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Bragas de seda: ¡Cómo una tormenta lo cambia todo!

en Sexo Anal

 

Bragas de seda

Por: Luz Esmeralda

 

INTRODUCCIÓN:

“Bragas de seda”, es el título de una serie de relatos eróticos escritos con el fin de entretener, divertir y excitar. Lo que nos trae, a esta WEB, es el gusto por los relatos calientes y excitantes: el sexo suele ser el principal aliciente, en mayor o menor medida. Pero, a una gran parte de lectores y autores, también nos gusta que los relatos tengan más o menos argumento. Imagino que, a estas alturas, la mayoría sabemos que el sexo puede ser muy monótono; depende de las ganas e imaginación que pongamos. Muchos suelen decir: «El sexo se reduce a “meter” y “sacar”, y poco más». En cierto modo, no les quito razón. Como he dicho, un factor primordial es la imaginación, y más para un autor/a que escribe sobre el tema.

Con la serie de relatos “Bragas de Seda”, mi intención es conseguir que, esas escenas monótonas, resulten diferentes a través de los argumentos, los diálogos, las situaciones y cualquier factor que los haga diferentes: aunque sigan siendo “meter” y “sacar”. Lo que pretendo escribir, es algo parecido a una novela por capítulos. Pero no capítulos incompletos en los que te quedas a medias. Aunque la historia seguirá una línea argumental, cada capítulo tendrá un argumento completo: con principio y fin. La protagonista vivirá una serie de “aventuras eróticas” únicas para cada capítulo. De esta forma, quien solo lea un relato no quedará insatisfecho. Los que habéis leído mi serie “De niña a mujer” sabéis de lo que hablo.

En estos relatos habrá: aventuras, humor, pasión y grandes dosis de sexo (para no faltar a mi costumbre). Como he dicho, pretendo entretener, divertir y excitar. Me he esmerado en escribirlos lo mejor que sé (hasta el momento. Nunca dejo de aprender y mejorar) para que la lectura sea más amena y cómoda. Cualquier comentario, que me ayude a mejorar, será bien recibido y tenido en cuenta.

Todos serán publicados, en esta categoría, porque me encanta el sexo anal, y tendrá un protagonismo especial en todos los relatos. Pero también por otras razones que no vienen al caso y que son secundarias.

Los personajes serán imaginarios, en una época muy alejada, y dispuestos para lo que la imaginación quiera. La protagonista será una joven llamada Rocío. A pesar de ello, no serán relatos feministas. No representa a nadie concreto, pero sí tendrá mucho de mi forma de ser, sentir, actuar y pensar. Como es obvio, no conozco a nadie mejor que a mí misma. De esta forma, pretendo que nadie se sienta molesto o aludido.

Como no me gusta publicar relatos con el título numerado [del tipo: “Bragas de seda” (1), etc.], cada uno será diferente, con la única coincidencia en el encabezamiento de la serie: “Bragas de seda”. Para conocer el orden los relatos, bastará con fijarse en la fecha de publicación: nunca irán salteados. Los relatos que tengan una clara diferencia entre el argumento y la parte erótica, irán divididos, de forma visible, para que cada cual lea lo que más le interese o todo.

Y no os cuento más porque la lectura perdería emoción. Con el deseo de que os gusten, os agradezco, de antemano, el tiempo que dediquéis a leerlos (espero no defraudaros). Pero no quiero terminar, esta introducción, sin antes invitaros a que me comentéis lo que queráis; acepto sugerencias, consejos, reproches… Sobre todo, no tengáis miedo de dejarme unas palabras, aunque solo sea “un beso”.

¡Gracias a todos!

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NOTA:

Este relato sirve de introducción a los demás; en él, doy a conocer a la protagonista, y los motivos por los que sucede el resto. Como se me hizo muy largo, no he podido llegar a la cuestión morbosa. Es por ello que, en éste, NO HAY SEXO, solo argumento. ¡Por favor! No me hagáis comentarios negativos por este motivo. Os aviso para que, quien quiera, lo lea y juzgue por lo que es: “Un relato de presentación”.

