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BPN. Ojos verdes (8). Todo tiene su precio

en No Consentido

¿Han probado a pescar, alguna vez?

Mi padre era un pescador empedernido, un gran aficionado, y trató de inculcarme muchas veces su pasión por esa actividad, sin éxito. Solía decir que las virtudes que distinguían a un buen pescador eran las mismas que distinguían a una buena persona. Paciencia, constancia, discreción y astucia.

Claro que no era más que retórica vacía, pero me hacía gracia que se pusiese tan filosófico, hablando sobre cañas y anzuelos y plomos y cebos.

El caso es que en algo tenía razón. Una vez arrojado el anzuelo, cuando el plomo golpea la superficie del agua y se sumerge, en ese momento no importa el cebo. Los peces escapan, asustados, y ni siquiera la trampa más deliciosa del mundo podría hacer que mordieran el anzuelo, alarmados como están por la irrupción violenta del sedal. Hay que esperar, dejar que se acomode de nuevo el agua, que la seductora carnada ejerza su influjo magnético, y que los confiados y glotones pescados olviden la precaución, acercándose y terminando por caer en la trampa.

A veces, la mejor respuesta es el silencio.

Dejé que el día transcurriera lentamente, las horas resbalando apenas por la esfera de reloj, y me dediqué a ir arreglando los problemas que fueron surgiendo en la tienda, centrándome por primera vez en varios días en los problemas cotidianos y aburridos, pero tan esenciales para poder apreciar en lo que valen los escasos pero mágicos instantes que atesoraremos en la memoria. No solemos escribir sobre ello, pero el noventa y nueve por ciento de nuestra vida es rutinario y aburridos y consiste en dormir, comer, trabajar y cumplir las más básicas funciones biológicas.

Supe que había actuado correctamente cuando a las ocho y media de la mañana del jueves, mientras desayunaba un bol de leche y cereales, unos toques urgentes en mi puerta me hicieron acudir al vestíbulo, masticando el azucarado bocado, y sonreír cuando vi quién era por la mirilla.

-C***… - Helena entró en mi casa, mirando hacia el rellano y hablando en voz baja, esperando a que cerrase la puerta para dirigirse a mi, sin mirarme a los ojos. Habló con voz un poco lastimera – Yo … siento lo que te dije el otro día… - Sus ojos se llenaron de agua, y su voz se hizo más grave, más acongojada – No es verdad que te odie…

Me reí, y le pellizqué la mejilla con mis dedos en un gesto cómplice que provocó una sonrisa algo nerviosa, y una visible relajación de su postura azorada y nerviosa.

-¿Quieres desayunar?

-No, no… voy a clase. No estás enfadado, ¿verdad?

-Claro que no… - la tranquilicé, apoyándome contra la pared del vestíbulo. Su carita de encendió, risueña, y pude ver cómo el alivio se extendía por su cuerpo, aún algo rígido hasta ese momento. Decidí aprovechar ese sentimiento en mi conveniencia, con una idea perversa en mente. – Helena, tienes que hacerme un favor.

-Yo… bien… ¿Qué es? – Parecía temerosa por saber la naturaleza de aquello que le iba a reclamar, y me miró con un puntito de desconfianza.

-Quiero que lleves a tu madre de compras.

-¿Cómo? ¿Qué lleve yo a mi madre? ¿A comprar qué? – Puso la misma cara que si le hubiese propuesto ir a comprar droga.

Respiré hondo.

-Lencería. Quiero que tu madre y tú os compréis lencería.

Me observó perpleja, y se limitó a repetir mis palabras como si la estuviese masticando y le costase tragar.

-Lencería…

Asentí, y fui hacia la cocina, sin esperar a Helena, que no tardó en seguirme refunfuñando a media voz.

-Lencería sexy, Helena. Algo mejor que esas bragas de algodón de mercadillo que lleváis…

-… mercadillo tu padre… - la oí mascullar, recobrada su actitud rebelde y pendenciera, haciendo gala de esos modos prepotentes que seguro le funcionaban con sus amiguitos del Instituto. En cuanto me giré con cara de enfado, empero, vi cómo se asustaba y volvía a poner carita de niña buena.

-Cierra la boca… - dije, cortando de raíz su atisbo de desafío, con el mismo tono autoritario y seco que habría empleado con una perrita desobediente. La miré de arriba abajo, y me senté a acabar de desayunar, mientras ella se quedaba callada, con la cabeza gacha. Cuando terminé, dejé el bol en el fregadero y me limpié la boca con una servilleta. – Quiero que vayáis esta misma tarde. – acallé el inicio de sus protestas con un gesto – y quiero que me digas dónde vais a ir comprar, porque me encontraré con vosotras allí.

-¿Cómo que te encontrarás con nosotras? – dijo, extrañada y yo diría que un poco molesta.

-Pues claro. Las casualidades existen, ¿o no? Me vais a tener que enseñar lo que compréis.

Quise ver una sonrisa asomando a sus labios, una mueca que reprimió enseguida, y con una mueca desdeñosa me fui a la habitación a vestirme, lo cual me llevó apenas cinco minutos, pero cuando salí me sorprendió ver qué Helena estaba tecleando en un móvil. En mi móvil.

-¿Qué se supone que estás haciendo? – le dije, acercándome, y mi vecinita posó el terminal en la mesa, con la carita inocente.

-¿Quién es Miro?

-Eso no es de tu incumbencia. – cogí el teléfono y lo metí en el bolsillo de mi chaqueta, sin mirarla, pero no contaba con la insolencia de Helena, que me cogió por la corbata, casi ahogándome, y prácticamente me obligó a mirarla.

-Al parecer vas a ir solito a su cumpleaños…

-Eso no tiene nada que ver contigo, Helena. – farfullé, casi ahorcado por la corbata. Mi vecina miró al suelo, enredando la tela alrededor de su mano, y cuando volvió a mirarme, lo hizo con toda la persuasión que fue capaz de traslucir a través de la luz irreal de sus ojos verdes.

-¿Por qué no me llevas a mí, C***? – Si hubiese hecho tostadas para desayunar, podría haber untado esa voz en ellas.

-¿Te has vuelto loca?

-¿No te atreves? – dijo, y sin soltar mi corbata con la mano derecha su zurda se posó en mi entrepierna, agarrando mi paquete con una explosiva mezcla de caricia y trampa.

-¿Pero cómo se te ocurre que voy a ir contigo a una fiesta…?

-Si hago lo que me pides… ¿Me llevarás? – era la primera vez que la escuchaba tan mimosa, tan zalamera. Sus artimañas en mi entrepierna empezaron a surtir un efecto indeseado, y la sangre huyó de mi cerebro para acudir a zonas que la requerían con urgencia.

-De momento haz lo que te he dicho… y ya hablaremos… - el pulso se me estaba acelerando, y Helena emitió una corta risa, mientras me miraba con aire de triunfo.

-¿Nos vemos esta tarde entonces?

-Sí… - dije, y me soltó la corbata, el paquete, y con sus manos se fueron media docena de latidos de mi corazón, mi polla tensando la fina tela del pantalón de mi traje. No estaba dispuesto a dejarla ir así, y sin decir ni está boca es mía la agarré con las dos manos de su culo prieto, pellizcando las nalgas por encima de su pantalón de loneta y pegando mi erección descomunal a su coño, alzándola por el culo.

