miprimita.com

BPN. Ana, mi cuñada (y 5). Puntos suspensivos.

en Amor filial

Agua caliente, jabón y un cuerpo que acariciar. ¿Puede haber algo mejor?           

Enjaboné el pelo de Irene con un champú perfumado, enredando mis dedos en sus cortos mechones rubios, mientras ella expresaba su aprobación con algo semejante a un ronroneo. Estaba pegada de espaldas a mi, su piel húmeda contra mi piel, y notaba cada pulgada de su cuerpo ardiente y carnoso. Vertí gel de avena en mis manos, y con concienzuda delectación fui frotando sus hombros, sus brazos, sus costados, su vientre y sus pechos, recorriendo una y otra vez esos contornos vertiginosos, delineando sus areolas y sus pezones que se endurecieron al instante. Caí de rodillas, y con un poco más de gel fui enjabonando enérgicamente sus pies, sus tobillos, sus pantorrillas, sus corvas, y ascendí por los muslos hasta la mayúscula turgencia de sus nalgas, que estrujé, manoseé y apreté como si me las fueran a arrebatar. Enjaboné con travesura la hendidura entre sus glúteos, recorriendo ese camino deteniéndome en su ano y en su coño, palpando sus orificios con cuidado. Irene gimió y levantó una pierna, apoyándola en el borde de la bañera, dejándome paso franco a su intimidad que aproveché para hurgar con delicada firmeza, aprovechando el resbaloso tacto del jabón para introducir uno de mis dedos en su coño, y otro traspasando apenas el umbral de su culo. Los moví de dentro afuera, mientras Irene resoplaba, y cuando parecía que se nos iba a ir de las manos, me cogió la muñeca y detuvo mis operaciones.          

-Quietoo… - me dijo en voz baja, volviéndose hacia mí mientras el agua de la ducha aclaraba el jabón de su piel y de su pelo. Entonces fue ella quien comenzó a frotarme a mí, con sus manos finas, muy despacio, mirándome a los ojos con una sonrisa pícara, de los hombros al pecho y al vientre, por los brazos y los costados, dándome la vuelta y refregándome la espalda y el culo, dándome unos tiernos apretones en las nalgas.                                                        

-Me encanta tu culo C***… - me dijo al oído, risueña, y yo me di la vuelta y la besé en la boca enredando nuestras lenguas, sintiendo sus manos pasar de mis nalgas a mi polla dura como una piedra, acariciándola. Se separó de mí, y levantando las cejas con aire travieso se inclinó y se la metió en la boca, lamiéndome el capullo todo alrededor del frenillo, como si fuera una bola de helado que se estuviese derritiendo, para al final introducirse un buen pedazo hasta la campanilla.                                                                                                         

Sin sacársela de la boca, se arrodilló para acomodarse, y yo me agarré donde puede al sentir temblar mis piernas, embargado por las sensaciones que me procuraban sus labios y su boca, ajustados alrededor de mi polla como si fuesen a absorber mi esencia misma. Se la sacaba y se la metía, ensalivándola bien, el agua cayendo sobre su espalda, y debo reconocer que después de los acontecimientos de la noche anterior, tenía los depósitos a reventar, así que tras un par de minutos acaricié su cabeza, su pelo empapado, y le avisé.                                                                

-Irene… me corro…

Se la sacó de la boca y comenzó a pajearme, cada vez más rápido, y noté como desde muy dentro me fue creciendo una marea incontenible, un hormigueo cada vez más intenso, y cerré los ojos a la vez que gemía muy bajo y muy ronco eyaculando como una maldita fuente, notando el semen manar de mi rabo desde la raíz misma, mientras Irene no dejaba de pajearme y mi polla temblaba como si tuviera vida propia.   

Abrí los ojos, y al bajar la vista la vi, sonriendo, con algún goterón de lefa siendo enjuagado por el agua de la ducha, y acariciando mi polla con suavidad. Con un poco de gel, la fue enjabonando causándome unas cosquillas algo molestas, y me retorcía un poco al notar su roce en mi capullo, muy sensible tras el orgasmo. La limpió de arriba abajo, y luego se levantó, dándome un rápido beso.

-Te la debía de ayer… - abrió la mampara y salió de la ducha, cerrando el agua. Yo le seguí y nos secamos juntos, entre besos y arrumacos, hasta que nos sobresaltó el ruido de unos golpes en la puerta y la voz de Pablo.

-¡A ver si acabamos yaaaa!

Salimos del baño, envueltos en las toallas, y nos fuimos a la habitación a cambiarnos. Era el día del cumpleaños de los mellizos, y nos estábamos preparando para ir a tomar algo al centro del pueblo, recoger a mis suegros a las dos y media, e ir a comer a un restaurante cercano para la celebración. Pero era mentira, claro. Íbamos a sacar un par de horas a Pablo e Irene de casa mientras sus padres preparaban la fiesta sorpresa que habíamos organizado, y que esperábamos fuera un día inolvidable para todos.

