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BPN. Ojos verdes (3). Helena, la hija

en No Consentido

Mi abuelo siempre fue un hombre callado, trabajador y algo taciturno que obedecía el viejo adagio de “desayuna como un rey, come como un príncipe y cena como un mendigo”. Nunca le vi cenar más que un trozo de queso o jamón con un par de vasos de vino, o en días excepcionales, un cuenco de sopas de ajo. Y debió de funcionar, porque murió el año pasado con noventa y cuatro años.

Aquella noche se habría avergonzado de mí.

Cené como un obispo, que se suele decir. A pesar de que era entresemana, me concedí el capricho de ir a un buen restaurante y comer un revuelto de jamón y hongos, una tarrina de mi-cuit y un rodaballo al horno con escalivada, culminado con un tocino de cielo. Ni miré la cuenta, celebrando en soledad el puede que modesto, pero para mí exquisito triunfo de aquel día. Mientras tomaba el postre, comencé a darle vueltas a una idea que para ustedes seguro resultaba el siguiente paso lógico, pero que mí me costó unas horas determinar.

¿Funcionaría con la hija lo que había funcionado con la madre?

Disponía de vídeos de Helena, desnuda, con el rostro perfectamente visible y reconocible. También logs de conversaciones con ese noviete, Darío, que aunque no fueran totalmente explícitas si eran lo suficientemente comprometedoras como para provocar una reacción y que el chantaje fuese efectivo. Allí, en restaurante, tuve una incómoda erección ante la posibilidad de poner a la bonita adolescente a mi merced, y empecé a trazar el esquema de un plan para someterla a mi voluntad. La perspectiva de poder follarme a madre e hija cuando me viniera en gana, al menos por un tiempo, me sobrecalentó la entrepierna a niveles volcánicos.

Cuando llegué a casa y encendí el portátil, me sorprendió ver a Laura conectada. Parecía estar simplemente navegando por la red, pero se me ocurrió una pequeña travesura para gastarle una broma. Le abrí conversación en el MSN.

SANTIAGO: Hola Lau… hoy no has venido a la cita. ¿Qué ha ocurrido?

Era un simple tontería, una forma de recordarle que seguía allí, vigilándola. Me sorprendió al ver que el icono de “Laura está escribiendo” parpadeaba, y leí su respuesta pocos segundos después.

LAURA: Perdona… he tenido que ir a clases particulares…

Estoy seguro de que mi carcajada la escuchó desde su casa.

*

Mi siguiente objetivo estaba, por tanto, definido. Pero todavía dudaba del procedimiento. ¿Debería amenazarla con contárselo todo a sus padres? ¿Con difundir los vídeos por Internet? ¿Con hacérselos llegar a sus contactos? Estuve todo el día siguiente dándole vueltas, en el trabajo, un poco abstraído, y a la hora de comer tuve la ocurrencia de ir al bar de Luis y Laura, como para ambientarme. Debo decir que Laura encajó el golpe con simpatía, y el súbito sobresaltó fue sustituido al momento por una solícita y obsequiosa cordialidad. El propio Luis me saludó, con una sonrisa.

-¡Hola, C***! – me dijo el cornudo, desde la barra. Yo le devolví el saludó con un gesto, y acompañé a su mujer a una de las mesas, complacido al comprobar que se desvivía por atenderme.

-¿Qué quieres comer? ¿Te traigo algo más? ¿Este vino te gusta? ¿Más pan? ¿Te apetecen postres caseros que tenemos fuera de menú? ¿Cómo deseas el café?

Revoloteaba alrededor de mi mesa casi agobiándome, de tanta amabilidad. Yo la seguía, con mucha discreción, con la mirada, y no pude sino percatarme de que iba un poco mejor vestida que otras veces, algo más arreglada. Nada ostentoso, por supuesto, pero llevaba el pelo mejor peinado, y con ropas más nuevas, más ajustadas, mucho más favorecedoras. No es que se hubiese transformado, ni mucho menos, pero entre eso y el poco de maquillaje que llevaba la rejuvenecían y la volvían algo más atractiva. Cuando trajo el café, le hice un gesto para que se acercara. Ella miró alrededor, y al ver que no había más que un par de personas en el comedor, se colocó a mi lado. Yo hablé en voz baja.

-El viernes por la tarde tienes clase, Laura.

Noté cómo se tensaba un poco,.

-Claro que sí, ahora mismo. – Se fue y regresó con otro sobrecito de azúcar, que dejó en la mesa. Yo le di las gracias, y bebí el café en dos tragos, de sabor fuerte y amargo. Sirvió el resto de mesas, y fue recogiendo los manteles sucios de otros comensales. En un momento dado, la vi desaparecer por la puerta del almacén que decía “Privado”, junto a los servicios, así que decidí jugármela y fingiendo ir al lavabo, abrí la puerta y me colé dentro.

Olía a humedad, a botellas de cristal y a cerrado. Entre las estanterías metálicas y las pilas de cajas de cervezas y refrescos había un gran mesa, llena de manteles y demás utilería, junto dos enormes cajones congeladores, en la que Laura estaba trabajando, sumida en la semioscuridad de una bombilla sucia. En cuanto oyó la puerta, se volvió como para decir algo pero se cortó inmediatamente, al reconocerme.

