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BPN. Ana, mi cuñada (3). Allegro, ma non troppo

en Amor filial

NOTA: Gracias por leerme, de corazón. Cualquier aportación, crítica o sugerencia será bienvenida y agradecida.

*

La excursión a Aínsa fue estupenda. Es un pueblo precioso, con un castillo y un casco histórico medieval muy interesante, a los pies de la sierra y con los Pirineos de fondo. Aunque Ana y yo intercambiábamos alguna mirada ocasional, la mayor parte de las veces ella me rehuía, pero con tanto tacto y delicadeza que nadie, fuera de nosotros dos, lo habría notado. Por su parte, Pablo e Irene ejercían de perfectos guías y anfitriones.

La cena se convirtió en unas copas, y como me tocaba a mí llevar el coche esta vez, Pablo se excedió un poco y acabó bastante perjudicado. Dos noches seguidas de excesos hicieron mella en su constitución, y a la mañana siguiente mi pobre cuñado echaba los hígados por la boca, totalmente baldado y según sus propias palabras , “un dolor de cabeza de mil pares de millones de cojones”. Lo cual fue un poco decepcionante, porque las chicas querían ir a Huesca a pasar el día, pero era evidente que con semejante resaca mi cuñado bastante hacía con languidecer en una tumbona, a la sombra, intentando no moverse para no sulfatar la hierba con el contenido de su estómago.

-Id vosotros… - nos decía, lastimero, el muy canalla, pálido y ojeroso tras las gafas de sol. Irene y yo lo hablamos, y al final ellas decidieron ir, porque después de todo estaban sus padres para cuidarle, aunque por las miradas que le echaba su madre, a Pablo le esperaba un buen sermón acerca de la madurez, la compostura, la responsabilidad y el decoro ante invitados. En fin, tampoco tenía nada que no se hubiese provocado él mismo, y cuando uno se hace la cama, tiene dormir en ella.

-En el pecado llevas la penitencia, cielo – le dijo Ana, dándole un beso que Pablo recibió con el gemido de un moribundo.

-Me dejáis aquí, en mi lecho de dolor...

-Sí te portas bien te traemos pastel ruso… - dijo Irene, sonriendo.

-Mejor una trenza. – Para estar tan revuelto y “enfermo”, Pablo demostraba cierta sorprendente glotonería.

-Ya veremos… - le dijimos, despidiéndonos.

Salimos para Huesca, y una vez allí paseamos charlando. O más bien, ellas charlaban y paseaban, yo caminaba a su lado con aire distraído, mirando los escaparates y los edificios, sin prestarles mucha atención. No solo era culpa mía, porque tampoco hicieron nada por introducirme en la conversación, pero lo dejé correr hasta que una interpelación directa me hizo salir de mi ensimismamiento, cuando estaba a punto de descubrir si el universo es cóncavo o convexo.

C***! Espera… vamos a entrar ahí… - y como me temía, me señalaron una tienda de ropa.

Era una tienda con buen aspecto, tengo que decirlo, una ropa bohemia y cool muy del gusto de Irene, que vestía muy informal pero con cierto estilo. En cualquier caso, era inútil negarme, así que puse mi mejor sonrisa y les acompañé dentro, mirando los complementos sin mucho interés, dejando que mi novia y mi cuñada fuesen ojeando entre las estanterías, los percheros y los cajones de ropa, llamándose la una la otra cuando encontraban algo interesante, dejándose asesorar por la chica de la tienda, y cogiendo un buen puñado de prendas para enfilar hacia los probadores y pasarse un buen rato allí, mi aburrimiento creciendo a buen ritmo.

-C***… - me llamó Irene desde los probadores. Caminé hacia allí con las manos en los bolsillos, las gafas de sol en el cuello de la camisa, toda mi buena voluntad aflorando de mis labios.

-Dime…

-¿Qué te parece? – Irene se giró, posando como si fuese a salir en la portada de una revista, y yo asentí.

-Está bien. – llevaba un vestido que imitaba, en cierto modo, los sari de las mujeres hindúes, con dibujos de color azafrán, escarlata y ámbar. Le ceñía bien la figura, y aunque su largura hasta los tobillos le habría sentado menor a una chica más alta que Irene, estaba francamente guapa con él. – Me gusta.

-Y a mí. Ahora a ver qué opinas. ¡Ana!

Mi cuñada salió de su probador. Su vestido era como de encaje color vino tinto, con un amplio escote de tirantes y ceñido a la cintura, donde se abría disimulando en cierta medida la holgura de sus caderas.

-¿Cómo me veis? – Ana nos preguntó, con una sonrisa tímida. La tela era adecuadamente fina, pero con cuerpo para guardar la forma. Le hice un gesto para que se girara, y aunque pareció titubear, al final se dio la vuelta y comprobé la redondez de su retaguardia contenida por el corte del vestido.

-Te sienta bien.

-Te dije que no te hacía el culo gordo… - terció Irene, mientras Ana se daba la vuelta, un poquito ruborizada. -Llévatelo tía, hazme caso. Díselo tú, C***.

-Te hace buen tipo, Ana.

-¿Seguro? No sé si me veo… - se miró en el espejo, poniéndose de lado, girando sobre sí misma. -¿En serio os gusta?

-Que sí Ana, que sí… - dijo Irene, y Ana me puso ojos de cordero degollado.

-C***, dime la verdad.

-Estás muy guapa con el vestido, Ana. De verdad.

