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BPN. Ana, mi cuñada (4). Ójala se cumplan tus dese

en Amor filial

Como siempre, gracias por leerme. 

Un buen amigo suele emplear una maldición muy curiosa. Cuando quiere que las cosas le vayan mal a alguien, que sea infeliz, siempre le dice “ojalá consigas todo lo que deseas”.

No pude sino preguntarle, la primera ocasión que le escuché decirlo, pensando que era una ocurrencia, un sarcasmo. Pero no, él me lo explicó muy serio. No hay peor desgracia que convertir en realidad nuestros deseos. Porque el deseo convierte lo deseado en algo perfecto, inmaculado, trascendente, mientras permanece ausente e inalcanzable. Nuestros sueños son siempre sueños felices, ingenuos, sí, pero felices. Pero la realidad, tozuda, injusta, todo lo trastoca, y aquello que en nuestro anhelo era brillante, casi divino, al tenerlo en nuestras manos la cotidianidad, la rutina, lo vuelve pedestre, terrenal, mundano, dolorosamente humano.

Aquello que deseamos, al obtenerlo, lo descubrimos siempre peor que el deseo mismo.

Por eso nunca nos saciamos. Por eso siempre, tras llegar a una cumbre que creíamos definitiva, corremos en pos de la siguiente. Porque hasta la hoguera más brillante al poco rato son cenizas. Como locos fascinados por el reflejo de la luna en el agua, al alargar la mano para cogerlo solo obtenemos frío, humedad y nostalgia. Porque, en pocas palabras, lo hermoso no es tener, es desear.

Lo comprobé en mis propias carnes durante el viaje de regreso de Huesca, la víspera del cumpleaños de mi novia y Pablo, su mellizo. Llevaba una semana deseando con todas mis fuerzas poseer a mi cuñada Ana, su cuerpo y su nombre emponzoñando cada hora del día, y al fin lo había logrado.

Debería estar feliz, ¿no?

Su piel, su sexo, su esencia misma, me habían sabido en la boca dulces como la miel, como el azúcar de caña. Pero ahora el poso acerbo de la hiel me estaba corroyendo el estómago. El viaje de regreso a la finca de mis suegros fue un dolor que no recomiendo a nadie. No, no hubo ninguna escena, ningún grito, ninguna discusión. Hubo algo mucho peor. El silencio. Un silencio pesado, apelmazado, pegajoso. Ana y yo nos duchamos y nos vestimos en silencio. En silencio nos aseguramos de que nada podía llevar a la sospecha por parte de nuestra respectiva pareja. En silencio viajamos los treinta o cuarenta minutos hasta el pueblo de mis suegros. Y en silencio detuve el coche en la puerta.

-No le has comprado nada a Irene, al final...- dije al aparcar frente a la puerta de la finca, con mi voz sonando destemplada en el ambiente gélido del coche. Ana ni me miró, sencillamente profirió una especie de carcajada desdeñosa, y bisbiseó una respuesta entre dientes.

-Definitivamente, eres gilipollas.

Bajó del coche, y cogió las bolsas de los regalos del maletero, componiendo una sonrisa cuando Pablo salió a recibirla y la abrazó. Yo les miré, sentado todavía en el asiento, desconcertado, triste, y por un momento tuve ganas de arrancar y marcharme a mi casa, para no ver a nadie, para no escuchar a nadie, para no saber nada de nadie en cien años.

No, claro que no lo hice.

Irene salió poco después que su hermano, y me obligué a sonreír y responder a sus bromas y besos, protegiendo con graciosa solemnidad la bolsa de su regalo detrás de mi cuerpo, abortando su curiosidad. Le dejé mis llaves discretamente a mi suegro, para que fueran ellos quienes descargasen las cosas de la fiesta mientras nosotros distraíamos a los mellizos, y fui a cambiarme. Quería sumergirme en la piscina, beber un par de cervezas y sacarme de la cabeza a mi cuñada, que amenazaba con quedarse allí atormentándome para siempre.

Era más joven, pero para entonces ya debería haber sabido que en esta vida casi nunca las cosas duran para siempre.