Nos miramos durante un par de segundos.

-Cómo se te ocurra volver a cogerme de la corbata… - le dije, muy serio - … te amarraré con ella y te daré unos buenos azotes, como hice con tu madre. – Me recreé en el brillo excitado e inquieto de su mirada, y la solté. No me dijo nada, y en silencio se marchó dejándome con la polla a punto de reventar, pero no me quedaba tiempo para más, tenía que ir a la tienda, así que agarré el maletín del portátil y disimulé como pude el bulto indecoroso de mi entrepierna.

¿Qué demonios había pasado?

*

El mensaje de Helena me llegó al filo de las siete de la tarde, mientras jugaba unas partidas nerviosas a la videoconsola, haciendo tiempo y consumiéndome de impaciencia.

HELENA MVL – Stms n la tnda #### dl cntr cmercial. Vienes???

631****** - Nos vemos alli en 1 hora. Os traigo al barrio.

Conduje tranquilo y me dediqué a pasear por el centro comercial, que estaba todo lo concurrido que era de esperar un jueves por la tarde, más bien poco. Compré un videojuego al que le tenía bastantes ganas, un sandbox ambientado en el viejo oeste que aproveché su bajada de precio para echarle el guante, y más o menos a la hora acordada me hice el encontradizo con Helena y Laura, que salían de la tienda de lencería.

-¡Hola! – me dijo Laura, colorada y radiante, con una expresión rara en la cara. Me sorprendió ver qué también se había cortado el pelo, con un peinado moderno y juvenil, que enmarcaba de forma más favorecedora su cara redonda y suavizaba, de alguna manera, sus rasgos. Había además un no sé qué de eufórico, pero también de pecaminoso, en el resplandor esmeralda de sus ojos felinos. Helena me saludó también, un poco más calurosamente de lo que me había tratado en su casa, hacía dos días.

-¡Anda, hola! ¿Cómo vosotras por aquí…? – dije, cínicamente, deteniéndome frente a ellas e intercambiando unos besos en las mejillas.

-Hemos venido a comprar… ropa. – dijo mi vecina, sin dejar de sonreír con aire travieso. Helena alzó las bolsas y sonrió también.

-Ropa… interior. – añadió su hija, con una risita.

-¡¡Chst!! ¡Calla, boba! – le dijo su madre, reprendiéndola como a una niña pequeña, pero con una risa a punto de brotar de su garganta.

-Tampoco es para tanto, ¿no? – Helena le sacó la lengua, y me miró. Yo me encogí de hombros, sin dejar de sonreír, y les señalé la zona de restauración del centro comercial.

-A tu madre le da apuro, por lo que se ve… ¿Tomáis algo? Yo invito. Por la comida del martes…

Se miraron una a la otra, y Laura acabó por asentir, así que nos sentamos en una mesa alta, y ordenamos un refresco, una copa de vino blanco y una caña, que fueron servidos mientras charlábamos un poco.

-Así que ropa interior, ¿eh? – comenté despreocupado, dando un trago a mi cerveza. Laura bebió un largo buche del vino, y se ruborizó un poco, al responder.

-Sí… Helena, que se había empeñado y me ha convencido de renovar un poco…

Su hija levantó la vista del móvil, y primero me miró a mí y después a su madre

-Mamá, es que usabas bragas de abuela…

-¿Pero qué cosas dices…? – se apresuró a apostillar su madre, escandalizada. – No le hagas caso…

-Y habéis comprado cosas más modernas, imagino. – seguro que mi mirada fue de lo más expresiva, porque mi vecina respiró un poco más fuerte, y se bebió de un trago el resto del vino.

-Bueno, ya sabes… renovarse o morir, ¿no? – añadió, con una sonrisa.

-Son unos conjuntos muy monos… - terció su hija, alzando la vista del teléfono – Pero no sé yo si a papá no le va dar un infarto cuando te los vea…

-¡Helena! – exclamó su madre, poniéndose seria, a modo de reprimenda - ¿Qué estás diciendo…?

-Hombre… acostumbrado a cosas más clásicas esto le va a parecer muy atrevido… - dijo mi vecinita, y su madre no supo qué decir, así que llamó la atención del camarero y nos sirvieron una segunda ronda.

-Tampoco será para tanto… - medié, comprensivo, pero Helena lanzó un par de carcajadas, tapándose la boca, y meneó la cabeza en gesto afirmativo.

-Jo que sí… si los vieras … - Laura se ruborizó, y bebió el segundo vino casi de un trago.

-¿Puedo verlos?

Mi vecina se alarmó, mirando alrededor.

-¿Cómo? ¿Aquí? Ni lo pienses… me muero de la vergüenza…

-Bueno… ¿Y por qué no me los enseñas en mi casa, entonces? Así podré dar mi opinión.

Helena, bendita Helena, afirmó con la cabeza, bebiendo el refresco.

-Es buena idea, mamá. Así, si C*** opina que alguno es demasiado atrevido, lo puedes cambiar…

Pagué las consumiciones a un precio obscenamente caro, y nos embarcamos en mi coche camino al barrio.

*

-¿Queréis algo de beber? – dije al entrar en casa, dejando las llaves en la bandeja del mueble del vestíbulo, y caminando tranquilamente por el pasillo seguido por mis dos vecinas.

-¿Tienes vino blanco? – preguntó Laura, y me giré para asentir, invitando a que pasaran al salón mientras yo iba a por una botella, en el mueble junto al frigorífico.

-Ponme uno a mí también, porfa… - dijo Helena, sentándose en el sofá, y miré a su madre con la ceja levantada, en señal de interrogación. Laura se limitó a torcer un poco la cabeza y encogerse de hombros, así que descorché la botella, serví tres copas de vino y me acerqué al sofá, sentándome en el sillón, dejando a mis dos vecinas el tresillo.

-Veamos entonces… - dije, y Laura sonrió un poco avergonzada, pero sacó de una de las bolsas un teddy de color negro, que incluía un liguero. Parecía un traje de baño, pero ningún traje de baño estaba confeccionado con ese finísimo tul transparente. Miré a Laura, y me reí un poco.

-Vaya… - terminé por decir, moviendo la fina prenda entre mis manos, y estirándola frente a mi rostro. Lo posé en la mesa de centro, para coger la segunda prenda que me alargaba Laura, con el rostro completamente grana, un conjunto de sujetador y tanga de color rosa pálido, también transparente. Los estudié y los dejé junto al teddy, para poner mis manos sobre la tercera prenda, que me dejó totalmente boquiabierto.

Era un corset blanco, con una encordadura en la espalda, y unos refuerzos en el busto de lo más sugerentes. La tela parecía seda, enfundado las ballenas metálicas que le daban el aspecto de uno de esos aparatos de tortura victorianos que las mujeres se ajustaban en las películas. Laura me vio darle vueltas, acariciar la copa del refuerzo de los pechos, el relieve del brocado floral del torso, y probar la ajustada cuerda en zigzag que lo apretaba. Bebió la copa de vino, echando la cabeza hacia atrás, y sonrió con los ojitos brillantes.