En cuanto le dije eso, mi cuñada me dirigió una mirada indefinible, y se metió en el probador, a cambiarse.

Finalmente salieron con unas bolsas, comentando sus compras, y como concesión por haberme portado de forma educada y respetuosa, y también porque hacía bastante calor, nos sentamos en una terraza. La conversación fluía, pero la voz cantante la llevaba Irene, dicharachera y jovial. La tarde fue declinando, pero el ambiente en la calle era genial para pasear y tomar algo. Compramos pastel ruso y una trenza en Ascaso, y entre charla, cervezas y bromas terminamos avisando en casa de que no regresaríamos hasta tarde, porque Ana había visto un restaurante gallego cerca de la catedral y le hizo tanta gracia que nos insistió en quedarnos a cenar. En verdad resaltaba curioso un restaurante especializado en productos del mar en las faldas de los Pirineos, pero, ¿por qué no?

Pues entre marisco, embutido, caldereta de pescado, albariño y chupitos de hierbas pasamos una cena y una sobremesa de lo más agradable, las chicas un poquito contentillas por el vino blanco, y yo con un calorcito en el estómago muy reconfortante. Nos tomamos la última en un pub, cerca ya del coche, y juro que traté de que no bebieran más, pero las dos compartieron una copa de ron con Coca cola, bailando y tratando en vano de hacerme bailar a mí.

Cuando a eso de la una y media de la madrugada emprendimos camino a casa, las chicas estaban un poco borrachas. En cuanto arrancamos, y a pesar de que la charla prácticamente no había decaído, Irene se acomodó en el asiento de copiloto, reclinó la cabeza, cerró los ojos y se quedó dormida. Suspiré, porque sospechaba que el viaje de regreso iba a ser un combate solitario contra el sueño y el cansancio, y me dispuse a conducir un buen rato sin más compañía que mis pensamientos.

Mis manos se crisparon sobre el volante cuando, unos minutos después de salir de Huesca Ana me susurró muy cerca de mí oreja izquierda, hablándome por el hueco entre el reposacabezas y el marco de la puerta.

-Hoy te habrías follado a la gordita, ¿eh?

No me atreví a decir nada, por miedo a despertar a Irene, así que mantuve la mirada fija en la carretera, conduciendo en silencio. La segunda vez el susurro de Ana no me cogió desprevenido, y no me asusté tanto.

-Eres un creído C***, un creído de mierda.

Olía el vino, el reproche, el rencor y la amargura en sus palabras, pero poco podía rebatir yo, con Irene durmiendo a medio metro, y una carretera enrevesada en plena madrugada. Seguramente Ana no necesitaba réplica, porque cuando susurró por tercera vez me dio la impresión de que hablaba más para sí misma que para mí.

-Un creído de mierda que está bien bueno.

No pude evitar esbozar una sonrisa, mirando al frente. Estábamos ya cerca de casa, y el paisaje familiar me hizo conducir un poco más rápido. Pasamos el centro del pueblo, en silencio, y ya casi habíamos llegado a la finca cuando Ana murmuró en mi oído una vez más.

-No pienso dejar que me folles, cabrón.

*

Tuve que llevar a Irene a la cama, de forma discreta, porque el viaje y la siesta no le habían sentado muy allá. Abrió los ojos con fastidio cuando aparqué, y con delicadeza la conduje del brazo mientras refunfuñaba un poco hasta el dormitorio. Sentada en la cama, se desvistió trabajosamente, y en ropa interior se metió bajo la sábana, durmiéndose casi al instante.

Me quedé admirándola en la oscuridad. Tierna, el pelo rubio cortado a lo chico, respirando con ritmo pausado, sus manos tan pequeñas agarrando la almohada. Me desvestí, y en silencio me encaminé al baño donde oía que Ana se estaba cepillando los dientes. Miré en su dormitorio, en el que Pablo roncaba suavemente, y fui hasta el baño, donde la aceché vestida con un pantalón de pijama y una camiseta amplia de color blanco. Como una sombra me deslicé dentro del cuarto de baño, cerrando la puerta tras de mí y pasando el pestillo.

Ana se me quedó mirando, con el cepillo todavía en la boca y una expresión de incredulidad en los ojos. Se enjuagó la boca y me dijo, en un susurro algo airado.

-¿Qué haces?

No respondí, sino que la aferré por la cintura y la atraje hacia mí, atornillando y sellando su boca con la mía, probando el sabor a dentífrico en su boca, nuestras lenguas peleando como dos serpientes defendiendo su guarida. Ana tardó apenas unos segundos en abandonar cualquier resistencia, cualquier oposición, abrazándome con fuerza y apretándome contra su cuerpo. Mis manos bajaron y subieron por el contorno de sus caderas hasta que se introdujeron por debajo del pijama, buscando su culo sin las trabas de la tela. Acaricié toda la superficie inabarcable de sus nalgas, frías pero algodonosas, y las apreté tirando de ellas hacia arriba, separándolas y soltándolas, disfrutando de cómo volvían a su lugar, temblando.

No llevaba ropa interior.

Intrépidos y desvergonzados, mis dedos audaces tentaron la raja de su culazo inmenso, y sin demora fueron descendiendo ese cañón en dirección a sus agujeros más íntimos, hasta que uno de ellos se posó en el centro de su ano, estriado y minúsculo, . Ana profirió un “Hmm” de desaprobación y mordió mi lengua, haciéndome un poco de daño, hasta que ese dedo insolente abandonó las inmediaciones de su hoyito trasero y se encaminó hacia abajo, hacia su coño. Lo encontré, suave, con un apunte de vello, y fui separando sus labios como un explorador con su machete separa la maleza, buscando el camino hacia su interior chorreante y al rojo vivo.