No quisiera adelantar acontecimientos, pero vaya si lo fue.

*

-Es la hora ya, ¿no? – Ana comentó, con tono casual, apurando el vaso de vermut rojo y comiéndose la última aceituna del platito metálico. Llevaba el vestido color burdeos que compramos en Huesca, que le quedaba francamente bien, y se habían ganado las alabanzas tanto de Pablo como de mis suegros. Yo también la halagué, caballeroso, y ella sonrió coqueta quitándole importancia.

-Las dos y media, habría que subir, sí. – Pablo miró el reloj del móvil, y bebió de un trago su caña.

Llevábamos desde la una de bares, saludando a la gente y recibiendo las felicitaciones. Pablo se extrañó al no ver a ninguno de sus amigos, pero no le dio demasiada importancia. Irene recibió también las felicitaciones de su tíos y algunos conocidos del pueblo, y burla burlando, llegó la hora de poner en marcha nuestro ardid y llevarles a casa, creyendo que íbamos a recoger a los suegros. Al llegar a la finca, y aunque habíamos advertido a los invitados que no aparcasen demasiado a la vista, Irene frunció el ceño al ver varios vehículos a la puerta.

-¿Y esos coches?

No respondimos, sino que bajamos y entramos en la finca sin decir una palabra…

-… ¡SORPREEEESAAAAA!

Había una pequeña multitud allí congregada, no menos de treinta personas, que gritaron al vernos entrar. Irene se llevó las manos a la boca, con la mirada atónita, y comenzó a reírse, los ojos humedeciéndose de la emoción. Pablo parecía también estupefacto, y enseguida comenzó a llamarnos de todo cariñosamente mientras los dos mellizos recibían besos, abrazos, tirones de oreja y felicitaciones.

Había que reconocer que mis suegros se habían esforzado lo suyo. El jardín estaba decorado con guirnaldas, farolillos, muñecos e incluso algunas fotos de los mellizos cuando eran niños. En un costado del jardín había unas mesas, llenas de comida, y en dos grandes cubos de plástico negro con hielo y paja asomaban botellas y latas variadas de cerveza y refrescos. Para completar, en equipo de música empezó a sonar una canción. Además de algunos primos, muchos de los amigos y amigas del pueblo habían sido invitados, pero es que incluso habían subido varias amistades desde Zaragoza. Y en un alarde de amabilidad, mis suegros habían permitido que invitase a Miro, mi mejor amigo, que veraneaba en un pueblo relativamente cercano y que había venido sin dudarlo.

-Feliz cumpleaños Ireneee… -

-¡Mirooo...! – mi novia se abrazó a mi amigo y le dio dos besos llenos de emoción, pero enseguida fue reclamada por media fiesta, así que él y yo terminamos a un lado, cogiendo una cerveza.

-¿Cómo estás? – le dije, brindando con él. - Al final has podido venir…

-No me lo iba a perder… yo estoy bien, esperando a ver si me llaman de Zuera… - Miró había perdido el trabajo recientemente, y estaba pendiente de una entrevista que había hecho hacía unos pocos días. – A media tarde vendrá Blanca.

Blanca era la novia de Miro. No me tragaba, ni yo a ella, pero se llevaba razonablemente bien con Irene y hacía un notorio esfuerzo de tolerancia y mano izquierda para salir con nosotros. Miro o no se enteraba, o fingía no enterarse, y así nos iba bien a todos. Supongo. Yo asentí, y durante un rato charlamos hasta que finalmente mi suegra dio dos fuertes palmadas, y señaló las mesas con comida.

-¡Vamos! ¡Que es la hora de comer!

Caímos sobre las viandas con ímpetu de hienas. Devoramos tortillas, longanizas, quesos, mejillones, jamón, boquerones… entre charlas, risas, bromas, anécdotas, canciones, algún baile y mucho vino y cerveza, frescos y deliciosos para combatir el calor del verano. Pronto nos saciamos, pero mi suegra no nos dio tregua alguna, apareciendo con pastas y dulces para ir poniendo el broche dulce a la comilona. Blanca, la novia de Miro, llegó por entonces, saludando a Irene con efusividad y reservando para mí la fría cortesía habitual. La llegada de la última invitada fue la señal para traer la tarta.

Fue un momento deliciosamente infantil, como volver a tener diez años y celebrar esos cumpleaños con la pandilla. Cuando apareció la tarta con los dos juegos de velas encendidos, cuando todos empezamos a cantar, con mayor o menor fortuna armónica, el “Cumpleaños feliz”, vi cómo se iluminaba la carita de Irene, cómo se le desbordaban las lágrimas en los ojos, y no pude evitar, ni yo ni nadie, aplaudir con entusiasmo cuando los mellizos las apagaron de un soplido gemelo.

