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BPN. Ojos verdes (9). Tres es la pareja perfecta

en No Consentido

-Hola, C***… ¿Te importa si hablamos un momento?

Es un fenómeno de lo más peculiar, el remordimiento. En mi caso, por poner un ejemplo cercano, es capaz de teñir de amargura incluso la experiencia más dichosa. Y lo sé, pero ignoro por qué extraño arte de birlibirloque, la culpabilidad futura jamás consigue disuadirme del hedonismo presente. Porque da igual lo mucho que sepa, que me diga a mi mismo, soy incapaz de reflexionar con un mínimo de introspección y recular, echar el freno, no actuar impulsivamente llevado por los instintos. Debe de ser algún defecto en mi pituitaria o en mi neocórtex, me pueden siempre mis frenéticas pulsiones reptilianas.

El caso es que cuando Luis, mi vecino, el padre de Helena y marido de Laura me abordó por la calle, un familiar vacío repentino se apoderó de mis tripas, y mis vísceras se encogieron de puro terror. Pude sentir, lo prometo, cómo el fino hielo que llevaba semanas pisando crujía bajo mis pies, y en esos breves segundos juré medio millar de veces no volver a cometer canalladas como las que llevaba perpetrando hasta entonces.

-Claro, Luis… - dije, sin dejar de caminar, fingiendo un aplomo risible, dada la flojera intestinal que sentía en ese momento.

Mi vecino se colocó a mi altura, taciturno, su rostro lúgubre contrastando vivamente con su habitual jovialidad y extroversión. No sé por qué, sospechaba que andaba de cacería, y a mí se me estaba poniendo un cuerpo y una cara de pato salvaje que daba miedo.

-¿Qué ocurre, Luis? Tienes mala cara… - conseguir articular, razonablemente firme, mientras caminaba y comprobaba los testigos potenciales, en caso de que decidiese partirme la cara allí mismo.

-Estoy preocupado, C***. – me comentó, muy serie, mirándome de soslayo – Es por culpa de Helena.

Tosí, muy poco ceremoniosamente, y respiré profundamente antes de responder.

-¿Helena? ¿Qué pasa con Helena?

-No sé, C***… - dijo su padre, frunciendo el ceño y torciendo un poco la boca, con aire malhumorado. – Dímelo tú. ¿Qué pasa con Helena?

Espero que me crean si digo que estuve a punto, al borde mismo, de echar a correr y dejar atrás a Luis callejeando como en las películas, pero aquello habría sido ridículo. No perdí el paso, y mi cerebro empezó a borbotear tratando de contener el pánico. Necesitaba ganar tiempo, así que recurrí a la táctica más vieja del mundo. Hacerme el tonto, y negar la mayor.

-¿Cómo? ¿Y qué voy a saber yo? – aparenté inocencia lo mejor que supe, pero no sirvió de mucho. Luis me miró, entrecerrando los ojos, y me obligó a pararme, posando una mano sobre mi hombro.

-Don Francisco me ha dicho que Helena va mucho por tu casa, que le estabas dando clases o algo así. ¿De qué estaba hablando? ¿Tengo que preocuparme, C***?

Hijo de perra chismoso, vejestorio cotilla y baboso… Odié con todas mis fuerzas al vecino, y juré venganza, pero no podrían hacer nada si Luis me rompía el alma primero, así que debía pensar rápido, y pensar bien.

-A ver… Helena me pidió que no os dijera nada… - carraspeé ligeramente, pero mantuve la compostura de forma creo que admirable, dadas las circunstancias. -. Le estoy dando algunas clases de ciencias y matemáticas, porque se está quedando algo atrás…

Luis me miró, todavía con desconfianza, y su manada posada en mi hombro. Espero que no notase el temblor que se estaba apoderando de mis rodillas.

-¿Y por qué no nos habéis dicho nada, si puede saberse?

-Verás… Helena no quería preocuparos, porque cree que podrá con ello. Y cuando le dijo que no os dijera nada, estuve de acuerdo, porque al ser una cosa informal y puntual no quería que la sintieseis obligados a pagarme…

La mano de Luis se relajó, pero no la quitó de ahí, ni dejó de mirarme a los ojos, circunspecto.

-¿En serio?

-En serio. Casi ni son clases, le ayudo con algunos problemas, repasamos los temas que se atragantan… pero sé que si los llegó a decir insistiríais en pagarme o hacerme algún favor, y como Helena me pidió que no os lo dijera… pues… - me coloqué mi mejor cara de buen chico, esa que tengo cuando no sonrío.

-No me gusta que andéis con secretos, C***… - por fin, la mano de Luis abandoósu presa sobre mí clavícula y se colocó en su costado, a la vez que su expresión se relajaba visiblemente.- Helena es menor de edad. Te agradecería que nos consultases estas cosas, hombre… - me reconvino, aunque con tono un poco más afable.

-Lo siento Luis, creí que era una tontería, lamento haberos preocupado… - solté aire, y fingí arrepentimiento, aunque no me hizo falta fingir mucho, estaba arrepentido. De cosas.

-Hombre… - dijo, y volvimos a echar a andar. – Ponte en mi lugar. Qué te diga un vecino que tu hija adolescente se pasa horas en casa de tu vecino de abajo… y más de este vecino concreto… - me dijo, sonriendo y guiñándome el ojo.

-¿Cómo? – dije, intentando encarrilar de nuevo el tren de mi pensamiento, después del sobresalto.

-Pues eso… que eres un soltero, y joven… ya me entiendes…

-Por favor Luis… - dije, escandalizado - ¿Cómo puedes pensar…?

-¡Que no hombre, que no…! – me dijo, palmeando mi espalda. – Ha sido un malentendido, sin más…

Seguimos un minuto en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos, hasta que de nuevo fue mi vecino quien formuló una interrogación.

-C***… ¿Puedo preguntarte algo?

-Claro. Dime. – volví a activar el protocolo de emergencia, por si la tormenta no había pasado del todo.

-Pues… ¿Tú notas a Laura… diferente?

-¿Diferente? ¿En qué sentido? – respondí, con infinita precaución. Nos estábamos acercando al bar, pero Luis parecía tener ganas de seguir la conversación.

-No sé… distinta. Es que… no sé, últimamente viste de otra manera, se ha cortado el pelo y en casa es… no sé, diferente. Conmigo, con Helena… sobre todo con la niña.

-No sabría decirte, Luis… - nos detuvimos a la puerta del bar. Luis frunció de nuevo el ceño, y sacudió la cabeza.

-Tú la has tratado bastante últimamente. No sé, la noto rara.

-¿Y por qué no lo hablas con ella? – repliqué, impaciente pero cauteloso.

-Ya, si lo sé, eso debería hacer. Pero es que no sé cómo sacar el tema…

Suspiré, y le miré directamente a los ojos.

-¿El tema? ¿Qué tema? ¿De qué estamos hablando, Luis?

Se ruborizó un poco, y pareció azorarse un tanto, mirando hacia todos lados asegurándose de nadie nos escuchaba. Cuando me habló había bajado la voz considerablemente.

-A ver… es que está rara, está… como te cuento yo a ti esto… “diferente” – enfatizó está última palabra con todo el doble sentido que fue capaz de aplicar en la entonación, y decidí que ya había sufrido bastante.

-Entiendo… ¿Pero es mala o buena, esa diferencia?

-Es buena, es buena… - se apresuró a aclarar.

-¿Entonces?

-Es que… me preocupa, solo eso.

-Mira, Luis… - me pasé la mano por el pelo, apartando el flequillo – Lo único que se me ocurre es que hables con Laura y ya… la comunicación es fundamental en la pareja… - Me sentí como un gilipollas, no solo por hablarle así y soltar estas chorradas, sino porque nunca habìa tenido confianza ni amistad íntima con él, y su súbito arranque de sinceridad y confidencias me resultaba incómodo y yo diría incluso que molesto.

Bueno, y porque yo era el que se estaba follando a su mujer. Igual por eso también.

-Lo sé, lo sé… no me puedo creer que te esté contando esto…. – Luis sonrió, un poco apurado, y negó con la cabeza.

-No pasa nada… - miré el reloj, y le di una palmera suave en el brazo – Tengo que ir a la tienda.

-Sí, sí, claro, ve…

-Hablamos en otro momento, ¿de acuerdo?

-Sí, claro, C***, gracias.

-Nada, nada. ¡Hasta luego!

Me alejé mientras nos despedíamos, incrédulo por lo que acababa de pasa, abrumado por el peso de las preguntas. ¿Qué era todo aquello? ¿Cómo demonios había acabado de confidente de mi vecino? ¿Sospechaba de mí? Y sobre todo, ¿cómo me las iba a arreglar para llegar puntual a la tienda, si ya llegaba diez minutos tarde?

*

Mónica.

Vaya faena. Helena me lo ha dejado muy claro, diáfano, diría yo. Si quería disfrutar de ella por entero, tendría que pagar su precio, y entregarle en bandeja a una chica de su clase, una compañera que se llamaba Mónica. Aunque sonaba apetecible, a mí me pareció imposible, o al menos lo suficientemente difícil en tiempo y esfuerzo como para descartarlo, de entrada.

-Es de República Dominicana… - me dijo, tumbados los dos en el asiento trasero del coche. – Y es virgen…

Me quedé con la boca abierta, porque cada detalle añadía un matiz surrealista a todo aquello, profundamente perturbador. Evidentemente la idea me atraía, de forma tan poderosa como cualquiera se podría imaginar, pero al mismo tiempo me repelía profundamente, porque no asimilaba del todo la dimensión de lo que pretendía mi vecinita.

-Todavía no entiendo bien lo que quieres… - terminé por admitir, peleando contra la somnolencia y la tristeza post coito, peinando su pelo ondulado, respaldando profundamente.

-Es muy sencillo – dijo, incorporándose, el rostro serio - Quiero que hagas con ella lo que haces… hicimos… con mi madre. – me dijo, mirándome a los ojos con esos dos luceros de esmeralda. Suspiré.

-¿Sencillo? – me reí un poco, burlón - ¿Y cómo demonios quieres que haga algo así…?

-Joder… pues no sé… - Helena arrugó la frente, y dobló la cabeza, sonriendo a medias - ¿No te ves capaz de llevártela a la cama?

-La leche, Helena…. – me acomodé en el asiento, picado, y asumí un ademán de fastidio - Lo dices como si fuera solo chasquear los dedos…

-A ver… - me acarició el pecho, suavizando su expresión, volviendo a convertir su voz en un suave ronroneo, mimoso y asquerosamente manipulador… y efectivo – No te lo hecontadl todo aún… A ella le gustas…

-¿Qué? – me enderecé, enarcando las cejas, y sintiendo un interés creciente en el asunto. - ¿Cómo dices?