-¿Es un poco… demasiado?

-No sabría decirte… así, en frío… ¿por qué no te lo pruebas?

Laura miró primero a su hija, que asintió en silencio, inexpresiva, y después a mí, que la miraba con ojos ardientes de expectación. Titubeó, pero pareció envalentonarse tras servirse una nueva copa de vino, que bebió a medias, chasqueando la lengua y levantándose.

-¿Qué me pruebo?

-Por mí los tres. Así juzgo con conocimiento de causa. ¿Qué opinas, Helena?

-Yo ya se los he visto, pero igual aquí, más tranquila… - mi vecinita apartó la vista, y bebió un sorbo de vino. Laura cogió las prendas, y me miró guiñándome el ojo.

-Ahora salgo … - y desapareció en mi habitación, con un sensual contoneo de sus amplias caderas.

Helena y yo nos quedamos en el salón, en silencio, y ella me miró desde el sofá, muy seria, con la boca entreabierta, sus ojos entornados mirándome a través de sus pestañas como dos faros gemelos, mientras yo sonreía de medio lado y la miraba a mi vez.

-Cuando sonríes pareces un puto demonio, ¿lo sabías? – me arrojó, desde el mullido rincón del sofá, su frase hiriente. ¿O no era hiriente?

-No sabría decirte… tú en cambio tienes cara de niña buena, incluso cuando te enfadas…

La vi sonreír, y bebió otro traguito de vino. Se incorporó un poco, poniendo la espalda recta, y se mordió suavemente la punta del dedo índice, abriendo mucho sus hipnóticos ojazos y bajando un poquito la cabeza, puso vocecita inocente al responderme.

-Es que soy una niña buena…

-Pues no deberías… - repliqué, sonriendo un poco más – Las niñas buenas van al cielo, pero las niñas malas van a todas partes…

Helena se rio por lo bajo, y entornó la mirada.

-¿Ah sí? ¿A todas partes? ¿incluso… a los cumpleaños?

Me estaba más que bien empleado. Había bajado un poco la guardia, había dejado que mis gónadas cogiesen con ambas manos el timón, y ahora eran mi polla y mis huevos los que manejaban los hilos de este títere que se las daba de habilidoso titiritero. Por suerte para mi, Laura salió en ese momento de mi habitación, y debo decir que me cortó el aliento.

Creo que ya la he descrito, tal y como era. Laura no tenía un cuerpo escultural, aunque sí bonito para quienes sabemos ver un poco más allá y apreciamos la belleza no convencional. Cuando apareció por la puerta, en el sujetador y el tanga rosa, sus grandes pezones apenas disimulados por el delicado raso, sus voluminosos pechos erguidos por el push-up del sostén, su blanco vientre con una curvita sexy culminado con la seda rosa de la braga, no pude sino asentir con aprobación. Y cuando se giró, la estrecha tira de encaje perdida entre sus grandes nalgas, casi aplaudo.

-Te sienta muy bien… - dije, y Laura se giró de nuevo, mirándose, posando como una modelo, sonriendo con timidez.

-¿De verdad?

-¡Claro! – noté un familiar pinchazo de excitación en mi entrepierna, y me recoloqué en el siento para dejarle espacio a ese inquilino que quería su parte del pastel. Laura asintió, y volvió a entrar en la habitación para probarse el segundo conjunto.

Los ojos de Helena no se despegaban de mí, y al final le tuve que mirar, incómodo.

-¿Qué?

-No me has contestado…. – me dijo, melosa. Me hice el sueco, aunque sospechaba que no me iba a servir de mucho. Bebí de mi copa, ganando tiempo, y casi sin mirarla le esperé una respuesta ambigua.

-Lo pensaré.

Y tuvo que bastarle, porque en ese momento salió su madre con el teddy, y lo que hasta ese momento había sido una moderada hinchazón se convirtió en una erección en toda regla. La prenda se ajustaba a su talle con elegancia, acentuando una forma de reloj de arena estilizando su cintura. El tul negro con cubría ni una sola pulgada de su anatomía, sino que la velaba apenas, con unas volutas de encaje más opaco que lejos de tapar, más bien conseguían convertir en más erótico, más voluptuoso, la forma redondeada de sus grandes pechos y el lampiño bulto de su coño, apenas disimulados por el body. El liguero añadía un toque perturbador a su atuendo, ya bastante concupiscente. Laura se giró, y mostró sin pudor aparente su culazo embutido en aquella prenda que le daba un aire lascivo, pero con gusto.

-Madre… mía… - estaba sin palabras, porque a pesar de que la había visto tantas veces completamente desnuda, verla así en aquellas transparencias, en esas prendas tan impropias de la casta y mojigata madura que era hacía unas semanas, era infinitamente más sexual, un auténtico homenaje a la lujuria más cotidiana y secreta.

-¿Te gusta? – dijo Laura, girándose de nuevo, y enseguida se corrigió - ¿Os gusta?

-Te queda bien, mamá… - Helena la miraba de forma rara, con expresión casi se diría que culpable, como si no quisiese mirarla pero fuese incapaz de apartar la vista. Su madre no pareció apercibirse y se rió un poco, dando unos pasos hacia la mesa y cogiendo su copa para apurarla. Cuando se agachó, el abismo insondable de sus pechos se me ofreció como en bandeja, y carraspeé con mis ojos fijos en su escote, su canalillo.

-Entonces este me lo quedo, también…

-Sí, sin duda…

Laura regresó a mi habitación, y mis mirada siguió esas dos lunas gemelas, esas dos nalgas que se fueron contrayendo y expandiendo al compás de sus pasos, sugerentes. Helena respiró hondo, y me miró.

-Te está encantando… - su mirada bajó a mi entrepierna, que mostraba un bulto más que considerable, y asentí.

-Ya lo creo… ¿Y a ti?

-C***… es mi madre. – replicó, como zanjando el tema. Se sirvió otra copa de vino, llenando también la de Laura, y se sentó de nuevo, con la mirada perdida.

-El martes también lo era… - añadí, como a nadie en particular, como un aporte que dejaba en el aire. Helena me miró, y se puso muy colorada.

-Eso fue… joder, no quiero ni recordarlo… - y apartó la vista, bebiendo. Laura vino a salvarnos, haciendo una aparición sencillamente espectacular.

Si las otras prendas habían combinado picardía con erotismo, el corsé entraba directamente en el terreno de lo sicalíptico por la puerta grande. Los pechos de Laura, ya de por sí de tamaño respetable, estaban embutidos y recolocados de forma perfecta dentro de esas copas blancas puntiagudas, turgentes, que realzaban su imponente busto y corregían lo que los años y la gravedad habían contribuido a desmoronar. Pero es que el cuerpo del corpiño moldeaba con sabiduría su torso, afinando su cintura y poniendo el acento en la curva imposible de sus caderas, disimuladas por el encaje que remataba el cuerpo de la prenda a la altura del pubis. Y cuando se dio la vuelta, la tensa cuerda que atenazaba el corsé a la espalda , aún sin anudar del todo, resultaba de lo más erótico, casi una concesión al bondage más liviano y sugerente. Un lazo disimulaba a conveniencia su trasero, que amenazaba con desbordar al mismo nivel que mi erección, que parecía capaz de atravesar mi pantalón.