Para los demás, y para todos, he publicado el segundo al mismo tiempo. En ese sí que hay sexo y depravación a raudales ;)

 

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Bragas de seda: “De cómo una tormenta lo cambia todo, irremediablemente y para siempre”

 

Mediaba el mes agosto, y los campos palidecían bajo el tórrido sol de primera hora de la tarde. Cualquier criatura, que no tuviera algo que hacer con cierta premura, bajo la sombra de un olivo, de una tapia o de una estaca, buscaba como refrescarse, lo que pudiera; sin moverse, ni respirar, o sin abrir la boca para decir: “¡Ay qué calor hace!”.

Por el camino polvoriento que viene del pueblo, a toda prisa un carruaje, tirado por dos caballos color azabache, se encuentra a medio camino de la hacienda de don Esteban de Ronda y Cifuentes, su lugar de destino. El cochero, subido a lo alto del coche, no respira por no tragar el polvo que los equinos levantan. En su interior, un hombre se oculta tras las cortinillas que le protegen del calor abrasador, y del polvo que el cochero no inhala.

Tras media hora de brincos, zarandeos y coscorrones, el coche llega a la hacienda donde, sudando como una gallina, una sirvienta lo espera. Con voz firme y cansina, el cochero ordena a los corceles que se detengan. Éstos no precisan que les insistan: llevan un buen rato deseando dejar de galopar, y fuerzas no tienen, ¡ni ganas tampoco!

-¡Buenas tardes! –Dice con respeto la sirvienta- Hace rato que la señora os espera; hoy ha pasado mala mañana y consumida está por la impaciencia de veros –añade, haciendo gestos para que se dé prisa.

-¡Ya voy, Clara, no me apures! –responde la visita al tiempo que, con el sombrero, se quita el poco polvo que se ha filtrado por las rendijas que han dejado los visillos del carruaje.

La joven Clara se apresura, y sale corriendo para adelantarse y avisar a la señora de que la visita ha llegado. Al entrar, la encuentra tumbada sobre el lecho, totalmente estirada y con los ojos cerrados.

Al ver a su Señora sudorosa, con el camisón empapado y marcando los pezones bajo la tela, dice:

-¡Señora, señora! Ya ha llegado, subiendo las escaleras debe de estar. ¡Tapaos, daos prisa! Que no es decente que, una dama, muestre sus virtudes a cualquier hombre que no sea su esposo –añade mientras la tapa con una sábana veraniega.

-No me apures ¡loca! –Responde la señora- ¿O quieres que, con “tanta” calor, termine arrugada como un higo seco? Deja que me acomode como pueda y no me desmaye por el sofoco –exige, con aspavientos, hacerlo ella misma.

En ese momento, llaman a la puerta del dormitorio, con dos golpes de nudillos, suaves y tímidos.

-Es él. ¿Estáis bien tapada y con las vergüenzas a buen recaudo? –Pregunta Clara, poniéndose insoportable.

-¡Qué sí, loca! Abre la puerta, deja que entre, y vete a la cocina que, Pepa, te debe andar buscando –ordena la señora con gestos de cansancio.

Así lo hace, la irritable Clara, y desaparece tras cerrar.

-¡Buenas tardes, Rocío! ¿Cómo te encuentras hoy? –Pregunta el visitante al entrar en la estancia.

-¡Buenas tardes, padre! Ahora que os veo, mi ánimo mejora, y el color vuelve a mis mejillas. La noche fue un infierno: ni tan siquiera, una triste brisa de aire fresco asomó por mi balcón; las pesadillas aceleraban mi corazón como si hubiese corrido por el jardín; el sudor hervía en mi piel, y los paños, más que secar, empapaban; no pude conciliar el sueño hasta la madrugada en que, rendida, mis ojos dijeron ¡basta! –Responde Rocío, con mejor voz y ánimo.

-No me llames padre pues, aunque soy el párroco del pueblo, nos hemos criado casi juntos y apenas tengo un par de años más que tú –responde el joven cura-. Como tampoco tienes edad para ser mi hija, prefiero que me tutees y me llames por mi nombre –añade mientras acerca una silla a la cama.