Ana se aflojó en cuanto mi dedo traspasó la frontera de su coño, que rezumaba una humedad hirviente. Nuestras bocas se separaron, y sus ojos muy abiertos se quedaron fijos en los míos, sus labios abiertos respirando hondo, en silencio. Parecía no creer lo que estaba sucediendo, y sus manos bajaron en busca de mi polla, tiesa en su máximo esplendor, comprimida entre su entrepierna y la mía. Mii dedo entraba y salía sosegadamente del coño de mi cuñada, que se derretían visiblemente con las maniobras. Sus piernas temblaban, y su culo se estremecía ante el contacto.

Cuando sus manos sacaron torpemente mi polla del pantalón creí ver las estrellas. Comenzó a pajearme con ansia, y tuve que sosegar el ritmo con mi mano libre, porque llegaba a provocarme dolor, de tan fuerte como me la sacudía.

-No... No podemos follar aquí...-  en un lapsus de lucidez, Ana fue capaz de articular un cuchicheo dolorosamente cierto. Por muy calientes que estuviéramos, no podíamos ponernos a darle al asunto en mitad de la noche, en casa de nuestros suegros. Maldije para mis adentros, e interrumpí mis caricias ante la visible desilusión de mi cuñada, que siguió masturbándome, ahora más suavemente, mirando mi polla que le devolvía, ciclópea, la mirada.

Tomando una determinación, se sentó en el inodoro, mirándome con los ojos vidriosos, y y cerró su puño en torno a la raíz de mi polla , bien firme, como sosteniéndola por un mango. Se fue introduciendo el resto en la boca, centímetro a centímetro, hasta que sus labios hicieron tope con sus propios dedos, para a continuación ir sacándosela y metiéndosela sin pausa, mirándome a los ojos desde abajo mientras lo hacía. Se me erizó hasta el último pelo del cuerpo del placer que me dio su boca, y no sé si fue el calentón, la presión de sus labios, ver su preciosa cara follada por mi polla, o una combinación de todo ello, que en menos de dos minutos le avisé de que, incontenible, llegaba mi orgasmo.

Se la sacó de la boca con un sonido como si sorbiese, y reemprendió la tarea de pajearme fuerte y rápido, sin dejar de mirarme, con una sonrisa en sus labios llenos de saliva, que iba recogiendo con la lengua, relamiéndose glotona, con la otra mano acariciándome el culo y los huevos.

Me corrí en su cara de niña buena conteniéndome para no rugir.

Cerró los ojos y la boca mientras yo regaba su rostro de esperma. Espesas gotas cayeron sobre su frente, sus mejillas, su nariz, sus labios, su barbilla, y yo aparté su melena con las manos para evitar salpicarla. Resoplé en silencio, cogiendo una toalla y acercándosela a Ana, que tanteaba con los ojos fuertemente cerrados en su busca. Se limpió, frotándose fuerte, y después me limpió a mí, con gestos resueltos y rápidos.

No creo que hubiesen pasado diez minutos, desde que había entrado en el baño.

-Sal tú primero y apaga la luz… - le dije, con un susurro, mientras ella se miraba en el espejo, tiraba la toalla en el cesto de la ropa sucia, y me miraba asintiendo. Le di un cariñoso y puede que también algo libidinoso apretón en una nalga cuando se alejó dos pasos, y ella se giró, deteniéndose un momento. Pareció sopesar algo, titubeando, y al final me dio un beso fugaz mitad en la mejilla mitad en los labios, antes de salir del baño y apagar la luz.

Me quedé unos minutos allí, en la oscuridad, respirando hondo, y tratando de serenarme. Cuando conseguí al menos un mínimo de compostura, y bajar los latidos de mi corazón a menos de ciento cincuenta por minuto, me fui a la cama en silencio.

Mi polla recordaba la boca de Ana con absoluta nitidez.

*

Dos días, dos, en los que tuve que malesconder a duras penas mi excitación cada vez que me encontraba cerca de mí cuñada. Las excursiones de senderismo, las veladas de risas y licores, las comidas a la sombra de los frutales, las tardes de paseos por las veredas arboladas del río, y sobre todo las largas sesiones de piscina a las que el calor nos invitaba.

Pónganse en mi lugar.

Verla tan cercana, y a la vez tan inaccesible me ponía por un lado enfermo, pero por otro también me provocaba una excitación increíble. Seguramente la atracción de lo prohibido, el morbo de mirar pero no tocar, saber que era como un dulce detrás de un cristal. Buscaba momentos para poder mirarla, sencillamente mirarla, cómo jugaba con un dedo enredando un mechón de cabello al hablar, cómo se iluminaba todo su rostro cuando reía, cómo caminaba con una cadencia sosegada. Nuestras miradas se encontraban con frecuencia, y a veces se parecía encontrar el bosquejo de una sonrisa cómplice, un casi imperceptible guiño, la radiografía del espectro de un beso al aire.

Disculpen que me ponga sentimental al recordarlo, pero fueron días extraños, aquellos del aquel mes de julio de mi desdicha.