-Yo sola no he podido anudarlo bien… - dijo, a modo de disculpa, pero la interrumpí.

-Estás perfecta, Laura, de verdad. Perfecta.

Helena se levantó, y llevó la copa a su madre, que bebió el contenido de un par de tragos.

-Te dije que te quedaba bien mamá…

Laura se miró, girándose con coquetería, y sonrió con algo de apuro, suspirando.

-¿No es un poco… excesivo?

-¡Qué va! – Helena la interrumpió, con una expresión risueña, y sin darle importancia fue rozando los diseños brocados del corpiño, para terminar apretando y anudando la espalda encordada de la presente es, ajustándola más y dándole una curva más pronunciada a la cintura de Laura, que respondió con un respingo y una risita nerviosa.

-¡Ay hija! ¡Que no puedo ni respirar! – me miró, los ojitos brillantes, las mejillas coloradas, y los labios húmedos y rojos en su boquita entreabierta. La verdad es que, sin ser guapa, Laura estaba terriblemente erótica con esa prenda, y mi erección era cada vez más demandante y llamativa.

-Desde luego, está claro que me queda bien… - dijo Laura, señalando con mi copa mi entrepierna, y se rio mientras vaciaba de un trago la copa, dejándola sobre la mesa. Helena nos miró a los dos, y se dirigió a su madre.

-Mamá… quiero que C*** vea lo que me he comprado yo… ¿Puedo..?

Los ojos verdes de mi vecina fueron de mi hasta su hija, y seguramente el alcohol le hizo nublar el juicio un tanto, porque asintió y se sentó en el sofá, muy cerca de mí, mirándome. Helena cogió las bolsas y lanzándole una significativa mirada, se alejó hacia la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

-Entre mi hija y tú… me vais a volver loca… - dijo Laura en cuanto mi vecinita se fue. Su voz era algo pastosa, algo turbia, y su mirada era ligeramente vidriosa.

-¿Tu hija? ¿Por qué…?

Laura resopló, dándome a entender que tenía mucho que decir, pero se limitó a servirse el último trago de vino que quedaba en la botella, antes de hablarme en voz baja.

-Casi no me atrevo ni a contártelo… - dijo, bebiendo un sorbito, sus mejillas tornándose carmesíes, mirando al suelo con expresión abochornada. Yo le puse una mano en el brazo, apretando con afecto, y levanté su rostro hasta enfrentarlo al mío. Laura dio un largo, profundo suspiro, y me miró con ojos febriles. -Hoy en la tienda, en los probadores… - se volvió a interrumpir, mordiéndose el labio inferior, poniendo casi los ojos en blanco. – … Se ha empeñado en compartir probador, y madre mía… - se quedó callada, sin saber dónde mirar.

-¿Qué ha pasado? – pregunté, excitado y curioso.

-Pues… cuando me ha ayudado a cambiarme, a ponerme la lencería… dios mío, qué vergüenza contarte esto… - dijo, bebiendo otro trago de vino blanco.

-¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? – le acaricié la cara, y su expresión aturdida se aligeró un poco, con una sonrisa agradecida.

-Es que… joder… cuando me tocaba, cuando me colocaba la ropa, cuando me rozaba… no me podía creer que me estuviese … poniendo cachonda…

-¿Cachonda?

-Dios mío… es que me empezó a acariciar un poco, la sentía tan cerca… y bueno, cuando se desnudó… creí que me ardía el pecho y… y…

La puerta de la habitación se abrió, y Helena salió dando unos pasitos tímidos, e hinchando mi erección hasta límites insospechados. Llevaba un sujetador de color azul turquesa que apenas era capaz de tapar sus pechitos, pero lo que más llamaba la atención era el tanga que llevaba, apenas un trocito de tela que más que disimular subrayaba el bulto de su coñito, tan apretado como estaba. Y cuando se dio la vuelta… ese tanga era apenas un hilo, una brizna de tela de araña, casi invisible entre sus nalgas redondas y atezadas y prietas… Casi me levanto y me pongo a aplaudir.

-¿Qué… qué tal? – nos preguntó, apartando el pelo de la cara.

Estábamos sin palabras. Miré a Laura, que tenía los ojos fijos en su hija sin mirarla, como si la estuviera atravesando, y fui yo quien acabó por sentenciar.

-Perfecto… - fue lo único que pude decir, hipnotizado por sus curvas, totalmente entregado a la contemplación de esa figura sinuosa. El rostro de mi vecinita se suavizó en una sonrisa satisfecha, y se giró para volver a la habitación, dándonos otro vistazo a ese culo grandioso, carnoso, tan apetecible como un pastel.

En cuanto Helena cerró la puerta, Laura se giró hacia mí, con aire atormentado, la boca abierta y el ceño fruncido en una ademán casi se diría que al borde mismo del llanto.

-No sé lo que me pasa, C***… - se estaba retorciendo en el sofá, intranquila -… pero es que… por Dios… - dejó la copa vacía en la mesa, y escondió la cara entre las manos, inclinándose, casi a punto de llorar. Cuando notó mi mano en la espalda, alzó la cabeza para mirarme, roja como la sangre, los ojos llenos de agua, la barbilla temblorosa. – Sé que está mal… sé que está muy mal… pero es que… tú tienes la culpa…

No respondí, sino que me limité a frotar suavemente la espalda, por encima del corpiño, y rascar la nuca con mis dedos enredados en su pelo. Entonces respiró hondo, y me cogió la rodilla con tanta fuerza que me hizo daño.

-¿Qué me has hecho? ¿Qué …? – me miraba, casi sin verme, arrastrando un poquito las palabras, respirando muy rápido - ¿Cómo puede ser que me excite viendo a mi propia hija desnuda…?

Me soltó, y parecía que iba a romper en sollozos, cuando Helena salió de nuevo de la habitación, y se colocó frente a nosotros, con una muda pregunta en su rostro.

Llevaba puesto un babydoll que, siendo la prenda casi más modosa y casta de las que había visto, me provocó inmediatamente una calentura fuera de lo normal. Era de color malva, con las copas de sujetador transparentes dejando ver sus pezones pequeñitos y duros, y en la cintura crecía en unos volantes que ocultaban sus caderas, pero a la longitud exacta para que al menos movimiento la tela cogiera el vuelo justo y mostrara sus encantos, y su secreto.

El secreto de Helena es que no llevaba nada debajo.

Cada vez que se movía, cada vez que se giraba o daba un paso, la falda del babydoll se alzaba y podía verse el bultito carnoso de su coño, o la rajita insolente de su culo, y el bulto descarado de la base de sus nalgas. Era, en cierto modo, mucho peor que verla desnuda, y también muchísimo mejor.

-¿Os gusta?

Yo me quedé estupefacto, excitado como un semental el día de monta, con la boca ligeramente abierta y apostaría que con una expresión de imbecilidad absoluta en la cara. Laura no dijo nada en unos segundos, y luego, con voz algo ronca y titubeante, expresión su opinión.

-Hija… ¿No podías haberte puesto unas bragas?… Se te ve todo...