Luego llegó el turno de los regalos.

Bisutería, prendas de ropa, peluches, libros, discos, Irene fue abriendo cada paquete y agradeciendo cada presente con dos besos, abrazos y una sonrisa encantadora. Para mí sorpresa (y por qué no decirlo, mi fastidio) mis suegros le regalaron un portátil comprado en esas grandes superficies de electrónica que estaban amargando mi existencia laboral, en lugar de en mi tienda. Mis dos regalos fueron los últimos, e Irene los abrió con un brillo especial en los ojos. Dio una exclamación ilusionada cuando vio el reloj, y me dio un beso larguísimo, pero cuando abrió el bolso se echó a reír y miró a Ana.

-Qué bruja eres… mira que me insististe para que no lo comprara…

Ana sonrió, como haciéndose la inocente, e Irene me echó los brazos al cuello y me abrazó muy fuerte.

-Muchas gracias cielo…

Ana se acercó, y le alargó un paquete.

-Falta el mío … - nuestros ojos se encontraron, y confieso que no supe leer en ellos. Irene abrió el paquete y sacó un colgante, un sol plateado muy hippie que Irene celebró con una sonrisa luminosa.

-¡Gracias Ana…! – le dio dos besos y las dos se abrazaron, y nuestras miradas volvieron a encontrarse. No sé si enrojecí, pero tuve que apartar la vista.

Tarta, café, licores… algunos invitados se fueron excusando, abandonado la fiesta a media tarde, pero el resto fuimos formando cortos y tertulias. Pablo charlaba con sus amigos, sentados en las tumbonas y riéndose de forma estentórea. Irene cuchicheaba con sus manitas, enseñándoles los regalos, y Miro y Blanca hablaban en voz baja, apoyados en un árbol, con cierto acaramelamiento.

Vi a mis suegros comenzar a recoger, y un prurito de dignidad me obligó a acercarme.

-Vamos, ya me encargo yo… - dije, cogiendo uno de los manteles de papel y envolviendo todos los desperdicios. Mi suegra empezó a protestar.

- Ni se te ocurra C***… déjanos…

-Ni hablar…

-Sí, ya nos encargamos nosotros.- Ana apareció a mi lado, y me ayudó a recoger una de las mesas y arrugar el mantel. - Id a descansar un poco, de verdad.

Refunfuñando, mis suegros se fueron a sentar y tomar un vaso de café, mientras mi cuñada y yo retirábamos fuentes y jarras, e íbamos echando latas, platos y cubiertos de plástico en un gran cubo de basura. Una vez despejadas las mesas, apilamos lo que era reutilizable y lo llevamos a la cocina, llenando el lavavajillas. Ana cogió el estropajo y comenzó a fregar las fuentes que no cabían en el lavaplatos, mientras yo las aclaraba y las secaba, con un silencio cada vez más incómodo entre los dos.

-Es bonito el colgante. – dije, cuando hube terminado de colocar en el armario varios platos grandes, sin mirarla.

-¿Verdad que sí? – siguió frotando, sin mirarme tampoco, y sentí la tensión entre nosotros enrarecerse, volverse casi sólida. Miré a todos lados y cogí su barbilla, obligándole a mirarme. Tenía los ojos enrojecidos y húmedos.

-No lo entiendo… - dije, acariciando con suavidad su mentón y su mejilla.

-No lo entiendes porque eres un idiota... - susurró, dejando la boca entreabierta, tentadora, como una fruta en sazón.

-Ya lo sé… - y sin más, la besé, con mi lengua aventurándose entre sus labios entre abiertos, palpando la suya, y durante unos segundos me detuve en esa boca abrasadora como el fuego, dulce como la miel, embriagadora como el incienso.

Nos separamos, y aparentamos normalidad terminando de recoger la cocina, en silencio. No lo supe hasta más tarde, pero alguien nos había visto.

*

A medida que fue decayendo la tarde, fue aumentando la euforia impulsada por el alcohol. Al principio fue la excusa de la digestión. Más tarde, la de combatir el calor. Y ya, al ir poniéndose el sol, sencillamente la gula y las ganas de agarrarse una buena melopea. Licores, gintonics, cubalibres, fuimos bebiendo cada uno a nuestro ritmo pero orquestando, quien más quien menos, una sinfonía de borrachera campestre pintoresca y divertida. Mis suegros habían tenido la feliz idea de tapar la piscina con la lona protectora, y eso posiblemente salvó a más de uno de una buena mojadura. Se improvisó un baile, se sacaron los restos de la comida para una cena temprana, y encendimos los farolillos apagando el resto de luces, confiriendo al jardín una semipenumbra irreal, a medida que la noche fue cerrándose en torno a la quincena de íntimos que quedábamos en la fiesta.

