las guarradas que escuchaba medio en susurros eran los de Ana. No sé cuánto duró aquello, pero mi polla entraba y salía del interior de Irene como un martillo pilón a tope de revoluciones. Antes de darme cuenta mi novia se sacudíó y retorció, crispándose entera, dando una especie de alarido, sin importarle ya llamar la atención o no.

¡Oh Dios… me corro… me corrooo..!!! – profirió Irene intentando bajar la voz, lográndolo apenas, su coño cerrándose en torno a mi polla como un resorte, y terminó mordiendo las sábanas para intentar apagar sus agudos gemidos, dándome permiso tácito para mi propio orgasmo, que fue abundante, espeso, liberador como si hubiese purgado un veneno.

Cuando salimos de la ducha y fuimos a desayunar, Pablo y Ana estaban en la cocina. Mi cuñado dejó la tostada al vernos entrar, y me miró con una sonrisa socarrona.

-No sé si darte una hostia por lo que le haces a mi hermana, o felicitarte… -nos reímos, él abiertamente, e Irene y yo bastante abochornados. Las burlas continuaron, ante las protestas de mi novia, mientras dábamos buena cuenta del desayuno.

-Vaya escandalosa que eres, hermanita… creo que ha saltado hasta la alarma del coche…

-¡Calla, idiota…! – Irene escondió la cara entre sus manos, avergonzada, fingiendo solo a medias.

- Y tú… - me dijo, con una sonrisa sardónica – mira a ver cómo te portas, no le des tanta caña que la vas a romper … - me reì un poco nerviosamente.

Vale ya! – Irene dio un manotazo a su hermano, que se rió con ganas, y empezaron una pelea amistosa de cosquillas, pullas y pellizcos.

Miré a Ana, y nuestros ojos se encontraron, durante varios segundos. Estaba tan roja que su cara emitía calor.

*

Hicimos una comida ligera y las dos parejas acordamos ir a recorrer la comarca, que Ana no conocía, y hacer un poco de turismo convencional, aprovechando para pasear y hacer hambre para la cena, que a juzgar por las bolsas que trajeron mis suegros, se antojaba gargantuesca otra vez.

El castillo de Loarre fue una de las localizaciones de la película “El reino de los cielos”, y aunque ya era conocido antes (es uno de los castillos románicos más grandes y mejor conservados) se había transformado en una atracción de primer orden, así que la elección fue obvia y nos dirigimos hacia allí, media hora en el coche de Pablo. Tuvimos una charla animada, y hasta Ana parecía haber olvidado en parte el incidente del baño, y mantuvo una cortesía afable y algo más dicharachera.

Debo decir que es un castillo impresionante, con una gran muralla y parapetos a lo largo de una ladera, y la ciudadela, con iglesia incluida, encaramada en una especie de peña. Había bastante gente, y nos unimos a nuestro grupo con el guía, que nos explicó curiosidades y características del recinto.

Mi cuñada llevaba unas mallas negras de deporte, que le llegaban hasta la rodilla, y una camiseta bastante larga de color mostaza que intentaba tapar su retaguardia, que enfundada en la lycra parecía más redonda y voluptuosa que nunca. En cuanto se bajó del coche, mis ojos se fueron hacia ella sin poder evitarlo, y durante gran parte de la visita mi mirada, y probablemente la de varios hombres más, se detenía en sus posaderas, recreándose en su apetitoso aspecto.

En un momento de la visita, entramos en una especie de capilla o cripta, oscura y algo claustrofóbica, y el guía empezó a darnos detalles de su construcción, colocándonos todos en un gran círculo siguiendo la curva de los muros. Nosotros cuatro nos quedamos atrás del todo, pegados a la pared, y el azar (¿el azar?) quiso que yo me situara junto a Ana, mientras tenía cogida de la mano a Irene. Todos mirábamos hacia el techo, las paredes, las ventanas, a medida que nos iban dando las explicaciones.

No sé cómo ocurrió, pero mi mano izquierda, como si tuviese vida propia, se acercó a la pierna de mi cuñada y con suavidad comencé a acariciar la parte posterior del muslo de Ana.

Se agitó un poco, sorprendida, como si le hubiese dado un escalofrío, y yo retiré la mano rápidamente. Pablo se volvió hacia ella.

-¿Qué te pasa? – dijo, en un susurro.