-Está bien, Rodrigo, siempre me gustó tu nombre–responde Rocío-. Aunque, desde niña, me educaron en el respeto al clero, haré un esfuerzo por complacerte, y evitar tu rostro de enojo cuando te trato con la consideración aprendida.

-Así, me parece mejor. De igual a igual, la confianza es mayor y el trato es más propio de amigos –dice Rodrigo-. Dime dónde guardas el libro que leemos, desde hace días, y continuamos donde lo dejamos- añade.

-Hoy no tengo ganas de lectura, “viejo amigo” –responde la mujer-. Siento que las fuerzas me abandonan y que mis días en la tierra llegan a su fin. Quiero ponerme en paz con Dios, nuestro señor, y llamar a las puertas del cielo con las manos limpias y el corazón puro. Te suplico que me escuches y perdones, en el nombre del todo poderoso, aquello que brote de mis labios y que tus oídos se nieguen a aceptar. Me siento en paz conmigo misma, pero preciso sacarlo de mi pecho y buscar el consuelo que tanto anhelo –añade con voz temblorosa.

Con la boca seca, y sin aliento para seguir hablando, indica a su amigo, con un gesto, que le acerque un vaso de agua y la medicina que tiene sobre el escritorio. Éste se levanta, llena el vaso con el agua de una jarra de barro, toma la medicina y se los acerca a Rocío. Ella lo toma con torpeza; pues, la enfermedad, la debilita mucho. Tras beber el mejunje, Rodrigo pregunta:

-¿Te sientes con fuerzas? No quiero que empeores, en tu estado, si no es importante lo que tienes que decirme.

-No temas, amigo mío, he pasado tantas vicisitudes, a lo largo de estos años, que aún conservo fuerzas suficientes –contesta Rocío tranquilizando a su confesor-. Mi relato comienza así:

Agonizaba febrero del año de Nuestro Señor de 1.561. El rey, Don Felipe II, envió a mi padre una carta, reclamándole a la corte que, por entonces, aun estaba en Toledo. Como agradecimiento a los servicios prestados a su padre, don Carlos I, tenía la intención de nombrarlo Gobernador de la Capitanía General de Santo Domingo. Como mi hermano, Juan, contaba con la edad de veinticuatro años, y era la suficiente para hacerse cargo de las posesiones de mi padre hasta su vuelta, éste pensó que sería bueno, para mí, que lo acompañara en su viaje. Tras la muerte de mi madre, cuando aun yo era una niña, el afecto que me tenía era más grande de lo acostumbrado.

En el viaje demoramos apenas dos semanas: el tiempo era agradable para esa época del año; los asaltantes de caminos, al ver el porte militar de mi padre y el filo de su espada, corrían, despavoridos, bajo las faldas de sus madres; los mesones y posadas donde bien comimos, y mejor descansamos, nos daban las fuerzas necesarias para soportar tan largo viaje.

Cuando llegamos a Toledo, nos acomodamos en casa de mi tía Catalina, la hermana de mi madre. A pesar de ser viuda y dama de alcurnia, no representó ofensa contra el honor ni falta contra la decencia. Era grande el cariño que nos profesaba, y algo de compañía reconfortaba su corazón y su espíritu. A pesar de no ser muy mayor, de su belleza y de su posición social, nunca le faltaron pretendientes que la desposaran de nuevo. Pero a todos rechazó, con humildad, por guardar el luto merecido a su esposo.

A los pocos días de llegar a Toledo, mi padre, fue recibido en audiencia por el rey. No quiso que yo lo acompañara pues pensaba que, La Corte, no era lugar para una joven doncella de provincias: el ambiente, de excesos, que se respiraba, podría confundir mi alma y mi conciencia.

Con el documento, refrendado por el rey, en el que se le concedía el título prometido, volvió a casa de mi tía para iniciar los preparativos del viaje: primero volveríamos a casa para despedirnos de mi hermano; después embarcaríamos, en el puerto de Málaga, en un galeón que, tras hacer una breve escala en Las Canarias, nos llevaría hasta Las Américas.