-Chico… - se echó a reír en voz baja, y sus caricias bajaron a mi vientre, jugando con mi ombligo y provocándome unas placenteras cosquillas - ¿Por qué crees que la he elegido a ella?

-Pero… ¿Cómo…? – intenté evitar la risa, pero no pude, y ambos forcejeamos juguetones unos segundos, ella buscando pincharme en los costados, y yo escabulléndome y sujetando sus manos. Al final desistió, y se apartó el pelo del rostro, antes de responder.

-C***, en serio, a veces eres de un cortitooo… - me dio un cachete en el hombro, antes de volver a las caricias y jugueteos en el vello de mi pecho – Cuando te vemos por el barrio… pues oye, hablamos. Mónica me dijo que le gustabas, bastante, le dije que eras mi vecino y eso… lo tienes fácil, me parece a mí. A los dos nos gustan mayores…

Me quedé en silencio, mirándola, seguramente con rostro de pánfilo, desconcertado pero lo reconozco, complacido en mi fatuidad masculina. Al ver que guardaba silencio, Helena me miró y terminó por preguntar.

-¿Qué pasa?

-Vamos a ver… - sacudí la cabeza, incrédulo, y procedí a verbalizar en voz alta lo que pensaba, por si acaso lo estaba soñando – Me estás proponiendo que me lleve a la cama a una chica compañera tuya, de dieciséis años…

-Diecisiete. – puntualizó Helena, sin perder la expresión pícara, su cautivadora sonrisa de súcubo adolescente.

-… diecisiete años, virgen para más señas, y encima tú quieres estar presente.

-Sí… presente y… bueno, quizá… - enrojeció, y un brillo malicioso y travieso iluminó sus ojos verdes- … participar.

*

Juzguen ustedes cómo afronté el día siguiente, con la cabeza dándome puras vueltas. ¿Un trío con dos jovencitas, una de ellas virgen? Parecía demasiado bueno para ser cierto, y suelo desconfiar de ello, porque normalmente en estos casos, o no es tan bueno… o no es cierto. Pero el caso es que no pude quitarme de la mente las palabras de Helena, su proposición. Nadie en su sano juicio podría haberlo hecho. Y muy pocos, con el juicio enfermo.

Y tengo que ser honesto, la verdad es que era una chica muy mona.

Mónica, quiero decir.

Era alta, casi como yo, de silueta equilibrada, puede que sin mucho pecho, pero con unas caderas bonitas, proporcionadas y voluptuosas. Tenía un rostro bello, elegante, con la piel del color del chocolate oscuro, y rasgos finos, regulares, bien trazados. Destacaban en su rostro unos labios gruesos, voluptuosos, con una bonita forma de corazón, y sobre todo unos ojos enormes, oscuros, de largas pestañas, que miraban con intensidad detrás de unas gafas pequeñas. Y me encantaba que llevara el pelo negro muy muy corto, prácticamente al rape, lo cual, curiosamente, lejos de restarle femineidad, la acentuaba, como una insolente declaración de intenciones, un desafío de su cráneo redondo y perfecto.

-¡Hola C***! – Helena me saludó, un encuentro nada casual a la salida del Instituto, por la tarde. Con toda la hipocresía del mundo, toda mi caradura, fingí sorprenderme.

 

-¡Hola, Helena! ¿Qué tal?

-Pues ya ves… de recogida. ¿Conoces a Mónica? Este es C***, mi vecino…

Nos saludamos con dos besos, y ella esbozo un “Hola” con un hilo de voz, rehusando mirarme. Fue Helena la que prosiguió la conversación.

-¿Qué haces aquí? – mentía con una naturalidad pasmosa.

-Tengo un par de clientes por la zona, y ahora voy a jugar al fútbol sala en el pabellón de ####... – le señalé la bolsa de deporte que colgaba de mi hombro.

-¡Anda qué casualidad! – exclamó Helena, levantando a su vez la mochila. – Nosotras vamos a las piscinas… ¿Nos llevas?

Estoy seguro de que le había costado un tanto convencer a Mónica de ir a la piscina precisamente a ese polideportivo, y por un momento estuve tentado a decir que no podía, sólo por ver su cara, pero fue apenas un segundo. Miré a las dos chicas con una sonrisa, y me encogí de hombros.

-Claro, sin problema. Y si no os importa esperar a que acabe el partido, os llevo a casa después.

Aceptaron, y montamos en el coche para ir al polideportivo. Aunque el trayecto fue corto, tuvimos tiempo para charlar un poco, más Helena y yo que Mónica, que participaba en la conversación con unos modales educados, reposados, sin alzar la voz, grave pero de acento melodioso. Al parecer, y respondiendo a mis preguntas directas, le iba bien en los estudios, quería estudiar medicina, era de República Dominicana pero llevaba desde pequeña en España, y por eso apenas tenía acento. No pude decir nada más, aunque sí que noté que se relajaba a medida que hablábamos, como si se fuese soltando poco a poco, acomodándose. Debo decir que me llamó la atención desde el momento mismo en que la conocí. ¿Cómo me podía haber pasado tan desapercibida, hasta ahora? Porque sí reconozco que la asociaba con la pandilla de Helena, pero quizá el resplandor esmeralda de mi vecina había eclipsado, en cierto modo, la natural y fresca hermosura de Mónica.

Tres veces nos miramos a los ojos, a través del espejo retrovisor interior, durante un segundo. Y la tercera vez quise adivinar un esbozo de sonrisa, antes de que ella apartara la vista, y sonreí también, para mis adentros. Helena, mientras tanto, parloteaba, jovial, vivaracha, locuaz y risueña, y al final quedamos en que ellas verían un rato del partido antes de ir a la piscina, para no tener que esperar mucho después.

Y fue así como terminé jugando un partido de fútbol sala, con dos adolescentes sentadas en las gradas del pabellón, arriba del todo, tratando en vano de no llamar la atención, y creo que todos los jugadores más pendiente de ellas que del esférico. Creo haber dicho ya que nunca he sido un futbolista más allá de aceptable, pero no sé si fue por saber que ellas me miraban, o porque funcionaron de forma excelente como distracción, que cuajé un buen partido, marcando incluso dos goles. Fue justo después de uno de ellos, que las chicas aplaudieron con disimulo , cuando se me acercó uno de los jugadores del equipo contrario, un tal Gonzalo, que nunca me cayó demasiado bien, pese a que llevábamos años jugando juntos una vez por semana.

-Joder, C***… no sabía que íbamos a jugar con público… ¿Son tus sobrinas, o algo? – preguntó, con una mueca burlona que se me hizo difícil de tragar.

-Es la hija de una amiga, que las he traído a las piscinas. No me toques las pelotas, anda…

-¡Si no digo nada…! – las miró, y dio un corto silbido, mientras nos íbamos colocando para el saque de centro.

-¿Y cuál es tu la hija de tu amiga? ¿La negrita?

-No. – le miré, muy serio. – La otra chica.

-Joder… pues la negrita tiene un polvo… ¿De dónde es?

-De República Dominicana… - dije, intentando zanjar ahí la conversación.

-Vaya… - su sonrisa se ensanchó – Joder… pues mejor todavía… ya sabes lo que dicen de las latinas… - me miró, con un gesto cómplice que me revolvió un tanto el estómago.

-Pues no sé lo que dicen de las latinas, pero sí sé lo que dicen de las de Daroca… - repliqué, mirándole a los ojos. La sonrisa se le petrificó en el rostro, y frunció el ceño.

-¿Y qué coño dicen de las de Daroca?

-Ya sabes… que la que no es puta, está loca… - dije, escupiendo las palabras – Por cierto, ¿tu madre no era de allí?

Entonces se acabó el partido, y empezó la pelea.

*

-¿Siempre son tan interesantes, tus partidos?

Estábamos los tres sentados en la cafetería del polideportivo, tomando un refresco. Ellas acababan de salir de la piscina, que podía verse a través de la amplia cristalera. Yo llevaba un buen rato mirándolas, desde la mesa, y aunque el gorro de goma, los bañadores negros y las gafas no eran precisamente complementos sexys, no había podido dejar de admirar las discretas pero preciosas curvas de Mónica, y por supuesto las más acentuadas y provocadoras de Helena. Ahora estaban las dos frente a mí, recién duchadas, oliendo a jabón y colonia, dedicándome ambas una apenas contenida expresión burlona.

-A veces lo son más… - dije, bebiendo un sorbo de mi té helado, sonriendo un poco. Todo había quedado en un forcejeo, algún intercambio de insultos y un poco de tangana, pero el ambiente se había enrarecido y habíamos dado el partido por terminado. Ya se vería qué ocurría, a partir de ahora.

-¿Pero qué ha pasado? – los ojos oscuros de Mónica me escrutaron, y yo me encogí un poco de hombros, mirándola directamente.

-Ha sido todo un malentendido. Discutimos sobre la lírica del Siglo de Oro. Él era más de Góngora, y yo siempre he sido un convencido conceptista… – no aparté la mirada, serio como una esfinge, y ante su expresión confusa acabé por reírme un poco – Gonzalo llevaba medio partido dándome patadas. Al final me he calentado, y le he soltado una grosería. Mea culpa.

Al menos conseguí que se lo tomaran a broma, y así restañar un poco el ridículo. Realmente no sé por qué tuve que ser tan bocazas, o tan susceptible. Cierto que el tal Gonzalo era gilipollas, pero yo no había demostrado ser ni más ni menos idiota que él, al caer en esas provocaciones tontas y enfundarme el traje de macho alfa de pacotilla. Supongo que, simplemente, a todos nos dan por hacer el imbécil, alguna vez.

Tal y como prometí, las llevé a casa. Mónica vivía cerca, a uno diez minutos de paseo, y Helena se las arregló para convencerla de subir un rato conmigo. No me pregunten cómo, no me explico todavía por qué, pero estaba claro que a la dominicana yo le gustaba. No puso muchas objeciones a entrar en casa, y una vez allí saqué algo de beber y nos pusimos a charlar, sentados en el sofá. Helena nos dejó hacer, y Mónica y yo compartimos nuestros gustos y aficiones en música, cine, libros… hablamos más de una hora, muy animadamente. Su timidez inicial, su recato, se habían convertido en una dulce, tranquila, arrebatadora locuacidad que resultaba encantadora.

Había algo de magnético, de hipnótico en sus mirada, en su sonrisa amplia de dientes blanquísimos. Y también algo de fiera enjaulada, una sensualidad latente y casi se diría que involuntaria, en su postura, en el movimiento de sus caderas al caminar, en su forma de tocarme el brazo con familiaridad al reírse con alguna de mis ocurrencias, en el acento casi imperceptible pero tan musical al pronunciar mi nombre. Si Helena era volcánica, Mónica era oceánica, con la fuerza soterrada y oculta del agua mansa, que termina quebrando los acantilados y transformándolos en playas, en ensenadas de blanda arena.