*

Era mi tercera cerveza, repantigado en la tumbona. Empezaba a atardecer, e Irene tomaba el sol a mi lado, parloteando, y yo le contestaba un poco mecánicamente, sumido en mis propios pensamientos. Pablo y Ana se habían marchado hacía un rato, para tomar algo y cenar con un viejo amigo de verano de Pablo, que había llegado de forma casi intempestiva, y aunque Pablo había insistido en que fuéramos con ellos, algo en la expresión de mi cuñada me convenció de hacer caso a Irene, que comentó con vehemencia que no tenía ganas de salir y que mejor nos quedáramos tranquilos en casa. Así que dejamos pasar las horas al frescor de la tarde, tumbados a la sombra de los frutales del jardín, Irene de un humor excelente, y yo algo más taciturno. De improviso, mi suegra se asomó por la puerta de la cocina.

Irene, C***, nosotros nos vamos! – nos dijo, con mi suegro detrás, haciendo un gesto de despedida con la mano.

-¡Vale mamá… que lo paséis bien! – dijo mi novia, devolviendo el gesto sin levantarse de la tumbona.

-¿Tus padres se van? – dije en cuanto se fueron, terminándome la cerveza, e Irene asintió, con un brillo pícaro en la mirada, y se echó a reír.

-A cenar a casa de mi tía… - se levantó de su tumbona y se me acercó para plantarme un beso larguísimo y húmedo, al que correspondí alegremente. - ¿Sigues queriendo salir con mi hermano? – inquirió, humedeciéndose los labios cuando nuestras bocas se alejaron apenas unos milímetros.

Sonreí, notando cómo se desperezaba mi polla, muy despacio. Mi bañador me traicionó, y al darse cuenta, Irene posó su mano en mi entrepierna y me susurró al oído.

-Caramba… esta creo que prefiere quedarse en casa...

Juventud, divino tesoro.

*

Contemplé su desnudez con el detenimiento de la primera vez, en cuanto su bikini cayó al suelo. Su piel bronceada, su silueta delgada y bien proporcionada, con las adecuadas turgencias donde la libido lo exige, tan distinta a Ana, y a su manera tan hermosas las dos. Mis manos sopesaron sus pechos, abundantes pero firmes, dos esferas rayanas en la perfección áurea, que a veces se me antojaban incongruentes en su figura bajita, y mis dedos primero y mi boca después comprobaron la dureza afrutada de sus pezones. Su cuerpo respondió a mis maniobras con docilidad, como siempre, empapándose, endureciéndose, contrayéndose y dilatándose en los lugares apropiados, y en las condiciones precisas, que comprobé a tientas encantado.

Siempre me había encantado su candor y su dulzura, que se transformaban en una pasión desbocada cuando se dejaba llevar por el placer. Con sus ojos cerrados la tumbé sobre la cama y me dediqué durante siglos a recorrerla entera con mi lengua, con mis dedos, con mi boca, sin dejarme ningún recodo, complaciéndome con sus exclamaciones de placer, devorando su coño lampiño, su protuberantes e hipersensible clítoris, sus grandes tetas de tiesos pezones, su cuello, sus hombros, su culo cerrado como flor temprana, sus pies de muñeca, chupando uno a unos sus deditos mínimos. Nos acariciamos como lo que éramos, dos bestias en celo que querían follar con hambre atrasada, y seguramente mi pasión se debía también, qué duda cabe, al remordimiento.

Y follamos, ya lo creo que follamos, como si nos fuera la vida en ello.

La follé de lado, mientras se retorcía como una serpiente y nos comíamos la boca, mis manos aleteando sobre su cuerpo sin saber con qué saciarse primero. La follé conmigo encima, abierta de piernas, arponeándola con mi polla, ella corriéndose ruidosamente, rodeando con sus pantorrillas mis caderas y gimoteando como una desesperada. La follé a veinte uñas, dándole fuerte, tanto que parecía que quería empalarla, atravesarla, y sus gritos pidiendo que más suave y sus caderas pidiendo que más duro. Y al final me folló ella a mí, encaramada a mi regazo, yo jugando a descabalgarla a pollazos, como un potro salvaje, y ella domándome como una amazona consumada, mis dedos jugando en su puerta trasera hasta hacer llegar su segundo orgasmo, más largo, más potente, más ronco y más sucio.