Fue muy triste, para mí, despedirme de mi hermano: no sabía, a ciencia cierta, cuándo nos volveríamos a ver. Me tranquilizaba saber que, su esposa, era una mujer cabal, que sabía controlar, con firmeza, el alocado corazón de su esposo. Fue entonces cuando, también, os dije adiós a vos, padre. Era tanto el cariño que os tenía, cuidado durante los años de nuestra infancia, que antes de irme ya os echaba en falta.

-¿Vuelves a tratarme con respeto? ¿Habíamos acordado un trato amistoso? ¿Recuerdas? –Dice Rodrigo frunciendo el ceño.

-Te pido perdón, amigo mío. Al narrarte mi relato, olvidé con quien hablaba. Debe de ser por causa del calor sofocante que abrasa mis pulmones y me derrite el cerebro. Pero, ahora que me has interrumpido, me asaltan las dudas sobre la conveniencia de relatarte mi historia –responde Rocío mostrando síntomas de duda.

-No lo hagas si no quieres –replica Rodrigo-, podemos seguir mañana, o cuando te sientas con mejor ánimo.

-No, no…, si no lo hago ahora, esta misma tarde, creo que nunca tendré el valor que he reunido para este momento –añade ella.

-Pues, si tanto apuro te causa, que hasta las mejillas se te ponen coloradas, puedes narrarlo como si fuera un relato que leíste, o una historia que alguien te contó –propone el párroco.

-Has tenido una gran idea, buen amigo –responde Rocío-. ¡Así lo haré! Es posible que, Dios, crea que mi relato se refiere a otra persona y no me juzgue con severidad. Deja que antes tome un poco de agua para humedecer el gaznate y aclarar la voz.

-Tranquila, no tenemos prisa alguna –responde Rodrigo.

-¡Qué sed tenía! –Dice Rocío- ¡Ahora me siento mejor! ¿Por dónde iba…? ¡Ah, sí! ya recuerdo. Continúo:

 

… Tras llegar a la Villa de Málaga, Rocío y su padre tienen que alojarse en una posada, junto al puerto, a la espera de que el barco zarpe a finales del mes de marzo. A pesar de que, don Esteban, cuenta con varios amigos en la villa, no quiere importunarles con una presencia prolongada en casa de alguno de ellos. Durante esos días, Rocío, dedica el tiempo a ver los navíos que zarpan rumbo a exóticos lugares. En su mente, no deja de dar vueltas a la idea de verse en una tierra nueva y desconocida para ella; imagina si, su nueva casa, estará situada en el campo o en alguna villa donde no se sienta sola.

Mientras tanto, su padre hace acopio de todo aquello que puedan necesitar para la travesía, y que no hayan traído consigo. A ratos, visita el galeón que les llevará a su destino: comenta con el capitán los pormenores de la travesía; se informa de las condiciones que encontrarán a su llegada; conoce a los oficiales y a parte de la marinería…

Finalmente, llega el tres de mayo, día señalado para embarcar. Rocío y su padre llegan al puerto puntualmente, descienden del carruaje que les lleva, y pasan un buen rato admirando el tamaño del navío, observando a los soldados que suben tras despedirse de sus novias, esposas y familia.

En el castillo de proa, el capitán conversa con el primer oficial y vigila que todo suceda con orden y eficacia. El primer oficial, al percatarse de la presencia, en el puerto, de don Esteban y su hija, dice:

-Señor, llama mi atención la presencia, en puerto, de aquel caballero y la señorita que lo acompaña. ¿Son, por ventura, pasajeros que embarcaran con nosotros para realizar la travesía? Siendo así… ¿Creéis conveniente que una señorita, tan joven, realice tan fatigoso viaje?