-¿Qué haces aquí?

-No sabía si me habías entendido…

-Te he entendido perfectamente. Ahora sal de aquí.

Me acerqué, y ella no hizo ademán de retroceder, así que cuando llegué a su altura le di un suave, cariñoso pellizco en la mejilla.

-Para la clase del viernes tienes deberes, Lau.

-¿Deberes? – torció el gesto.

-Sí. Quiero que te arregles ese matojo de allí abajo.

-Pero qué dices… ¿Y qué le cuento a Luis?

Me encogí de hombros.

-Lo que tú quieras. Pero como mañana no lo tengas presentable, habrá castigo. Y no bromeo.

Le planté un morreo antes de que pudiera decir nada más, y se dejó llevar devorándome la boca, hasta que me aparté, y sin decir nada salí del almacén con cuidado de que nadie me viese. Pagué la cuenta en la barra y me despedí efusivamente de Luis, que me agradeció la propina con una sonrisa aún más amplia y bonachona. Regresé paseando a la tienda, y por mucho que me diera morbo follarme a Laura, mis pensamientos fueron inevitablemente hacia Helena, un bocado considerablemente más atrayente.

La tarde se me pasó viendo los vídeos de Helena y leyendo los logs, intentando encontrar algo donde agarrarme, una pista, una señal de cómo abordarla de forma sencilla y efectiva. Su madre había demostrado ser bastante dócil, justificando su obediencia en la doble pulsión de salvar su matrimonio y correr una aventura excitante y crepuscular. Pero Helena era una adolescente, que posiblemente me plantearía más problemas si la carnaza del anzuelo no era lo bastante apetitosa. Y puede ser que no se tragase mi farol, porque una cosa era amenazarle con difundir las fotos y otra muy distinta hacerlo, ya que era cometer un delito y meterme quizá en un atolladero difícil de resolver.

Todo me parecía complicado, hasta que me percaté de un detalle. Revisé las conversaciones con Alba, la mejor amiga de Helena, y también la de otras amigas. Leí durante casi una hora bobadas acerca de cotilleos de instituto, moda, música, maquillaje, deberes, trabajos de historia, universidades, series de televisión, películas, novelas… pero no encontré ni una sola mención a Darío, el novio misterioso de Helena.

Encontré menciones a actores, cantantes, compañeros de clase… pero ni una sola acerca del chico con el que presuntamente salía Helena, al que le enviaba vídeos subidos de tono y mantenía largas conversaciones entre lo romántico y lo sicalíptico. Me pareció rarísimo. Revisé el archivo de las conversaciones de Helena y su novio, y saqué la dirección de correo del remitente. Google, y un poco de búsqueda y entresijos de aquella Internet de hace unos años, tan confiada, virgen e ingenua.

Me recliné sobre la silla, con los ojos muy abiertos y la sorpresa en mi rostro.

Yo creía que Darío sería un compañero de Instituto, o el hermano de alguna amiga, alguien del entorno más cercano de mi vecinita. ¿Quién demonios de aquel tío, más o menos de mi edad, que respondía a esa dirección de correo electrónico? Vi algunas de sus fotos, compartidas en las redes, con una chica en Picos de Europa, en los Mallos de Riglós, en Ordesa. Fui rastreando en el B.O.E en cuanto tuve su nombre y apellidos, y la verdad que encontré me hizo lanzar un silbido de asombro, mientras cabeceaba de pura incredulidad.

Helena estaba tonteando, o más que tonteando, con su profesor de Matemáticas y Dibujo Técnico del Instituto.

*

Aquello me pareció un bombazo, y supe que había encontrado un filón que explotar.

La presa estaba elegida. También el cebo. Ahora había que preparar la nasa, no dejar cabos sueltos y redondear la operación con cuidado, observándola despacio, desde todos los ángulos buscando resquicios y puntos débiles. Mi principal preocupación era la implicación emocional de Helena con su profesor, si sería lo bastante fuerte como para ser capaz de sacrificarse por él, así que habría que adornar el asunto, añadirle un punto de dramatismo para empujar a la chica, que esperaba un poquito crédula, hacia un callejón sin salida del que yo me ofrecería a sacarla, previa compensación, claro estaba.

El primer paso era no despertar sospechas, no levantar suspicacias. Aquello que le mostraría a Helena, aquello sobre lo que gravitaría mi trampa debía ser hallado en su propio ordenador, no en el mío. No me fue difícil sabotear su ordenador para que funcionase de forma errática cuando ella lo manejase. Empleando remotos, torpedeé su sistema y lo trufé de pequeños programas inofensivos pero que causaban un funcionamiento molesto, únicamente cuando Helena lo utilizaba. El miércoles pasó trampeando con el ordenador, pero el jueves, a las tres de la tarde, nada más entrar yo en casa, llamaron a la puerta con urgencia.

-¿Sí, que ocurre? – dije, en tono de enfado, al abrir la puerta. Helena llevaba el ordenador bajo el brazo, jadeante, como si hubiese bajado corriendo las escaleras. Seguro que llevaba un rato esperando oír mi puerta para acudir a llamarme.