-Nada… es que aquí dentro se nota la humedad y el frío… - Ana posó la mano sobre el brazo de su novio, pero no hizo ademán de apartarse. Simplemente se agarró a Pablo, y siguió mirando las esculturas que el guía iba describiendo.

Envalentonado, mi mano regresó a su muslo, a unos centímetros de su nalga derecha, y se frotó suavemente arriba y abajo, unos segundos, hasta que sin previo aviso se fue aventurando montaña arriba hacia territorio más comprometido. Apreté y aflojé la parte de abajo de su culo, donde ambos cachetes se juntaban y protegían sus tesoros, y comprobé su tacto maleable y el calor que desprendía, incluso a través de la tela. Ana no dijo nada, pero noté un cambio en su respiración y cómo cambió su peso de una pierna a otra, contrayendo un poquito esas grandes nalgas. No sé cuánto tiempo estuve jugueteando en ese triángulo, masajeando la base de su culazo, con mi dedo corazón cosquilleando el contorno de la raja entre sus glúteos, pero me antojó brevísimo. Cuando el guía comentó de pasar a otra zona del castillo, Ana se apartó súbitamente, dejándome con la polla endureciéndose en mis pantalones cortos y mi mano añorando casi dolorosamente su tacto.

Lo repetí todas las veces que puede. En cuanto el guía nos juntaba en alguna estancia, yo me colocaba pegado a su cuerpo, me aseguraba de que fuese imposible que nos viese nadie, y posaba mi mano en la base de su espalda, o en uno de los cachetes de su culo, o directamente deslizaba un dedo por toda la hendidura de su trasero, perfectamente perfilada por sus ajustadísimas mallas.

Al final, Ana cogió mi brazo con disimulo y apartó mi mano, así que detuve mis magreos.

La visita duró algo más de una hora, y al terminar nos detuvimos en una especie de pabellón de madera y cristal, a tiro de piedra del castillo, donde se encontraban los baños, la tienda de recuerdos y una cafetería.

-¡Qué calor! ¿Una cerveza? -Dijo Irene, y todos estuvimos de acuerdo. Nos sentamos en una mesa, milagrosamente libre, y comentamos la visita mientras reponíamos algo de líquido. Ana se levantó, señalando la tienda de recuerdos.

-Voy a comprarle algo a mis padres y mi hermana. – dijo. Yo me levanté también.

-Te acompaño, que quiero comprar yo también algo.

Los dos mellizos se quedaron charlando, haciendo planes para seguir la excursión, mientras Ana y yo nos dirigimos al laberinto de estanterías llenas de imanes de nevera, llaveros, platos, figuritas, peluches, postales y demás baratijas para turistas con la silueta del castillo.

-No sé qué crees que estás haciendo, pero por favor para ya. -Ana me dijo, sin mirarme, en cuanto estuvimos lejos y ocultos a la vista de nuestras parejas.

-¿Qué pare qué? - me hice el tonto, estudiando los imanes de nevera como si fueran joyas.

-He dicho que pares, C***. No quiero tener que montar una escena.

La miré de reojo, muy serio.

-¿De verdad quieres que pare?

Ana se puso muy roja.

-Te lo repito. No quiero tener que montarte una escena. – Cogió un peluche, un par de imanes y una figurita de barro pintada con la forma del castillo y se fue a pagar, dándome la espalda.

Alfil a reina cinco.

*

Llegamos a casa a media tarde, cansados pero satisfechos, porque habíamos ido a visitar un monasterio y recorrido una corta ruta hasta llegar a una ermita que tenía unas vistas sencillamente espectaculares. Mis suegros estaban pasando la tarde en Huesca, y nosotros nos metimos a la piscina así nada más llegar, para quitarnos el calor polvoriento que se nos había pegado al cuerpo. No teníamos energía ni para chapotear, simplemente nos estiramos apoyados contra el borde de la piscina, sumergidos hasta el pecho, dejando pasar el rato mirando hacia el cielo y charlando sobre los planes de mañana.

-Pablo... tendría que ir a la farmacia... No me quedan ampollas. – Ana interrumpió el momento de relax, y todos escuchamos el chasquido de lengua de Pablo, fastidiado.

Joder es verdad….! – pero ni se movió del sitio. Ana se acercó a él, sumergida hasta el cuello, sonriendo.

-Pabloooo… - su tono era dulce y denso como la miel – Porfaaaa… ¿No me harás ir andando? – La farmacia estaba en el centro del pueblo, a un cuarto de hora de paseo, pero tras las caminatas de hoy y el calor, daba una pereza terrible.