Y fue así, empalada en mi polla, excitada hasta el límite, empapada como hacía tiempo, mis dedos curiosos remoloneando en las inmediaciones de su ano, cuando con su vocecita de niña me dijo una frase que casi me hace correrme en el sitio.

-C***… quiero… quiero intentarlo… por detrás.

*

Mi polla creció dentro de su coño al escucharlo, y mi excitación alcanzó el paroxismo al toquetear sus nalgas, que abrí un poco palpando su pequeño orificio ahora de forma más atrevida, más perentoria.

-¿Estás segura? – le dije, casi relamiéndome.

Me miró, moviéndose despacio, las manos en mi vientre, y suspirando cuando sentía el contacto directo de mi dedo en su hoyito trasero. En verdad les digo que el culo de Irene no tenía nada que envidiar a los de las revistas, redondo, firme, con forma de corazón invertido, con una piel suavísima y bronceada que daba ganas de acabárselo a bocados y rebañar el plato. Cuando hablamos por primera vez de sexo, antes incluso de acostarnos, me confesó casi de pasada que su culo era virgen, y desde entonces mis sueños eróticos con ella incluían largas sesiones de anal que, desgraciadamente, nunca ocurrieron.

-Tú quieres, ¿no? – me preguntó con un hilo de voz.

 

¡Vaya pregunta! Desde el primer día que nos conocimos, una Navidad, mi rabo había deseado perderse en ese culo respingón, llamativo hasta la insolencia. Cualquier hombre con sangre en las venas habría querido petar ese trasero, sobre todo sabiendo que era territorio inexplorado, terra incógnita. Y ella, que podía ser algo inocente pero no tonta, lo sabía. Asentí, y mi dedo masajeó con infinita delicadeza ese frágil anillo fibroso, tenso como la cuerda de un arco.

-Entonces sí… estoy segura.

Se bajó de mi regazo, después de darme un largo beso, y casi con temor se tumbó boca abajo a mi lado, cruzando y descruzando las piernas, con una sonrisa nerviosa. Me levanté, girándome sobre ella, y me miró con ojos desvalidos pero expresión decidida.

-¿Cómo me pongo, cari...?

-Así está bien...- le dije. Traté de relajarla un poco, con unas caricias suaves, y unos besos estratégicamente distribuidos. Irene parecía tiritar, y mordió suavemente su puño cerrado cuando separé sus nalgas para contemplar su ano, inmaculado, sin estrenar, todavía con precinto. Estaba cerrado bajo siete llaves, y lo sabía porque habíamos intentado otras veces el sexo anal, al principio de nuestra relación, y no discurrió nada bien, porque apenas aguantaba la penetración de mis dedos Su agujero siempre se me figuró pequeño como la cabeza de un alfiler, el núcleo minúsculo de una telaraña, y allí estaba, dispuesto a darme el salvoconducto, aunque en ese momento parecía remachado de puro prieto. Era una estrella de mar de color rosado muy pálido, con las arruguitas profundas del esfínter marcadas a fuego. Dejé caer una buena cantidad de saliva sobre él, lubricando de primeras con la lengua, provocando unas cosquillas que Irene celebró aflojando una pizca la abertura, y al rato con los dedos masajeando y aflojando las paredes exteriores, intentando facilitar el acceso, relajándolo.

-De momento no está tan mal… - dijo, intentando aparentar serenidad, aunque su lenguaje corporal evidenciaba su nerviosismo, celebrando mis cautelosas manipulaciones con una corta risita.

-Tranquila Irene, relájate un poco… - intentó hacerme caso, aflojando todos los músculos menos precisamente los del ano, agarrotados por el miedo. Recordaba, no podía ser de otro modo, el dolor de las anteriores intentonas, y aunque su voluntad trataba de ofrecerse, de someterse, el mecanismo atávico de protección le negaba, y me negaba, el acceso.