Irene y las chicas bailaban junto al equipo de música, pinchando sus canciones preferidas y cantando los estribillos a coro. Pablo y algunos de sus colegas languidecían, bebiendo junto a la piscina formando un corrillo de guasa y alcohol. Miro y yo contábamos anécdotas, sorbiendo el enésimo cubata y riéndonos, a nuestro aire, en un rincón oscuro del jardín, casi inadvertidos. Mi amigo se puso en pie, desplegando toda su humanidad de metro noventa, y dejó el vaso en el suelo.

-Voy a cambiarle el agua a las aceitunas… - dijo, con voz algo pastosa, y se alejó dando pequeños tumbos hacia la oscuridad del jardín. Yo me quedé sentado, respirando el fragante aire nocturno a bocanadas, mirando a las chicas y apurando el trago.

No la escuché venir, y me sobresalté un poco.

-Hola… - Ana se apoyó en un árbol, en la oscuridad, y yo me levanté un poco bruscamente, sintiendo un mareo que me hizo trastabillar, aunque me recompuse como pude.

-Hola Ana… - me acerqué, un poco menos digno de lo que me habría gustado, pero cuando la vi me di cuenta de que ella también estaba un poco borracha, porque tenía los labios húmedos y los ojos ligeramente vidriosos.

-Anda que… vas fino… - me dijo, riéndose en voz baja, y como todos los borrachos, sentí un punto de orgullo herido, poniéndome muy recto.

-¿Quién, yo? Estoy perfec… tamente… -tartamudeé sólo un poquito.

-Ya veo ya…

Tropecé, y apoyé mi hombro contra el árbol, conteniendo la risa. Su rostro estaba muy cerca, y casi podía sentir su calor, emanando de su cuerpo, irradiando como un sol oscuro. Sus formas se adivinaban en las sombras, una silueta de curvas imposibles, y mi mente, abotargada por el alcohol, divagaba entre la cordura y la excitación. Mi voz se convirtió en un susurro arrastrado.

--Estoy tan perfectamente… que podría acabar lo que empezamos ayer. – lo dije en tono desafiante,

fanfarrón, esperando una risa o una palabrota escandalizada. Pero Ana me miró, y con una sonrisa negó con la cabeza, acercándose un poco más y hablándome muy bajito al oído.

-¿Qué fue lo que empezamos ayer… y por qué iba a querer acabarlo?

-Bien… - me cogió un poco por sorpresa, pero a pesar de que no estaba en mi mejor momento, me recompuse con sutil elegancia. Más o menos. – Primero, porque has venido a buscarme en cuanto me has visto solo. Segundo, porque no me gusta nada, pero nada, dejar las cosas a medias… y tercero, porque te has puesto el vestido que te dije que te sentaba de maravilla.

-Pero… qué puto engreído … - parecía fastidiada, pero el brillo de sus ojos y la forma en la que me miraba la estaban traicionando. Posé mi mano en su cintura, y lejos de alejarse o impedírmelo, se giró un poco hacia mí, temblando levemente.

-¿Acaso me equivoco, Anita? – mi mano se deslizó hacia su cadera, y ella cerró un momento los ojos, acelerando su respiración, abriéndolos poco después, fijos en los míos.

-Estás borracho …

-Borracho o no, como me busques, me encuentras… - retiré mi mano, y ella aprovechó para esbozar una mueca de suficiencia. Se acercó un poco más, hasta que nuestras caras casi se tocaban.

-Tu boca firma cheques que no estoy segura de que tu polla pueda pagar …- su aliento olía a alcohol, su mirada era turbia, y nuestro juicio sin duda brumoso, untuoso y denso como una crema tibia. Sólo eso puedo aducir para justificar lo que ocurrió después.

-¿Te apuestas algo? – dije, repentinamente alterado. Ana me miró de hito en hito, sonriendo burlona, y se echó un poco para atrás.

-Mucho ruido y pocas nueces... Gallito… - ya he dicho que era un poquitìn más alta que yo, pero en ese momento me dio una palmadita en la cabeza, como si fuera un niñato, y sentí algo de rabia borbotear en mi interior, centrifugándose con el ron añejo. Miré en derredor, y me vino una idea maliciosa.

-Vete a la cabaña de los aperos y espera allí… si te atreves.

Quedamos en silencio, mirándonos a los ojos, y no me digan por qué pero supe en ese mismo momento que no iba a ocurrir nada, que todo se iba a quedar en una bravata, así que subí mi farol, en tono desdeñoso.

-A ver si tienes ovarios… gordita.

Sus ojos se entrecerraron, y estoy convencido de que dudó si darme una bofetada, pero la vi mirar hacia la luz de la fiesta, como si se asegurara de que nadie nos estaba prestando atención, y entonces sin una palabra se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, hacia el otro lado de la finca.

Hacia la cabaña de los aperos.