Necesitaba, necesitaba físicamente estar a solas con ella. Quizá mi obsesión podría haberse mitigado en la distancia, quizá la ausencia se hubiese aliado con el olvido y todo hubiese transcurrido de forma diferente, pero tenerla allí, tan cerca, avivando las llamas continuamente, me estaba volviendo loco. Ahora, en retrospectiva, sé que debería haber actuado de otra manera, pero en todo caso, ese verano recorrí hasta el final ese sendero, hasta el final mismo.

En el momento no supe darme cuenta, pero la fiesta de cumpleaños de los mellizos nos sirvió de perfecta coartada. En tres días sería el cumpleaños de Pablo e Irene, y oficialmente iríamos los seis a cenar a un restaurante que le encantaba a mi novia, pero la intención de mis suegros era montar una fiesta sorpresa en la finca. Me faltó tiempo para ofrecerme ir a Huesca para comprar todo, porque de verdad mi cuerpo y mi mente me pedían salir de allí aunque fuera unas horas, pero no me apercibí de que necesitaría una excusa plausible para ausentarme una tarde, sin más ni más. Ana acudió en mi ayuda esa misma noche, cenando.

-Mañana C*** y yo iremos a pasar la tarde a Huesca. – dijo, con tono casual. Irene la miró con cierta sorpresa.

-¿Los dos? ¿Para qué?

Mi cuñada pescó un trozo de carne del plato y lo comió lentamente, con una sonrisa conspiradora en el rostro, antes de contestar.

-¿Para qué va a ser? Para comprar vuestros regalos…

Irene se echó a reír, y me miró con el ceño fruncido, fingiendo enfado.

-No me digas que no me habías comprado mi regalo todavía… 

-Tengo un regalo – y era verdad, un reloj. Afortunadamente pienso rápido y supe reaccionar – pero el otro

 día vi algo que me gustó y te lo quiero comprar.

A mi novia se le iluminó el rostro.

Anda! ¿Y qué es?

Fue su hermano el que le respondió.

-Pero cómo te lo va a decir Irene… ¡no va a estropear la sorpresa!

Todos nos reímos un poco, y mi novia arrugó la nariz en un gracioso puchero.

Jo! ¡Ahora me quedo con la intriga hasta el viernes! – recogió los platos y se metió en la cocina. Pablo también comenzó a recoger cosas de la mesa.

- Yo aprovecharé para coger alguna cosita también para tu hermana… - dijo Ana en voz baja – se me había pasado completamente...

Mi cuñado se rió.

-¿Te has olvidado de cogerle algo a mi hermana? ¿En serio? – respondió también en voz baja.

-No me di cuenta de que hacíais los años el mismo día… ¡nunca había salido con el mellizo de alguien! – dijo mi cuñada en tono de disculpa, bajando la vista. Mi suegra salió en su ayuda.

-Es normal hija… ¿Cómo lo ibas a pensar? Además, no pasa nada, estás a tiempo. Le dices que vas a por un regalo para Pablo, y arreglado.

Pablo se detuvo junto a Ana, con los vasos en la mano, antes de irse a la cocina.

-Vaya cabecita… menos mal que tenías un “plan b”, ¿no? Bueno, tú confía en C***, que te asesore, que él sí que sabe lo que gusta a Irene… - Pablo me sacó la lengua, burlón, y se inclinó sobre Ana, besándola antes de encaminarse a la cocina.

Así, con un beso, se selló nuestra tarde a solas.

*

Cuando montamos en el coche, tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no buscar un recodo apartado y desnudarla. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta gris claro, junto con un sombrerito de paja y unas gafas de sol grandes, de aviador, que le iban genial. Para mí desaliento, Ana guardó silencio durante buena parte del viaje, respondiendo de forma educada pero algo fría a mis intentos de conversación. Cuando por fin llegamos a Huesca, bajé del coche y me acerqué a ella, que leía la lista que habíamos preparado con mis suegros.

-Ana, ¿qué pasa? – le dije, aparentando despreocupación.

-¿Qué pasa con qué? – me dijo, mirándome apenas y volviendo a centrarse en el papel.

Le cogí la barbilla, levantando su rostro, y le di un beso que quise apasionado, pero que ella convirtió en muy breve y frustrante. Levantó el papel, y posó su dedo índice en vertical sobre mis labios, como mandándome callar. Alzó la mano con la lista.

-Hemos venido a comprar. Así que las manos quietas, majo.

Asentí, con gesto serio, y durante el rato que estuvimos en el hipermercado me limité a obedecer sus indicaciones y llenar el carro de comida, bebida y todo lo necesario para el cumpleaños, desde vajilla de plástico a velas, manteles de papel, adornos, artículos de fiesta… nos llevó cosa de una hora tenerlo todo, por finalmente pude llenar el maletero del coche, resoplando por el esfuerzo.

-¿Vamos al centro? Hay que coger los regalos…– Ana me sonrió, y nos pasamos otro buen rato de tiendas, buscando hasta encontrar unas botas de trekking adecuadas y un videojuego para Pablo, y terminamos en la misma tienda donde las chicas habían comprado la ropa el día anterior. Allí la ayuda de Ana fue fundamental, no dudó en elegir un bolso de cuero para que yo le regalara a Irene.

-Este, sin duda. Estuvo a punto de comprárselo el otro día. Cógeselo. – Yo asentí y me fui a pagar, mientras ella curioseaba entre la ropa, sacando prendas y estudiándolas con ojo crítico. Escogió un vestido, y me habló desde el pasillo de los probadores.