Que entrase un dedo me costó sangre metafórica, sudor literal y lágrimas incipientes.

-¡Joder…! – exclamó Irene, dando un brusco respingo, cuando mi dedo índice forzó la entrada y se hundió en su culo, violentando dolorosamente su cavidad anal. Sus esfínteres me apretaron lo indecible, y aunque al final mi dedo se hizo sitio en su intestino a base de insistencia, tiempo y saliva, meter un segundo dedo fue tarea imposible. Y no fue por falta de perseverancia, pero cada vez que lo intentaba Irene gemía, se retorcía, y no daba su ojete a torcer.

- Despacio mi amor… por favor C***… - me pedía, pero estaba claro que para vencer la resistencia de ese cerrojo tendría que usar una fuerza susceptible de provocarle un destrozo, así que la besé, y ella me comió la boca con fruición, excitada, con un dedo entrando y saliendo de su hoyo.

-¿De verdad quieres hacerlo? -le pregunté, consciente de la incomodidad que mi dedo le estaba causando, perfectamente visible en su rictus crispado, en su nariz arrugada, en la forma en la que gemía al notar mis falanges distendiendo sus esfínteres, en las lágrimas que amenazaban con brotar en cualquier momento de sus ojitos mansos.

-Inténtalo cielo. Quiero hacerlo… - me dijo, mirándome directamente a los ojos, componiendo una sonrisa que intentaba camuflar sus molestias- Quiero que seas el primero…

¿Quién podría resistirse a una frase así?

Seguí intentando domeñar ese tozudo esfínter. Notaba cómo intentaba relajar el anillo exterior, pero en cuanto trataba de profundizar o atacar con dos dedos, su cuerpo se anudaba, sus gemidos subían de intensidad, sus músculos rechazaban sin condiciones la intromisión. Había que buscar aliados en esta desigual batalla. Me levanté y dándole un largo beso, me fui al baño a buscar algo que ayudara en la desfloración. No conseguí nada más que aceite hidratante Johnsons, que supongo tendría que valer.

Irene me esperaba sin moverse un ápice, y cuando me vio entrar con el aceite enarcó las cejas.

-¿Vas a usar eso como lubricante? ¿Será bueno? – compuse una expresión de ignorancia.

-¿Por qué va a ser malo? – vertí una buena cantidad en el cuenco de mi mano, frotándose las manos y masajeando primero su espalda, con suavidad, con parsimonia, para ir bajando despacio desde sus hombros y sus omoplatos hacia la zona lumbar, hundida en una depresión de curvas tenues, enriqueciendo su piel y dejándola brillante y tersa.

-Hummm… qué rico cielo… - Irene se relajaba a ojos vista, y con un poco más de aceite mis manos fueron amasando sus nalgas, tan prietas y abundantes, sus muslos, con unas friegas enérgicas pero a la vez delicadas, separando un poco sus piernas, demorándome en gozar de ese tacto inigualable.

Un hilo de aceite cayó justo sobre el inicio de la raja de su trasero.

-¡Huy! ¡Está frío! – dijo Irene, y el líquido espeso y transparente descendió hasta su ano, donde mis dedos lo recogieron y lo fueron extendiendo, entre los suspiros de mi novia. Reticente, lubricado, desafiante, su virgen culito se me antojaba un manjar, y mi dedo índice de posó sobre él, apretando con cierta fuerza, hasta que el anillo se aflojó y dejó que lo penetrara con algo menos de dificultad.

-Ayyyyy… - Irene se quejó en voz baja, pero con un tono más de resignación que de verdadero dolor, acelerando su respiración. Mi dedo estaba ya bien dentro de su recto, y doblé mi apuesta con mi dedo corazón, que se hizo sitio a base de empeño. – Ay… ay… me duele un poco cari… - Con dos dedos desbrozando su jardín trasero, Irene ahora sí dio algunos quejidos de dolor, y la fui calmando a base de besos en su cuello y su rostro, mientras no cesaba de en cierto modo violentar sus esfínteres, obligándolos a dilatarse de forma desacostumbrada, y en sentido inverso a lo que su naturaleza indicaba.