*

Cuando regresó Miro, medio minuto después, me limité a cogerle del brazo y susurrar un “tú no me has visto”, antes de asegurarme que nadie parecía haberse dado cuenta de mi presencia o mi ausencia. Irene bailaba, reía, cantaba y se divertía con las chicas. Pablo bebía, ajeno a todo, rodeado de tres o cuatro compinches. Así que repetí la frase a mi amigo.

-No. Me. Has. Visto... – mis palabras se abrieron paso hasta su cerebro, y vi cómo su rostro pasaba de la incomprensión al desconcierto, pero no tenía tiempo para explicaciones, porque incluso con todo el licor que corría por mis venas, la sangre se estaba concentrando directamente en un punto muy concreto de mi anatomía. Con el paso furtivo de un felino salvaje, fui hacia la cabaña intentando escudriñar su silueta en la oscuridad de la noche.

Abrí la puerta con mucho cuidado, y sobre el rumor algo alejado de la música me llegó desde dentro un susurro.

-¿C***?

No dije ni una palabra, sino que entré y cerré tras de mí, buceando en la oscuridad con pasos vacilantes y cautelosos, hasta que una mano se topó con mi cuerpo y escuché un jadeo ahogado. Cogí la mano y la seguí por el antebrazo, por el codo, hasta el hombro y el pelo sedoso que sabía castaño y fragante pero que en las oscuridad parecía un velo de raso.

Nos abrazamos en silencio, y noté los latidos de su corazón en mi lecho, su aliento agitado, el olor especiado y casi picante de su piel, junto con el dulzón aroma a alcohol y hembra en celo que podía adivinar apenas, en aquella oscuridad casi total. Por las ventanas de plástico se colaba una claridad muy difusa, apenas una brizna de luz que ni siquiera permitía adivinar los perfiles de las herramientas, pero allí, los dos solos, en silencio, nos bastaba el tacto, el olfato, el oído y el gusto, rebeldes al fin ante la tiranía de la vista.

La vi con mis manos, con las yemas de mis dedos, y ella me leyó en el braille primigenio de mi piel y de mis huesos. Sin verlos, sus pechos se me antojaron espléndidos, mullidos, erguidos bajo el vestido y el sostén. Nos besamos con cautela al principio, buscando nuestras bocas en la oscuridad, pero una vez situados nos devoramos el uno a otro. Ahogué con mis labios y mi lengua el gemido prolongado que emitió cuando mis dedos pasaron de sus pechos a sus nalgas, levantando el vestido, despojando de barreras esas dos masas de carne temblorosa, fría, pero maleable y dúctil, de un tacto tan suave como terciopelo. Las apreté y las alcé, separándolas, dejando que volvieran ellas solas a su lugar.

La giré sobre sí misma, bruscamente, y lamí el lóbulo de su oreja, descendiendo por el cuello con la punta de mi lengua, mis dedos buscando el incendio que devoraba su entrepierna. Se encogió un poco, doblando las rodillas, cuando encontré el surco más allá del su monte de Venus, y lo acaricié por encima de su ropa interior que parecía sumergida en aceite hirviendo. Sus brazos acariciaron mi cabeza, buscaron torpemente mi costado, y finalmente sus manos se posaron sobre las mías, dirigiendo mis caricias más fuerte, más profundo, más rápido.

Su ropa interior, un tanga, no duró mucho en su sitio, y ella misma se sacudió y movió las piernas para hacerlo descender muslos abajo, y finalmente al suelo. Al fin libre, comencé a frotar su clítoris en círculos, tanteando la viscosa humedad de su coño, mojando el dedo en su flujo y llevándolo hacia ese botón de carne que provocó unos temblores casi espasmódicos, en cuanto hube encontrado el compás y la presión exactas. Jadeaba, ahogando sus gemidos, aspirando bocanadas de aire, que comenzaba a oler a sudor, a carne, a sexo.

-Cabronazo… - balbuceó entre suspiros, y sus manos guiaron mi mano libre hasta sus pechos, animándome a masajearlos alternativamente, mi polla a punto de explotar oprimiéndose contra su culo. Entonces recordé, o más bien mi cuerpo me recordó, mi promesa.

-¿Sabes lo que va a pasar ahora, verdad, gordita? – le dije al oído. Se estremeció, y gimió muy bajito antes de contestar apretando sus piernas y su coño chorreante contra mis dedos, que seguían pulsando las teclas correctas.

-No… no me llames… gordita… - susurró, entrecortada, y yo mordí su hombro, su cuello, su oreja, antes de responder.

-Contéstame… ¿sabes qué va a pasar? – metí muy hondo mi dedo corazón en su coño, y noté cómo Ana contraía los músculos de sus piernas al sentir mi caricia, o más bien mi asalto.