C***! Dame cinco minutos que me pruebe este vestido, porfa… - Le hice un gesto de asentimiento desde el mostrador, viendo cómo la dependienta envolvía en bolso para regalo, y con él en una bolsa, me fui hasta los probadores.

-¿Ana? – dije, no queriendo resultar inoportuno.

-Sí, ahora salgo… - apartó la cortina y salió a pasillo, con una mueca de expectación en el rostro.

 

Era un vestido bonito, con un estampado veraniego algo agresivo, en tornos verdes y amarillos, pero resaltaba donde tenían que resaltar, y disimulaba lo que tenía que disimular, dándole un aspecto más estilizado y a la vez más sexy. Ana giró sobre sí misma despacio, y me miró inquisitiva.

-¿Qué opinas?

-No sé si me convencen los colores, pero el corte, desde luego, te favorece. – dije, con una media sonrisa. Pareció satisfecha con mi juicio, y se miró en el espejo, asintiendo.

-Me gusta. Me lo llevo. – se metió en el probador y se dirigió a mí, casi sin mirarme, antes de cerrar la cortina – Espera un minuto que me cambie.

Sí, por las narices.

Me asomé dentro, solo medio cuerpo, y Ana se sobresaltó, en ropa interior. Estaba realmente preciosa, y extrañamente me provocaba más así, con su sujetador y braguitas negros, sus volúmenes contenidos apenas por las escuetas prendas, que completamente desnuda. Nos miramos a los ojos en el espejo, y mi dedo índice de posó en mitad de su espalda y fue zigzagueando a lo largo de su espina dorsal hasta detenerse en el elástico de sus bragas, justo donde la depresión lumbar se curvaba hacia fuera y despuntaba el umbral de la raja entre sus glúteos. Estiré de la goma, asomándome a ese trasero infartante, mis ojos viajando desde allí hasta su rostro. Ana contuvo en aliento, y al soltar el aire se terminó girando hacia mí para unir nuestras bocas, ahora sí, en un largo beso que prolongamos todo lo que pudimos.

-¿Y ahora cuál es el plan? – le dije al oído, cuando nuestras lenguas se desanudaron. Ana me miró, con sus ojos castaños centelleando de lujuria, y me mordió la oreja antes de responderme.

-No lo sé… ¿Alguna idea?

El proceso de registro fue insoportablemente lento, pero media hora después nos desnudábamos el uno al otro en la habitación de un hostal.

*

Con su perfil curvilíneo y ondulado, sus majestuosa magnitud, su geometría tortuosa y trufada de misterios, la piel de Ana era un lienzo en blanco en el que pintar el deseo, ahora que por fin podía detenerme en sus rincones, hurgar sus recovecos, cartografiar su geografía de norte a sur. Me deshice de su camiseta y de su sostén casi sin darme cuenta, dejando libres unos pechos generosos, ubérrimos, algo rendidos a la gravedad pero maravillosos, solo empañados por sus peculiares pezones, que me perturbaron un instante con su aspecto de cicatriz cóncava, como si la punta de hubiese retraído hacia el interior de la lisa aureola color rosa oscuro.

-Son sensibles igual, ¿eh? – me susurró Ana, y no hizo falta más para que mi lengua acometiera y comenzase a lamer y juguetear con sus pezones invertidos, provocando los suspiros y jadeos de mi cuñada, que me interrumpió para quitarme la camiseta y frotarme, excitada, la espalda y el pecho, de pie todavía. Hice que se volteara, de cara a la cama, pegándome a su espalda, besando su cuello y masajeando desde atrás sus tetas, desbordantes en mis manos. Bajé por su vientre, siguiendo su leve curva, hasta desabotonar su vaquero, uno, dos tres, cuatro, mientras mordisqueaba su oreja, lamía su cuello, besaba su boca. Olía a hembra, con una fragancia casi especiada, y sabía a pecado. Con mis manos y mis caderas la hice reclinarse un poco, hasta que quedó de pie, doblada casi en ángulo recto por la cintura, las manos apoyadas en la cama.

-Mmmmm… qué haces… - me miró pero no sé movió, y yo metí mis dedos en la cintura de sus pantalones desabotonados y tiré hacia abajo, casi como si le quitase una segunda piel, dejando a la vista ese rotundo par de nalgas. Le quité por completo el pantalón, y acto seguido las bragas, sin ceremonia, arrodillándome ante ese altar de carne turgente, colocando una mano en cada nalga y separándolas, exponiendo los orificios de Ana, su ano minúsculo, cerrado como un puño en miniatura, y un poco más abajo su coño rosado, entre dos labios sorprendentemente prietos y redonditos.

-Me encanta tu culo, Ana… - no pude sino decirlo en voz alta. Mi cuñada se rió un poco.

-¿Te gusta? ¿De verdad? ¿No es demasiado ... grande? – Mantuve sus dos cachetes bien separados.

-Para nada… es perfecto. – Escuché su risita de aprobación y di un tentativo lametón, de abajo hacia arriba, notando cómo sus rodillas se aflojaron un poco. Mi lengua se volvió más atrevida, y separé con ella los labios de su chochito para catar su sabor y su humedad, siendo ambos más que satisfactorios, por lo que repetí unas cuantas veces la maniobra complaciéndome cuando mi cuñada se agitaba y sacudía de placer. Al separarme para coger aire, vi su ano tan limpio, tan apetitoso, tan indefenso, que sin pensarlo dos veces mi lengua se encaminó al norte por su raja, chupando su ano en círculos. Ana tembló, y habló con voz casi ronca.