-¿Vas bien cari? ¿Sigo? – Irene mantenía los ojos bien apretados, y su boca fruncida en un gesto de sufrimiento, pero cuando escuchó los preguntas se ablandó un tanto, y asintió varias veces. Su mano derecha fue buscando bajo su cuerpo hasta detenerse en su entrepierna, y se movió un poco para acariciarse a la vez que yo continuaba, implacable, con mis maniobras de desatranque en su culo. Suspiró, a medida que sus caricias fueron imponiendo el placer al dolor, y alzó unos milímetros sus caderas, profundizando mis excavaciones.

Tres dedos me pareció excesivo, y notaba mi erección latir con expectación, así que unté de aceite mi polla, y sin sacar los dedos que ya parecían entrar y salir sin trabas, me fui colocando de rodillas entre sus piernas. Irene giró la cabeza y me miró, los ojos bien abiertos.

-Hazlo despacio cari… despacio, ¿sí? – parecía muerta de miedo y excitada a partes iguales. Yo asentí, y sacando mis dedos coloqué el capullo justo en el centro de la diana. Notaba cada arruguita, cada estría, cada poro, el diminuto agujerito apenas listo para recibir todo el grosor de su invasor.

Empujé, con cuidado pero con determinación

Ella se aflojó todo lo que pudo, lo noté en la sensible piel del glande, hizo un esfuerzo loable, pero fue como tratar de meter un tornillo en una tuerca equivocada. Mi polla resbaló, tres, cuatro veces, sin conseguir encestar, rechazada por ese culo renuente y temeroso, que defendía su inviolabilidad con uñas y dientes. Embadurné mi polla y su ano con más aceite, más por tomar aliento que por verdadera falta de engrase, y me coloqué de nuevo, tomando aire. Apunté cuidadosamente, mantuve mi mano en torno a mi rabo como una plataforma de lanzamiento, y contuve el aliento mientras empujaba, uno, dos, tres, cuatro.

-¡¡¡Aaaaaayyyyyy!!! – el berrido de Irene cuando rompí su culo y mi capullo invadió su recto lo tuvieron que oír en Barbastro. Empezó a retorcerse, y sus manos me empujaron hasta sacarle de encima. – Aayayayayay… - lloriqueando, mi novia se giró, colocándose en posición fetal, dándome la espalda y con una mano protegiendo su agujero. Me incorporé enseguida, mirándola, y pasó un ratito de bufidos y amenazas de llanto, antes de que me mirara con gesto de profundo reproche.

-¡Me has hecho daño, bruto...! – yo a la abracé, y traté de confortarla pidiéndole perdón muchas veces. Irene se fue tranquilizando, mientras frotaba su trasero haciendo pucheros. – Me ha dolido mucho…

-Pues lo dejamos, no pasa nada… - le dije, cubriéndola de besos. Ya había pasado por eso antes, porque las veces que habíamos intentando anal habían terminado de manera parecida. Aunque era la primera vez que llegábamos tan lejos.

-Pero es que yo quiero hacerlo… me gustaría hacerlo contigo… - Irene me devolvió los besos, y posó su frente contra la mía, mirándome muy seria – Vamos a intentarlo otra vez… por favor.

-¿Segura? – repliqué, sorprendido. Ella asintió, y se volvió a colocar boca abajo, pasándose la mano por el pelo corto, alisando las sábanas, cogiendo la almohada y abrazándose a ella.

Repetí mis movimientos como un ritual. Aceite, unas breves fricciones, lubricando el ano, y frotando mi polla, endureciéndola al máximo. Me coloqué entre sus piernas, besando su espalda, y percibiendo su notoria tensión en cuanto apoyé mi miembro de nuevo contra su esfínter.

-Relájate, Irene, cielo… - le dije, y vi cómo se mordía flojito el dedo gordo, intentando hacerme caso, distendiendo sus músculos, enviando señales a su ano para que se rindiese.