-Siiiii… - respondió, y no supe si sencillamente aprobaba las sensaciones que la recorrían desde el epicentro de su coño, o respondía a mi pregunta. Pero yo quería oírselo decir, quería que se le llenase esa boquita con lo que iba a hacerle, quería incluso que me lo pidiese.

-Entonces dime, gordita… ¿Qué va a pasar ahora?

-Que me… me vas… me vas a follar… - lo dijo entre jadeos.

-¿Ah sí? ¿Y por dónde te voy a follar? – Saboreé las mieles de mi triunfo, mientras mordisqueaba juguetón el lóbulo de su oreja y Ana resoplaba, meneando sus anchas caderas en sincronía con mis dedos en su coño, que la masturbaban sin tregua.

-Por donde… tú quieras…

-No, gordita, no… - le dije al oído, aumentando la presión y la velocidad de mis dedos en su clítoris. – Por donde yo quiera no… quiero me digas tú por dónde… - en ese momento, no sé por qué, pero para mí era esencial escuchárselo decir. Ana gimió, y giró la cabeza para besarme, comiéndome la boca unos segundos antes de responder.

-Cerdooo… - susurró, abriendo un poco las piernas, facilitando que mis dedos se perdieran en las profundidades de su coño, bufando y gimoteando en voz baja. Mi polla se colocó entre sus nalgas, todavía protegidas por la tela de mi pantalón y su vestido.

-¿Por dónde? – murmuré en su oído. Hizo una pausa, respirando fuerte.

-Por el… culo. Me vas a follar… por el culooo… - le costó, pero lo dijo, y la recompensé concentrándome en frotar, excitar y masajear su clítoris redoblando mis esfuerzos, hasta que noté que temblaba aflojando las piernas, y un gemido se transformó en un largo quejido entre dientes, hasta que se apagó en una respiración profunda, -Oh… Dios… C***… - dijo con vocecilla quejumbrosa.

-Ssshhh…. – chisté, silenciándola, mientras mi mano empujaba un poco su cabeza hacia abajo, y la forzaba a inclinarse. Enrollé su vestido alrededor su cintura, y acto seguido mi pantalón y calzoncillo cayeron al suelo con un sonido metálico. Mi polla golpeó contra sus nalgas, algo pegajosa, y escupí en mi dedos, llenándolos de saliva, untándome el capullo notándolo inflamado como pocas veces. – Ábrete el culo…. -dije, mientras pajeaba mi polla y acariciaba sus cachetes. Noté su mano sobre la mía, y al posar mi polla sobre el apretado agujerito de su culo comprobé que me había obedecido, porque sus nalgas apenas ejercían oposición. A ciegas, me incliné y dejé caer un salivazo silencioso, que atinó de chiripa en mitad de mi capullo, y contuve el aliento antes de pegar un buen empujón.

-Mmmmm…. – murmuró Ana, y sentí con un placer indescriptible que la punta de mi rabo fue engullida sin chistar por ese culazo hambriento, tragón, complaciente. Sentía la fuerte, decidida opresión de su ano, pero más allá su recto se dilataba, acogedor, hospitalario, delicado, húmedo, terso y caliente, abrazando mi capullo casi con ternura. Sin pausa fui metiendo paso a paso, escalón a escalón, toda la longitud de mi polla, hasta que mi pelvis se encajó entre sus nalgas con la ajustada precisión de dos piezas de rompecabezas.

Así me quedé, con los ojos cerrados, borrando cualquier vestigio de sensación que no fuera el tacto opresivo pero delicioso de su intestino, mientras su ano obediente se cerraba en torno a la raíz de mi polla como un cepo, y sus tripas me masajeaban al ritmo de su corazón, la lenta vibración de su interior que ahora que me pertenecía por derecho de conquista. Acaricié su espalda, percibiendo cada vértebra, que recorrí poco a poco hasta la frontera de su trasero, que froté, notando sus manos tensando hacia a fuera esas rellenas nalgas. Ana respiraba hondo, en silencio.

-Tu culo es perfecto Ana… - terminé por susurrar, enardecido, y mi cuñada empezó a menearlo muy despacio, en círculo, empujando hacia mí. Mi polla se encajó un poco más, y gemí sin poder evitarlo.

-¿Te gusta? ¿Te gusta mi culo? – Su voz me llegaba lejana, pero excitante, - ¿Te gusta... más que el de Irene...?- por toda respuesta yo comencé a recorrer el camino inverso, naciendo de su interior como una planta, el tensísimo anillo de su esfínter estrangulando cada centímetro de mi polla como si quisiese conservarla dentro, retenerla. Casi me pareció escuchar el descorche cuando mi rabo abandonó su trasero.                                                       

-No la saqueees… - protestó a media voz Ana. Contrastando con las brasas de su interior, el aire de la cabañita me pareció gélido. Volví a apoyar mi glande contra su ano, que noté vibrar y abrirse bajo mi contacto, y empujé de nuevo advirtiendo con entusiasmo que se aflojaba tras un instante de rigidez, tragándose todo mi miembro con una obediente facilidad, casi pidiéndome que la sodomizase a fondo.