Le presté un par de libros, y algunos discos que escuchamos previamente en mi equipo de música, comentando canciones, cruzando referencias, y me hizo reír cuando se quedó fascinada al primer hablar de los conciertos a los que había asistido. Lo confieso, entonces y ahora. Era imposible no quedarse prendado de su mirada atlántica, oscura y limpia como una noche de verano.

Las dos se fueron antes de cenar, despidiéndose con un par de besos, y la promesa de ir algún día al cine, los tres o en pandilla. Me sorprendió que cuando Mónica me besó, no se limitó a un gesto de cortesía, sino que posó sus labios en mis mejillas, con un roce leve pero que me electrizó. Helena, antes de marcharse, me guiñó un ojo , y cuando me dejaron solo el piso me pareció más vacío que nunca.

Aunque no estuvo así mucho tiempo.

Apenas me había cambiado de ropa, y me disponía a preparar la cena con cierta pereza, cuando volvieron a tocar el timbre. Suspiré, sorprendido, y cuando abrí me di de bruces con la expresión culpable, contrita y suplicante de Laura.

-Hola, C*** - me dijo, nada más entrar en casa, casi apartándome e irrumpiendo en el interior. Cerré la puerta, los dos plantados en el vestíbulo, frente a frente. Laura me miró con los bonos llenos de lágrimas, sin decir nada, aunque se retorcía las manos, nerviosa. Yo esperé unos instantes, pero al ver que no se decidía a hablar, fui yo quien formuló la pregunta.

-¿Qué ocurre, Laura? – me apoyé contra la pared, cruzando los brazos.

-No sé cómo decirlo… - masculló, respirando hondo, y yo le mostré las palmas de las manos, en un gesto entre inquisitivo y resignado, como animando a que lo soltara de una vez. Aún titubeó un poco más, agitada.

-Es que… verás… - cerró los ojos y resopló, como armándose de valor – Lo que quiero decir es que… Esto se tiene que acabar.

-¿Esto? ¿Qué es “esto”? – repliqué, en voz baja, entrecerrando los ojos y negando con la cabeza, sin comprender a qué se refería. O sin querer entenderlo.

-Joder C***… pues… todo. – el escaso coraje que había conseguido reunir pareció disolverse en el aire, y sus ojos volvieron a inundarse, al borde del colapso, y su mentón a temblar.

-¿Todo? – seguí retorciendo la tensión entre ambos.

-Sí… todo… tú y yo. - ahora sí parecía estar conteniendo los sollozos, sacudiendo un poco los hombros. Está vez decidí no decir nada, sino que solo la miré, los brazos cruzados y con esa postura casi indiferente, casi displicente, y al final fue ella la que se vio obligada a añadir algo – Lo del otro día… fue una locura. Es una locura. Una completa locura. Por favor… ¡por favor!... Acaba con esto… - sus palabras brotaban cada vez más alteradas, y finalmente ocurrió lo inevitable. Rompió a llorar.

Obedeciendo a un impulso, di dos pasos hacia ella y la abracé. No se apartó, al contrario, hundió la cabeza en mi pecho y se deshizo en llanto, pero sí que percibí que dudaba si corresponder a mi gesto, pero en cuanto froté su espalda, buscando consolarla, Laura se fundió conmigo en un abrazo estrecho, íntimo y cálido, calmándose poco a poco, entre hipidos y sollozos. Dejé que se tranquilizara, y entonces la miré, dejando que fuera ella la que alzar la cabeza y me devolviese la mirada, con los ojos enrojecidos y un reguero de lágrimas arrasándole el rostro.

-¿Quieres un poco de agua? – le dije, en un susurro cariñoso y solícito.

Asintió, y los dos fuimos a la cocina, donde yo le serví un vaso que ella bebió de un largo trago, respirando profundamente. Guardamos silencio unos instantes, antes de que volviera a mirarme, inquisitiva.

-¿Acabarás con esto, C***? – habló con tono sereno, aunque se adivinaba una agitación interior que trataba de sofocar.

-¿Tú quieres que acabe? – le respondí a mi vez, chasqueando los labios, con una media sonrisa que quería ser conciliadora pero que, a mi pesar, resultó sin duda impertinente.

Se mordió el labio, y miró hacia un lado, girando la cabeza. Se pasó la mano por el pelo, y suspiró hondamente, y se limpió el rostro con las manos, enjuagando sus ojos.

-C***… yo… lo siento, pero lo de mi hija… - aquello pareció darle las fuerzas que estaba buscando,, porque al mirarme, sus ojos relampaguearon - Te estás acostando con mi hija, ¿verdad?

Valoré mentir. Es lo que se aconseja, en un renuncio, ¿no? Negarlo en rotundo, empecinarse en negarlo. Pero en ese momento juzgué, seguramente con buena criterio, que se trataba de una pregunta retórica. Así que, en ausencia de una respuesta adecuada, opté por no decir nada en absoluto. Me quedé ahí, de pie, apoyado en la mesa. Sostuve su mirada, con expresión seria esta vez.

-Hijo de la grandísima puta… - lo pronunció en voz baja, apretando los dientes, como masticando y escupiendo las palabras – No tienes huevos ni para decirme que sí… - parecía realmente más dolida que enfadada, más sorprendida que enojada.

Di de nuevo la callada por respuesta. En su momento no se me ocurrió nada bueno que replicar.

-Al menos di algo, cerdo… - me miró, venenosa, dolida, convertida la emoción de antes en una rabia sorda que me estaba arrojando como un dardo. Traté de ganar algo de tiempo para poner en orden mis ideas.

-¿Qué quieres que diga? – pregunté al fin, enarcando las cejas, encogiéndome de hombros.

-Yo qué sé… pues podrías explicarme qué coño estás haciendo con nosotras, cabrón de mierda… – ahora sí que la rabia, apenas contenida, parecía aflorar. Laura respiraba muy rápido por la nariz y parecía a punto de darme una bofetada.

-Nada… - no lo puede evitar, se lo juro, no puede evitar que mi sonrisa insolente se asomara a mis labios, y mi tono más sarcástico tiñese mi réplica de mordacidad – Nada que no hayáis querido que pasase, Laura. – tuve reflejos, y me adelanté a su reacción, reteniendo sus brazos, asiéndola por las muñecas, mientras ella se sacudía en vano. La obligué a mirarme a los ojos, y fruncí el ceño. - ¿O es que me equivoco? ¿Es que ha pasado algo que no hayas querido que pase?

-Serás cerdo… ¡Suéltame!… - trató de zafarse, se ruborizó, y su mirada se volvió huidiza, esquiva. Yo me envalentoné, porque no estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer, y si tenía que recibir un bofetón, que fuera con razón. Con más razón, quiero decir.

-Antes contéstame, Laura. ¿Por qué quieres acabar con esto? Dímelo. ¿Por qué? – me acerqué más a ella, que trató de retroceder, pero no tuvo más remedio que pegarse a mí. – Dime, Laura… es porque no te gusta… - me acerqué a su oreja, y ella giró la cabeza. - ¿O es porque temes que te guste demasiado?

-Chulo de mierda… - siguió sacudiéndose, y me miró con furia.

-Laura… - apreté, y ella dejó de forcejear, quedándose quieta, resoplando. - ¿Qué ocurre? ¿Es que tienes miedo de lo que sientes?

-Cállate… - cerró los ojos, y negó frenéticamente con la cabeza.

-Entonces es eso, ¿verdad? – Me pegué más todavía a su cuerpo, que se encogió. Mi voz se hizo untuosa, como de mantequilla, un susurro perverso. - Cuéntame ¿qué sentiste cuando tu hija te dio una orden? ¿Qué sentiste cuando la viste desnuda…? ¿Qué sentiste cuando te tocaba…? – Mi voz se fue suavizando más y más, y bajando el tono, grave y denso. Finalmente, la solté.

-Dios… - Laura temblaba, y en cuanto la solté, se llevó las manos a la cara, pero no sé separó de mí. Yo aparté sus manos con suavidad, y ella titubeó antes de mirarme, los ojos nuevamente anegados de agua, las mejillas convertidas en dos manchas de grana. – Yo… yo no soy así… yo soy normal…

-Claro que lo eres. ¿Por qué no vas a serlo? – acaricié con un dedo su mentón, con ternura, y Laura respiró muy hondo.

-¿Qué… qué me has hecho? Yo antes no era así… mi hija… - La callé con un beso, un beso atrevido pero respetuoso al principio, un leve aleteo de pájaro en sus labios. Me rechazó, en primera instancia, pero no cejé en mi empeño y al final fue ella la que incrementó la intensidad, uniendo nuestras bocas, nuestras lenguas, nuestros remordimientos.

-No entiendo … - dijo, al separarnos, frunciendo el ceño – No entiendo cómo me puedes gustar tanto si eres un cabronazo… un falso… y un chulo… - y volvió a besarme, esta vez sin cortapisas, sin barreras, como dos amantes entregados nos besamos a fuego, a brasa, a viento. Ella se detuvo, tras un minuto de comernos la boca el uno al otro, y puso las manos sobre mi pecho.

-C***… yo… lo de Helena… - a pesar de todo, la culpa, el reproche, regresaban a su tono, y yo busqué su mirada que se perdía en el suelo.

-¿Qué pasa con Helena? – pregunté.

-No le harás daño, ¿verdad?

-Pues claro que no. ¿Qué te hace pensar que se lo haría?

-Es muy joven, y … - alzó la vista, y me estudió con el ceño fruncido - ¿Qué es lo que sientes por ella? ¿Qué hace un treintañero con una niña como Helena?

-Es difícil de explicar…- tomé aire, y me puse serio, para contestar - Pero tú sabes mejor que nadie que Helena ya no es ninguna niña….

-Ya, bueno… eso también… me siento horrible… - me dijo, componiendo un gesto acongojado. -Es tan… tan… asqueroso…

-No digas eso. Simplemente… sucedió.

-No. No sucedió. Dejamos que sucediera. Es muy diferente – sonó más decidida, y su mirada se endureció.

-Ya… nos dejamos llevar, supongo… - no supe muy bien qué decir. En mi favor argumentaré que tampoco era una situación para la que uno esté preparado.

-Sí… ¿Y dónde nos dejaremos llevar? ¿Cuál es el paso siguiente? – cada vez sonaba más severa, más enojada.