-¡Ay, perdona, C***! ¿Te puedo molestar un momento? – su tono altanero se había transformado en uno complaciente. La miré de arriba abajo, sus curvas ceñidas en una ropa vieja de andar por casa, su pelo recogido en un moño alto atado con gomas, sin maquillar, la cara lozana y fresca, ligeramente ruborizada, los ojos verde esmeralda brillantes y alegres.

-Claro Helena, pasa… - me aparté de la puerta y ella me siguió por el piso, posando el ordenador en la barra de la cocina. Yo me serví un vaso de agua, saboreando su impaciencia, y me quité la corbata colgándola del respaldo de una de las sillas. La miré, desabotonado el último botón de la camisa. - ¿Qué ocurre?

-Le pasa algo al ordenador… - lo abrió, como si mi pregunta representase un permiso, y lo encendió con la musiquita insidiosa del sistema operativo de las ventanas. Yo miré la pantalla, y en cuanto pude fui comprobando los problemas que conocía a la perfección. – No me abre el programa… - me decía, cuando hacía doble clic en un icono y el ordenador se quedaba pensando, con el relojito de arena dando vueltas infinitas. – Me sale un mensaje de error cuando abro el reproductor de música… - lo comprobé, y asentí al corroborarlo. Y así hasta media docena de malfuncionamientos variados. Hice un par de chequeos de rutina, y después la miré, componiendo una cara cansada.

-Creo que sé dónde puede estar el problema, Helena, pero he tenido una mañana… mira, me voy a dar una ducha, voy a comer algo y me pongo con esto. Son las… - miré el reloj del ordenador – las tres y veinte, ¿te importa bajar sobre las seis a recogerlo? Dame un par de horas para arreglarlo.

-Jo… pensaba que lo harías ahora… - me puso carita lastimera, y quizá le funcionara con otros, pero mis planes eran distintos.

-Me llevará un rato y ahora mismo estoy agotado. De verdad, sobre las seis lo tienes.

-No perderé ningún dato ni nada, ¿no?

-No, no creo. No parece problema del disco duro sino del sistema operativo. Voy a ver si encuentro lo que le está volviendo loco y lo recoloco en su sitio. – Sonreí, atribulado, y Helena asintió, con un mohín apenado. La acompañé a la puerta y la despedí.

Ciertamente, me duché, comí algo, y en menos de media hora había limpiado su sistema de software malicioso, colocando en él, de paso, los vídeos y archivos que me interesaba mostrarle, cuando bajara. Dejé el ordenador abierto, en la mesa del salón, y me permití el lujo de descabezar una corta siesta, para calmar los nervios que empezaban a acumularse en la boca del estómago.

A las seis menos diez, llamaron a la puerta.

-Hola Helena, el ordenador ya está. – vi su rostro iluminarse y una sonrisa encantada abrirse de par en par.

-¡Qué bien! – entró, despreocupada, y fue directa hacia él. Yo fui tras ella, sin poder evitar mirar ese trasero embutido en unas mallas deportivas de algodón. Interrumpí su gesto de alegría.

-Helena, tengo que hablar contigo.

-¿Le pasa algo más al ordenador? – me miró, con cara de extrañeza. Yo negué con la cabeza, y sabiendo que estaba en el momento todo crítico de todo el plan, me coloqué mi máscara de hombre responsable y compungido.

-Helena, ¿saben tus padres la clase de conversaciones que tienes con tu profesor?

Fue como si le hubiese arrojado a la cara un jarro de agua fría. Enrojeció violentamente, y contuvo la respiración, mirándome con ojos desorbitados. Abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla, y con una rabia apenas contenida me espetó.

-¿Qué sabes tú de eso?

No respondí, sino que le puse uno de los vídeos en los que se desnudaba, el que mostraba los pechos apenas unos segundos. Helena lo miró, y luego me miró a mí con cara de miedo y asco.

-¿Pero cómo te atreves a cotillear…? Puto pervertido… voy a decirle a mis… - se interrumpió, y se dio cuenta de su error. Yo la miré, muy serio.

-¿Sabe tu profesor que está cometiendo un delito? Eres menor de edad, y además su alumna. Dime, Helena… ¿Te está obligando? ¿Te está chantajeando? – Admito que resultaba un tanto paradójico, pero…

-¿Qué? ¡No…! – miró a la puerta, me miró a mí, y presa de los nervios se sentó en el sofá. - ¿Qué quieres decir con eso?

Yo me senté, a su lado pero manteniendo las distancias, todavía en mi papel de adulto concienciado y protector.

-Quiero decir que si él te está forzando de alguna manera, si te obliga a hacer esto para aprobar, o como un castigo… ¿Lo saben tus padres?

-No, no, yo…. A ver, yo… - balbuceaba, aturullada, y vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, a punto de desmoronarse. Era el momento de apretar.

-Verás, Helena, este hombre no puede dar clase ni un minuto más. Hay que decírselo cuanto antes a tus padres y ponerlo en conocimiento del Instituto y, si procede, de la policía.

