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Wilsilor (23: Mis recuerdos-Parte I-)

en Bisexuales

WILSILOR XXIII

Mis recuerdos

(I Parte)

Por Marité

Siempre he vivido en Guarenas, con mis padres y mi hermano menor, Alexis. Por lo menos donde vivimos es un sitio bastante caluroso así que siempre nos acostumbramos a andar en muy poca ropa. Incluso, mis padres son muy liberales en el sentido de que siempre nos hablaron claro a mi hermano y a mí y sabíamos bien las diferencias, por lo menos anatómicas del hombre y la mujer.

Mi mamá y mis tías cuando Alexis tenía un año jugaban con sus bolitas y le decían: "¿Pa’ quienes son estas bolitas?" y todas riendo, respondían: "¡Pa’ las mujeres, papito!". Yo tenía cuatro años entonces y no recordaba que en ningún momento me hubiesen tocado mi cosita y me hubiesen dicho: "¿Pa’ quienes es esta cuquita?" "¡Pa’ los hombres, mamita!"

Yo fui entendiendo con los años que mientras un hombre más se cogía a las mujeres, más hombre era y que, mientras más se dejaba coger una mujer, más puta se volvía. Un hombre que tiene que cogerse a mil mujeres pa’ demostrar que es hombre, a mí me hace dudar de su hombría y, creo además, que si una mujer tira con mil carajos, tal vez es porque su cuerpo se lo pide. En ambos casos, puede ser necesidad o simplemente ganas de ocultar una verdadera inclinación sexual. Como sea "nada es suficientemente mentira para ser verdad y nada es suficientemente verdad para ser mentira", eso lo aprendí en teatro.

Lo cierto es que de muy pequeña siempre me acostumbré a bañarme con mis padres y siempre me explicaron porque el piripicho (pene) de papá era más grande y peludo que el de mi hermanito y lo mismo la cuquita de mamá con respecto a la mía y de por qué si mis pechos eran planos se me iban a poner grandes como los de mamá cuando creciera.

Me empezaron a crecer como a los diez años y sentí cambios extraños en todo mi cuerpo aunque no empecé a menstruar hasta los once y algo.

En esos tiempos yo estudiaba con una carajita llamada María Joaquina. Ella era flaca, pero con un cuerpo hermoso, tetas pequeñas pero más grandes que las mías, ojos claros y muy linda en verdad.

Su hermano a veces la llevaba al colegio y cuando me lo presentó quedé prendada de él. Se llamaba José y tenía quince años. Creo que ese fue mi primer amor de la adolescencia y pasé por lo menos un año, visitando a mi amiga solo para verlo a él. Me daba mucha rabia verlo con otras niñas, más grandes que yo y eso me hacía sentir acomplejada.

Yo recordaba el piripicho de papá que ya no me dejaba ver porque supuestamente era malo y yo estaba más grande y que, las señoritas no deben ver esas cosas. Lo liberal se les había ido al coño. Lo cierto es que yo pensaba en José y me imaginaba lo que ocultaba bajo su pantalón.

Pero como lo que es del cura va pa’ la iglesia, un día se me hizo el milagro. Fui a hacer una tarea en casa de mi amiga y allí estaba su hermano. Sus padres estaban trabajando y José estaba en boxer y camiseta. Coño, se veía tan bien.

Estuvimos hablando durante un buen taro y él nos ayudó en las tareas, pero no sé como, la conversación se fue tornando cada vez más engorrosa y confusa para mí (aunque agradable). Y en medio de tanta habladora María Joaquina y yo notamos que se le estaba hinchando algo en el boxer.

-¡¿Qué te pasa?!- preguntó ella bastante confusa- ¿Por qué se te pone eso así?

-¿C-como así?- preguntó él, contrariado y tratando de hacerse el loco.

-Así de hinchado.

-No sé, a veces se me pone así, cuando…

-¿Cuándo qué?- pregunté yo sin entender nada.

-Miren, les explico ya que nos tenemos confianza. Ustedes están creciendo. Cuando uno se hace grande comienza a sentir ganas de hacer ciertas cosas. Por ejemplo, cuando yo veo a las mujeres o a niñas como ustedes me da un gusto allí abajo y… se me hincha…

-¿Y no se supone que ese lugar es pa’ orinar?- pregunté yo aún más confundida.

-Sí, pero también, cuando se pone duro sirve para pasarla bien.

Luego se nos quedó viendo fijamente.