-Mamá… no seas antigua… - replicó Helena, y como en desafío, giró sobre sí misma levantando su falda y enseñándonos su coñito lampiño y sus gloriosas nalgas de adolescente. Si no me corrí allí mismo, fue de puro milagro. – A C*** le ha gustado…

Era evidente que sí, por el bulto impertinente y exultante de mi entrepierna. Laura se quedó mirándome, primero a mi polla y luego a mi cara, con una expresión entre glotona y reprobatoria. Yo estaba tan excitado, tan fuera de mí, que no tuve miedo de cometer una maldita locura, y con mi voz más autoritaria, me dirigí a ella en voz baja pero perfectamente audible.

-Laura, quiero que me la chupes.

Fue como si le hubiese dado una bofetada. Me miró, la niebla del vino disipándose en sus ojos, y torció la boca, con el disgusto y el despecho apoderándose de su expresión. Me arrepentí de mi imprudencia, pero ya era tarde. Estaba dicho.

-¿Qué dices …? ¿Eres gilipollas o qué…? – hizo ademán de levantarse, pero entonces ocurrió algo que ni me imaginé en mis sueños más calientes, en mis noches más depravadas. Helena se acercó a ella, y le cogió la cara entre las manos, apretando sus mejillas y haciendo que sus labios se deformaran en la parodia de un beso. Habló con el rostro muy cerca del suyo, el ceño fruncido y la actitud de una severa institutriz reprendiendo a una alumna rebelde.

-Mamá… si te han dado una orden, ¿por qué coño no obedeces?

*

La cabeza de Laura subía y bajaba a lo largo de mi polla, al menos del pedazo que le cabía en la boca, que no era poco. Sentía sus labios bien prietos, su lengua y su paladar provocándome un placer familiar y delicioso, pero mis ojos estaba fijos en los de Helena, de pie, acariciándose lentamente mientras su madre, vestida con aquel corpiño escandalosamente provocativo, yacía arrodillada entre mis piernas y me mamaba el rabo con hambre de loba.

Y eso que dudó al principio. Miró a su hija, me miró a mí, y creo que sí no hubiese sido por el vino se habría levantado y se habría ido, arrastrando por el pelo a su hija, y me habría cosido a bofetadas en cuanto me hubiera puesto la mano encima. Pero supongo que fue demasiado, su hija en aquel babydoll indecente, la tarde de caricias y lujuria, la sensación de sentirse sometida, y mi polla llamándola con insistencia desde mi bragueta. Al final, pasándose la mano por la cara, suspirando, terminó caminando hacia mí a gatas, desabrochándome el pantalón y enfundándose mi polla hasta la campanilla, gorgoteando y tosiendo, llenándola de baba, y acariciando la base y los huevos con la mano, mientras con la otra me frotaba las piernas.

Supongo que muchos de ustedes le habrían sacado mucho más partido a todo aquello. Yo, en mi ignorancia, me encontraba allí desconcertado, sin saber muy bien cómo asimilar a la madre chupándome la polla y la hija masturbándose a un metro de nosotros, los tres en silencio, apenas escuchándose los quedos gemidos de Helena y el sonido húmedo del chupeteo de Laura, concentrada en lamer, sorber y rechupar cada centímetro de mi miembro, que amenazaba con estallar de puro inflamado y colorado.

No aguanté mucho. El placer de la mamada de Laura fue in crescendo, a medida que aumentaba la cadencia de sus chupadas y sus caricias, hasta el punto de que ya sobrepasada cualquier línea roja, empecé a mover las caderas arriba y abajo, acompañando sus movimientos, y agarré su nuca con mi mano derecha, dirigiendo el ritmo y la melodía de la orquesta, follando su boca, masturbándome con sus labios y su lengua y su garganta durante dos, tres, cuatro minutos, hasta que apreté el culo y noté cómo ascendía por todo mi rabo un géiser de esperma que se derramó en la boca de Laura, a chorros, mientras ella seguía impertérrita mamando, como un ternero de la ubre, mi mano sosteniendo su cabecita en su lugar y ella apretando los labios y sorbiendo con fuerza para no desperdiciar ni una gota de mi leche. Yo me derrumbé sobre el sillón, con un corto gemido y un resoplido, temblando cada vez que las cosquillas de su lengua me invadían al frotar mi glande, ahora hipersensible después de mi orgasmo, y cuando la solté Laura se levantó, mirándome muy colorada, el bochorno y la vergüenza claramente visibles en su faz demudada, y al volverse hacia Helena ambas cruzaron la mirada apenas un instante, porque Laura la apartó casi inmediatamente, y sin decir una palabra primero se metió en la habitación, para aparecer al punto con su ropa y encerrarse en el cuarto de baño.

Helena me miraba, con una media sonrisa llena de diabluras, y una expresión de triunfo en su rostro risueño y excitado.

-Me debes una… ¿A qué hora me recoges, el sábado?

Maldita niña loca… era imposible, imposible escapar del embrujo nocivo de sus ojos verdes.

-A… a las doce. -. Me rendí, finalmente, con los pantalones abiertos, la polla blanda, encogida sobre sí misma, la cara encendida de rubor, momentáneamente rendido. -¿Y tu madre?

-De eso me encargo yo…

*

Estuve esperando en el coche cosa de un cuarto de hora, aparcado en doble fila, a cinco minutos del barrio, para evitar miradas suspicaces. Tuve tiempo de repasar mentalmente lo ocurrido esos días, especialmente después del pase de lencería en mi casa.

Recuerdo, como recordaba entonces, el rostro ruborizado de Laura, sus frases atropelladas, su apuro, su arrepentimiento. Helena ya se había ido, y yo tuve que secar las lágrimas de su madre con mis besos, tranquilizarla, abrazarla y consolarla. Sé que no lo conseguí del todo, pero al menos no parecía a punto de desmoronarse. Seguramente habría una charla madre e hija que aclarase las cosas.

Eso Helena no me lo dijo, cuando entró en el coche, sino que se limitó a saludarme y yo arranqué para ir a casa de Miro. La miré, y la verdad es que estaba guapa, maquillada ligeramente, con una ropa un poco menos informal, algo más adulta. Llevaba un vestido hasta las rodillas, de cuadros, con un ancho cinturón de cuero ceñido a su cintura, y un discreto escote. Aparentaba más edad de la que tenía, desde luego, pero en ningún caso más de veinte o a lo sumo veintidós años. Todo aquello me estaba empezando a parecer una idea horrible.

-¿Qué pasa? – me dijo Helena, evidenciando que mi mirada y mi expresión eran más transparentes de lo que pretendía.

-¿A qué viene esto?

-¿A qué viene qué? – me dijo, mirando por la ventanilla, como si no me estuviera haciendo demasiado caso.

-Este empeño en venir conmigo al cumpleaños de Miro.

Volvió la cabeza, y me miró. Estaba realmente guapa, aunque como ya he dicho, no tenía un rostro particularmente hermoso, sino más bien resultón, lindo. Pero había sabido resaltar sus labios carnosos, y sobre todo esos ojos increíbles de un verde esmeralda, con un maquillaje sobrio y yo diría que hasta elegante.

-¿Qué pasa? ¿No te gusta?

-Es… raro. – dije, parando en su semáforo. Helena suspiró.