-¿Qué me haces... pero qué me haces..? – probé el sabor salado de su anillo sellado, bajando a su coño y volviendo a subir. Era un manjar, una golosina, y me demoré saboreando esa argollita prieta todo lo que quise, como si me lo fueran a arrebatar, escuchando los jadeos, los suspiros y las palabras inconexas de mi preciosa cuñadita, cuyo culo me habían subyugado de tal forma que allí me encontraba, desgastándolo a lametones, jugando a encontrar una rendija, degustando la miel más perversa e íntima de su cuerpo. Tras unos minutos, Ana se dejó caer en la cama, girando sobre sí misma hasta quedar boca arriba, mirándome con una expresión lasciva, mezclada con incredulidad.

-Eres un guarro… ¿No te da asco… eso?

-¿Asco? ¿El qué?

-Pues eso… chuparme el… - cuando lo llamó por su nombre lo hizo en voz muy baja, como si le diese apuro - … el culo.

-Pues no. ¿No te lo habían hecho nunca?

Negó con la cabeza.

-Prefiero que me hagan… otra cosa… - se abrió de piernas, y me mostró un pubis bien arreglado, pero poblado de un oscuro vello hirsuto. Me acerqué a ella, subiéndome a la cama, y no me importó demasiado el olor fuerte de su coño, mi boca se unió a él en una especie de beso, saboreando el caldo salado de su interior. Era un coño recogido, de labios pequeños y tersos, que daba gusto comerse de puro tierno. Separé sus labios con los dedos, y posé mi lengua sobre el bulto prominente de su clítoris, dibujando con ella sobre esa pepita de carne sensible un sinfín de garabatos, recibiendo un aluvión de gemidos por parte de Ana.

-Sí… sí sí sí sí sííí… - mi cuñada se retorcía bajo mis lametones, que empezaron a aumentar su alcance, descendiendo hacia el centro, donde su vagina parecía babear, y aún más allá, hacia el mínimo agujero de su ano, pequeñito y cerrado, telaraña que acaricié con la punta de mi lengua, antes de regresar a su clítoris.

-Me gusta… me gusta… me encantaaaa… - Ana daba palmadas en el colchón, retorciéndose y tocándose los pechos. A pesar de que su coño merecía ser devorado durante más tiempo, mi polla palpitaba como la vara de un zahorí, reclamando su parte del botín. Sin hacer caso de las protestas de mi cuñada, me coloqué de rodillas entre las gruesas columnas de sus piernas, mirando su rostro entregado, implorante. Me quité los pantalones y los bóxers de una sola tacada, dejando que mi erección tomase aire antes de emprender la inmersión.

-No tengo condón… -dije, y Ana me hizo un ademán de despreocupación, así que di por hecho que no había problema, por lo que sin perder más tiempo, de un solo empujón, mi polla entró en su coño con la facilidad de un torpedo, sonando casi como un chapoteo, los gemidos de Ana llenando la habitación a medida que mi rabo llenaba su vagina a rebosar. La fui sacando, dejando tan solo el capullo a buen recaudo, y la volví a guardar hasta el fondo haciendo que mi cuñada temblara como una hoja. La miré a los ojos, a su carita acalorada, a esa boquita que mordía su labio inferior, tan guapa que sentí casi dolor, de lo excitado que estaba. Ana me apretó las nalgas con sus manos, gimiendo con una vocecilla queda que elevó el tono cuando mi boca se aferró a uno de sus pechos, lamiendo a la vez que mi polla iba saliendo y volviendo a entrar en su coño un poco más rápido, pero todavía con calma y fluidez, como si se fuese a romper.

-¡¡¡Ay C***… Ay C***…!!! – Ana me recorrió la espalda con las yemas de los dedos, y durante un buen rato estuve dando largos envites, dejando que mi polla fuese acariciando las esponjosas y empapadas paredes de su coño, haciéndome a la idea de que me estaba follando a mi bonita y modosa cuñada, y ella estaba disfrutando de las dulces y acompasadas penetraciones. La sacaba despacio, y la metía de forma igualmente delicada, intentando con cada viaje llegar más alto, más lejos, pero no más fuerte, sino con la firme determinación de un remero. Cuando me paré, Ana gimió y me miró, respirando profundo, dándome besos por toda la cara.

-¿Por qué te paras? – balbuceó, lastimera. Yo la miré y me incorporé, abandonando el confortable calorcito de su coño, que rezumaba flujo, y me puse de rodillas sobre la cama.

-Date la vuelta… - le dije, y al punto ella me obedeció, girándose despacio, hasta quedar boca abajo y ofrecerme de nuevo el grandioso espectáculo de su culo, que yo agradecí sobando sus abundantes nalgas y dándole dos azotes que hicieron temblar sus carnes y proferir un gritito a Ana. Estaba para chuparse los dedos, y sin más dilación la cogí de las caderas, tirando un poco hacia arriba, hasta que dobló las rodillas, poniendo el trasero bien en pompa y con la cabeza apoyada todavía en el colchón.

-¿Te gusta? – preguntó, volviendo la cabeza, apartándose el pelo de la cara.

