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Domingo de Soraluce. Prólogo.

en Grandes Relatos

-Me habéis preguntado muchas veces, Pascual, por qué he terminado embarcado en este maldito cascarón de nuez, lóbrego y pestilente, para cruzar la mar océana y poner el pie en el Nuevo Mundo.

¿De verdad queréis saberlo?

Está bien, está bien. No insistáis más. Os lo cuento, pero tendréis que prometerme que lo escucharéis desde y hasta el final, sin preguntas, sin interrupciones, porque no pienso repetirlo. ¿Estáis cómodo así? De acuerdo pues. Empiezo.

Era la muchacha más preciosa que he conocido en mi vida, os lo juro.

Ya sé que todas las historias dan comienzo de manera semejante. Mas cierto, como que el sol se alza, que Elvira era la niña más linda que vuestros ojos vieran. Su rostro era el de un ángel, como los de esas pinturas de la iglesia de Cortézubi, tan blanca de tez y con los ojos tan azules que parecía toda ella hecha de luz, bruñida en sol de mediodía. Y yo… ¿quién era yo? Un bastardo, un desgraciado, un mendigo. No era nadie.

Y sin embargo… ¿Cómo iba a evitar mirarla? De las reglas y las leyes, del lugar que corresponde, del respeto y de los modos … ¿qué sabe el corazón? No soy, bien lo sabéis vos, Pascual, hombre de buenas palabras. Fue ella, mi divina Elvira, quien se acercó a mí, jugando al principio, seguramente atraída por mi aspecto montaraz, tan distinto a los petimetres que acostumbraban a rondarla. Fingí indiferencia al principio, siguiendo los consejos de mi padre, pero ella es la dama y si yo era su capricho…. ¿A qué negarme?

Jugamos pues, como dos niños, inocentes e ingenuos. Montábamos a caballo, la enseñé a cazar, nos escapábamos de su dueña para robar nidos, coger setas, escamotear queso y fiambres de las cocinas y cómplices desde el principio, volver la torre del revés con nuestras travesuras. No sé por qué me eligió a mí, entre todos los niños al servicio de su familia, para iluminar cada momento de mis días con su presencia, y enseñarme a manejar la pluma y a leer en esos libros que robaba de la biblioteca de su padre. Tirante el Blanco, Amadís de Gaula… caballeros que combatían a dragones, que enmendaban injusticias y protegían a la doncella a nada, espada en mano.

Y cuando ella los recitaba… ¡Qué dulces palabras, qué dulces! Era poesía, mi buen amigo, era danza y era música cada vez que ella me contaba las leyendas del jinete blanco, del dragón de Hircania, del nigromante y de las brujas de la montaña. ¿Cómo, decidme, cómo, no iba un pisaverde como yo a enamorarse?

Era un diablillo, un hada, una lamia de la que hablan los cuentos de mi tierra, porque a cambio de sus lecciones me obligó a enseñarle a manejar la espada. ¿Qué otra cosa iba a enseñarle yo si no, el hijo de un matasietes, un soldado viejo de Nápoles? Ella quería ser caballero también, y luchar contra dragones y hechiceros y nobles malvados, defendiendo a los pobres y desamparados, haciendo el bien, combatiendo por la justicia, porque ella no se conformaba con ser doncella y aguardar en una torre, ella quería cabalgar y navegar y ver más allá de los confines del mundo.

Habría sido la caballera más hermosa de todos los tiempos.

Durante los últimos años de nuestra infancia nos escapamos cada vez qué podíamos, ¡infelices de nosotros!, en culpable secreto sin remordimientos, y pasábamos tardes enteras escondidos en el bosque que marcaba las fronteras de las tierras de su padre, luchando con dos palos y cabalgando en sueños por lugares encantados, contemplando la trémula luz del crepúsculo, tejiendo coronas de flores con la dedicación de orfebres. Que Jesús nuestro Señor me perdone, no eran más que las fábulas infantiles de dos niños que se aman, sin saber todavía ni lo aquello significa.

Yo podría haberme pasado días enteros sólo mirándola.

Conocía de memoria la curva de sus labios del color de las frambuesas, el olor a canela de su pelo rubio, el perfil delicado de sus mejillas. Podría pintar, si yo supiera, ahora y de memoria tantos años después la gracia frágil de sus manos nacaradas, el vivaz destello de sus dedos tallados en rayos de luna, su talle esbelto y elegante de sauce en primavera. Era una niña perfecta, mi niña perfecta, y por su risa habría muerto y cruzado cien veces este océano.

Éramos tan jóvenes. Tan puros. Tan necios.

Para ella tallé una espada de madera, con una rama de tejo que corté yo mismo. Me pasé semanas dándole forma, imitando la espada de mi padre, quitándole una astilla allí, rayéndole algún nudo allá, puliéndola hasta que pasar la mano por ella era como acariciar el mejor paño de Holanda. Y cuando se la regalé… ¡Qué fiestas! ¡Qué júbilo! Su sonrisa, el centelleo azul de sus ojos límpidos compensó cada noche que pasé hurtándole horas al sueño para poder terminarla.