-Hazlo con cuidado C***… con mucho cuidado… - empujé con tiento, sin querer forzar la situación. Cómo me temía, su ano permaneció firme, sin querer franquearme el paso.

-Ay… ay… ¡Ay! – con unos cuantos quejidos de Irene, su culo volvió a quebrarse en mil pedazos cuando hice algo más de fuerza, mi glande estirando los límites de sus esfínteres hasta lo indecible, y finalmente colándose dentro - ¡Aaaayyy…! – Irene gritó, pero esta vez aguantó, bufando rápidamente – No te muevas… no te muevas… - dijo, cuando separó su rostro congestionado de la almohada.

Ahí estaba, por fin, mi polla inaugurando ese canal estrecho y sacrosanto, el intenso ardor de su recto abrasando mi capullo, la increíble presión de su anillo constriñendo mi rabo como un grillete. Me quedé muy quieto, escuchando como Irene resoplaba y trataba de hacerse a la idea de que su tierno ojete ya no estaba intacto.

-Me duele… me duele cari … - parecía al borde del llanto, y me quedé quiero lo que me parecieron horas, hasta que me pareció que era el momento de avanzar. No hubo manera, en cuanto hice el menor amago de profundizar un poco, introduciéndome unos centímetros más, lanzó un aullido desgarrador. - ¡¡Aaaaaayyyyyy!! ¡Sácala! ¡Sácala!

-Aguanta un poquito cielo… - le dije, deteniendo mi avance, acariciándola, pero Irene negó con la cabeza.

-No puedo… no aguanto C***… sácala por favor, por favor, por favor, sácala…- la ver qué prácticamente lloraba, salí de su culo inmediatamente, entre los sollozos de Irene, que se hizo un ovillo y comenzó a quejarse. La abracé, y me miró con los ojos llenos de lágrimas.

-Perdóname… perdóname pero no puedo… no puedo.

-¿Que te perdone? Pero si no pasa nada…- comenzamos a besarnos.

-Es que me duele mucho C***… lo siento… - me besó repetidamente, hipando.

-Que no pasa nada… tampoco es tan importante.

Nos quedamos abrazados, en silencio, besándonos y haciéndonos arrumacos. Irene se fue calmando poco a poco, y al cabo de un rato me acarició cariñosamente el pecho y el vientre, jugando con el vello, y me miró hablando en voz baja.

-Jo… lo siento… pero es que me apetecía probarlo… por ahí.

-¿Cómo? – respondí, algo distraído.

-Por… por detrás. – en su voz sonaba perverso, como una depravación. Yo la miré y sonreí.

-¿Y ese afán? – Irene era abierta en temas sexuales, pero llevábamos meses sin insinuar siquiera el anal, ni siquiera jugando. Mi novia enrojeció un poco.

-Bufff… no sé… es que, el otro día… - me miró como si le costase decirlo, como le diera vergüenza - …  el otro día hablando con Ana, pues me dijo que mi hermano y ella… - se quedó callada, y tras una pausa continuó - … pues que lo hacen a veces.

-¿Ah sí? – fingí desinterés, aunque una punzada de excitación comenzó a recorrer mi espalda.

-Pues sí… el caso es que me dijo que a ella le gustaba y no sé, me dio curiosidad. Pero no me dijo que doliese tanto. – se frotó una nalga, torciendo la boca en una mueca de disgusto – No sé si pedirle consejo o algo…

-No te preocupes cielo… si no te gusta no importa… - Pensar que mi cuñada era partidaria del sexo por la vía angosta me producía una excitación difícil de ocultar, pero me cuidé muy mucho de ser demasiado lúbrico.

-Ya… pero es que sé que a los tíos os pone muchísimo. ¿O no es verdad? –llevó la mano a mi polla, que estaba si no erecta, si bastante gordezuela, y se rió en voz baja– No entiendo por qué, pero no he tenido ni un solo novio que no quisiese darme por ahí.