-¡No, C***, no! Darío no me está obligando, de verdad, te lo juro…

-Lo siento Helena, pero eres menor de edad y me veo en la obligación de decírselo al menos a tus padres…

-¡C***, por lo que más quieras…! – se echó a llorar, en silencio, escondiendo la cara entre las manos, sin montar una escena, lo cual agradecí, y yo le froté con suavidad la espalda, consolándola. Levantó la vista y me miró, el rostro arrasado en lágrimas.

-Es que… tú no lo entiendes…

-Helena, lo siento pero tengo que…

-C***… - me interrumpió – por favor, olvídalo todo… borra los vídeos. Te juro que no pasa nada, que no es nada. Por favor.

-Helena… tus padres confían en mí. ¿Tú sabes lo que me estás pidiendo?

Sus ojos verdes se quedaron fijos en los míos, y vi cómo se mordía el labio y parecía sopesar sus siguientes palabras.

-Hazme ese favor, C*** - habló en voz baja, con un tono meloso, y posó una mano en mi rodilla. - ¿Los borrarías si …? – se quedó callada, y miró al suelo.

-¿Sí qué, Helena? – le dije, fingiendo una inocencia que estaba lejos de poder esgrimir.

-Sí… - alzó la vista, y puso carita de niña buena -… si te la chupo.

Confieso que me quedé de piedra. La cara que debí de poner tuvo que resultar chocante, porque Helena se echó a reír nerviosamente, y estuve a punto de considerarlo una broma de adolescentes hasta que se puso seria, de nuevo, frunciendo el ceño y torciendo la boca en un gesto entre desdeñoso y condescendiente, lo cual decía mucho de su personalidad, mediados los dieciséis años.

-No te hagas el tonto, C***. ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo me miras? – abrí la boca, pero como tampoco tenía gran cosa que decir, la cerré de nuevo – Hasta mis amigas me lo han dicho. Así que contéstame. Si te la chupo, ¿lo borrarás todo y cerrarás la boca?

Vaya con la niñata.

Me separé de ella, muy digno, y la miré de hito en hito, con el semblante demudado, como si lo que me estuviese proponiendo fuese para mí una locura, aunque lo cierto es que me había dejado totalmente alucinado el descaro de quien yo creía una muchachita cándida y casi virginal. Negué con la cabeza.

-¿Pero qué demonios dices?

-Qué mal disimulas, chaval … - Helena me sorprendió otra vez levantándose y acercándose a mí, contoneándose un poco, dejando que me recreara en sus bien puestas curvas, y sin previo aviso se arrodilló entre mis piernas y comenzó a desabotonarme el pantalón. Yo, de tan estupefacto, le dejé hacer, y antes de que me diera cuenta mi polla estaba fuera de mi pantalón y yo había perdido totalmente la iniciativa de todo aquello. Mi erección era mediana, pero en cuanto Helena le echó mano, mi rabo pegó un triple salto y se vistió de gala reventona.

-Joder, pues sí que engañas… no está nada mal… - dijo mi vecinita, mirando lo que se traía entre manos, pajeando suavemente toda la longitud de mi verga, mirándome con esos ojillos verdes y sonriendo con su boca de labios gruesos. Dejó caer un poco de saliva en la punta del capullo, y la fue extendiendo por el tronco con movimientos delicados, sin dejar de mirarme. - ¿Hay trato o no hay trato, C***?

La miré, arrodillada entre mis piernas, carita de golosa, masturbando mi polla, una pipiola de Instituto, y no pude sino reírme, antes de responder.

-Mira a ver si me convences… - Ella sonrió, y sin esperar ni un momento se metió mi rabo hasta la mismísima campanilla.

Reconozco que la chupaba de puta madre. Con su mano como tope, agarrada a la base de mi rabo, los labios bien cerrados y la lengua juguetona y atrevida, se metía la polla hasta la garganta, follándose ella misma la boca y haciéndome unas cosquillas que hormigueaban a lo largo de mi miembro desde el glande hasta la raíz misma, lo que se tradujo en unos gemidos y jadeos que Helena celebró sacándosela y, con solo la puntita del capullo entre los dientes, su lengua recorrió el agujero provocando que por un lado mi nabo se pusiese todavía más duro, y por otro que unos latigazos hirvientes de placer me tensasen desde el culo hasta el vientre, pasando por el perineo. Mi vecina desocupó un boca, y me miró con ojos lascivos mientras lamía en un zigzag interminable toda la longitud de mi polla, relamiéndose y riendo entre dientes, pajeándome con tres, cuatro sacudidas, y volviendo a introducirse el glande como un caramelo de carne, chupando, lengüeteando, besándolo y sorbiendo con un húmedo sonido que me excitaba todavía más.

-¿Le está gustando al niño…? – me dijo, la boca enrojecida, los labios relucientes de saliva, una sonrisa bermeja y lujuriosa del todo impropia de una chica tan joven. La de pollas que se había comido la niñata esta.

-De momento, de maravilla – logré murmurar, para su regocijo. Decidió aplicarme una segunda fase de tratamiento, tirando de mis pantalones. La ayudé levantando el culo del sofá, y cuando tuvo acceso a mi entrepierna sin traba alguna, me dejó por tercera vez patidifuso cuando se metió mis huevos en la boca, absorbiéndolos dentro, ocasionándome una mezcla de placer y dolor que casi me hace correrme ahí mismo, en su mano que no paraba un momento de masturbarme.