Y sí, la sodomicé a fondo. Me regodeé varias veces, sacando mi polla por completo y volviéndola a meter, expandiendo su ano cada vez más rápido, más brusco, poniendo a prueba su elasticidad, su dócil mansedumbre, comprobando a conciencia la flexibilidad de las paredes de su culo, tan moldeables, que admitían el grosor de mi miembro con naturalidad, y disfrutando de la indómita tirantez de su esfínter, ese umbral que me ahorcaba la polla sin importar las veces que lo atravesara. Ana bufaba y gemía, empujando hacia mí con las caderas cuando profundizaba en su intestino, y apagando sus grititos de placer cada vez que me retiraba, sincronizados en un oscilar de metrónomo.

La luz hirió nuestros ojos como si nos clavaran agujas en ellos, y traté de protegerlos con las manos mientras mis oídos se llenaban de una voz familiar. Dolorosamente familiar.

-Pero… pero… ¿Qué cojones…? – La voz de Irene llenó la pequeña cabaña, y Ana se echó hacia delante, sacándose mi polla del culo y bajando su vestido a toda prisa, mientras bizqueábamos, cegados por la luz, y yo intentaba subirme los pantalones cubriéndome los ojos con la mano a modo de visera. – ¡Hijo de puta…!- Ese insulto, en la voz dulce de Irene que parecía hecha para reír, me dolió como un puñetazo.

¿Saben lo que también me dolió como un puñetazo? La media docena de ellos que me propinó Pablo antes de que entre Miro y otro par de ellos consiguieran quitármelo de encima.

*

Miro me llevó en coche a casa de sus abuelos, después de contener la hemorragia de mi nariz y mis labios, y tras hacer a toda prisa la maleta con lo imprescindible. Estaba tumbado en el asiento trasero, totalmente mareado, notando cómo mi pómulos se iba hinchando y mis labios latían de puro dolor. Mi cabeza daba vueltas, y la enrevesada carretera no contribuía en nada a mitigar mi horrible jaqueca y el océano de dolor de mi cara y mis costillas, donde Pablo me había pateado. Recorrimos en silencio unos agónicos kilómetros, antes de que escuchara la voz de Miro a través del molesto pitido de mis oídos.

-Joder C***… menudo marrón … - me habría gustado responderle “Gracias por tu perspicacia, Miro. No me había dado cuenta”. Pero habría sido vil, y muy injusto. Si no llega a ser por él, Pablo y algunos de sus amigos me habrían dado una paliza. Una paliza mayor, quiero decir. Pero entre él y, me jode admitirlo, su novia Blanca, me habían protegido hasta que los ánimos se calmaron lo suficiente como para evitar homicidios . Así que me guardé mi ácido sarcasmo.

-Vaya que sí, Miro… - me costaba hablar con los labios tumefactos, pero lo hice, casi más graznando que otra cosa.

-Es que lo tuyo es la hostia… la cagaste con Silvia, la cagaste con Andrea, la has cagado con Irene… tío, ¿pero a ti que coño te pasa? – golpeó el volante, enfatizando su pregunta, y pensé durante un ratito la respuesta.

-Yo qué sé… igual es que soy gilipollas… - terminé por contestar. Les voy a ser sincero. Lo pensaba entonces, y lo pienso ahora.

-¡ja! – lanzó una carcajada, sin separar la vista de la carretera. – Mira C***… ¿Desde cuándo nos conocemos?

-Joder Miro… no sé… ¿Quince, veinte años? Desde que éramos críos… - tenía la boca seca, y me estaba empezando a fastidiar la conversación, que retumbaba en mi cabeza con la fuerza de doce timbales y un didgeridoo.

-Por lo menos… mira, te quiero hacer una pregunta, y quiero que me seas sincero, ¿vale?

-Vale, Miro…- lo que sea para que se callara de una vez.

-¿Tú te acostarías con Blanca, a mis espaldas? – me callé, frunciendo el ceño, lo que me descubrió nuevos rincones de dolor que aún no había visitado, pero respondí con cierto hastío.

-No digas bobadas Miro, Blanca no me soporta…

-Esa no era la pregunta. Si yo no me fuese a enterar, si se dieran las circunstancias, ¿lo harías?

Pensé en la novia de Miro. Alta, flaca, de piel morena y pelo negrísimo y rizado que siempre parecían a punto de despeinarse, su expresión algo altanera, sus grandes ojos marrones, su cara redonda y su boca que tenía la extraña virtud de sonreír curvándose hacia abajo. No tenía mal tipo, aunque escaso de curvas. Pero definitivamente, nos caíamos bastante mal. En cualquier caso, me demoré en exceso en responder, quizá mi silencio fue malinterpretado como demasiado elocuente, pero Miró paró el coche, y se giró sobre el asiento, encarándose conmigo.