-Tú te metes en mi casa, te follas a mi madre, te burlas de mí padre, me obligas a follar contigo, y me dices que te parece raro que yo vaya a una fiesta con tus amigos. Cualquiera diría…

No tenía una buena respuesta para eso, así que opté por cerrar la boca, y conduje en silencio otros diez minutos hasta casa de mi amigo, que vivía en un adosado en un barrio residencial, al este del centro. Aparqué, y salimos del coche, yo con la bolsa del regalo y el vino para el anfitrión, ella mirando con un semblante, por primera vez desde que montó en el coche, de cierto nerviosismo.

Cuando Miro abrió la puerta, fue muy cómico ver su rostro cambiar de la afable bienvenida a la sorpresa, al ver a Helena. Le había avisado, naturalmente, pero igualmente se quedó perplejo.

-¡Hola C***, bienvenidos…! – se recompuso de modo admirable, y yo le tomé la palabra.

-Felicidades, Miro…. - Nos dimos un abrazo, y aquí me permiten un inciso. Es mi mejor amigo, mi mejor amigo de verdad, de la clase de amigo que uno se llevaría a una isla desierta, a una trinchera, a una situación de vida o muerte. Me atenazó entre sus brazos, y supe que todo estaría bien, esa noche, porque pasase lo que pasase, Miro estaría siempre a mi lado. En cuanto deshicimos el abrazo, le presenté a Helena.

-Miro, esta es Helena…

-Hola Miro… - se dieron dos besos, y Miro me lanzó una ojeada de lo más expresiva, que afirmaba, preguntaba y exclamaba, todo a la vez.

-Encantado, Helena… pasad, pasad…

Pasamos, y entramos casi directamente al gran salón comedor, que ya estaba preparado aunque eran apenas las doce y media. Miro se acercó al mueble bar, o el cajón que ejercía como tal, y nos preguntó.

-¿Queréis algo de beber?

-Cerveza con gas, para mí … - dije.

-Martini rojo, ¿tienes? – preguntó Helena, para mi sorpresa, y Miro afirmó con la cabeza. – Pues un martini rojo con hielo, gracias.

Miro sirvió las bebidas, y yo miré a Helena con gesto de alarma, pero ella se limitó a sacarme la lengua, mientras mi amigo terminaba de llenar los vasos. Y entonces, de la cocina, llegó Blanca.

Ya lo he dicho más veces, no nos llevábamos muy bien. Y para mí era un mal, mal trago aquella situación. Y pude leer en su cara, en cuanto vio a Helena, que estaba alucinando, porque abrió los ojos mucho, tras sus gafas, y después me miró a mí muy, pero que muy expresivamente.

-Hola, C***, bienvenido… y tú eras… - madre mía, el tono con el que se dirigió a Helena, si hubiese sido un poco más frío a Miro no le habría hecho falta ir al congelador a por hielos.

-Helena. Soy la novia de C***… Encantada… - desde luego, el día no dejaba de mejorar. Sé que puse cara rara, y que Blanca se quedó un poco atónita, porque me miró por encima de la montura de sus gafas, y al final le pudo más la cortesía.

-Yo soy Blanca, la prometida de Miro… mucho gusto, Helena. – Pronunció las sílabas del nombre de mi vecinita con mucha retranca, casi como estuviese burlándose. Si Helena lo not9, no lo dejó traslucir.

Miro llegó con las bebidas, y yo seguía con las bolsas en la mano como un estúpido, así que las levanté.

-He traído vino y… bueno, el regalo.

Los dos menos agradecieron, y llevaron las botellas a la cocina y el regalo lo dejaron sobre la mesa de centro. Yo cogí la cerveza, y Helena el martini, y empezó una charla intrascendente, al principio, hasta que me di cuenta que Blanca no podía aguantarse más y empezó a preguntar.

-¿Lleváis mucho, saliendo?

-Unas semanas… - Helena se me adelantó, alzando la barbilla con cierta desafiante insolencia.

-¿Semanas? Qué callado lo tenías, C***, que el otro día no dijiste nada…

Dije algo ininteligible, entre gruñido y suspiro, y bebí un trago de mi cerveza.

-C*** siempre tan discreto… - añadió Miro. Pero Blanca no iba a soltar tan fácil su presa.

-¿Y a qué te dedicas, Helena?

-Soy camarera… C*** siempre venía al bar, y al final… - dijo, mirándome, mientras yo fijaba la vista en el interesantísimo dibujo que formaban las vetas en la tarima flotante del suelo.

-Vaya… ¿Y vais en serio? – Blanca bebió una trago de su copa de vino, los ojos fijos en Helena, que bebió a su vez de su copa.

-Hombre, cari, si llevan unas semanas saliendo … no sé yo… - Miró acudió al rescate. Helena se puso un poco colorada.

-¿El baño, por favor?

Miro se levantó, y la acompañó a pasillo, señalándole el baño, y después nos sentamos los tres, bebiendo despacio. Blanca me miraba, y como yo no decía nada, fue ella la que habló.

-Miro, cielo, ¿puedes traer algo para picar, queso, aceitunas? – en cuanto Miro se marchó hacia la cocina, Blanca se dirigió a mí en voz baja, muy muy seria.

-C***… si Helena se pide otro martini, ¿tengo que pedirle el carnet de identidad, o algo?

Yo la miré, y torcí el gesto, cansado de su perpetua mueca de superioridad, de su aire altivo, de las veces que me había tocado las narices y seguramente de la vez que provocó una ruptura algo accidentada de una de mis relaciones.

-Sí, y cuando tenga ganas de mear por favor me traes unos pañales. No te jode…- apuré mi cerveza, y vi con maligno deleite que ella se envaró en la silla.

-¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve?

-Veintiuno cumplidos – mentí, mirándola a los ojos, como retándola a desmentirlo. Blanca y yo nos estudiamos, en silencio, y al final fue Miro quien nos interrumpió, con el picoteo, y Helena regresó poco después del baño. También llegó el resto de invitados, y todo pareció apaciguarse en torno a Helena y centrarse en torno a Miro.

Rafa, Marcos y David, nuestros amigos de toda la vida, llegaron con sus respectivas parejas, y casi ni habíamos podido saludarles que tocaron al timbre las dos amigas de Blanca. No las recuerdo del todo bien, como comprenderán y sabrán perdonarme (espero), porque a diferencia de otros relatos que he leído, la fiesta no degeneró en orgía, ni seduje de un plumazo a las amigas de Blanca, ni nada parecido. Lo siento si esperaban eso.

La comida fue más o menos agradable, aunque tuviera que soportar alguna pullita de Blanca y sus amigas, o el ocasional comentario erótico-festivo de Marcos, que todo lo que tenía de buena gente lo tenía también de bocazas, impertinente e irreverente. Helena, para mí sorpresa y mi desazón, se integró bastante bien, respondiendo con gallardía a las bobadas de Marcos, y con malicia a las preguntas envenenadas de Blanca y su coro de víboras. Le hicimos sus regalos a Miro (videojuegos, complementos de moda, ropa deportiva, y una smartbox para gastar con Blanca en algún hotelito con encanto), que mi amigo agradeció emocionado, porque no sé si lo he dicho, pero el buen Miro era como un cacho de pan tierno.