-Sí me gusta el qué, Ana… - le dije, una sonrisa de depredador en mi rostro, la mano derecha pajeando mi polla para mantener su dureza, y la izquierda frotando su coño inundado de dentro hacia fuera y de abajo arriba. Se agitó y gimió, tartamudeando la frase.

-Si te… si te pone… tenerme así… - me miró con los ojos chispeantes.

-Claro que me pone, Anita, claro que me pone… - mi polla traviesa retozó entre los labios de su coño, sin moverse, ensopándose de su flujo, y cuando consideré que la había hecho sufrir suficiente, entré en su coño sin prisa, pero sin hacer prisioneros, de un empellón.

-¡Oh Diooooos…! – la voz de Ana se quebró al final en un gañido, y sus manos se estiraron hacia delante, buscando algo que agarrar que no encontraron. Al final del recorrido me posé sobre el mullido cojín de sus glúteos, que se acomodaron para recibirme, blandos y suaves, contrastando con la sabrosa opresión de su coño, ajustado al contorno de mi polla como confeccionado a medida en un sastre. Me quedé así, extasiado, acariciando su espalda perfecta, y durante unos segundos el tiempo se detuvo, el universo cesó de expandirse, y la realidad se redujo a una esfera diminuta en la que sólo existíamos Ana, yo, mi polla y su coño, encajando como las piezas articuladas de un mecano, como las ruedas dentadas de un engranaje. Durante unos minutos eternos, todo se limitó a mi rabo surgiendo entre esas dos gloriosas masas de carne, expulsada contra su voluntad del coño suculento de Ana, y a sus paredes abriéndose al paso de mi miembro, que retornaba sin demora, casi en cámara lenta.

-Dios… Dios… Dios… ¡¡Dios!! – Ana apoyó la frente contra el colchón, bufando, resoplando como un fuelle cada vez que mi polla se hundía más rápido en su coño, con un sonido gelatinoso y un cada vez más audible chasquido al impactar mis muslos con sus nalgas, rítmicamente. Yo sacaba de tanto en mi polla, y dejaba que quedase atrapada en la raja de su nalgas desbordantes, que la apretujaban en un abrazo sólido. Yo empujaba y mi capullo surgía de esa raja como un resorte, reluciente de jugos, y tras refrescarla volvía a meterla en esa cuevita blanda de seda chorreante. Otras veces la cogía en la mano, y con mi glande cárdeno y congestionado cómo pocas veces lo había visto, golpeaba su culo como si fueran dos timbales gemelos, provocando la risa excitada de Ana, y un gemidito demandante, una queja por dejar ese chochito vacío y huérfano.

No lo estaba nunca por mucho tiempo.

Me la follé conteniendo el ansia, manteniendo una cadencia reposada, estimulando cada rincón de su coño con mi polla, moviéndola en círculos, buscando llenar sus cavidades tanteando con mi capullo en lo más hondo, como un cebo, como un anzuelo para ese orgasmo que no se hizo esperar.

 

-Ayyy… me corro… me voy a correr C***… no pares … ¡no pares! – No pensaba hacerlo. Más bien al contrario, aumenté el compás, el tempo, de adagio a andante, de andante a allegro. Ana tembló de pies a cabeza, y buscó algo que morder, hallando la almohada y amortiguando en ella sus gritos, contrayendo cada músculo, incluyendo su vagina que se ajustó a mi polla como si quisiese aplastarla, para al final aflojarse y volverse a apretar, cada vez más suave, hasta que fue apenas fue una pulsación, un latido, una caricia. Las rodillas de mi cuñada se debilitaron también, y se fue desmoronando sobre su vientre, estirándose boca abajo en la cama, mientras soltaba la almohada y boqueaba como un pez fuera del agua, recobrando el resuello.

Yo me tumbé sobre ella, sin sacar mi rabo, y mis rodillas juntaron sus piernas. En esa postura sus nalgas casi estorbaban para poder percutir con comodidad, pero las separé con ambas manos hasta el límite, y empujé con mis caderas para sumergirme en su coño todo lo humanamente posible.

-Aaah… sigue… sigue… - Ana echó la cabeza a un lado, y mi boca buscó la suya. Me devolvió los besos con avidez, entre gemidos y jadeos, aprisionada bajo mi cuerpo, y empecé a follarla sin miramientos.

Presto. Presto vivace.

-Oh… sí… sí… cómo me gusta… qué bueno… qué bueno…- Ana gruñía, gemía, y hablaba entrecortadamente, levantando su pelvis para facilitar mi entrada compulsiva, acoplándose a mi ritmo, y así estuvimos, con la cadenciosa armonía de un metrónomo, hasta que unos estremecimientos de mi cuñada enviaron descargas de placer indescriptible desde mi entrepierna hasta la base de mi cuello -Ay C***… otra vez… otra vez… ¡¡me corro… otra… veeeez!!

Lo último fue casi un berrido, y en esta ocasión nuestro orgasmo fue simultáneo, abundante, desatado, su coño ordeñando mi polla que trató de meterse un poco más, de perderse en ese abismo encharcado y hambriento. Cada vez que mi capullo de hinchaba y escupía un chorro, su coño se contraía, y Ana gimoteaba mientras sus nalgas se tensaban en mis manos, intentando cerrarse sin conseguirlo, y los dos nos dejamos llevar por la agonía, el tormento y el éxtasis.