-¿Les gustaría verlo?- inquirió finalmente y con cara de malicia

María Joaquina y yo nos miramos una a la otra hasta que por fin las dos asentimos entre risas nerviosas, después de todo no sería mala idea y no sería la primera vez que yo vería una vaina de esas eso sí: nunca la había visto hinchada.

Allí, en plena sala, sentados en el sofá, él se bajó el boxer y nos mostró su erga, que no era tan grande como la de papá, pero estaba cada vez más hinchada. Algo ruborizadas, las dos niñas nos reíamos nerviosamente y nos tapábamos la boca con las manos, sintiendo un poco de risa y también de pena. No sé que sentía al verlo así. Mi cuerpo estaba temblando y mi corazón se aceleraba.

-¿Y qué se hace con eso aparte de orinar?- pregunté de la forma más inocente.

-Pues vean, solo tienen que agarrarlo con sus manos y moverlo así como yo lo hago, ¿ven?

Se veía tan lindo allí, frotándose su vaina y bajando y subiéndose la piel. María Joaquina y yo nos miramos disimuladamente, más bien con nerviosismo, preguntándonos quien de las dos iba a comenzar, y como buena hermana, comenzó ella. Me dio un no se qué extraño al verla allí, sentada junto a su hermano y frotándole la verga. La cara de José era un poema y parecía que le estaba doliendo, pero nada de eso, al contrario, le gustaba mucho.

Al poco rato, tomó mi mano y me instó a hacer lo mismo. Era la primera vez que yo tocaba una vaina de esas y me impresionó lo duro que se ponía esa tripa fláccida. En un momento yo ya era toda una experta y, con la guía de José se lo hice con ambas manos, luego, entre María Joaquina y yo, lo pajeamos de lindo.

-Lo que están haciendo se llama "Paja"- explicó José con voz dificultosa-. Me están "pajeando". Yo mismo puedo pajearme y ustedes también pueden hacérsela.

-¿Cómo?- preguntó su hermana.

-Se meten los dedos en sus cuquitas y se frotan.

Cuando dijo eso, recuerdo que yo sentí como un calorcito o un calambre allá abajo y quise probar. Le miré la cara a María Joaquina y supe que pensaba lo mismo. Ambas nos reímos apenadas.

-Se le llama "masturbación"; también "manuela" por que se hace con la mano. ¿Quieren probar algo más?- preguntó José cuando ya había jadeado bastante.

-¿Por qué no?- dije yo.

-Pues, fíjense: hay otras maneras de producir placer en ese lugar sin hacerlo con las manos.

-¿Cómo?- preguntó María Joaquina.

-Si se animan también pueden chuparlo…

-¿Tu verga?

-Sí. Las mujeres grandes siempre acostumbran a besar a los hombres allí.

-Pero nosotras somos chiquitas todavía- dije yo en broma.

-¿Y no les gustaría sentirse grandes?

María Joaquina y yo nos volvimos a mirar y sonreíamos con malicia esta vez. la primera que se animó fui yo y, en un santiamén, estaba acercando mi cara hacia la verga. Olía de forma extraña y temblaba mucho. Entonces, guayada por José, le pasé la lengua y sentí su humedad y el sabor salado. En un dos por tres estaba mamando por primera vez, dejando que mi boca subiera y bajara por ese grueso helado.

Ni María Joaquina ni yo sabíamos que eso se hacía y menos que fuese tan rico. José tomó a su hermana y la echó también junto a mí. Así, yo seguía mamando mientras ella le besaba los huevos y luego, nos cambiábamos. A mí se me estaba cumpliendo mi sueño de tener la atención de José, pero la más loca fue María Joaquina porque sin saberlo estaba cometiendo algo que aprendimos después: incesto. En todo caso, se supone que José no debió permitírselo, pero también aprendí que los hombres casi nunca se pelan que una carajita les mame el güevo o se dejen coger, así sea la propia hermana, incluso la misma madre si se les pone en bandeja de plata.

Desde ese día supe que me iba a gustar mamar mucho y me sentí tan bien. José rugió y se contorsionó como loco poco después, hasta que terminó explotando en la boca de su hermana. Coño, ambas pensamos que se estaba orinando, pero no fue así. María Joaquina trató de quitar la cara, pero José le sostuvo la cabeza y, mi pobre (o dichosa) amiga, casi se ahoga.

Me impresionó bastante verla escupir ese líquido blanco en el piso y luego, arrecharse con su hermano por haberse orinado en su boca. Él nos explicó después que esa era la leche que los hombres botaban y que las mujeres grandes se alimentaban de ella y que de allí, también salían los niños.