-Ayyy…. – Pablo se lamentó. – Vaya faena…

-Si quieres ya te llevo yo. – dije, despreocupadamente. Pablo me miró, esperanzado.

-¿Lo dices en serio? ¿No te importa? 

Me encogí de hombros.

-De paso compro unos helados y una botella de Baileys, que ayer se acabó.

Irene aplaudió como niña.

-¡Buena idea C***! ¡Helados!

Ana no dijo nada. Se limitó a mirarme, solo la parte superior de la cara por encima del agua, y yo sonreí de forma educada e inocente.

-¿Nos cambiamos y vamos, Ana?

Dudó unos momentos, pero finalmente se alzó, sin decir nada, y vadeó el agua hasta el borde de la piscina.

-Gracias, C*** - dijo, mientras se envolvía en la toalla. Irene se me acercó y me dio un beso, recordándome cuales era sus helados favoritos.

No tardamos mucho en cambiarnos y montarnos en el coche. Ana no me miraba, sino que tenía la vista perdida en el paisaje más allá de la ventanilla. Una vez perdimos de vista la finca, resolví romper el hielo.

-De nada, ¿eh?

Se volvió y me miró con una expresión que no sabría identificar. Estaba sería, pero no parecía enfadada. Sus ojos castaños me estudiaron mientras conducía, y tardó bastante en responder. Cuando lo hizo, habló de forma suave, serena, sin asomo de hostilidad pero tampoco de nada más.

-Ya te he dado las gracias antes.

Conduje hasta la farmacia, y aparqué justo al lado. Esperé fuera a que Ana comprase lo que necesitaba, y cuando salió fuimos juntos hasta el pequeño supermercado dos calles más arriba. Era un local mediano, de pueblo, pero no estaba mal surtido. No había mucha gente, y fuimos hacia la cámara de congelados con la intención de coger los helados.

Ana se paró antes, en la estantería de droguería, mirando botes de champú. Me detuve junto a ella, y esperé con paciencia a que cogiera lo que necesitaba. ¿Por qué las mujeres usan tantos productos para el pelo? Yo me lavo la cabeza y el cuerpo con el mismo producto.

No pude evitar mirarla, de espaldas a mí, cogiendo y dejando botellas. Se había puesto un vaporoso vestido de flores, con goma debajo del pecho, disimulaba sus formas de Venus prehistórica. Pero yo sabía lo que se escondía debajo de esa tela. Miré a ambos lados, comprobé que no había nadie, y silencioso como un gato me pegué a su espalda, cogiéndola con mucha delicadeza por la cintura.

Se crispó y se quedó muy quieta, respirando profundamente. Mi cara se pegó a su nuca, y aspiré el olor de su pelo, perfectamente fragante a pesar del aroma a cloro de la piscina. Mi polla se encastró entre sus nalgas, notando el mullido tacto de su trasero, como dos cojines calientes y exquisitos. Acunado en esos dos globos de carne, mi miembro comenzó a crecer, endureciéndose e hinchándose hasta ponerse como un misil balístico. Mi mano derecha se deslizó de su cintura hasta su entrepierna, dirigiéndose con precisión quirúrgica hacia su coño, que acarició por encima de la tela. Ante esa acometida, Ana se contrajo y echó para atrás sus caderas, como queriendo huir, pero eso hizo que apretará más su culo contra mi polla, y la falta de espacio impidió que evitara el contacto de mi mano, que continuó acariciando, más fuerte, más abajo, más dentro entre sus piernas, notando un calor de alto horno.

Me dio un codazo en las costillas, con cierta brusquedad, y perdiendo el aliento la solté, dando dos pasos para atrás hasta chocar contra la estantería de productos de afeitado. Ana se giró, alisando y estirando el vestido, ruborizada hasta la raíz del cabello, los ojos brillantes y los labios húmedos.

-¿Pero tú de qué vas? – me dijo, entre cortos jadeos. - ¿Te has vuelto loco o qué?

Me froté el costado, frunciendo el ceño.

-No lo puedo evitar Ana. Mira cómo me pones… - le dije, señalando a mi paquete, que parecía a punto de reventar las costuras de mis pantalones cortos.