-Sinceramente… no lo sé. – fui cien por cien sincero. Y no le gustó. Para que luego digan que las mujeres quieren que seamos sinceros.

-Yo te diré a donde. Dejarme llevar… ¿A qué? ¿A tener… tener… sexo… con mi hija? ¿Nos hemos vuelto locos? – se envaró, ruborizándose violentamente mientras retrocedía un par de pasos y se giraba, dándome la espalda, agarrándose el costado, como si le doliese el estómago. Yo me acerqué por detrás, y ella me rechazó sacudiendo los hombros y alejándose otro par de pasos. – Me haces sentir sucia, C***… me haces sentir asco de mí misma. Eso no puede ser bueno. No.

Se volvió hacia mí, con ademán resuelto.

-Esto se acabó, C***, se acabó, ¿me has oído? Y por favor, te lo suplico… deja en paz a Helena. Puedes tener a la chica que quieras. Deja tranquila a mi hija.

-¿Y si es ella la que no me deja tranquilo a mí? – pregunté, enfadado.

-No me hagas reír. No es más que una cría. Seguro que sabes apañártelas. Mira, C***… te lo digo en serio. Conmigo has hecho lo que te ha dado la gana, pero… ni se te ocurra jugar con mi hija. O te prometo que… - se interrumpió, elocuente, dejando un silencio incómodo entre los dos.

-Muy bien, Laura. – cuando hablé, fruncí el ceño. Mi tono era frío, desapasionado. – Si es tu decisión, la respeto. Y ahora, si no quieres nada más, quiero que te vayas de mi casa. – Lo hice sonar, con toda la intención, como una orden.

Titubeó, y durante un par de segundos dio la sensación de querer decir algo, pero finalmente se volvió y se fue sin despedirse, sellando el punto y aparte con un portazo.

*

 

Llegó el sábado, retrasándose el tiempo que le tomó a la aguja pequeña del reloj en dar cuatro vueltas completas a su prisión circular.

Había quedado con Mónica y Helena, y eso me ayudó a pasar el mal trago de la escena con Laura. La idea era realizar una excursión sencilla, pasar el día en la naturaleza. Yo era, y aún soy, aficionado al senderismo, y se me ocurrió que las chicas, que me habían jurado y perjurado que querían hacer alguna ruta, podrían divertirse en una caminata breve, poco exigente, accesible pero estimulante por el paisaje. Así que les propuse subir a Ordesa, un valle pirenaico a unas dos horas en coche de Zaragoza, y ellas estuvieron de acuerdo con un entusiasmo envidiable.

Lo peor de todo, sin duda alguna, fue el madrugón que tuvimos que darnos, ese sábado, pero a las seis de la mañana pude recoger a Mónica y Helena, con sus mochilas, sus caras de sueño y toda la insolente belleza de sus diecisiete años. Estaban las dos preciosas, con su ropa deportiva ajustada, llamativa, que de forma elocuente, sin resultar estridente, resaltaba las curvas de sus traseros, la turgencia de sus pechos breves, los arcos de sus cinturas, la firme consistencia de sus piernas. No pude evitar recorrer con mi vista el cuerpo espigado de Mónica, y su rostro, recién lavado, sin maquillaje ni artificios, tan hermoso y fresco como flor temprana.

No tuvimos una gran conversación durante el viaje, porque mis dos acompañantes cayeron dormidas en cuanto me incorporé a la autovía hacia el norte. Yo me limité a mirarlas, tan silenciosas, tan plácidas, como dos estatuas, como dos hermosas alegorías de la juventud y la belleza. Cada una, a su manera diferente y complementaria, eran perfectas.

Cuando llegamos, al fin, me costó algún gruñido de queja que las dos se pusieran en marcha, después de la siesta, porque no se puede calificar de otra forma el sueño que descabezados ambas, más de hora y media. Todo fue un rosario de bostezos, estiramientos, sacudidas, varias protestas por el relente de la mañana, pero finalmente conseguimos ponernos en marcha.

Ya desde le principio la ruta es sobrecogedora. A mediados de otoño, como estábamos, los hayedos se habían teñido de rojo, y los robles de un tono de oro viejo, y las grandes peñas grises del Pirineo asomaban, calvas como dientes de alguna bestia preternatural, entre los bosques. El pequeño pueblo de tejados de pizarra donde habíamos dejado el coche parecía sacado de alguna estampa medieval, y el macizo montañoso y pelado que lo enmarcaba, grandes acantilados verticales, paredes de roca desnuda, daban la idea de haber llegado un poco al fin del mundo.

La senda era muy cómoda, llana, y enseguida nos metimos entre árboles frondosos, mientras pisábamos la rumorosa alfombra que crujía a nuestro paso. El bosque se cerró a nuestro alrededor, y empezamos a culebrear siguiendo el curso del río. Habíamos tenido mucha suerte, y el día estaba limpio, claro, y la luz del sol jugaba con los mil colores del otoño para otorgarnos una iluminación irreal, casi de cuento.

-Es súper bonito… - decía Helena, mirando alrededor, sonriendo, asomándose al río de vez en cuando, que tan pronto corría entre piedras cubiertas de musgo y susurraba en voz cristalina entre las rocas, como de repente se callaba en remansos oscuros, verdosos, de silencio y calma. Mónica y ella caminaba a la par, cuchicheando entre sí, riéndose en voz baja, mientras yo las seguía media docena de pasos por detrás, sin poder apartar, pese a lo hermoso del paisaje, la mirada de ese par de traseros firmes embutidos en mallas de senderismo. El de Helena más redondo, más respingón, el de Mónica un poco más ancho, pero igualmente turgente.

En apenas un rato de caminata, llegamos a la primera de las cascadas, un gran salto de agua que rugía de espuma. Las chicas lo miraron, y después a mí, con dos sonrisas que me parecieron más blancas y más atrayentes que la propia catarata. Sacamos alguna foto, y continuamos el camino, siempre ascendente pero muy reposado, un paseo agradable a contraluz.

La segunda cascada de la ruta era diferente, más abrupta, encerrada en un desfiladero angosto, que había que surcar entre grandes peñas húmedas hasta llegar al gran salto de agua. Allí, al fondo, el riachuelo se precipitaba desde las alturas en un estruendoso manantial irisado, blanquísimo, entre escarpadas paredes de roca gris en las que el agua, paciente, tenaz, inquebrantable, había ido abriéndose paso, erosionando un sendero caprichoso. Las chicas abrieron mucho la boca, admirando el reguero casi vertical que golpeaba con fuerza en una pequeña poza, salpicando por doquier, y sacaron algunas fotos más, riéndose y poniendo divertidas poses.

-Es precioso esto, C***… - me dijo Mónica, sonriendo, con un brillo divertido en sus ojazos oscuros. Yo asentí, y la vi alejarse hacia la cascada, intentando no resbalar en las piedras cubiertas de una pátina de humedad traicionera, y las vi a ambas posar para las fotos, tan jóvenes, tan apetecibles, las dos tan hermosas, sus rostros colorados y alegres, sus cuerpos que se me antojaban perfectos, incluso siendo tan diferentes… noté una familiar vaharada de calor ascendiendo por mi vientre, y tuve que girarme un poco, simulando estudiar el paisaje, para evitar una inoportuna en indiscreta erección.

Nos quedaba la tercera cascada.

-Es la más impresionante de las tres, ya la veréis… - las animé, y emprendimos la marcha. La caminata, pese al frescor de la mañana, empezaba a hacer efecto, y las chicas y yo nos quitamos las sudaderas. Así pude admirar, todo lo subrepticiamente que pude, los pechos de ambas, más grandecitos los de Helena y algo menores los de Mónica. Ninguna de los dos era exuberante, ni mucho menos, pero se adivinaban firmes, erguidos y casi se diría que descarados, en su desafiante altivez.

Veinte, puede que treinta minutos de relajado paseo después, llegamos a la última de las cascadas. Y no les había mentido, era un lugar increíble.

-Hala… - dijo Mónica, en voz baja pero audible.

-¡Me encanta! – la exclamación de Helena fue más entusiasta, o al menos más notoria.

La tercera cascada era una mezcla entre catarata y corredera. Al acercarnos entre los árboles pudimos apreciar cómo el agua había excavado una especie de anfiteatro, una cueva a cielo abierto, y la pronunciada pendiente hacía que el agua se deslizase, tempestuosa, por los recovecos de la roca, esculpiendo sinuosos cauces gemelos hasta, de repente, caer en vertical en una amplia cortina de finos chorros, que golpeaban en un rugido un extenso estanque de aguas color turquesa profundo.

-¿Y ese color? – Señaló Mónica.

-Es por el agua de deshielo… - dije, y los tres nos acercamos a la caída de agua.

Entonces ocurrió.

Mónica resbaló en una piedra húmeda y musgosa, y hubiese caído al suelo si Helena no llega a abrazarla para sostenerla. El gritito de la dominicana me alertó, y acudí tan rápido como pude.

-¿Qué ocurre?

-¡Ay! ¡El tobillo! – dijo Mónica, sentándose sobre una roca seca, cojeando, ayudada por Helena y por mí. - ¡Duele!

-Tranquila, Mónica… - le posé la mano en el hombro para calmarla, y le miré a los ojos, a punto de romperse en lágrimas. – Sé que duele, pero prueba a moverlo. ¿Puedes?

Contrajo los labios en una mueca, pero empezó a mover el pie, en círculo, despacio. Yo cogí su pierna por pantorrilla, alzándola un poco, mientras Helena nos miraba.

-Sí… parece que puedo…

Palpé la articulación, con delicadeza, y al ver que no parecía inflamarse, le desanudé la zapatilla y se la quité, seguida del calcetín, dejando su pie desnudo en mi mano. No pude evitar mirarle a los ojos, y vi que ella los tenía fijos en mí.

-Voy a mover un poco tu tobillo, Mónica. Dime si algo te duele.

-Hazlo con cuidado, C***… - me dijo ella, en un susurro. Yo asentí, y moví muy, muy despacio su pie hacia delante y hacia atrás, y Mónica no se quejó, aunque frunció el ceño. Entonces lo moví un poco izquierda y derecha, y al doblarlo hacia el interior sí que noté que se tensaba, y ahogaba un gritito.

-Ahí me duele… - susurró. Yo acaricié su pie, de brillante piel oscura sin mácula, desde el talón hacia el empeine, sin apreciar hinchazón. Con la punta de mis dedos recorrí la articulación, presionando con levedad la blanda tersura, y finalmente la miré con una sonrisa.

-No es nada, Mónica. Una torcedura leve… lo mejor es que metas el pie en el agua un poco, para calmar el dolor, y luego te aplicaré una pomada.