- Bueno, ustedes ya me vieron, ahora me toca verlas a ustedes, ¿vale?- dijo después.

Ya no teníamos nada que perder y la curiosidad nos estaba matando, así que nos quitamos los calzones y las franelas quedando tan solo en pantaleta y sostén.
Lentamente se acercó y fui tanteando nuestros cuerpecitos. Pasó un brazo por la espalda de María Joaquina y liberó sus teticas del sostén; acarició, besó y mordió sus pezones. Deslizó su lengua por el plano abdomen hasta llegar al límite que ocultaba ese jardín de maravillas. Suavemente la despojó de su pantaletica y yo aunque sin saberlo, gocé de ver a mi amiga desnudita.

Con sus dedos fue abriéndose paso a través de su ya abundante parcela de azabaches vellitos para dejar al descubierto su latente clítoris, el cual disfrutó deliciosamente, metiéndole la lengua y chupándola como yo nunca había visto y que ni siquiera sabía que se hacía.

Me tocó el turno a mí e igual, me quitó el sostén y me besó loas teticas ricamente. Eran muy chiquiticas, pero igual las lamió con delicia. Yo siempre había sentido, especialmente ahora que estaba desarrollándome, que pasar mis dedos por allí, me enchinaba la piel y me gustaba mucho, pero jamás imaginé que el ser besada y frotada allí fuese tan mágico.

De pequeña, mamá me quitaba y me ponía la ropa, pero allí estaba un hombrecito bajándome la pantaletica y eso me gustaba. Cuando me abrió las piernas y me tocó allá abajo sentí que me desmayaba y más cuando comenzó a lamérmela. Saboreó cada rincón y pliegue de mi cuquita por un largo rato y comprendí que esa vaina era una delicia divina que me iba a gustar mucho siempre.

Hubiésemos seguido así, pero en eso repicó el teléfono y nos asustamos mucho. María Joaquina fue a contestar mientras su hermano seguía chupándome y explicándome que eso se llamaba "mamar cuca" o "cunnilingus".

Cuando María Joaquina colgó nos dijo que nos vistiéramos porque papá iba a llegar un poco más temprano y había llamado para que ella le preparara algo de comer. Con decepción, lo hicimos y cuando llegó el papa de ellos yo aún estaba allí, pero me fui poco después.

Esa noche leí que era muy riesgoso el hacer el amor y que si dejaba que me metieran una verga por mi cuquita podría quedar embarazada; incluso si me la dejaba meter también por detrás podría contraer alguna enfermedad. Lo cierto es que agarré miedo y, cuando al siguiente día, volvimos a repetir lo de la mamada de güevo, por lo menos yo no quise ir más allá. En cambio María Joaquina, ese día, a sus once años, perdió la virginidad en brazos de su propio hermano.

Hasta los doce más o menos, estuve mamándoselo a José, a veces con su hermana, a veces a solas. Nunca me dejé coger, pero coño, cuando veía como gozaba María Joaquina, me daba una envidia y quería entregarle mi tesoro a él. Como sea, no pasé de solo dejar que me mamara la cuca unas cuantas veces.

Quizás yo le hubiese dado todo al final, pero la familia de mi amiga se mudó a la capital y después me enteré que a José lo internaron en un colegio militar, luego de que lo descubrieron en plena faena amatoria con su hermana.

A eso de los doce tuve mi primer novio formal, Juan, y luego de algunos meses de puros besitos y una que otra caricia pasada de tono, le comencé a hacer preguntas acerca de su pene: ¿Cómo lo tenía? ¿Grande o pequeño? Y un buen día me dijo que si quería verlo solo tenía que decir que sí.

Acepté y un día en que estábamos libres, nos fuimos a una parte del jardín donde no había mucha gente y allí, el se bajó el pantalón y me mostró su vaina. No era más grande que la de José porque además, el chamo tenía apenas doce años, pero no estaba mal y me di gusto arrodillada ante los pies de mi novio, mamándole su verguita. Para él era su primera vez, para mí, era el segundo hombre al que se lo mamaba, luego de hacérselo 98 veces en un año a José (las tengo anotadas).

Me tragué toda su leche y él se sintió tan macho después de eso que comenzó a alardear de que yo se lo había mamado. Fue tal mi arrechera que nuestra relación se acabó muy pronto y él quedó muy mal parado por supuestamente inventar esas cosas de mí.