-Eres un cerdo. – sus ojos no bajaron hacia mi erección, que de todos modos no hacía falta que comprobase porque seguro que la llevaba tatuada en el culo. – Te lo advierto por última vez. Una sobrada más cómo esta y se lo digo a Pablo.

Asentí, y alcé las manos en señal de rendición. Compramos el licor, los helados, y volvimos a casa de mis suegros en silencio.

Jaque.

*

La cena fue, como esperábamos, un festín, que culminamos en un ataque de laminería con dulces y licores. Se rellenaron así incluso esos huecos que van quedando tras un banquete copioso, esos vacíos que uno reserva para postres y golosinas, y la digestión se antojaba pesada. Pablo y Ana habían quedado con los amigos de Pablo, e iban a salir de a tomar algo a Huesca. Aunque nos invitaron, Irene y yo dijimos que no, porque había sido un día largo, y teníamos que admitir que estábamos demasiado a gusto como para salir, así que nos quedamos en el patio, de charla, hasta que nos fue pudiendo el sueño. Y nos retiramos.

Era muy tarde, o muy temprano, según se mire, cuando me despertaron unos pasos que querían ser silenciosos, unas risillas sofocadas a duras penas, susurros y ruidos seguidos por un “chissst” y algunas risas más. Llegaban los fiesteros.

Me quedé un poco desvelado, y me levanté a beber un trago de agua y posiblemente a chupar otro antiácido. No pude sino advertir que la puerta del cuarto de mis cuñados estaba algo entreabierta, y de ella provenían unos cuchicheos y bisbiseos. Llevado por la curiosidad, acerqué con mucho cuidado y pegué la oreja a la rendija, intentando escuchar. Ambos sonaban bastante ebrios, y lo pastoso y errático de su vocalización solo me permitieron captar fragmentos, frases, algunas más nítidas y otras apenas de refilón.

-… que nooo… ¡duerme! – era la voz de mi cuñada, susurrada pero reconocible.

-… me dejes así… llevas toda la noche... muy burro… - me costaba más entender la voz grave de mi cuñado.

-… tus padres y tu hermana… da vergüenza… te he dicho que no…

-… durmiendo… venga…

Escuché algunos forcejeos, alguna risa contenida, y luego el ruido del colchón, protestando al redistribuirse el peso. No lo pude evitar, y aunque sabía que estaba corriendo muchos riesgos, me asomé.

Pablo estaba tumbado cuan largo era, y mi cuñada le estaba comiendo la polla.

Ana estaba de rodillas entre las piernas de mi cuñado, sujetando un miembro de buen tamaño mientras lo iba chupando con energía, con la melena cayéndose sobre del rostro. Intentaba no hacer ruido, pero se podía escuchar un apagado sonido de succión, junto con los trabajosos jadeos de Pablo. Al ver el espectáculo, mi polla se endureció gradualmente, observando las formas generosas de Ana bajo la tenue luz clara que entraba por la ventana abierta. Su piel blanca casi se diría que brillaba, y su gran culo resaltaba como dos cumbres nevadas al final de su espalda, doblada sobre el miembro de mi cuñado.

Entonces me vio.

No sé hice algún ruido, algún movimiento, pero el caso es sin dejar de mamar la polla de Pablo, los ojos de Ana se levantaron hacia la puerta, y me descubrió. Creo que perdí uno o dos latidos de corazón, y cuando parecía seguro que se iba a montar la marimorena, mi cuñada me dejó helado al limitarse a apartar el pelo de la cara, y seguir chupándole la polla a su novio mirándome directamente a los ojos.

Bueno, lo de helado era más bien un decir. Creo haber dicho ya que Ana era guapa, muy guapa, y aunque no tenía un cuerpo de supermodelo la escena me estaba resultando perturbadoramente erótica. Mi cuñada comía una buena polla, sus ojos clavados en los míos, y no pude evitar tocarme. Ana se sacó la polla y empezó a lamerla, y Pablo se tapó la cabeza con la almohada para ahogar sus gemidos. Yo aproveché para abrir un poco más la puerta, apenas unos centímetros, y me saqué la polla del pantaloncito de tela fina, dura como una piedra, mirando a Ana. Ella siguió lamiendo, mirándome de arriba abajo, regodeándose en mi nabo y engullendo el de Pablo como si se lo fueran a quitar.