Ella asintió, y entre Helena y yo le ayudamos a buscar un rincón donde el río se remansaba. La sentamos en una piedra plana, y Mónica introdujo el pie en el agua con un escalofrío.

-¡Esta helada!

-Claro que sì… te aliviará… - le dije, mientras buscaba en mi mochila la pomada analgésics que solía llevar. La encontré, y la metí en mi bolsillo. – Verás cómo en unos minutos estás mejor.

-Gracias C***… - me dijo, con una voz tan cálida y una sonrisa tan preciosa que casi hace que me ruborice.

-De nada Mónica. Luego te seco el pie y te echo la pomada, a ver si puedes andar. La bajada es muy llana, espero que no tengas problemas…

-A ver…

Helena sonrió, y se sentó junto a ella.

-No te preocupes … si hace falta C*** y yo te llevamos… - y se echaron a reír las dos.

Yo decidí alejarme un poco, entre las rocas. Me sentía extrañamente turbado, y no podía quitarme de la cabeza la figura, la mirada, el rostro de Mónica, el tacto de su piel, sus formas y el calor que desprendía. Caminé un poco, alrededor de la cascada, serenando mi respiración, y tratando de conjurar en mi mente algo que me distrajera, algo que me alejase de aquella situación. Pero, inevitablemente, regresaba a la perturbadora imagen de Mónica.

-¿Qué piensas?

La voz de Helena me sobresaltó, y me giré bruscamente para encarar su sonrisa burlona.

-¿Cómo? – mi pregunta sonó desafinada.

-Que en qué piensas, C***… - Helena se me acercó, y su presencia, lejos de distraerme, me provocó aún más.

-No sé… en nada… - balbuceé.

-En nada… - Helena se pegó a mí, y su mano derecha bajó decidida a mi entrepierna, agarrando con atrevimiento mi paquete. - ¿En serio?

Perdí un poco la cabeza, y la besé con rabia, aprovechando para coger su culo con ambas manos y apretándola hacia mí, hacia arriba, pellizcando sus nalgas bien fuerte, maldiciendo la tela que me hurtaba su tacto. Nos besamos durante un buen rato, antes de que ella se separase, muy colorada, y me mirase con una sonrisa traviesa.

-¿Estás pesando en ella, a que sí?

-¿Qué? ¿En quién? – dije, frunciendo el ceño y volviendo a besarla, volviendo a devorar su boca y sus labios y su lengua. Ella se separó de nuevo.

-¿En quién va a ser? En Mónica.

La miré en silencio, y al final los dos sonreímos. Helena se mordió el labio inferior, y sus ojos verdes brillaron como dos ascuas.

-Si es que no me extraña…

-La verdad es que es muy guapa, Helena.

-Ya lo sé… y tendrías que verla… - se quedó callada, y se ruborizó un poco, antes de proseguir -… en clase de Educación Física…

-¿Ah sí? – dije, mientras acariciaba su trasero. Sin pensarlo siquiera, metí mis manos por dentro del pantalón, agarrando esos cachetes firmes, amasándolos suavemente.

-Sí… en las duchas… - Helena hablaba con voz entrecortada, y respiraba hondo. – Me pone… muchísimo…

Una de mis mano abandonó su culo para dirigirse, sin salir del pantalón, hasta su coño, que palpé por encima de la ropa interior, ardiendo, húmedo. Helena se estremeció, y abrió un poco sus piernas, mirándome. Yo sonreí.

-¿De verdad te pone tanto tu amiga…?

-Siiii… - murmuró con voz algo ronca, silbante, a medias entre una palabra y un gemido, notando mis dedos masajear su clítoris por encima de la tela. Helena frotaba sus muslos, y juro que me la hubiera follado allí mismo si no llegamos a oír a Mónica.

-¡C***! – la escuchamos decir en voz alta. A regañadientes saqué mi mano, ante la muda protesta de Helena, que hizo un gracioso mohín, y ocultando como pude mi erección me acerqué a donde la dominicana estaba sentada, con el pie sumergido todavía.

-Dime, Mónica.

-¿Puedo sacar ya el pie?

La miré, y comprendí las palabras de Helena. Era una chica guapísima, con esa piel color de chocolate, esa voz dulce, y el pelo cortado al rape le daba un aspecto aún más exótico, más peculiar y extrañamente atractivo. Sus ojos se perdieron en los míos, y nadé en ellos como en una laguna oscura, como en un mar en calma a medianoche.

-Sí, claro… - cogí mi mochila y saqué una toalla, que iba a utilizar a modo de mantel, pero que ahora me serviría incluso mejor. Me arrodillé junto a ella, y muy graciosamente Mónica sacó su pie empapado y lo posó en mis manos cubiertas con la toalla. Con movimientos lentos pero enérgicos la fui secando, el talón, la planta, el empeine, los dedos, el tobillo, mientras ella se reía un poco.

-Me haces cosquillas… - pero no hizo ni un amago de retirarse, sino que se relajó aún más, dejando que la toalla la frotase. Finalmente dejé la toalla, y saqué la pomada.

-Voy a darte un poco de pomada analgésica, Mónica. Te vendrá bien

-De… de acuerdo… - me dijo. Nos miramos a los ojos, otra vez, y casi me abraso en su resplandor azabache. Su boca estaba entreabierta, sus labios carnosos algo húmedos. Destapé la pomada, y vertí una más que generosa ración en la palma de mi mano. Nuevamente acaricié su pie, extendiendo la crema, en largas espirales alrededor de su tobillo, por fuera y por dentro, alargando el masaje hacia el empeine, descendiendo por al tendón de Aquiles hasta el talón, ascendiendo por la tibia hasta casi media pantorrilla, frotando su gemelo y bajando nuevamente por el saliente hueso de la articulación, aventurándome hasta los dedos, que rocé con delicadeza, antes de echar más gel y volver a repetir mis movimientos, estudiadamente despaciosos, meticulosos en extremo.

No dijimos ni una palabra hasta que no terminé, cogí el calcetín y se lo coloqué, con primor y parsimonia, y volví a enfundarle la zapatilla, atando los cordones como si fuese la labor más importante del mundo. Dejé su pie libre, y Mónica lo apoyó en el suelo primero con precaución, y después apoyando cada vez con más fuerza.

-Deja que te ayude… - le dije, y la cogí de la cintura para que pudiera incorporarse. Lo hizo, apoyándose en mis hombros y en el pie sano, y probó a soportar el peso en el tobillo herido. – ¿Vas bien?

Seguía con sus manos en mis hombros, y mis manos no se habían separado de su cintura. Nos miramos, tan cerca el uno del otro, y no pude resistirme. Reticente al principio, dubitativo, mi rostro avanzó hacia el suyo y nos besamos.

*

Fue un beso tímido, inexperto, pero apasionado. Noté sus dudas, su prevención, su titubeo. Pero nuestros labios se unieron despacio, tentándose, pulsándose, acariciándose en un beso interminable. Cuando nos apartamos apenas un poco, Mónica se me quedó mirando, con ojos tiernos, y retrocedió un paso, cojeando apenas.

-Ya… ya estoy mejor. Gracias. – cogió su mochila y se la echó al hombro. Un momento después, Helena apareció de entre las peñas, con una sonrisa.

-Esto es precioso, Mónica… ¿Puedes andar?

Su amiga asintió, y los tres nos pusimos en marcha de nuevo, descendiendo hacia el coche. El viaje de regreso fue efectivamente llano, y terminamos deteniéndonos para almorzar en uno de los miradores, abierto al río y al valle, que se nos mostró en toda su paleta de colores. Verde, gris, anaranjado, rojo, dorado, en todas sus gamas y facetas. Las montañas nos rodeaban, farallones y torres hasta el cielo azul de otoño, sin una sola nube. El río zigzagueaba en su lecho de piedra, perdiéndose y apareciendo entre la arboleda, descendiendo muy rápido y muy abajo, cruzado por el puente de piedra antigua que nos llevaría a casa.

Allí comimos, charlando un poco. Mónica y yo intercambiándose miradas, Helena parloteaba y nos enseñaba las fotos en el móvil, y los tres mordíamos con hambre nuestros bocadillos.

-… por eso se supone que eres mi primo… - decía Helena.

-¿Perdón? – mascullé, tras tragar el bocado acompañado de un buche de agua.

-El lo que le hemos dicho a los padres de Mónica… que íbamos de excursión con mi primo y su novia… - Helena sonrió, mientras la aludida apartaba el rostro, concentrada en el bocadillo.

-¿”Tu primo y su novia”? – dije, no sin cierta sorna.

-Pues de decir una trola, pues dices dos… - Helena se encogió de hombros, mientras yo miraba al cielo y suspiraba, como fastidiado por una niña incorregible.

-¿Qué tal el pie, Mónica? – dije, cambiando de tema. No quería saber dónde se supone que estaba ella, o con quien. Laura me había advertido que me mantuviera alejado de Helena, pero… uno no es piedra, y siempre termina tropezando dos veces en la proverbial ídem.

-Bueno... No me duele mucho, pero no puedo andar cómoda… - me contestó, moviéndolo en el aire.

-Si quieres en casa le puedo poner una venda.

Ambos nos escrutamos mutuamente. Tardó en responder.

-Sí tú crees que es lo mejor… - respondió finalmente con un hilito de voz, y apartó la vista rápidamente.

-Te sujetará el tobillo y evitará que te duela.

Nos quedaba un rato de paseo, pasando los puentes de piedra y siguiendo hacia la pradera donde habíamos dejado el coche. Sacamos algunas fotos más, y pronto la conversación fue derivando hacia bromas, chistes y anécdotas, algunas de ellas incomprensibles para mí, lo confieso, pero igualmente reí y me hice cómplice, llevado por el buen humor y la contagiosa vitalidad de las chicas, y compartimos incluso alguna confidencia, algún secreto, alguna concesión picante en las que Helena llevaba la voz cantante, para estupor e hilaridad de Mónica.

-No me puedo creer que estés contado eso… – decía la dominicana, con su voz dulce, y se reía de forma sutil, discreta, tan femenina y adorable, mirándome de reojo cuando Helena revelaba alguna anécdota subida de tono – Eres una diabla…

Noté una complicidad entre ellas que parecía trascender la pura y sencilla amistad. Intercambiaban miradas, sonrisas, ademanes, contactos casi casuales. De vez en cuando hablaban en voz baja, cuando yo me alejaba unos pasos o se quedaban atrás para sacar una foto. O tal vez fuera mi imaginación calenturienta, que empezaba a jugarme malas pasadas, y veía incluso en los gestos más cotidianos e inocentes una perversión que estaba solo en los ojos de quien mira.

El viaje de vuelta fue mucho más animado que el de ida. Pusimos música, cantamos algunas canciones que nos gustaba especialmente, y Helena se mostró tan charlatana, encantadora y carismática como siempre.