Por desgracia, resucitamos de esta pequeña muerte demasiado pronto, sin resuello, agotados, sudando por cada poro. Antes de salir de su interior, nos besamos media docena de veces, deleitándonos en nuestros labios, muerdos húmedos pero delicados, hasta que yo me dejé caer panza arriba sobre la cama y lancé un hondo suspiro.

-Jo… der… - mi polla empapada y pegajosa reposaba sobre mi vientre, aún enhiesta pero recogiendo ya los bártulos, y mi mano derecha buscó el perfil del culo de Ana, que seguía boca abajo, respirando pesadamente. Acaricié con ternura su trasero, sus nalgas, su cadera, el final de su muslo, y después de un momento Ana giró la cabeza hacia mí, posando su mejilla sobre el colchón. Yo me giré también hacia ella, quedando nuestras caras muy cerca la una de la otra.

-Hijo de perra… - me dijo, con una sonrisa satisfecha, saciada. Estaba más guapa que nunca, sus preciosos ojos castaños brillando como dos luceros, las mejillas cubiertas de rubor, la boca medio abierta en una sonrisa de hembra feliz, ahíta. – Me fastidia decirlo… pero follas de puta madre...

Me eché a reír, y no pude evitar besarla. Ella me lo devolvió, con la boca entreabierta, y capté un matiz de nerviosismo en la forma en la que no quiso separar nuestros labios.

-¿Te fastidia? – le dije, girándome de lado hacia ella.

-Pues sí… porque eres un creído y me jode alimentar un poco más tu ego. – se giró hasta colocarse boca arriba, y yo me acerqué, todavía de lados incorporándome un poco apoyando el codo sobre el colchón, y posé mi mano izquierda en su tripita, bocetando espirales con mi dedo alrededor de su ombligo.

-Te pones muy romántica después de follar… ¿Eres igual de encantadora siempre? -musité, sin perder la media sonrisa que estropea por completo, no dejan de decírmelo, mi cara de buen chico, convirtiéndola en la pícara expresión de un crápula. Ana me miró y se rió.

-Serás capullo… - sonrió, y se encogió muy graciosa cuando la fui besando en las mejillas, en cuello y en los hombros. – Al final te has follado a la gorda…

-Tú no estás gorda… - detuve mis besos y nos miramos.

-Menos mal que ya no soy “la gordita”... – me hizo burla, pronunciando lo de “gordita” con retranca, poniendo voz de chanza. Yo negué con la cabeza, sonriendo, y reemprendí la siembra de besos por su cuerpo. Ambos guardamos silencio casi un minuto. -¿Y qué hacemos ahora?

-Supongo que ducharnos y volver a casa antes de que se haga muy tarde, no vaya a ser que nuestras parejas sospechen… - resoplé con algo de fastidio. Ana me miró, poniéndose seria.

-Me refiero a nosotros, bobo. – mis labios se quedaron posados en su clavícula, capturados en mitad de un beso. Me incorporé un poco sobre mi codo.

-Yo qué sé. ¿A qué viene esa pregunta? – me dejé caer boca arriba, quedando los dos mirando la techo no demasiado limpio de la habitación. El silencio se espesó entre nosotros, volviendo casi visible, denso como una niebla. Fue Ana quien habló, sin mirarme.

-De verdad, no sé qué ve Irene en ti. Es decir, lo entiendo, pero no me hago a la idea de que no vea más allá. – se incorporó, sentándose sobre la cama, y flexionó las rodillas, abrazándolas.

-¿A… a qué viene eso? – Fruncí el ceño, mientras yo también me incorporaba. Ana me miró, y se quedó quieta, perdiendo la mirada poco después en un punto indefinido entre el suelo y la la pared.

-Mira, C***… follas bien, muy bien. Eres atractivo, y lo sabes. Y das el pego, de veras, porque eres más o menos listo y puedes fingir ser un buen tipo, pero en cuanto se te conoce un poco se te cala enseguida.

No dije nada inmediatamente. Sencillamente me quedé mirándola, callado, por una docena de latidos del corazón, antes de replicar.

-¿Perdona?

Ana sonrió, aunque con un viso de amargura en la mirada, aún lejana y algo vidriosa.

-C***… ¿Qué ha significado esto? ¿Qué soy yo, aquí, contigo?

-No lo sé… - lo dije sinceramente, lo juro. No estaba mentalmente preparado para esto. -¿Qué quieres que diga?

Ana negó con la cabeza, mirando ahora hacia la ventana, muy seria, como escogiendo las palabras. Cuando me miró, tenía la boca fruncida en una mueca de desdén.

-Eres venenoso, ¿lo sabes? Venenoso y egoísta. Te has encaprichado conmigo, y cuando te canses te encapricharás con otra...

-¿Por qué dices eso? – notaba que un ramalazo de ira ascendía por el interior de mi pecho.

-Porque no te importa una mierda la gente, no te importa una mierda Irene… y no te importo una mierda yo.

Yo me puse a la defensiva, levantándome de la cama.

-En cambio tú eres genial, y te importa Pablo muchísimo, sí. Por eso me comiste la polla a dos carrillos y por eso acabamos de follar, porque llevas una semana queriéndome demostrar lo mucho que te importa.

Ahora sí que se quedó mirándome, y de repente dos lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Se las limpió con las manos, y compuso, una expresión que nunca le había visto antes.

-Eres un hijo de la gran puta que no entiende nada. Vete a tomar por el culo, cabrón. - Se levantó y se encerró en el baño.

Smorzando. Morendo. Fine.

(Continuará)