-Muy guapa tu novia, C***… - me comentó Rafa, en un aparte, mientras tomábamos una copa en el jardín trasero del adosado.

-Sí, lo es…

-¿De donde la has sacado? No nos habías dicho nada… - Rafa era un habitual de mis noches de juerga, y solíamos hablar de estos temas con liberalidad, porque esas noches eran cada vez más esporádicas (la novia de Rafa era muy controladora, y hacía bien porque su novio era un picaflor de cuidado), pero siempre gratificantes.

-Pues… es la camarera de un bar al que suelo ir …

-¿De un bar? ¿De qué bar? ¿El del instituto? Porque es jovencita, pero muy jovencita… - me miró, socarrón, desconfiado, quizá hasta un poco envidioso.

-Tiene veintiuno, gilipollas… - repliqué, con una sonrisa, que él me devolvió, sardónico.

-Sí que te gustan tiernas, sí… - me dio un codazo amistoso, y yo apuré mi copa, sin decir nada.

Cuando empezó a anochecer, todos nos fuimos despidiendo, y cuando montamos en el coche, tras la sonrisita desagradable de Blanca al despedir a Helena con dos besos, no pude sino preguntar, con voz un poquito más agria de lo que me habría gustado.

-¿A qué demonios ha venido, todo esto, Helena?

En sus ojos podía verse un brillo, una centella, se diría que de triunfo. No sonreía, pero su rostro estaba sereno, confiado, y cuando me respondió, lo hizo con voz baja, calmada, fría y calculadora.

-Tú te metes en mi vida, yo me meto en tu vida.

Miré hacia delante, arranqué y fui conduciendo por la ciudad, iluminada por un rosario de luces de colores, el tráfico y los carteles luminosos. Me pareció haber entrado en un caleidoscopio, y no reconocía ni las calles, enfrascado en mis propios pensamientos, conduciendo un poco al azar, mientras Helena miraba por la ventanilla, en silencio, ausente, misteriosa, inalcanzable. No sé ni cómo, pero una idea empezó a fraguarse en mi mente, y mi trayectoria errabunda fue tomando un objetivo, un derrotero definido que culminó cuando entramos en la autovía que conducía el sur, hacia Teruel. Helena pareció darse cuenta en ese momento, y me miró, ligeramente alarmada.

-C***, ¿dónde vas?

Agarré el volante, mientras las luces de la ciudad desaparecían a nuestra espalda, y nos adentrábamos en una oscuridad como boca de lobo, quebrada apenas por mis faros. Me volví apenas hacia ella, y entonces hablé.

-Quiero que me chupes la polla.

Helena se me quedó mirando, sin saber qué responder, y al final balbuceó.

-¿Co…cómo? ¿Aquí? ¿Mientras conduces?

Mi boca se curvó un poco, al mirarla a los ojos, y replicarle.

-Sí te dan una orden, ¿por qué coño no obedeces?

*

No sé si lo han probado alguna vez, la verdad, pero si no lo han hecho, no dejen de probarlo. Conducir mientras a uno le desabotonan, pasito a pasito, la bragueta. Mientras le sacan la polla, medio erecta, del pantalón, y comienzan a meneársela muy muy despacio, sintiéndola crecer. Sentir una mano pajeándote despacio, la mirada fija en la carretera, y entonces, por sorpresa, casi al descuido, unos labios hambrientos alrededor del glande.

Placer de dioses.

La boca de Helena se cerraba alrededor de la cabeza de mi rabo en una postura algo incómoda, pero placentera a más no poder. Jugaba con su lengua, con esa habilidad suya para desquiciarme, por cada rinconcito, cada pliegue de mi glande, el agujerito que lo coronaba, el surco del frenillo, primero lento, luego más rápido, luego lento otra vez… y después fue bajando la cabeza, abriendo la boca y la garganta, y la fue engullendo, glotona, como si se la fuese a quitar, para después desenfundársela apretando mucho los labios, deslizando la lengua por el tronco mientras salía, torturándome con el roce de su paladar en toda mi extensión.

Y después vuelta a bajar, y vuelta a subir, chupándomela casi con glotonería, con la minuciosa dedicación de una niña desgastando y degustando una piruleta, un pirulí, un polo de helado. Cosquilleándome con la punta insidiosa de su lengua, dándome eternas lamidas que empezaban en mi pubis y acababan en mi capullo, convirtiendo cuando quería su boquita en un coñito que se follaba mi polla él solito, besando la punta misma del glande con sus labios carnosos de seda y frambuesa, dejando que prácticamente toda la longitud de mi miembro se alojarse en su garganta…

Yo conducía, ajeno a la carretera, de forma automática. Menos mal que el coche tenía control de velocidad, porque si no estoy seguro de que habría acelerado hasta el corte de inyección, sobrecogido como estaba por el gozo y el morbo de la situación, la cabeza de Helena en mi regazo, mi polla encajada en su garganta, disfrutando de las caricias y los mimos de esa boquita adolescente.

Se la sacó de la boca, carraspeó, y sentí que dejaba caer un hilito de saliva en la punta. Respiró hondo, y entonces bajó apretando mucho los labios, y fue bajando, bajando, bajando, mientras mi polla entraba más y más en su garganta.

Se detuvo, a punto de enfundarse enterito mi rabo, depositando fuerte con un sonido húmedo. Esperó un momento, y reemprendió el camino, hasta que sentí sus labios en la base, su nariz en mi pubis y mi polla enterrada hasta la misma raíz en su garganta tragona, hospitalaria, y un torbellino de sensaciones me recorrió cada centímetro de rabo, preso en su boca.

Aguantó diez, doce segundos, que me parecieron doce segundos de puro paraíso, antes de sacársela, entre resoplidos, jadeos e telarañas de saliva. Se detuvo, saboreando mi capullo, lengüeteándolo, recuperando el resuello, y en cuanto lo hizo empezó a subir y bajar rápido, con cabezazos prolongados, apretando mucho los labios, bajando hasta la mitad de mi polla, arriba y abajo y arriba y abajo y arriba y abajo…

En el coche solo se oía el viscoso sonido mojado de sus chupadas, y mi respiración cada vez más agitada.

Me pilló por sorpresa que volviera a metérsela entera, hasta el fondo, esta vez de una sola acometida, pero el gozo no fue menor ni mucho menos, sentir sus latidos, su pericia, su lujuria, y otra vez se retiró tras unos segundos interminables pero brevísimos, para al ratito, sin sacársela del todo ni una sola vez, volver a follarse ella solita la boca a vaivenes secos, potentes, húmedos, eléctricos.

Recobré la cordura el tiempo suficiente como para coger una de las salidas y buscar, sin dejar de reprimir los gemidos de gusto que se me acumulaban en el pecho, un rincón aislado donde aparcar. Por suerte, no faltaban, al sur de Zaragoza, esa clase de lugares.

*

Detuve el coche, y Helena se incorporó, limpiándose la saliva con el dorso de la mano, el pintalabios corrido, los ojos acuosos, toda la comisura de los labios enrojecida, la mirada interrogante y confusa.