Mi cuñado tensó las piernas, alzó un poco la espalda, y gimió mordiendo la almohada, corriéndose mientras Ana le pajeaba con energía, sin dejar de mirarme mientras yo me masturbaba a mi vez. Cuando el cuerpo de Pablo se desplomó desarbolado sobre la cama, Ana se incorporó sobre sus rodillas, dejándome ver sus pechos, su sexy tripita, sus caderas anchas su carita colorada. Se limpió la saliva de su barbilla con el dorso de la mano, y saltó de la cama algo torpemente, con un bamboleo delicioso de sus tetas y su culazo.

Volví a mi habitación con la polla capaz de hacer saltar los remaches de un submarino.

Gambito de reina.

*

Estaba bien entrado ya el mediodía, e Irene y yo llevábamos un buen rato refrescándonos en la piscina, cuando Pablo se levantó con cara de necesitar muchos analgésicos y una buena dosis de sueño. Abrió la boca hasta casi desencajarse la mandíbula, y se acercó al borde de la piscina vestido tan solo con un pantalón de pijama que había pasado sus mejores años. O décadas.

-… nnnos días… - saludó, algo afónico.

-Buenos días juerguista… ¿A qué hora llegasteis ayer? – Irene medio anduvo medio nadó hacia él, sonriendo.

-… las cuatro, las cinco… - Pablo se encogió de hombros, probando el agua con una mano y lavándose la cara, bufando y resoplando como un buey. - ¿Papá y mamá?

-En casa de la tía… - con ganas de juegos, mi novia salpicó a Pablo, que protestó dando gritos y juramentos, escapando hacia la casa, apareciendo un minuto después en bañador saltando dentro del agua y persiguiendo a Irene haciéndole un par de aguadillas.

Demasiada energía para mí, que había pasado una noche regular, porque había tardado un buen rato en poder dormirme. No solo por la erección casi dolorosa que parecía iba a durar para siempre, sino porque era incapaz de quitarme la escena que había presenciado de mi cabeza.

-Voy a por una cerveza. ¿Queréis algo? – interrumpí a los mellizos, saliendo del agua. Ambos negaron al unísono, y continuaron con sus pullitas y discusiones, que se convirtieron en confidencias y exclamaciones al tiempo que yo entraba en la cocina, en busca de la cerveza.

Ana desayunaba un café y un par de bollos, en silencio, sentada a la mesa con aire distraído, que se convirtió en turbación en cuanto me vio entrar, bajando la vista a su café como si removerlo se hubiese convertido en la actividad más fascinante del mundo. Yo cogí una cerveza, la abrí y me apoyé en la encimera, bebiendo y mirando a Ana de una forma que yo mismo consideré impertinente.

-Buenos días… - dije, cuando el silencio me pareció haberse cuajado lo suficiente.

-Hola – respondió, sin alzar la vista y calculando el efecto Coriolis de su café.

-¿A qué vino lo de anoche?

-A nada. No vino a nada. Estaba borracha. Además… ¿Qué fue lo de anoche? – ahora sí me miró, queriendo componer una estampa digna e intimidante, pero le temblaba un poco la barbilla y el ruido de la cucharilla en la taza era irregular, nervioso.

-No lo sé. Esperaba que tú me lo aclarases. – Miré por la ventana. Los mellizos seguían charlando, apoyados en el borde de la piscina, de espaldas a nosotros.

-¿Yo necesito aclararlo? – Ana bufó con fastidio, y bebió un trago de café, torciendo el gesto ante su sabor seguro que algo amargo - ¿Qué hacías espiando, C***?

No supe qué contestar, así que bebí otro buche de cerveza, sin separar la vista. Ella siguió hablando.

-Desde luego… lo tienes todo. Infiel, acosador, sobón y mirón… qué joyita se lleva Irene contigo, chaval… - Ana se levantó, y fue a dejar la taza en el fregadero. Miró hacia mí, con una mirada venenosa. – Porque me estabas mirando a mí, ¿no? A ver si encima estabas mirando a Pablo, porque resulta encima de pervertido eres de la otra acera…

Había escuchado bastante. Dejando la cerveza en la encimera di tres pasos hacia ella y la empotré contra el fregadero, aplastando su culazo contra el mármol y sus tetas contra mi pecho, aprisionándola con mi cuerpo. Acerqué mi cara a la suya hasta estar casi tan pegados que parecía un beso. Percibí algo de miedo en su mirada, y se encogió ante mi ímpetu. Pero también me pareció ver algo más, aunque estaba ofuscado por la ira. La miré directamente a sus ojos castaños, y hablé en voz baja.