Me gustó otro chamo después llamado Joaquín. Él era un gran deportista y todos decían que era un "burro". Las demás carajitas pensaban que el sobrenombre venía de su aparente falta de inteligencia par las materias, pero yo, intuía que no se referían a sus orejeas, sino a aquello que le colgaba entre las piernas. Y no me equivoqué porque en una fiesta de esas que nunca faltaban los viernes por la tarde, luego de joder bastante y de bailar, me fui con él a uno de los cuartos.

Él esperaba desvirgarme, pero yo me negué, a pesar que los besos y las caricias me tenían las pantaletas chorreadísimas. Escuchando la música alta y la gritería de los demás en la sala, se conformó con que yo le bajara el pantalón y le sacara todo su orgullo. Coño, constaté con alegría por qué le decían burro. Su verga definitivamente era la más grande que yo hubiese visto hasta entonces y bien dura.

Se la mamé como mejor sabía hacerlo y enseguida me estaba llenando la boca de su leche. Eso fue saliendo el payaso y yo soltando la risa. Aún así siguió parado y se lo mamé por unos minutos más hasta que volvió a enloquecer de gusto. Generalmente, después de acabar, me tragaba la leche y lo dejaba así, pero ese día, luego de tomarme sus fluidos, seguí en la faena y mamé como una niña recién nacida y hambrienta.

Luego de media hora de chupar, lamer y masturbarlo, volvió a explotar en mi boca y nuevamente me devoré cada gota de su leche calientita y salada.

Se lo hice tres veces más durante el siguiente semana hasta que se puso bien pesado por sus intenciones de cogerme, así que decidí dejar todo hasta ahí.

Luego conocí a dos chamos de quince años llamados José María y Esteban. Todo el mundo decía que eran palos de hombres y todas las carajitas estábamos locas por ellos. Un día, yo los descubrí en una vaina rara por los jardines, en la parte de atrás del colegio. Lo comprobé segundos después, cuando los vi sacarse sus piripichos y comenzar a acariciárselos mutuamente. ¡Coño, eran para de maricos!

No hice ni dije nada entonces, pero me propuse convertirlos en hombres, supuestamente, porque me parecía un desperdicio que habiendo tantas mujeres, ellos prefiriesen ser maricos.

Cuando los conocí entablamos una relación bastante profunda, tal punto, que cuando lo creí conveniente, les dije que quería mamárselos a ambos. Ellos se sorprendieron de mi proposición, pero aceptaron y, una tarde, en casa de José María, les hice el sexo oral de una manera tan rica que cada uno se vino dos veces en mi boca. Jamás había mamado dos vergas al mismo tiempo. Mientras chupaba o lamía una, pajeaba la otra y viceversa.

En la primera tanda, se vino Esteban y me tragué toda su leche mientras pajeaba a José María, luego pajeé a Esteban y terminé de ordeñar a José María. Qué rico fue aquello. Sin embargo, ambos carajos no aguantaron y comenzaron a bearse entre ellos. Que vaina. Ya yo los había visto, pero no me quedó de otra que resignarme y pensar: "¿Qué coños, me importa? Total: no Quero que me cojan, pero si mamárselos". De esa forma, estaba segura que no me iban a obligar a hacer con ellos nada más sino mamar.

Y así fue, esa tarde los vi cogerse mutuamente y contemplé por primera vez una relación homosexual. Recuerdo que pensé en que se sentiría hacer una cosa así con otra carajita. No me gustó la idea y me pareció de lo peor.

Volvía estar con ellos catorce veces más, disfrutando solo de sus piripichos mientras ellos se gozaban el uno al otro.

Entre los trece años y pasados los catorce, estuve con ocho carajitos más que ni pendiente, pero con los que pasé buenos ratos y me convertí en una verdadera puta. Lo hice con Antonio seis veces; con José Manuel, solo una vez en una fiesta; también estuve con Calixto, quien fue mi novio, once veces; con Omar, tres veces; con León, cinco veces; con Adrián siete veces; con Yorman, una vez y con Tomás, dos veces.

Casi a los quince, tuve problemas en matemáticas y la verdad estaba a punto de perder la materia. El profesor se llamaba Anibal y se decía de él, que se había tirado a casi todas las carajitas del liceo, pero nada de eso había sido comprobado y solo se quedaba en rumores.

Una tarde, yo fui a su salón a decirle que por favor me ayudara, que si no pasaba matemáticas mi papá me iba a matar. Él me dijo que ya estaba prácticamente aplazada y que si me pasaba sería trampa. Yo le rogué, hasta lloré pidiéndole que me hiciera un examen especial (no soy buena en matemáticas y no creo que pasara el examen tampoco). El profesor no aceptó.