Bajé, abrochándome el botón superior del pantalón para que no se me cayera, y rodeé el coche abriendo la puerta del copiloto. Helena me miró, inquieta, algo perpleja, y yo la cogí del brazo y tiré de ella, sacándola del coche.

-¿Qué… qué haces…? – me dijo, tropezando y casi cayéndose, apoyándose en mí. Una vez la tuve fuera del coche, la giré como si fuera una muñeca, y la obligué a inclinarse, metiendo medio cuerpo dentro otra vez, las manos sobre el asiento, doblada noventa grados con las piernas y el culo fuera.

-¡C***…! – exclamó, pero C*** nos estaba. Sólo estábamos ella y yo.

Le subí el vestido, arrojando la falda sobre su espalda, y vi con una sonrisa maligna el tanga negro, que bajé al momento, con un par de tirones bruscos, hasta que cayó al suelo, y la obligué con mis piernas y un par de azotes a separar sus muslos, que me ofrecieron la visión gloriosa de ese culazo, esas dos nalgas perfectas, redondas, respingonas, turgentes.

Me saqué la polla, lista para la batalla, y coloqué las manos en su cintura.

-¡C***! ¡¿Qué vas a hacer?! – intentó retorcerse, pero bastaron cuatro o cinco buenas palmadas en sus nalgas para que empezaste a lloriquear y se quedase quieta.

Su coñito empapado se tragó mi polla hasta el fondo como antes su boca, sin la más mínima resistencia, hasta que mis muslos hicieron tope en su culo, casi tirándola de bruces contra la palanca de cambios.

-Hmmm…. – su gemido largo me llegó desde en interior, a la vez que recolocaba sus piernas, abría sus muslos, afirmaba su posición en el asiento. Saqué mi polla, empapada de saliva y flujo, y sin atenerme a nada empecé a embestir en su coño como si quisiese sacarla del coche a empujones, por el otro lado.

-¡Más suave C***…! – me dijo, pero no la oía. O más bien, la oía pero su mensaje no me llegaba, como si fuesen sonidos inconexos, palabras en algún idioma extranjero. - ¡¡Más… suaveee…!!

Su culo resonaba contra mis muslos, marcándome un ritmo. Yo echaba la espalda hacia atrás, apretaba los glúteos y empujaba con toda la fuerza de mis caderas y mis lumbares, abriéndome camino en su vagina de forma violenta, supongo que incómoda, pero sin bajar ni un ápice mi intensidad. Mi glande apartaba las paredes de su coñito adolescente como un barreno, como el cincel de un escultor, vaciando su interior a la medida de mi polla que yo sentía enorme, vengadora, durísima, inclemente. Helena comenzó a gemir, a sollozar de algo parecido al placer, y empezó a mover el culo hacia atrás, presionando mi pelvis cuando la ensartaba con fuerza.

-¿No era esto lo que querías…? – empecé a rugir, a gruñir, y la piernas y los muslos y las nalgas de Helena temblaban cuando las golpeaba con mi cuerpo, y las paredes de su coño protestaba y se encogían y se apretaba, cuando mi polla llegaba bien adentro, bien rápido y bien fuerte. - ¿No era esto …?

-Siii… - terminó gritando con voz ronca, entre gemidos. - ¡!Fóllame…!!

Yo empujaba y a la vez tiraba de ella hacia mí por su cintura, sudando como un cerdo, clavando mi polla hasta su útero, golpeando el fondo de su vagina y removiendo su interior como si quisiese hacer una mina en ella, como si fuese una piñata que romper y reclamar como premio.

-¿Te gusta, Helena…? ¿Te gusta jugar con los mayores…? – le dije, sin dejar ni por un momento de percutir, de perforar, de excavar en su coño a cielo abierto, el cuchillo entre los dientes y notando su flujo espeso, fragante, denso, resbalar por sus muslos, empapar mi pubis, encharcar su entrepierna y sonar como besos húmedos, mientras mi polla encendía en llamas el algodonoso interior de Helena, que se sacudía y removía como un cachorro esquivo, como una gatita callejera que no quiere ser capturada.

-¡Sigue…. Así… no pareeeees…!!! – Helena gemía con exclamaciones profundas, cavernosas, guturales, arrancando jadeos y lamentos de su pecho, chorros de jugo de su coño, espasmos de todo su cuerpo, y con un grito ahogado por el asiento del coche, que mordió con fuerza, se corrió apretando mi polla como una prensa hidráulica, retorciéndose como una fiera salvaje, temblando de pies a cabeza acompañando mis embestidas con un gemidito y una flojera de piernas que me obligaba a sujetarla para que no cayese.

Entonces la saqué, provocando un lamento y que a Helena le traicionasen un poco más las rodillas, y froté mi polla a la largo de la raja de ese culo increíble, coloreado por los goles, sudado, sucio de su flujo blanquecino fruto de orgasmo. Con delectación, casi relamiéndome, la coloqué finalmente a la entrada de su ano, pero en cuanto percibió mi capullo en las arrugas de su cerrado culo, Helena se echó hacia delante, cayendo sobre el asiento, hurtándomelo.

-No… eso no… si quieres mi culo… quiero que pagues el precio. – dijo, entrecortada, jadeando, volviéndose a mirarme con sus ojos verdes casi desorbitados, su rostro puro arrebol sudoroso y sofocado, su boca una llaga abierta roja y húmeda.

-¿El precio? – dije, resollando, con la polla en la mano chorreando, barnizada del jugo de su coño, enhiesta, amoratada, palpitante.

-Sí… el precio…

Se giró, levantándose, y sin dejar de mirarme a los ojos me agarró la polla, apartando mi mano, tirando de mí hasta que di dos torpes pasos hacia ella, y con la expresión más maliciosa que se pueda imaginar me empezó a lamer la polla, de arriba abajo, limpiándose la y a la vez provocando un hormigueo salvaje, casi doloroso, por toda su longitud, haciendo que todo mi cuerpo se fuese tensando, crispándose. Sus ojos de tigresa se quedaron clavados en los míos, hasta que de un bocado la engulló, metiéndose la hasta la mitad en el gaznate.

Y como uno no es de piedra, en cuanto la sentí cobijada en su garganta la presa de mis huevos se quebró en mil pedazos, y toda la leche que contenían ascendió como un géiser, mientras yo daba un eterno suspiro y notaba cómo mi lefa brotaba, brotaba, brotaba a borbotones, y Helena chupaba y tragaba y sorbía, desarbolando mis naves y tomando por asalto mi cordura.

Se la sacó, volviendo a mirarme, con una sonrisa traviesa, pasando la punta de la lengua por sus labios, soltando mi polla satisfecha y arrellanándose en el asiento. Yo me apoyé en el coche, exhausto, intentando recomponerme después del clímax, y pudo más la curiosidad que el agotamiento.

-¿De… de qué precio hablabas, Helena? – pregunté, picado por su negativa a dejarse sodomizar, su culo obsesionándome todavía a pesar de mi reciente, plena y saciante descarga.

Helena sonrió un poco más, y tenía la misma expresión de un maestro de ajedrez dando jaque mate a un rival voluntarioso, pero al fin rendido.

-Mi precio, C***…. Mi precio se llama Mónica.

(Continuará)