Yo sí entendía por qué, dado que yo mismo soy un entusiasta de la práctica que condenó a Sodoma. Y tengo que reconocer que, aunque penetrar un culo bonito es un placer estético añadido, creo que no me habré topado con muchos traseros que no quisiera follarme. El de Irene era perfecto, pero el de Ana, grande, voluminoso, tenía todo lo que un hombre amante del sexo anal podría desear.

-Bueno… - respondí, diplomático – Es como si te entregaras entera. Como si dieses carta blanca a tu pareja para hacer lo que quiera. Además tiene ese rasgo de tabú, de prohibido, que lo hace aún más fascinante. Supongo que tiene un componente tanto psicológico como físico. Porque es verdad que está más apretado que por delante, y da más placer.

-Te dará más placer a ti… a mí ni de broma… - Irene me dio un suave pellizco.

-A muchas chicas les gusta… - dije, a la defensiva.

-¿Ah sí? – Irene sonrió, y se incorporó sobre un costado – ¿Y eso lo sabes porque se lo has hecho “a muchas chicas”? – me dijo, un poco picada aunque en tono de burla.

No, no tengo un currículum sexual kilométrico, aunque no pueda quejarme. Pero Irene siempre me chinchaba con eso, porque yo era el cuarto chico con el que salía y en algunas conversaciones con amigos alguno le había dicho que yo era un poco mujeriego. Lo cual era tristemente cierto.

-Hombre, muchas lo que se dice muchas… - lo decía Bolaño, y tiene razón. Por más que los encuentros sexuales sean finitos, el deseo de follar es infinito, y sobrepasa nuestras ansias de paz. – Con todas, menos con una… - le palmeé una nalga, sintiéndola vibrar bajo mi mano, y apreté su culo muy cerca de sus agujeritos, sonriendo.

 

- Serás pervertido... – tras un par de carcajadas, Irene me golpeó con uno de los almohadones, y se levantó para vestirse.

Ver vestirse a una mujer hermosa es como adornar el árbol de Navidad. La tela envuelve la piel, abraza sus formas, decorándola, resaltando aquello que debe ser resaltado, y limando las asperezas que todo cuerpo guarda. Irene se vistió con calma, colocándose la ropa interior, de color rosa, que acentuaba su aspecto vagamente infantil y contrastaba con su piel bronceada, y unas mallas grises de deporte ceñidas a sus muslos y caderas, finalizando con una camiseta negra de los Guns & Roses que había conocido mejores años. Y posiblemente, décadas. Se arregló un poco su corto pelo rubio, y me miró, todavía desnudo sobre la cama, sonriendo. Estaba, aún así, desaliñada, preciosa.

-¿Te vas a vestir para cenar o vas a comer en pelota picada?

Tentador, pero incómodo. Me vestí.

*

Irene dormía sobre mi hombro, echada en el sofá, cuando llegaron Ana y Pablo. Me sorprendió verles llegar tan temprano, porque apenas habían pasado unos minutos de la medianoche. Acomodé a Irene en el sofá, sustituyendo mi cuerpo por un cojín sin que mi novia protestase, y fui a recibirles en la cocina.

-Os retiráis pronto… - le dije a mi cuñado, con una sonrisa burlona. Éste me miró socarronamente. Ana me saludó con un gesto con la cabeza, antes de ir a su cuarto a toda prisa.

-¿Retirarnos? Sí, para coger impulso… venimos a por una chaqueta para Ana y vamos a tomar algo. ¿Os venís?

-Qué va… Irene está dormida, nos iremos a la cama en breve.

-Vale – Pablo se encogió de hombros – Hum… ya que estoy aquí, voy a aprovechar para ir al tigre… - me guiñó un ojo, y se metió en el baño.

Ana salió del cuarto, enfundada en una chaqueta de punto, y cuando me vio solo allí, en el pasillo, titubeó, y sin decir nada se fue hacia la cocina. Yo la seguí, silencioso, y apoyado en el umbral vi cómo se servía un vaso de agua. Me acerqué, y me apoyé de espaldas contra la encimera, a su lado, notando cómo se ponía rígida, y evitaba mirarme, recostada contra el fregadero.