-¡Así es! –Responde el Capitán- El caballero es don Esteban de Ronda y Cifuentes, uno de los hombres más respetados y valerosos de la tierra de Andalucía y, según mis informaciones, también uno de los más ricos; no obstante, goza del favor de Su Majestad por los servicios prestados, a La Corona, en vida de don Carlos I ¡qué Dios tenga en su gloria! Ostenta el título de Marqués de Ronda que, en su día, heredará su hijo don Juan. Recientemente ha sido nombrado, por el Rey, gobernador de la “Capitanía General de Santo Domingo”. Algunos de los soldados que llevamos con nosotros reforzarán la guarnición que allí tenemos.

-Sin duda es, como vos decís, un caballero digno de elogios y respeto –dice el oficial-. ¡Pero…, habladme de la joven!, también tengo interés por saber de ella.

-Ella es doña Rocío, hija de don Esteban –dice el capitán-. Por las informaciones que tengo, y por los comentarios que, sobre ella, escuché en la villa de Ronda cuando la visité el invierno pasado, es una mujer singular…

-Perdonad que os interrumpa. Bien sabéis, vos, de mi impaciencia. ¿Por qué una mujer singular? Vuestras palabras me llenan de curiosidad –interroga el oficial, con cierta imprudencia, tras interrumpir a su superior.

-¡Jajaja! Veo que la dama os interesa más allá de una simple curiosidad –responde el capitán mostrándose comprensivo-. Si afirmo que “es una mujer singular” –añade-, se debe a que, según lo que se cuenta, es una joven de carácter fuerte y decidido; de gran valor y osadía; una muchacha que ha eludido a cuantos jóvenes la han cortejado, algunos de alta alcurnia y gallardía probada. Cuentan también que, a sus diez y nueve años, es una amazona sin igual: desde hace algunos años ha vencido, a cuantos oponentes se ha enfrentado, en carreras de caballos celebradas en ferias y romerías. Tanta es la fama que lo acredita que, de pueblo en pueblo, las gentes se mofan de los gallardos rivales que han mordido el polvo tras verla llegar primera. Sin duda, es una “potrilla”, entiéndase de forma cariñosa, que más de un joven caballero quisiera domar y convertir en amante y servicial esposa. Empresa imposible de conseguir, se me antoja.

-Mis palabras quedan desnudas ante la contundencia de las vuestras, señor –dice el primer oficial-. Pero observo que, con gran sabiduría, habéis evitado hablar de su belleza. Sin duda alguna, no tiene igual en ninguno de los lugares a los que he viajado, ni en los cientos de puertos a los que he arribado –termina de decir sin apartar la mirada de Rocío.

-Pues debéis saber que he decidido cargar en vos la responsabilidad de que nada falte, a padre e hija, durante nuestro viaje. Responderéis de ellos con la vida si fuera preciso. Además, debéis tener en cuenta que no podréis eludir, por ello, vuestras obligaciones como primer oficial –replica el capitán.

-No temáis, que lo que en vuestras palabras parecen órdenes, en mis oídos resuenan como “Cantos de Sirena”. Perded cuidado, que no defraudaré la confianza que, en mí, depositáis como oficial y caballero. Como oficial acato la orden, y como caballero agradezco el honor de tal encomienda –responde el oficial, excitado por el encargo.

-¡Así lo espero! Sois de mi absoluta confianza. Ahora dejémonos de conversación y dad la orden de embarcar. En media hora partimos, y quiero aprovechar el buen tiempo. Id pues a cumplir con vuestras obligaciones –termina diciendo el capitán.

Ambos oficiales se despiden con el oportuno saludo castrense. El Segundo, ordena a un marinero que haga sonar el silbato que indica, a todo el pasaje, que faltan pocos minutos para zarpar. Rocío y su padre se apresuran, y suben por la pasarela que une el muelle con la nave. Cuando llegan al final de la rampa, en cubierta, son recibidos por el primer oficial.