Soltó mi escroto, empapado de su saliva, y la punta de su lengua dibujó una trayectoria lentísima, desesperante, hasta llegar a la punta misma del glande, donde alrededor de ese agujerito trazó espirales sin fin que trasmitieron una picazón terriblemente placentera por todo mi capullo, a lo largo del tronco y dentro mismo de mi pelvis. Me retorcí un poco, y Helena volvió a reírse muy bajito, antes de tragarse de nuevo una generosa ración de rabo.

Esta cría era perfectamente consciente de que mamar se le daba de lujo.

Consciente, seguro, por mis jadeos, mis gemidos y mis movimientos de que mi orgasmo se avecinaba, Helena aumentó gradualmente el ritmo del vaivén de su cabeza, empapando mi polla con su saliva, dejando que mi capullo se follara aquella boquita a fondo. Durante dos o tres minutos disfruté de esa sensación, de esa mamada, pero desgraciadamente nada duda eternamente y noté que me iba a correr de un momento a otro.

Mis manos agarraron su cabeza, y aunque Helena se sacudió un poco temiéndose lo que eso significaba, no pudo evitar que me corriera en su boca como un verraco, descargando lo que me parecieron chorros y chorros de lefa en su boca, notando cómo brotaba el placer desde mis pelotas hasta mi glande, inundando su boca a chispazos, a escupitajos, mientras sujetaba firme la cabeza de mi vecinita en su lugar y ella chupaba y sorbía, dándome tanto gusto en el capullo que casi dolía.

En cuanto la solté se incorporó y fue al fregadero, escupiendo y lavándose la boca, tosiendo, medio atragantada. Desde allí, con voz entrecortada, me lanzó un reproche que sonó amargo.

-Avisa… cabrón… joder… - se enjuagó la boca a conciencia, entre toses, y cuando volvió al sofá lucía una expresión de fastidio, y a la vez de triunfo. - ¿Te has quedado contento? – Asentí, y ella se sentó frente al ordenador. – Pues ahora cumple con tu parte.

Me subí los pantalones, con deliberada parsimonia, y me situé frente al ordenador, a su lado. Busqué el icono del vídeo de Helena mostrando los pechos, el primero de una lista de cinco, y lo borré, vaciando la papelera de reciclaje para mostrarle que era definitivo. Nos quedamos los dos en silencio, y entonces ella me dio un codazo.

-Dale, borra el resto.

No le hice caso, y fue ella la que seleccionó los cuatro vídeos restantes, y los envió a la papelera de reciclaje, vaciándola después. Me miró, y al ver que mi expresión no cambiaba, pegó un bufido.

-Has hecho copias… - una hermosa pregunta retórica. Helena volvió a ser una chiquilla, al mirarme con expresión implorante, las manos sobre el regazo, la boca que hacía un minuto era una cueva de sexo convertida en un puchero tembloroso. – Ese no era el trato…

Me enderecé, y con una media sonrisa sardónica le cogí la cara con mi mano derecha.

-De esta no te vas a librar con una mamada, Helenita…

¿Creía que era un friqui de los ordenadores, un nene como los de su instituto, un colgado de los videojuegos al que manipular? Le iba a demostrar lo equivocada que estaba.

-¿Cómo...? – por primera vez desde que se había creído al timón de la situación, percibí inquietud en su mirada, incertidumbre ante lo que podía ocurrir. Dejé que se cociera en su propio jugo durante un ratito, mientras me levantaba y abría una lata de refresco que saqué de la nevera.

-Has empezado muy bien, y gracias a eso voy a callarme la boca unos días y borrar el primer video. Pero quedan cuatro, Helena, y el precio de mi silencio… - bebí un trago, teatral, antes de culminar mi frase - … no deja de subir.

Ella se limitó a observarme, desde el sofá, su expresión volviéndose más venenosa mientras yo hablaba. Tras un ratito de silencio, me replicó.

-Maricón de mierda…. Y decías que si Darío me obligaba a algo… hijo de puta…

Bebí otro trago, y me encogí de hombros.

-Ahórrate la escenita, Helena. Antes me has demostrado que no eres ninguna niña. Así que tal y como yo lo veo, tienes dos opciones. Puedes salir por esa puerta – señalé a la entrada – y afrontar las consecuencias de tus actos, o bien puedes libremente aceptar las condiciones que te ofrezco.

Se levantó, y dudé por un momento de lo que iba a hacer, porque tenía una expresión resuelta en el rostro. Pero lo cierto es que el escándalo podría ser mayúsculo, y seguramente Helena no estaba dispuesta a enfrentarse a ver sus vídeos corriendo por la Red, su lo-que-fuera perdiendo su trabajo y sus padres descubriendo que su hija era… bueno, no tan inocente como habían imaginado. Cruzó los brazos, y me miró muy seria.

-¿Me prometes que borrarán los vídeos y todo acabará ahí? ¿Qué no volverás más adelante a hacer la misma jugada?