-Serás hijo de la grandísima puta…

-¿Qué? Por favor Miro… ¿De verdad crees que yo te haría algo así?

-Debería terminar lo que empezó tu cuñado y dejarte en la puta cuneta… - me incorporé, y le miré a los ojos, seguro que dando una estampa bastante patética.

-Miro, lo digo en serio. ¿Crees que pondría en riesgo nuestra amistad por algo así? En la vida, ¿Me oyes? En la vida te haría algo así.

Mi mejor amigo no respondió, mirándome durante media docena de latidos de mi corazón, y finalmente sonrió un poco amargamente.

-No me extraña que engañes a todas las chicas. Eres un mentiroso de puta madre.

-No te estoy mintiendo, imbécil. Eres mi mejor amigo. Me conoces. Hay cosas que son sagradas, joder…. – Le sostuve la mirada lo mejor que pude, considerando que la cabeza me dolía una barbaridad, tenía la mejilla hinchada como un huevo de gallina, la nariz como un pimiento morrón y los labios del tamaño de salchichas. Finalmente, el rostro noble y bueno de Miro se abrió en una sonrisa, esta vez de verdad.

-Enano cabrón… - siempre se metía con mi estatura, porque me sacaba casi una cabeza, y aunque no me hacía gracia era la mejor señal del mundo, por lo que respiré aliviado. Volvimos a emprender la marcha. -¿Me puedes decir cómo hostias se te ocurre follarte a tu cuñada en casa de tus suegros, mamón?

Me eché a reír, sin poderlo evitar. Demasiada tensión, demasiadas emociones, demasiado dolor. Me reí temblando como si hubiese sufrido un ataque, y Miró se unió a mi risa, como si fuéramos dos enajenados. Cada carcajada, cada espasmo, me enviaba dolorosas punzadas por toda la cabeza, pero no importaba. Purgaba en esa risa el nudo de angustia que llevaba una hora atenazándome, sin dejarme respirar del todo. Supongo que podría haber llorado, pero en ese momento, con Miro, me dio por reír.

-¡¡Y en la puta fiesta de cumpleaños de tu novia, joder!! – volvimos a reír, aunque sentí un sabor amargo en la boca, una bilis corrosiva, y pedí a Miro que parara.

Vomité. Vomité mi culpa, mi remordimiento, mi desazón en cada arcada. Pinté esa cuneta de Huesca con mi arrepentimiento.

*

Supongo que el tiempo lo cura todo. Los malos recuerdos se olvidan, archivados en algún rincón, mientras que lo bueno resplandece, barnizado por la nostalgia. Un amigo común me hizo llegar la ropa y los objetos que me dejé en mi apresurada huida de casa de Irene, y también noticias de ella. Estaba bien. O todo lo bien que se puede estar cuando un cabrón traicionero revienta tu vida el día de tu cumpleaños.

También venían en el paquete el reloj y el bolso.

Mis amigos, que también eran de Irene, me dieron un poco de lado. Con toda la razón me atribuyeron toda la culpa, y me vi más o menos excluido de la pandilla. El único que siguió a mi lado fue, cómo no, Miro, que en una tarde de alcohol, algo de marihuana y confesiones terminó por admitir que fue Blanca la que levantó la liebre. Nos vio en la cocina y no nos quitó ojo en todo el resto de la noche. Cuando Irene preguntó por mí, y aunque Miro hizo todo lo humanamente posible por disuadirla, lo cantó todo por soleares. Desde luego, eso no hizo que mi opinión acerca de ella mejorase, precisamente, pero era la novia del tío más leal que había conocido, así que tendría que hacer de tripas corazón, aguantar y hacerme soportar por ella. Tranquilicé a mi amigo, y me dispuse a recomponer poco a poco los pedacitos de mi vida para poder darle un sentido a todo lo que había pasado. Y al final, como se deshacen los castillos de arena, se fueron deshaciendo los días y las semanas con el verano dando paso al otoño.

Aquel sábado de finales de septiembre no esperaba visita, y el timbre me sorprendió tumbado en el sofá, viendo una película. Seguramente sería Miro, que solía pasarse cada fin de semana a ver qué tal estaba, jugar a la videoconsola y hacerme compañía hasta que quedaba con Blanca. Hoy llegaba pronto, así que habría noticias. Abrí la puerta, y me quedé helado.

-Hola, C***. - Me miró a los ojos, y a sus labios asomó una sonrisa tímida - Creía que no te gustaba dejar las cosas a medias...

Era Ana...

* * * 

 Si han llegado hasta aquí, muchas gracias. Cualquier cosa, comentarios o correo electrónico.