-¿Qué pasa? ¿Me estás provocando, gordita? -disparé directamente a su autoestima, y ahora me arrepiento de mi bajeza. Sabía, porque Irene me lo había dicho, que estaba algo acomplejada con su peso, y ese calificativo, que podría ser incluso cariñoso en otro contexto, sonaba como el insulto de un matón de recreo. Sí, a veces puedo ser muy mezquino.

Ana me miró y entrecerró los ojos, perdido ya el miedo, y me empujó para alejarme de ella, sin conseguirlo apenas.

-Chulo de mierda… Suéltame o grito, gilipollas… - no bromeaba, lo supe por su mirada repentinamente rebosante de inquina. Me quité, dando dos pasos, y cuando comprobé que bajó la guardia, la cogí de la nuca y le metí la lengua hasta la garganta.

Intentó resistirse, balbuceando y forcejeando, pero al final dejó caer los brazos y se dejó hacer. La besé buscando su lengua, y comprobé con regocijo que ella buscaba la mía también. Me separé, mirando sus ojos su boca entreabierta y húmeda, y vi como se mordía suavemente el labio inferior, respirando pesadamente. Volví a mirar a la piscina, comprobando que Pablo e Irene seguían juntos allí. Retrocedí, dejándola apoyada contra el fregadero, y cogí la cerveza para dar otro largo trago, mientras los dos nos estudiábamos en silencio.

Ana! ¡Ana! – el repentino estruendo de la voz de Pablo nos alteró, y mi cuñada reaccionó primero. Se giró, y abrió la ventana para responder.

-Dime

Yo me acerqué, agachado, y estudié mi objetivo. El trasero de Ana se marcaba de forma obscena, al inclinarse ella y estirarse para asomar por la ventana, así que era mi vìctima lógica. Enfundado en unos flojos pantalones de chándal, en otro cuerpo podrían haber sido hasta antieróticos, pero las anchas caderas y prominentes nalgas de Ana lo llenaban de una forma sugerente y morbosa.

-Dice mi hermana de ir a Aínsa… ¿Qué opinas? – Pablo preguntó, sin moverse de la piscina, los codos apoyados sobre el borde más cercano a la casa.

Iba a contestar, pero en ese momento le bajé los pantalones de un tirón, y estoy seguro de que ella puso cara rara, porque Pablo se inquietó.

-¿No te gusta la idea? – Pablo se incorporó un poco, y su hermana se le unió con su cara risueña.

-Anímate tía… es muy bonito y podemos cenar por allí…

Tengo que romper una lanza en favor de la compostura de mi cuñada. Asomada a la ventana, los pantalones a medio muslo, mis manos magreando a placer mis cachetes, y aún así pudo actuar con naturalidad.

-Vale… -fue capaz de decir, mientras meneaba el culo como si así fuese a sacudirse mis manos que no se saciaban de esa carne suave como terciopelo, abundante, que cedía a mi tacto para recuperar la forma enseguida. Estuve tentado de apartar el tanga que me vedaba el acceso a su orificios, pero era demasiado arriesgado – Pero espero que no sea una paliza de coche…

Contuvo el aliento, de nuevo, cuando mis dientes se clavaron en su culo como si quisieran arrancarle un bocado, y dio un pequeño respingo que notaron desde la piscina.

-¿Estás bien?

Me separé, dando dos últimos besos en su nalga, y comprobé la marca roja de mis dientes en su piel, como si fuera un sello, una firma.

-El café, que no me ha sentado muy bien. Creo que voy a ir al baño.

-Sí, el café… - Pablo se rió, burlón. – A ver si van a ser más bien los cubatas de ron…

-También puede ser, sí. Ahora os veo… - cerró la ventana, se apartó y se subió los pantalones, mirándome con cara de odio. - ¿Pero es que estás loco, cabrón?

Yo me había levantando, escamoteado de la vista de los mellizos, y le sonreí de medio lado, apurando mi cerveza.

-Lárgate de aquí. No sé por qué no...- se interrumpió, y finalmente se marchó hacia el baño. Me demoré en disfrutar del hipnótico movimiento de sus caderas, y recomponiendo el estropicio que la escena había provocado en mi entrepierna, disimulé como pude la erección y finalmente salí fuera, bizqueando por el sol. Cogí una gran bocanads aire, y lo expulsé lentamente.

Mate.

(Continuará)

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