-¡En nombre del capitán, de la tripulación y en el mío propio, os doy la bienvenida a bordo! Soy don Rafael Hernández de Cuellar, primer oficial del galeón de la Armada de Su Majestad “Nuestra señora del Carmen”. Será, para mí, un inestimable honor serviros a vos, Excelencia, y a vuestra encantadora hija. No dudéis en hacerme saber cuántos deseos tengáis, sean cuales fueren –dice el oficial sin poder mirar a Rocío; pero, la solemnidad del momento y el respeto debido, a tan ilustre caballero, le impide hacerlo.

-¡Gracias Oficial! Agradezco vuestro recibimiento, y trataremos de pasar lo más desapercibidos que podamos. Perded cuidado que, todo cuanto necesitemos, os lo haremos saber –responde don Esteban estrechando la mano del segundo oficial.

La joven extiende la mano para que, el oficial, la bese como es habitual en los caballeros, y dice:

-¡Gracias caballero! Estoy segura de que estaremos en muy buenas manos bajo vuestras atenciones.

-Ahora…-dice el oficial-, si me seguís, os mostraré cuales son vuestros camarotes: os hemos reservado los mejores para que el viaje sea lo más placentero posible. ¡Acompañadme, por favor!

Durante el trayecto hasta los camarotes no pasa desapercibida, para ninguno de los marineros, la presencia de don Esteban y, sobre todo, la de su hermosa hija: todos miran de reojo para no ser descubiertos en sus lascivas miradas. Cuando llegan, el oficial les indica cuáles son sus dormitorios, y les hace saber que dará la orden para que les sea llevado su equipaje. Sin más dilación, se despide y se marcha.

Cuando el navío se separa del muelle, el júbilo de unos contrasta con la tristeza de otras: las madres lloran la marcha de sus hijos; las esposas lamentan la ausencia de sus esposos; las novias… miran de reojo, pendientes de alguno que sustituya al que se va que, a buen seguro, la terminará olvidando. Igualmente se cumple con el protocolo militar entre las autoridades de tierra y las del barco. Cuando el esplendido galeón desaparece por el horizonte, y sus velas dejan de brillar por efecto del sol, todo vuelve a la normalidad en tierra.

La actividad en la cubierta del barco es frenética durante la primera hora de navegación: se despliega todo el velamen, se dan las órdenes pertinentes respecto al rumbo a seguir, se comprueba que todo esté bien amarrado, y se ordenan los trabajos a realizar por cada tripulante que no tenga uno predeterminado. El mar está en calma, el viento es favorable, la temperatura es agradable: todo es ideal para afrontar el viaje con garantías.

Durante los días que median hasta llegar a las Islas Canarias, don Esteban y Rocío apenas salen de sus camarotes: la falta de costumbre al movimiento de la nave no les sienta bien y creen morirse con cada vómito. La escala en las islas apenas dura un día, tiempo suficiente para aprovisionarse de agua y víveres. Este día basta para que padre e hija pisen tierra firme y retomen las fuerzas a base de buenas viandas.

Tras partir de las islas, durante la primera semana de navegación, el temido océano se muestra tranquilo, sometido por la proa que rompe las olas como si fueran de cristal. El viento es fuerte y sopla por popa, circunstancia que hace presagiar, al capitán, que las previsiones se cumplirán y llegarán dentro del tiempo estimado.

Una noche, Rocío se siente con ganas de pasear por cubierta. El mar está tranquilo y la tripulación duerme, excepto de los que se encuentran de guardia. En el castillo de proa, el segundo de abordo percibe la presencia de la joven, y sin decir nada, la observa caminar con pequeños pasos, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Un marinero susurra una vieja canción que habla de amor y nostalgia. La brisa de la noche amplifica las notas musicales que llegan a todos los rincones de la cubierta. El Segundo no aparta la mirada de la joven, y mientras sueña despierto, susurra:

-¡Bendito el lucero que brilla sobre cubierta! Es una estrella caída del cielo que domina el viento, la mar y hasta el corazón de éste que, en silencio, no puede sino suspirar. Muchos días hace que apenas la veo. Sus delicados pies están acostumbrados a caminar con paso firme y seguro, sobre tierra. Bajo la luz de ese farol, sus mejillas se me antojan sonrosadas, señal de que la Flor de Andalucía también brilla de noche y no solo de día. ¡Cómo adoro el amarillo pajizo de sus cabellos!, ¡Cómo se adivina la exquisitez de su cuello de cisne! ¡Qué bellas esas dos estrellas que, caídas del cielo, acomodo han encontrado en su rostro angelical!