-¡Qué ganas tengo de una ducha! – exclamó, estirándose exageradamente, retorciéndose en el asiento.

-Ay sí… - corroboró Mónica desde el asiento trasero – una ducha bien caliente…

-Oye, ¿y qué comemos hoy? – Helena miró el reloj, que se acercaba peligrosamente a las dos de la tarde. Se volvió hacia mí, y puso un puchero tan tierno que casi me hace partirme de risa. – C***… ¿nos invitarlas a comer, porfa…?

Lancé una carcajada.

-Mi nevera está vacía… - esgrimí como argumento.

-Jo… anda Mónica, pídeselo tú…

-No seas malo C***… - la voz grave y sedosa de la dominicana me llegó desde atrás.

-Mira qué hora es… ¿dónde queréis que comamos? Vamos a llegar tardísimo…

-¿Por qué no pides unas pizzas y las comemos en tu casa? – sugirió Helena. - ¿Qué opinas, Mónica?

-Por mí está bien… pero tendría que pasar por casa, para ducharme y eso…

-¡Bah! Ven a casa…

Asistí al breve diálogo con creciente interés, con la vista fija en la carretera.

-¿No te importa? – Mónica lo dijo con cierta prevención, educada hasta el final.

-¿Cómo me va a importar? O si no, te puedes duchar en casa de C***…. – dijo, y se echó a reír con unas carcajadas que podían significar cualquier cosa.

A través del retrovisor interior Mónica y yo fundimos nuestras miradas.

*

Al final mi fantasía erótica se quedó en nada, porque las dos subieron a ducharse a casa de Helena, mientras yo pedía las pizzas y me aseaba, a mi vez, solo en mi casa. Mientras me enjabonaba no pude evitar pensar en sí realmente estaba ocurriendo, todo esto, si no sería alguna pesadilla libidinosa de alguien, si no estaba dentro de alguna película extraña de caprichoso guion.

Y sobre todo pensaba en Mónica y Helena, las dos, ahí arriba, a pocos metros, desnudas, bajo el agua caliente de la ducha, sus cuerpos llenos de gel y sus manos recorriendo sus anatomías, su piel tan suave y fragante, sus curvas ardientes… salí de la ducha con una erección brutal, que traté de apaciguar buscando otros pensamientos, otras ocupaciones para mi mente enferma de deseo, febril de lujuria. Así que me vestí y recogí la casa todo lo que pude, aunque en mi favor he de decir que soy bastante ordenado, y me dispuse a esperar, haciendo una pequeña apuesta interior sobre sí llegarían antes las chicas o las pizzas. Y acerté.

Llegaron antes las pizzas.

Pero por poco.

Como si hubieran seguido el rastro del olor de las viandas, mis dos adolescentes acudieron apenas dos minutos después. Vestían ambas muy parecido, seguro que porque Helena había tenido que prestar la ropa a Mónica, pero llevaban ambas dos cómodos shorts y sendas camisetas amplias, de color rosa mi vecinita y en gris perla la dominicana, que cojeaba un poco.

-¿Quieres que te vende ese tobillo? – le dije, mientras íbamos hacia el salón, donde en la mesa de centro, frente al sofá, humeaban las pizzas.

-Hum… ¿Después de comer? – me respondió Mónica, con una sonrisa. Yo me reí y asentì.

-¿Qué queréis de beber?

-¿Qué vas a beber tú? – me preguntó Helena, sentándose sobre sus piernas en el sofá,

-Pues una cerveza… - respondí, como si fuese obvio.

-Pues sirve una jarra grande… - el descaro de Helena al contestar, acompañado de un guiño, me desarmó por completo. Me eché a reír, y enseguida se me unieron las dos, mientras iba a la cocina y vaciaba tres latas en una gran jarra, colocando los vasos en la mesa junto con las servilletas.

-Dos familiares… madre mía… - Mónica miró las redondas masas y sacudió la cabeza…

-Y de postre hay helado… - dije, señalando el congelador. Las chicas lo celebraron casi con vítores, y nos sentamos en el sofá a comer con hambre y beber con sed. Y debo decir que me sorprendieron, porque tuve que levantarme a servir más cervezas, y observé con cierto asombro que, porción tras porción, risa tras risa, juego tras juego, las pizzas fueron desapareciendo.

Y tras las pizzas, los helados, recibidos con goloso entusiasmo, y más risas y más charla y una deliciosa, tentadora complicidad entre los tres. Preparé café, que aderezamos con algunas gotas de licor a modo de traviesa concesión a los dioses del exceso, y nos arrellanamos en el sofá, pecando, tras la gula, de pereza.

-Hmmm… me apetece sofá, manta y peli… - Helena se acurrucó a mi costado como una gatita con frío.

-¿Qué peli queréis ver? – dije, sacudiéndome la incipiente flojedad, mirando a Mónica. Ella se encogió de hombros.

-No sé… algo tranquilo… ¿Qué sugieres?

Tras algunas dudas, terminé poniendo “Amelie”, una comedia francesa que Mónica aprobó con un asentimiento, y Helena con un gruñido somnoliento y un poquito indolente.

Bajé las persianas, sumergiendo el salón en la penumbra, me senté en el sofá, dispusimos las mantas, y me sentí en la gloria cuando Helena se agazapó contra mi costado derecho, y Mónica, algo menos efusiva, a mi izquierda. Apenas diez minutos después, mi vecinita respiraba profundamente, sumergida en un sueño reparador, y la dominicana y yo nos miramos, intercambiando sonrisas divertidas.

Lo reconozco, fue mi mano la que primero buscó su cuerpo, caliente y cercano, bajo las mantas. Rocé su mano, y no se apartó. Después me atreví un poco más, rozando su cuerpo con caricias aparentemente inofensivas, nuestras miradas fijas en la televisión. Pude notar que temblaba un poco, reacomodándose, pero en ningún momento hizo nada para evitar nuestro contacto. “Qué demonios”, pensé, y giré la cabeza para mirarla.

Nuestros ojos se encontraron, solo unos segundos antes que nuestros labios.

Nos besamos muy despacio al principio, casi tentativamente, como catando nuestro sabor y nuestro tacto. Se notaba que no tenía mucha experiencia, pero reconozco que el entusiasmo puede ser un excelente sucedáneo, y de eso Mónica iba sobrada. Sus labios carnosos tenían la mezcla justa de timidez y atrevimiento. Yo decidí comenzar una prudente exploración con mi lengua, y tras unos primeros y reticentes amagos de resistencia, ella entreabrió la boca y nuestras lenguas se unieron, apocadas al principio, poniéndose a prueba, pero cada vez más apasionadas.

Se giró para quedar casi echada sobre mi costado, sin dejar de besarnos muy despacio, en silencio, rimando nuestra respiración y el latido cada vez más acelerado de nuestros corazones, galopando al unísono. Mi mano se deslizó por su espalda, frotando su zona lumbar en amplios círculos, y en uno de ellos, casi como sin querer, me lancé a extender mi caricia hacia sus culo.

Mónica no pareció inmutarse, con mis dedos rozando su nalga derecha, comenzando como por casualidad, como parte de una caricia más amplia, pero tendiendo a centrarse sobre ella. No me defraudó en absoluto notar la firmeza, la tensa maleabilidad de su carne. Desde el primer momento su trasero prometía a la vista precisamente lo que el tacto confirmaba, y en él me demoré, comprobándolo, cerciorándome de ello.

Y no dejábamos de besarnos, de comernos la boca, cada vez más urgente, jadeando, ahogando unos suaves gemidos, los ojos cerrados. Mónica frotaba sus piernas, sus muslos, con un movimiento parsimonioso, pero yo sabía qué significaba eso, y redoblé la intensidad de mis besos y la osadía de mis caricias. Había que proceder con cuidado, pero también con decisión, así que dejé su boca y comencé a bajar por su cuello, mordisqueándolo, trazando tatuajes de saliva por toda esa piel oscura, fragante, delicada y exquisita, y supe que iba por buen camino cuando ella empezó a suspirar, a encogerse, y sus piernas se apretaron, contrayendo esas nalgas magníficas bajo mi mano.

-Ay… C***… - susurró en voz baja, al aire, y por primera vez sus manos me buscaron, acariciando mi pecho, descendiendo por mi abdomen y deteniéndose en mi cintura, volviendo a ascender como si hubiera encontrado territorio prohibido.

Con un beso largo, húmedo, con mi lengua insolente sellé su boca, y con mis labios y mis dientes mordí y estiré con infinita y cariñosa pasión sus labios gordezuelos. Cada vez jadeaba más rápido, y empezó a frotarse contra mí como si le estorbara la tela, como si quisiese unir nuestra piel. Era el momento de cruzar el Rubicón.

Con cuidado de no despertar a Helena, me levanté del sofá, apartando las mantas. Mi vecinita se acomodó con apenas un sonido indefinible, y yo agarré la mano de una a medias desconcertada Mónica y tiré de ella para ponerla de pie y, con pasos silenciosos, conducirnos a mi habitación.

*

-C***… - me dijo en cuanto cerré la puerta -… yo… - me miró con carita de pena, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro. Se quedó callada, y yo me acerqué, cogiendo su rostro con ambas manos y plantándole un beso prolongado como un invierno, caliente como el infierno, desesperado como si fuese a ser el último.

Ella me cogió de la cintura, y se abandonó un poco a las sensaciones, relajándose, dejándose llevar en un tobogán de deseo y sabor nuevo en copa vieja. Me besó de vuelta, sin dejarme casi respirar, sus manos frotándome la cadera, ascendiendo por mi espalda, y yo solté sus mejillas para bajar por su columna vertebral hasta posar ambas manos en su trasero, una en cada nalga, apretando apenas, sencillamente saturando mis sentidos con su mullido y terso tacto.

Debimos estar así, de pie, comiéndonos, al menos cinco minutos. Me separé de ella, y sin dejar de cubrir su rostro de pequeños besos la fui tumbando sobre la cama, posando mis labios en su nariz respingona, en sus altos pómulos, en su boca de fresa, por toda su piel de cacao amargo.

-C***… - volvió a decirme, en voz baja, con su tono grave, tan seductor. Me miró a los ojos y me detuvo, colocando su dedo en mis labios. – Es que… yo…

-¿Qué ocurre? – le pregunté, besando su dedo. Ella sonrió un poco.

-Es que… no lo he hecho… nunca. – En sus ojos de obsidiana relució un destello, no sabría concretar si de inquietud, de vergüenza, de emoción, de deseo… O quizá una combinación de todas ellas.