-Te doy mi palabra, Helena. Video que borre, video que jamás verá la luz. Sin trucos. – Le dije, alzando la mano derecha.

-¿Y cómo sé que puedo fiarme de ti?

-No lo sabes. Pero lo que sí que sabes es cuál es la alternativa…

Soltó una carcajada totalmente desprovista de humor, y miró alrededor como si viera mi piso por primera vez, murmurando entre dientes palabras ininteligibles, antes de volverse hacia mí.

-¿Y qué tengo que hacer para que borres el resto de vídeos?

-Pues para empezar no correr tanto. Cada cosa a su tiempo. Iremos pasito a pasito. – Acabé el refresco, arrugué la lata con un chasquido metálico, y la tiré a la basura bajo el fregadero. Helena, con tono impaciente, me interpeló.

-Vale… ¿Qué tengo que hacer para que borres el siguiente vídeo?

-Muy bien, Helena. Pues mira… ¿Sabes planchar?

Si hubieran visto la cara que puso…

-¿Que sí sé qué…?

-Planchar. Las tareas de casa. ¿Sabes hacerlas?

-Sí, claro. - Me miró como si fuese un completo imbécil, o un bicho raro. O un bicho raro imbécil. - ¿Quieres que te limpie el piso?

-Para empezar, estaría bien. Pero claro, con ciertas condiciones.

-¿Cuáles?

-Quiero que lo hagas desnuda.

No tardó demasiado en complacerme. Se quitó la camiseta rosa que llevaba, mostrando un sujetador juvenil de color azul, y bajó sus mallas, doblando ambas prendas y dejándolas sobre el sofá. Su tanga era también azul oscuro. Me miró, haciendo un gesto con las manos como mostrando su cuerpo.

-¿Así está bien?

-Desnuda, Helena.

Chasqueó la lengua, y con ademán torvo se quitó el sujetador, dejándolo sobre el resto de la ropa, y después el tanga. Sus tetas no eran muy grandes, pero tenían unos pezones redonditos y tiernos, de color rosado, apenas apuntando en sus areolas. Más abajo, en la entrepierna, había heredado la frondosa mata de vello de su madre, pero Helena sí que se la arreglaba, así que aunque su monte de Venus era una selva de espesas guedejas negras, los alrededores de mostraban adecuadamente lampiños y sugerentes. Estaba realmente delgada, pero con las curvas correctas en los lugares correctos, y sus caderas se torneaban de forma sensual dándole la silueta de un reloj de arena, con su cintura breve y sus pechos medianos bien proporcionados. Helena me miró, casi diría que con desafío.

-Muy bien. ¿Y ahora qué?

-Puedes barrer y fregar, y la plancha está en el armario grande de la cocina. Hay un buen montón de ropa, así que ya puedes espabilar…

Sonreí, mirándola de arriba abajo deleitándome en su preciosa figura, y me senté en el sofá.

Verla moverse por el piso, como Dios la trajo al mundo, era todo un espectáculo. Tenía un culo de revista, firme, prieto, redondo y apetecible como solo un culo joven podía serlo. Daban ganas de morderlo, de puro sabroso que se antojaba. Confieso que lo de las tareas del hogar no fue más que una estratagema para recuperar fuerzas, pero fue muy, muy excitante verla barrer y fregar, desnuda, su cuerpo juvenil, turgente, voluptuoso, ofrecido y sugerente como una obra de arte. Mi mirada se detenía en sus pechos, esferas perfectas y erguidas coronadas por dos pezoncitos como bombones; se demoraba en su culo, dos planetas prominentes de perfecta geometría; o se perdía en el triángulo de las Bermudas de su coño, oscuro, negrísimo, insondable.

Se puso a planchar, y yo ya tenía otra vez la polla a punto de ebullición. Me levanté del sofá, y me desnudé en silencio, acercándome a ella por detrás como un depredador. Se puso muy tiesa cuando notó que la abrazaba, mi erección presionando contra su culazo, mis manos envolviendo sus pechitos recreándome en su tacto sólido y a la vez mullido, notando cómo sus pequeños pezones se endurecían entre mis dedos y mis caricias, apretando y amasando esos dos bollitos de pan recién horneado.

-Debería darte con la plancha en los huevos… - musitó, enojada, pero se calló cuando besé su cuello muy despacio, un millar de besos de colibrí entre su hombro y su nuca, aspirando su fragancia picante, pecaminosa, a tierra mojada, a musgo, a bosque viejo. Mi mano derecha descendió el valle de su esternón hasta el diminuto pozo de su ombligo, alisando su vientre liso, y un poco más allá, hasta las primeras estribaciones de esa frondosa selva que ocultaba el templo de sus placeres. Enredé mis dedos en esos rizos ásperos y largos, estirando un poco, enredándolos, y fui un poco más atrevido descendiendo hasta el centro mismo, comprobando que el calor y la humedad que se adivinaban no eran imaginaciones mías. Hizo un amago de resistirse, pero no duró nada, apenas unas pocas caricias bien dirigidas, y mi vecinita echó la cabeza hacia atrás, posándola en mi hombro, abriendo mucho la boca.