-No imaginaba que eras de las que dan consejos sexuales… - dije en voz baja, sin mirarla. Ana se volvió un poco hacia mí, y respondió también en un susurro.

-Yo no imaginaba que eras de los que necesitan recibirlos…

Me giré hacia ella bruscamente, y acerqué mi rostro a su oído, mientras mi mano se posaba directamente en su trasero, enfundado en un vestido de color crema. Acaricié el encaje y la tela que cubrían sus nalgas, alzándolos y dejando al aire su culazo, y le musité muy cerca de su oído, notando su respiración acelerada, de cachorrito asustado.

-Me han dicho que te gusta que te lo hagan por… - no completé la frase, sino que apreté su glúteo y busqué la goma de su tanga, que aparté con un dedo. Ana sacudió la cabeza, apartándose el pelo del rostro, y me miró, nuestras caras a escasos milímetros. Vi cómo abrió mucho los ojos cuando mi dedo se introdujo entre sus nalgas y buscó la hendidura íntima y ajustada de su culo, posándose sobre su ano. Cerré los ojos, aspirando el aroma tenue pero definido de su pelo, de su perfume, de su piel.

-¿Qué crees que estás haciendo…? – su voz me llegó lejana, apagada, como un grito bajo el agua, un murmullo casi inaudible, al tiempo que mi dedo dibujaba espirales en su arrugadito anillo posterior.

Mi polla estaba durísima, y se apretaba contra su costado, apenas contenida por la fina tela de mis pantalones cortos. Mis masajes en su entrada trasera persistieron, y aunque ella trató de ocultarlo, aprecié que abrió un poco las piernas y sacó apenas el culo para fuera, facilitando mis maniobras, hasta que, insistente y tenaz, la falange de mi dedo encontró un resquicio por el que colarse y se adentró en su recto, apenas contenido por la increíble presión de su esfínter. Sin lubricación, en seco, su culo glotón se embuchó mi dedo, falange a falange, hasta el nudillo, a pesar de la oposición que el tamaño de sus nalgas ejercía.

-Cabrónnnn…. – masculló, mordiéndose el labio, ahogando un gemido, mirándome con sus ojos castaños húmedos y centelleantes. Me habría sacado la polla y la habría enculándola allí mismo, contra el fregadero, reventando ese culo rollizo y acogedor sin encomendarme a nadie, si no hubiese sido por el ruido de la cisterna del baño.

-Ouu… - suspiró Ana cuando saqué mi dedo, y sin dejar de mirarme recompuso a tientas su tanga y su vestido - … eres un cerdo asqueroso… - me dijo, separándose y atusándose la melena, recuperando el ritmo de su respiración, y yo me limité a lavarme las manos en el fregadero, sacándole la lengua, y bebiendo un trago de agua. Mi erección seguía siendo dolorosamente notoria, así que me senté en la mesa poniendo cara de niño bueno justo un momento antes de que entrara Pablo.

-¿Estás lista? – le dijo a Ana, para mirarme después de que ella asintiera - ¿Seguro que no te apetece venir?

-No, Pablo, tranquilo. Otro día. Pasadlo bien… - dije, con esa media sonrisa que me hace parecer el cínico cabroncete que todos me dicen que soy.

-Vale C***… ¡Hasta mañana!

-Hasta mañana – me dijo mi cuñada, mirándome apenas, y cogió del brazo a Pablo que se despidió con un gesto, al que correspondí alzando la cabeza. Cuando cerraron la puerta, fui hasta el salón donde Irene, ajena a todo, seguía durmiendo con expresión beatífica. Despertándola lo justo, la llevé a la cama y la acosté. Ella se arrebujó en las mantas y entreabriendo los ojos me miró, curvando los labios en una sonrisa angelical, susurrando con su vocecita dulce.

-¿No vienes?

Me tumbé a su lado, y ella me abrazó, dándome un ligerísimo beso, lleno de sueño, mientras me decía a oído su frase de buenas noches.

-Te quiero…