La siguiente tarde, luego de salir de clases, yo iba sola por la calle y él me abordó con su camioneta y me pidió que subiera. Lo hice y traté de convencerlo de hacerme un examen fácil o alguna tarea especial, como limpiarle la casa, la camioneta, lo que fuese.

-Me gusta lo de la tarea especial- dijo.

-¿Sí? ¿Y qué debo hacer?- pregunté con una inocencia que ni yo misma me la creí.

Él no contestó, es más, condujo un buen rato, sin pronunciar palabra, hasta que, estacionándose cerca de un boulevard, me dijo:

-¿Harías lo que fuese?

Yo asentí con la cabeza.

-Ahora estoy un poco retrasado para ir a cumplir con otros compromisos. Te pondré algo de nota extra y te daré las respuestas del examen final, si haces algo por mí.

-¿Qué?

-Mámame el güevo.

Traté de hacerme la indignada y la dura, pero coño, no me estaba pidiendo algo difícil y que yo no quisiera hacer. Es más, varias veces lo había pensado, pero lo creí imposible.

El profesor Anibal tenía 30 años y eso me asustó un poco, pues, no era el típico carajito y su vaina ya debía ser adulta. Le bajé el cierre y le saqué su cosa y me sorprendí al ver que en verdad era inmenso. Con la cabeza bajo el volante le di los primeros besitos, se lo lamí pasándole la lengua a lo largo de todo el cuerpo y pronto el profesor comenzó a jadear de gusto.

Él, me acariciaba mis crinejitas y la espalda, también la falda y llegó a meter su mano debajo de ella y a acariciarme las nalgas sobre y bajo la pantaleta. Diablos, el miedo me estaba matando, porque el sí que era un hombre hecho y derecho y yo sabía que coger era algo normal para un hombre, pero para mí, para una carajita de catorce años, no lo era.

Quizás muchos de los tipos a los que se los mamé pensarían que yo estaba desvirgada desde hacía ya mucho tiempo, pero no, nunca pasé de mamar y no era asa tarde, la hora de comenzar.

Afortunadamente el profesor tenía otros asuntos y se conformó apenas con que yo le diera una rica mamada y que me metiera gran parte de su verga en mi boquita de muñeca frágil. Mamé y lamí como una niña obediente, pensando en que si así sería la vida, que si tendría que hacer vainas así siempre para ganarme las cosas difíciles.

Bueno, seré bien puta, pero la verdad, me gradué con buenas notas (y mías, por cierto) y estoy por graduarme en la universidad como primera en mi clase y soy una chica de bien.

-Oye, ¿has hecho esto muchas veces, no es así?- dijo el profesor jadeando sin cesar.

-No, es la primera vez- mentí pajeándolo hábilmente.

-¿No?, pero lo haces como si fueras una mujer grande.

-Quizás es porque quiero pasara mi materia.

El profesor no dijo nada más, solo sonrió y se limitó a disfrutar de mi boca y mi lengua chupando su orgullo, hasta que, en medio de un gran paroxismo, me vertió toda su esencia en mi boca y me la tragué gustosa.

No lo volvimos a repetir, pero pasé mi materia y me salvé de una golpiza de papá.

Cuando cumplí quince años, conocí a un chamo llamado Miguel Ángel. Me gustaba mucho y tuvimos una relación muy efímera. No se salvó de que mi boca le diera placer en su bicho y de que casi terminara abriéndole mis piernas para que me cogiera por primera vez. Coño, pero un día, cuando ya se lo había mamado nueve veces, descubrí que el coño e’ madre también era homosexual, pero la arrechera que me dio es que me engañó siempre. Y lo que terminó de separarnos fue que todo el mundo comenzó a decir que estaba enfermo de sida por acostarse con un marico mayor que él.

Me asusté mucho y dejé de frecuentarlo. Luego, lo vi ponerse flaco y bastante decaído y pensé que tal vez había alguna posibilidad de que yo estuviese contagiada. Yo estaba bien y no tenía de que preocuparme, pero agarré tanto miedo, que estuve hasta los dieciocho años, sin volver a probar un solo pene.

Eso quiere decir, según mis cuentas que para los quince años yo había realizado 179 mamadas en poco menos de cuatro años y con quince carajos diferentes. Poco para una puta, mucho para una mocosita adolescente.

¿179 veces? Mentira. Hay algo que no he contado, ni siquiera a Silfa y ahora con estas líneas lo estoy confesando para ella y sus lectores…

Marité

Lee el siguiente cuento y si quieres escribe a Lany_silfa@yahoo.com.ar