-Oooh… - Helena lanzó al aire un suspiro largo, cuando mi dedo corazón encontró su clítoris, y después otro todavía más largo cuando separé sus labios con mi falange y me detuve en el vestíbulo mismo de su vagina, su agujero casi palpitante, viscoso, pura perdición. Mi vecinita se giró, acariciando mi pecho, arañándolo con levedad, y bajando por mi estómago hasta agarrar mi polla con la mano. – Joder C***… vaya pedazo de… - sus ojos verdes brillaban, su boca se entreabría, y la vanidad me hinchó como un pavo.

-Pues te la voy a meter hasta la empuñadura… - le dije, fatuo y fanfarrón, mientras mis manos se apoderaban de sus nalgas y las apretaban fuerte, engarfiando los dedos, comprobando la dureza y el tacto elástico y sedoso de ese par de cachas adolescentes. Helena gimió, y me agarró la cara con las dos manos, mirándome a los ojos.

-Hazlo despacio… - me dijo, con vocecita desvalida, y yo le sonreí, malicioso.

-¿Dónde está esa tigresa de antes? – mis dedos buscaron entre sus nalgas, hasta encontrar los labios que cerraban su coño y separarlos, en busca de la entrada que supuraba jugo, y se introducía apenas unos centímetros, cabeceando como un tentáculo, haciendo círculos. Helena cerró los ojos y marcó sus dientes en mi hombro, sin hacerle verdadero daño.

-Hijo... de… puta… - Farfulló, la boca llena de mi carne, y me reí un poco cuando sacó un poco el culo, abriendo las piernas, facilitando mis caricias. Mi dedo se introdujo un poco más en su ajustada caverna goteante, las paredes de su coño adheridas a él como una segunda piel, y en cuanto inicié un concienzudo viaje en bucle de ida y vuelta, Helena abrió los ojos desmesuradamente y me miró, indefensa. -¿Pero… cómo eres… tan cabrón…?

-Eres una malhablada, Helenita… va a haber que corregir eso. – Le dije, mi dedo haciendo estragos en ese coñito pequeño y prieto, ese hoyito que no hace mucho debió de haber sido virgen, pero que otro más afortunado que yo había conseguido descorchar y catar por primera vez. Le metí el dedo con saña, como en venganza por no haberse reservado para mí, celebrando cada gemido de Helena profundizando más, removiendo más, batiendo más su vagina con el dedo. Mi vecinita se agarraba a mis hombros, mirándome de vez en cuando con cara de vicio, la boquita de labios gordezuelos abierta en una mueca de morbo, respirando como una locomotora, arrancando gemidos de su pecho.

La postura no era la mejor, y terminé cansado por lo forzado de la maniobra, así que saqué mi dedo empapado, sin hacer caso a las gimoteantes protestas de Helena, y lo acerqué a su boca. Lo rechazó con cara de asco, pero no pudo evitar que se lo metiese casi a la fuerza, y terminó felando el dedo que acababa de salir de sus profundidades y degustando el sabor de su coño adolescente.

La llevé a trompicones hasta el sofá, y dándole la vuelta la arrojé sobre el costado del mueble. Quedó con la cabeza y el torso sobre el asiento, el estómago apoyado en el reposabrazos, las piernas casi en el aire, y su perfecto culo en pompa.

-Ni se te ocurra moverte… - dije, y fui a la habitación en busca de un condón. Cuando regresé, comprobé que me había obedecido, y seguía en la misma postura, con los pies apenas tocando el suelo. No despegó sus ojos de mí mientras me ponía el condón, y cuando me situé tras ella, abriendo sus piernas, dejando al descubierto sus dos apetitosos orificios, volvió su rostro, con la expresión temerosa y a la vez excitada.

-¡Ay Dios …! – exclamó cuando mi polla plastificada y bien dura separó sus labios y se introdujo, como un ladrón en la noche, en su cuevita inundada, con un chapoteo gelatinoso. Cuando toda mi longitud y mi grosor se fueron alojando, paso a paso, centímetro a centímetro, y sin piedad fueron redefiniendo las dimensiones de su coñito, Helena bufó y piafó como una yegüita, pataleando, sin poder escapar de esa intromisión no por esperada menos incómoda.

La clavé al sofá de dos, tres estocadas.

El tacto de su chochito de adolescente era sencillamente de otro mundo. Me detuve allí, dejando que su interior se fuese reajustando, escuchando su respiración agitada, notando cuando Helena temblaba o intentaba acomodarse, para soportar mejor el algo brusco reciclaje de su interior. Me apretaba la polla de forma increíble, pura goma bien aceitada y caliente. Acaricié esas nalgas de mármol, y las separé para ver el hermético acceso posterior, ese ano chiquitín y sellado con lacre. Al notar que abría sus nalgas, su anito hizo un sutil movimiento, como si se hinchara, como si respirara, un guiño apenas perceptible de ese ojete limpio y oscuro. Cerré de nuevo las puertas de su sagrario, y las apreté, admirando la flexibilidad con que sus carnes retornaban a su lugar, tersas, plenas, aterciopeladas.

Saqué despacio mi polla.