-No pasa nada. – le acaricié la cara, y ella sonrió y cerró los ojos. - ¿Tú quieres hacerlo?

Abrió los ojos, esos dos abismos, esos dos espejos hipnóticos, y frunció los labios en una mueca indecisa.

-Sí… no sé… me apetece pero… es que tengo dudas…

La besé, nos besamos, mientras yo acariciaba su costado, su cadera.

-¿Dudas? ¿Qué dudas? – le pregunté con una sonrisa. Ella sonrió un poco, antes de responder.

-No querría que pensaras que soy… una fácil… - dijo, bajando la voz, como si pronunciar la palabra misma le causase bochorno.

-¿Una fácil? – me reí en voz baja, lo que provocó que Mónica me hurtase la vista de sus ojos negros, bajando la mirada.

-Sì… es que… nos conocemos apenas de dos días… - me miró de nuevo – Me es algo de apuro…

-Lo entiendo – volví a rozar su mejilla con mis dedos, provocando su sonrisa – Pero… cómo explicártelo. A mí me gustas, Mónica, me gustas mucho. Si quieres esperar, esperaremos. Todo el tiempo que necesites. Hasta que tú quieras hacerlo.

-¡Si es que yo quiero hacerlo ..! – dijo al momento – De verdad…

-¿Entonces? ¿Cuál es el problema? Si no estás segura, Mónica, si no te sientes preparada, solo dímelo y no pasa absolutamente nada. Quiero que lo disfrutes, no que te sientas obligada a hacer algo que no quieres…

-Ay C***… gracias. Pero es que yo sí que quiero, te lo digo en serio… lo que ocurre es que además… - calló, mirando a un lado.

-¿Además qué…? – no dejaba de darle pequeños besos, caricias lentas.

-Pues…. Que me da un poco de miedo…

-¿Miedo? – me incorporé sobre el codo, y ella se giró, apoyando la espalda contra el colchón, mirándome. Estaba preciosa. -¿Miedo de qué?

-Pues… me han dicho que duele, y que se sangra… - me acarició la cara, en un gesto tan espontáneo y cercano que yo besé su mano.

-Mónica, cielo … solo lo haremos cuando estés convencida.

Me miró en silencio, el rostro sereno y hermoso, y me incliné sobre ella para besarnos, besarnos sin límites, como si se nos fueran a acabar los labios. Mis manos corretear ok desbocadas por su cuerpo, llenándose de caricias, deslizándose por sus costados, recorriendo sus caderas… y posándose sobre su entrepierna, provocando un suspiro, un gemido, y más besos, más urgentes, más salvajes, más ansiosos. Mmmm

Su coño era abultado, abrasador incluso a través de la ropa. Lo froté muy despacio, con mucho tiento, mientras con la otra mano le acariciaba el pelo cortado al rape, el rostro, el cuello, leyéndonos el uno al otro como dos ciegos, como dos cachorros en una madriguera entre tinieblas. Éramos todo lengua, todo labios, todo manos y dedos y piel y aliento.

Empezaba a sobrar la ropa. Sé lo que había dicho, pero me sentía excitado como hacía tiempo, un hambre intensa royéndome las entrañas, el vientre, mi polla a punto de salirse de los pantalones. Así que era el todo por el todo, y entre pasarme o quedarme corto, mi opción era siempre pedir perdón, no pedir permiso.

Metí la mano bajo la camiseta, acariciando su vientre plano, su abdomen tenso y liso, suave, puro terciopelo oscuro, e hice ademán de quitársela. Sin el más mínimo impedimento, su prenda desapareció, arrojada al suelo, y miré el sostén de color morado que contenía los breves pechos de Mónica, dos pequeños bultos gemelos. No dejé de besarla, y una de mis manos se apoderó de su pecho izquierdo, abarcándola por entero sin esfuerzo, apretándola un poco, muy poco, acariciándola por encima del sostén.

Las manos de la dominicana perdieron el miedo, o la timidez, porque se metieron bajo mi camiseta y sus uñas me rasguñaron muy despacio la espalda. No perdí el tiempo y también me quité la camiseta,

Nos miramos, jadeando, recuperando un poco el aliento, y volví a la carga, esta vez hacia el cuello y los hombros y la garganta, que fui cartografiando con mis labios y mi boca, mientras mis manos se lanzaron a la conquista de su pantalón, y para mi asombro, a pesar de las reticencias iniciales, Mónica se dejó desnudar sin protestar lo más mínimo.

Y qué hermosa, qué perfecta desnudez.

Nos miramos un instante, cómplices, y yo acaricié su rostro con los dedos mientras ella arqueaba un poco la espalda y abría los labios al sonreír. Me incliné para besarla, para saciarme de esa piel oscura, y busqué con mis manos el cierre del sostén a su espalda, que cedió con un chasquido que sentí en la punta de los dedos, más que oírlo.

Tenía unos pechos increíbles, a pesar de su escaso tamaño, que mantenían la forma a pesar de que estaba tumbada, coronados por dos pezones muy oscuros, pequeñitos también, pero duros como dos trocitos de chocolate que parecían señalarme directamente, desafiarme, tentarme… ¿Y cómo no caer en esa tentación? Los acaricié primero, les di leves pellizcos con cuidado, y sin poder aguantar más introduje uno en mi boca y chupé, lamí, mordisqueé, primero uno, después el otro, saboreándolos con inacabable deleite, jugando con ellos, estimulándolos, encantado al comprobar que Mónica gemía bajito y se retorcía, acariciándome el pelo.

Descendí, descendí lentamente por su cuerpo, labio a labio, lengua a piel, besando su ombligo y llegando hasta el límite mismo de sus bragas. En otras circunstancias posiblemente las habría arrancado sin más, excitado como estaba, pero me contigo, a duras penas, y alcé la vista hacia su rostro, una pregunta muda escrita en mis ojos febriles de deseo.

Nuestras miradas se encontraron, centelleantes, lascivas, vidriosas de hambre y lujuria, y en su boca entreabierta me pareció leer un tácito asentimiento, una aquiescencia que no hizo falta articular, porque su cuerpo respondió a mis anhelos relajándose, dejándose caer en lasitud engañosa, rebosante de sensualidad.

Alzó la cadera, y sus bragas descendieron por sus muslos mientras yo la miraba a los ojos, y enseguida centré mi mirada en ese pubis rasurado casi por completo, con apenas un hilo de ensortijado vello negrísimo prolongando la abultada rajita que arrancaba allí donde su pelo de volvía más denso, más crespo. Mis manos acariciaron sus caderas, y mis ojos su coñito virgen, tan hermoso, tan atrayente, tan irresistible.

Nos sobraron las palabras.

Abrí sus piernas, a base de roces suaves, de mimos en sus muslos que parecían tallados en caoba, y enseguida posé mi boca en su coñito, provocando un suspiro interminable y un gemidito apenas contenido en la garganta de Mónica. Sus bellos cosquillearon mi nariz, y sonreí mientras mi lengua tanteaba sus gruesos labios mayores, cubiertos de un vellito suavísimo, calientes, sensibles, y bajé muy despacio hacia fondo de ese desfiladero, abriendo con los dedos el umbral mismo de su coñito sonrosado, que olía fuerte a hembra, comprobando que resultaba un flujo transparente, que sin demora probé con un lametón impertinente.

-Mmmm…. – gimió Mónica, arqueando la espalda, alzando el torso, y colocando ambas manos en mi nuca, agarrando mechones de mi pelo. Otro viaje de mi lengua, resuelta, descarada, y otro gemido, que me indicaron la dirección correcta, hacia la cumbre. Ascendí ese coño, que empezaba a encharcarse de flujo y de saliva, haciendo un zigzag, deslizándome por él como escalando una montaña, buscando asideros y salientes, humedeciéndolo bien, degustando su sabor entre amargo y salado, hasta alcanzar la joya de la corona, la tan ansiada cima, el botón inflamado que empecé a lamer un poco más deprisa cada vez, de forma gradualmente más enérgica.

-¡Joder! – exclamó Mónica, dando casi un brinco al notar mis jugueteos, la primera vez que escuchaba una palabra malsonante en su boca. Me arañó el cuero cabelludo, empujando mi cabeza hacia su coño con insospechada fuerza. Redoblé mis esfuerzos, haciendo mi lengua vibrar como un colibrí sobre su clítoris, mientras ella apretaba sus muslos en torno a mi cabeza y rasguñaba mi cráneo.

-¡¡C***…!! – exclamó con su voz grave, retorciéndose como una gata en un saco, estrechando mi cabeza entre sus piernas. No disminuí ni una pizca el ritmo de mis acometidas, sino que fui cambiando, alternando, lametones prolongados de arriba abajo, de repente haciendo trepidar de izquierda a derecha esa pepita hinchada, después atrapándola entre mis labios y succionándola, acariciándola muy despacio con la lengua como un pequeño caramelito, y volviendo a empezar, trazando caminos enrevesados en su coñito, masturbándome con mi boca, disfrutando de sus sacudidas, su trémula voz gimiendo en voz baja, el aliento que noble alcanzaba. Y sabía tan maravillosamente, tan salvaje y a la vez tan pura, como correr en un campo de escarcha, como pisar nieve recién caída. Podría haberme comido ese coño durante horas, durante días.

No creo que fueran horas, claro, pero a fe mía que devoré y engullí y degusté ese manjar todo lo que puede, mientras Mónica se agitaba, gimoteaba, ahogaba los sonidos mordiendo la almohada, el edredón, lo que fuera que pillara a mano y que colmara su boca. Los ruidos de su placer me llegaban amortiguados, lejanos, pero recompensaban mis esfuerzos y eran como espuelas, como acicates para que me esmerarse todavía más, para que no me detuviese, para que mis labios y mi lengua recorriesen su coño rosado y abierto por primera vez. Mi lengua era mi bandera, mi expedición al Ártico, mi explorador a las fuentes de Nilo. No dejé rinconcito sin catar, no descansé un momento, respirando en esa vagina deliciosa, tomando aliento apenas un segundo antes de reemprender camino hacia su centro, a sus extremos, a su polo geográfico y esquivo que estaba cada vez más cerca.

-Ayayayay… - susurró mi dominicana, en un crescendo ronco. – C***… me… me… hmmmm… - apenas era capaz de decir ya nada coherente, y no duró ni un minuto más sin correrse silenciosamente, con los gemidos y gritos escondiéndose en su pecho, torciendo y retorciendo sus caderas, alzando su pelvis en temblores verticales, mi boca hundida en su coño recogiendo el jugo delicado de ese orgasmo, de ese éxtasis genuino y prístino.

Me separé, dando algunos esporádicos lengüetazos a su clítoris ahora dolorosamente sensitivo, provocando respingos y protestas en forma de suspiros y quejiditos, risitas nerviosas y resoplidos. Mi boca sabía a Mónica, áspera, cruda, exquisita.