¿Sabéis qué me regaló ella a cambio?

El mejor, el mayor de los tesoros. Un mechón, un rizo, un bucle de sus propio pelo, tan claro y tan brillante como el oro blando, atado a una pequeña corona de flores amarillas. Y para mí, os lo juro, Pascual, fue como si me hubieran regalado todas las joyas del país de Preste Juan.

Pero pronto íbamos a dejar de ser niños. Cuando cumplí los catorce años, mi padre tomó la determinación de que en buena hora habría de servir por fin al rey, como mi padre antes que yo y su padre antes que él. Yo era para entonces ya casi un hombre, pero Elvira hacía tiempo que había florecido y si de niña era un manantial de belleza fragante, su hermosura era ya un torrente incontrolable. Qué joven era entonces, y qué grande el mundo…

Regresaré”, le dije, escondidos en el bosque, como cada tarde. “Regresaré convertido en un hidalgo con el favor del rey, y te desposaré una noche de San Juan”. Y vi un brillo en el fondo de sus ojos, el reflejo de una estrella sumergida en un estanque, y ambos supimos que aquella tarde no sería como las demás. “Lo sé”, me respondió, “y te habré de esperar así que sean cien años”. Y sellamos nuestra promesa con un beso en los labios.

Aquel fue nuestro primer beso. ¿Cómo iba a imaginar yo que sería también el último?

Murió de unas fiebres, aquel mismo invierno, y cuando regresé el valle era un poco más sombrío, un poco más triste, e infinitamente más amargo. Su madre, que Dios la bendiga, ante mis ruegos se apiadó de mí y dejó que entrara al mausoleo familiar, en las criptas de la torre. Allí, solo, en secreto, pude llorar como solo lloran aquellos que todavía no son hombres, pero que en el fondo de su alma han dejado para siempre de ser niños. Y allí, sobre tu tumba, sobre el mármol tan frío y tan blanco y tan callado, dejé su espada de madera y el rizo de su pelo, como bálsamo para el recuerdo y prenda de mi amor, que sería tan casto, tan infantil, y tan eterno.

No volví a casa hasta hace algunas semanas, cuando ya la primavera estaba a punto de convertirse en verano. Al servicio del rey he estado en Nápoles, en Francia, y en el Milanesado. Puedo decir con orgullo que estuve en la gloriosa jornada de Pavía, donde el maldito francés hincó la rodilla, y puedo decir que he visto la nariz de un rey temblar de miedo. Me he ganado, con mis servicios, una modesta fortuna, y aunque no he llegado a ser hidalgo, puedo llevarla cabeza alta y decir que Esteban de Cortézubi era mi nombre, a mucha honra. Pero al fin, diez años después, tras tantos tropiezos por el ancho mundo, regresé a casa.

Nada había cambiado, en el bosque. Todo era tal y como lo recordaba. Los árboles seguían creciendo, indiferentes, filtrando el sol entre sus altas copas. Nada, ni las piedras ni las fuentes ni los pájaros del cielo ni el rumor despacioso del viento parecían haberse dado cuenta de que Elvira, mi Elvira, había muerto. Eran igual el crujido de las hojas al pisarlas, y el color de las luz en la tarde que agonizaba lentamente. Pero era, a la misma vez, todo tan distinto… Ya no se escuchaban sus risas, sus gritos, su voz cristalina contar historias de caballeros y princesas. No se escuchaban sus pasos, ni su silueta se escondía, blanca y pura, entre los helechos. Aquí donde me veis, abrazado a mi espada, acunado por la ausencia y el olvido y el silencio, en el rincón donde solíamos sentarnos y ella me leía con mi cabeza en su regazo, en ese rincón este soldado al que ningún enemigo puede decir que haya visto su espalda, lloró como un niño, y no tengo por desdoro admitir que grité su nombre mil veces, llamándola, hasta quedarme sin voz, hasta quedarme dormido.

Me desperté al despuntar el alba, aterido de frío. No sabía dónde estaba, pero alcé la mirada cabeza y lo que vi, os lo juro, tan cierto como el cielo sobre nuestras cabezas, lo que vi casi heló la sangre de mis venas. Os doy mi palabra que lo que digo es cierto. Porque en mi mano ya no estaba mi acero fiel, mi vieja espada. En mi mano diestra, suave, pulida, brillante como el primer día, estaba la espada de madera de Elvira y en mi siniestra, atado a una corona de flores, lo juro por el alma de mi madre, atado a una corona de flores amarillas estaba el rizo dorado que dejé en su tumba.

Una superchería, decís, una chanza cruel. Pudiera ser, no digo que no. Pero si es así, amigo Pascual, si todo fue una burla de algún pobre desgraciado que quiso atormentarme, decidme una cosa. Ha pasado un año de lo que os cuento, y entonces, ¿por qué, si todo no fue más que una impostura, por qué estás flores amarillas que os muestro no se marchitan nunca?