-¡Ayyy… Diosssss….! – volvió a decir, esta vez al notar que su coño volvía a su lugar, tras ser puesto a prueba y superar el examen. Dejé un trozo dentro, y sin esperar mucho empujé, aseverando que la resistencia a mi avance, antes ya casi testimonial, desaparecía y Helena gemía y gritaba amortiguando sus exclamaciones contra los cojines del sofá - Joder… joder… ¡¡joderrr!!

Veni, vidi, vici.

La empotré una y otra vez, sacando la polla hasta la mitad y empujando con fuerza, disfrutando a tope del tacto casi pastoso de su coño, golpeando sus glúteos con mi pelvis y viendo temblar su culo al tiempo, una, dos, tres, cien veces. Helena metió la cabeza en los cojines y berreaba de gusto cuando yo embutía mi rabo en su coño, lo sacaba entero, golpeaba sus nalgas o sus muslos, y sin dejar que se enfriase volvía a penetrarla como si fuese un valioso insecto y yo un entomólogo que la fuese a colocar en mi colección. Ese coño jugoso y núbil se abrazaba, se atenazaba en torno a mi polla como si quisiese quedársela, y a pesar de que estaba encharcada de flujo, costaba sacársela, de lo prieto y ceñido que resultaba.

-¡Me matas…! ¡Me mataaas…! – escuchaba decir a Helena, entrecortada, amortiguada, cuando rompía el ritmo y la sacaba, esperaba unos momentos y por sorpresa la introducía hasta el fondo de un mandoble certero y violento como una puñalada. Lo hice cuatro veces, y a la quinta, cuando enfundé mi polla hasta el fondo, noté que levantaba las piernas, contraía las nalgas al máximo, arqueaba la espalda, y sacando la cabeza de entre los cojines dio un berrido ronco, entrecortado, balbuceante.

-¡¡¡Dios… dios .. aaaaaayyyyyy….!!! – su coño colapsó, se contrajo, se plegó sobre sí mismo en torno a mi polla, y yo me abandoné también a mi propio orgasmo, agonizando de placer vaciándome una y otra vez, empujando a calzón quitado, fuerte, más fuerte, más fuerte, como si quisiera sacarla del sofá a puro golpe de cadera. Descargué por segunda vez en contenido de los huevos en su interior, esta vez con preservativo, y seguí metiéndola y sacándola, cada vez más despacio, hasta que no pude más y me doblé sobre ella, intentando recuperar el resuello y la dignidad, con las rodillas flojas y un hilo de baba resbalándome por la comisura de mis labios.

Jadeamos los dos durante un buen rato, y a mi pesar me incorporé y abandoné ese paraíso entre sus piernas. El condón colgaba, lleno de lefa blanquecina, de mi polla ya en franco proceso de repliegue, y me lo quité con cuidado para anudarlo acto seguido como un globo, antes de caminar tambaleante a la cocina y tirarlo a la basura. Agotado, miré al sofá y vi a Helena tumbada todavía, las piernas abiertas, el trasero enrojecido por mis embestidas, el coño brillante y con el abundante vello empapado y sucio, y me acerqué a ella, sentándome en el sofá. Mi vecina alzó la cabeza, mirándome con el rostro todavía congestionado, los ojos relucientes, respirando hondo, y compuso una especie de sonrisa.

-¿Borrarás el segundo vídeo?

No era la frase más romántica del mundo, pero la circunstancias eran las que eran, y mandaban. Asentí, y noté cómo su rostro se relajaba y componía una expresión de alivio. Se levantó con bastante dificultad, quejándose un poco.

-La virgen… sí que das caña… - se estiró, dándose friegas aquí y allá, y me miró con gesto ceñudo – Levanta…

Me incorporé, y sacó su ropa de debajo de mí, colocándose despacio el sostén, después el tanga, casi cayéndose al ponerse a la pata coja, y después las mallas y la camiseta. Se quitó las gomas del pelo, y sacudió la cabeza para liberarlo, ahuecándolo con la mano. Yo contemplé el ritual, en silencio, mirando cómo se peinaba su melena morena con los dedos, sin mirarme. Cuando acabó, clavó sus ojos en mí.

-¿Y ahora? – preguntó, recuperando ese tono insolente.

-Ahora coges tu ordenador, te vas para casa, y esperas como una niña buena a que te llame.

-¿Cuándo a ti te dé la gana?

-Naturalmente. ¿Qué creías?

-¿Quieres que baje mañana? – su tono se dulcificó, y esbozó una sonrisa traviesa.

-No. Mañana tengo partido de fútbol con los amigos. Cuando sea te lo haré saber.

-Joder C***… ¿Cuánto tiempo me vas a tener con esto?

-Poco. Pero el ritmo lo marco yo.

No replicó, sino que bajó la vista. Cerró el ordenador, y se lo colocó bajo el brazo. Yo me levanté, desnudo, y le acompañé a la puerta con mi mano en una de sus nalgas, disfrutando un poco de su incomodidad. Antes de abrir la puerta, le di un buen apretón en el culo, sonriendo cuando ella se tensó.

-Hasta otra, Helena.- dije, abriendo la puerta.

No me contestó.

(Continuará)