-Ayyy…. – me dijo, mirándome, sofocada, sudorosa, rendida. – Me encanta… - dijo, trabajosamente, su pecho bajando y subiendo al compás de su respiración profunda, agitada. Yo me limpié el rostro, hecho un desastre de baba y flujo, y sonreí un poco, acariciando sus caderas, sus piernas, su costado. – C***… - susurró, tras morderse un lado del labio inferior – quiero … quiero hacerlo.

-¿Estás segura?

-Sì. – me miró a los ojos, muy seria, y esbozó una sonrisa mientras yo me quitaba los pantalones y la ropa interior, y rebuscaba un preservativo en la mesilla. – No… no me dolerá, ¿verdad?

-Tendré mucho cuidado, Mónica, no te preocupes… - la tranquilicé con besos, y un par de carantoñas. Ella respiró hondo, y miró mi polla mientras me colocaba el condón, sin perder tiempo. Estaba dura como una piedra, con el capullo hinchadísimo.

-¿Es… grande? – me dijo, la vista clavada en mi entrepierna. No supe qué contestarle, porque tampoco sabía con qué compararla.

-Es normal, supongo.

Mónica guardó silencio, y decidí que no cabía demorarlo más. Me coloqué sobre ella, y nos miramos directamente a los ojos, muy muy cerca uno del otro. La besé, con una pasión que me sorprendió incluso a mí, y ella me correspondió más timorata al comienzo, pero se desató rápidamente, jugando con mi lengua.

Mi glande se posó entre sus labios, buscando su entrada estrecha, precintada. Mónica protestó con un gemido juguetón, y abrió un poco más las piernas. Bajé mi mano derecha, y tanteé para localizar y preparar la penetración, situando la punta de mi verga directamente en su agujerito, mojado pero contraído.

-C***… - me susurró al oído, mordiéndome la oreja. Sencillamente eso, mi nombre, en un tono de voz tan insistente, tan sensual, que me rindió incondicionalmente. Empujé, y mi glande se fue abriendo paso poco a poco hasta encontrar una resistencia leve, como una argolla que estrecharse repentinamente el canal, muy cerca de la entrada.

-Huy… - la queja de Mónica fue tan suaves, tan bajita, que no fue ni queja, fue un suspiro casi de sorpresa. Empujé un poco más fuerte, cogiendo un par de centímetros de impulsos y noté que cedía sin ceder, elástico y tozudo. – Ayyy… - susurró un poco más fuerte, y yo alcé la cabeza y posé mi frente contra la suya, mirando a sus ojos enormes, esos dos gemas azabache que atrapaban la luz y mi cordura. Mordió otra vez su labio. – Duele un poquito…

-Tranquila… - la besé, y sin separar mi boca de la suya cogí impulso nuevamente y empujé más fuerte, más seguido, notando que su vagina se contraía un poco antes de relajarse, de tratar de abrirse. Empujé, sostuve mi presión, y finalmente…

-Ayyy… - se quejó Mónica, cerrando los ojos y arrugando la frente, pero ya estaba.

Como si se hubiera rasgado, sin rasgarse, su coño finalmente se rindió y su himen enarboló bandera blanca, dejando que mi polla se escondiese, paso a paso, en su interior. No fue nada, un momento, un ramalazo apenas de dolor, un calambre, un chispazo. Mónica se tensó, y separó su boca de la mía, girando la cabeza a un lado.

-Despacio... despacio despacio despaciooo… -susurró muy rápido, con los ojos cerrados, y en mi miembro pude notar sus contradictorias sensaciones. Apretaba, relajaba, se sentía lubricada pero a la vez con cierta dificultad para profundizar. Mi polla dilataba su vagina muy despacio, se abría paso como a contracorriente, remontando un rio caudaloso. Mónica apretó las piernas, cruzándolas en mi espalda, y noté su tensión en los dedos como garras en mi costado.

-Ay C***… ay… - finalmente, tras alguna que otra traba, pude penetrarla casi por completo, deteniéndome un momento, incorporándome sobre mis codos, liberando algo de peso y dándole algo de margen. Mónica respiró hondo otra vez, y me volvió a mirar, con una expresión a medio camino entre la pasión y la incomodidad. – Me siento… rara… llena…

Me fui saliendo, muy muy despacio, sintiendo un deslizar viscoso, trabajoso, hacia fuera, mientras Mónica gemía muy muy bajito, apretándome el costado, arañando muy suavecito mis costillas. Casi saqué por completo mi polla, dejando que la dominicana tomase un poco de aire, y tan despacio, o más, regresé hacia delante, hacia sus profundidades, sin ninguna prisa, tomándome mi tiempo, dejando que su coñito hasta hoy virgen se fuese progresivamente adaptando a las nuevas sensaciones, al grosor, a la dilatación.

Tardó un poco, un mundo, una eternidad me pareció, en acoplarse a mí. Se agarrotaba, se movía cómo buscando ángulos nuevos, y mis primeras embestidas le arrancaban gemidos no del todo de placer, pero paso a paso fui percibiendo cómo se soltando, como sus piernas de aflojaban, cómo su expresión se suavizaba, y como la crispación de sus dedos desaparecía y los arañazos se iban gradualmente transformando en caricias, el rasgueo de la guitarra deviniendo en el reposado pulsar de las teclas de un piano.

-Sí… así… así … - todo su cuerpo de relajaba, y su coñito no iba a ser menos. Cada vez más húmedo, más elástico, más flexible y maleable, la garganta de Mónica fue siguiendo el ritmo, a base de suspiros y exclamaciones murmuradas a media voz, mientras yo sentía las paredes de su vagina expandirse, dilatarse, pero sin dejar de sentir la opresión deliciosa de su interior todavía no habituado a recibir invitados.

Era incluso mejor de lo que me había imaginado. Su piel olía tan bien, tan agradable, y todo su tacto era seda, algodón, terciopelo. Nos besamos, acompasando los movimientos de nuestras caderas, acelerando lentamente el ritmo. Golpeaba su pelvis con la mía, perdiendo en buena medida esa prevención, ese miedo a hacerle daño. Ahora mismo la carita preciosa de Mónica no era precisamente de dolor, sino que sus rictus, sus muecas, su boca abierta en un grito que no terminaba de surgir, eran señales de un placer que la iba invadiendo a ojos vista. Sus extremidades se tensaban, y noté su coño apretándome la polla con la fuerza de un puño bien cerrado.

-¡C***….! – un murmullo ronco, sus ojos casi saliendo de las órbitas, su coño inundado ceñido como un corsé a lo largo de mi polla, que entraba y salía ahora como si estuviese enjabonada, con un sonido viscoso - ¡Más… sigue… sigueeeeee….! – y no me hice de rogar. Aquel acogedor orificio ya no era el coño hasta hacía pocos minutos virgen de una adolescente. Solo era un coño. Un agujero. Una trinchera. Y todo yo un pico, un cincel, una polla que percutir hasta hacerlo polvo, hasta deshacerlo.

Metí las manos bajo sus nalgas, bajo esas firmes masas de carne color de ébano, y las alcé hacia arriba apoyando mi peso y acompañando mis movimientos con frenéticas embestidas, que M9nica recibió con unos gritos apenas contenidos que podían significar incomodidad, placer, dolor, gozo, o todo a la vez, o nada de ello. Poco me importaba ya, en ese momento. Mi propio pedazo de paraíso artificial estaba llenando mi consciencia, y se había acabado el momento de hacer prisioneros. El duelo era a muerte.

Chupé, mordí, lamí sus pezones, recorrí su cuello a dentelladas, busqué y encontré el oasis de fruta de sus labios, que también trató de devorarme, y nuestros cuerpos y pieles y sudores comenzaron a vibrar a unísono, mientras mi polla se abría paso en su interior de forma cada vez más violenta, provocando prácticamente que Mónica aullara, más que gemir.

No pude contenerme mucho tiempo más, porque la presión de sus paredes vaginales eran trampa, principio y fin, un cepo en el que mi miembro buscaba un túnel húmedo, estrecho, suave, elástico, donde depositar su semilla. Aunque traté de retrasarlo todo lo posible, un escalofrío de calor me estremeció, y el cosquilleo de mis huevos anunció lo inevitable.

-¡Más! ¡Más! – me pedía Mónica, mordiendo mi hombro, arañándome, presionando su pelvis contra la mía y moviendo su cintura y sus caderas en un baile circular que terminó por desbordar todas mis barreras.

Me corrí bufando como un toro, empujando con todas mis fuerzas, no menos de una docena de veces, mientras Mónica ahogaba sus gemidos y grititos en mi hombro, provocándome un dolor agudo pero maravilloso.

Me desplomé de espaldas, saliendo de ella, y con un par de reoplidos conseguí quitarme el condón, manchado con un poquito de sangre justo en la base, apenas un rastro rojizo.

-Ayyy… - Mónica se cubrió la cara con las manos, limpiándose el sudor, recuperando el ritmo de su aliento, deja el caer sus piernas, hasta ahora flexionadas, y lanzando un prolongado suspiro. Nos volvimos de lado, uno frente al otro, y ella me acarició la cara, con los ojos oscuros brllantes de emoción y una sonrisa asomando a su precioso rostro.

-¿Qué tal? – pregunté, con una sonrisa, respirando pesadamente.

-Ha estado… muy bien… - dijo, hablando despacio, sin dejar de sonreír – Dolía un poco al principio, pero después… - se quedó en silencio, y sus ojos miraron a través de mí, con un aire soñador que me resultó arrebatador – Y me encantó cuando lo hiciste con la boca…

Me dio un besito casi furtivo en la comisura de los labios, y se quejó al levantarse.

-Ufff… me duelen las piernas y las caderas… - se echó a reír, sentada en el borde de la cama, y buscó la camiseta, que se enfundó con ciertas dificultades y protestas. Se levantó, con la prenda apenas llegando a cubrir la mitad de su fabuloso trasero moreno, y se fue casi cojeando hacia la puerta, entreabriéndola y mirando fuera. – Voy al baño…

Despareció, dejándome allí, tirado, desnudo, agotado, y sintiendo que el veneno de su piel estaba poco a poco emponzoñando mis sueños.

*

Había cerrado los ojos y tumbado boca arriba, intentando asimilar todo lo que estaba ocurriendo en mi vida últimamente. Concentrado como estaba, la voz de Helena me sobresaltó. Abrí los párpados, y el brillo salvaje de sus ojos verdes casi consiguió deslumbrarme.

-Este no era el trato… ¿Voy a tener que hacerlo todo yo?

(Continuará)