La garganta lo traiciona con tanta exclamación, y sin querer, tose levemente. Rocío se siente observada por alguien cuya presencia no había notado. Cuando levanta la vista adivina la silueta del oficial.

-¡Señor, sois vos! –Dice Rocío- No me había percatado de vuestra presencia. Las graves notas que componen, tan fea melodía, en vuestra garganta me inquietan, y hacen que tema por vuestra salud. ¿Os encontráis bien?

-Sí señorita, nada tenéis que temer por mí –responde el Segundo-. Ha sido un simple carraspeo que impulsado, a buen seguro por el demonio, ha querido que me prive del privilegio de observaros, en silencio, con la discreción que propicia la noche.

-Lamento el trastorno que pueda causar mi presencia en cubierta–dice Rocío-. Me apasiona pasar las noches, en que hay cielo despejado, mirando las estrellas hasta que quedan grabadas en mi mente cuando los ojos cierro. En alta mar, parece haber más del doble de las que se ven en tierra firme.

Mientras escucha a la joven con atención, el oficial se acerca a ella con paso lento para no despertar a los que duermen por debajo de la cubierta. Cuando llega junto a ella, ésta, se encuentra apoyada sobre la barandilla de estribor, mirando al horizonte con el gesto triste. Él se mantiene a una distancia prudente para no alentar malos pensamientos si alguien los ve.

-Tenéis un hermoso cabello que parece danzar cuando la brisa se introduce entre él –dice Rafael-. Me gusta miraros cuando os lo retiráis, de la cara, con la delicadeza con que lo hacen vuestras manos. Sin duda un rostro tan hermoso debe estar siempre desprovisto de obstáculos.

-¡Pero don Rafael! –Responde Rocío- ¿Acaso habéis sacado vuestras dotes de galán a paseo? ¿Nadie os ha advertido de la fortaleza de mi corazón frente a galanteos y lisonjas? Veo que sois diestro al componer bellas frases que, sin duda, a otras mujeres deben enternecer el corazón y el sentido. No obstante, os perdono, pues además de joven, sois apuesto y de educación exquisita. Finalmente, os recomiendo que dosifiquéis los elogios y alabanzas; pues, el viaje es largo y muchos los días para agotarlos. Lamentaría que no os quedaran, algunos, con los que agasajar a la mujer que os aguarde en puerto a nuestra llegada. No quiera el cielo que, por mi culpa, la desdichada quede triste y desilusionada.

-Disculpad, doña Rocío –dice el oficial-. No era mi intención ofenderos ni faltar a vuestro honor. A pesar de lo que vos creéis, no soy hombre que acostumbre a dedicar palabras tiernas a una mujer. Os imploro, de nuevo, perdón.

-Perdonado estáis si cumplís con una condición que os impongo –responde Rocío.

-Decidme cuál es esa imposición pues habré de dar mil vueltas al mundo antes de incumplirla –replica Don Rafael.

-Os suplico, más que impongo, que no me tratéis con tanto protocolo –responde ella-. Con “Rocío” es suficiente. Yo os llamaré Rafael, sin el “don” delante. Siempre y cuando me concedáis tal deseo. Al menos cuando no nos encontremos en presencia de nadie.

-Estoy conforme con el acuerdo. Nada me agradaría más que trataros con amistad y confianza. Ahora, si me disculpáis, debo despedirme de vos pues tengo que hacer la ronda de las doce. Vos id a dormir pues mañana se presenta un día ajetreado. ¡Buenas noches! –termina diciendo Rafael.

-¡Id con Dios, Rafael! –responde Rocío mientras él le toma la mano y la besa haciendo una reverencia. Después cada cual se marcha a lo suyo.

Durante las dos semanas siguientes, la relación de amistad y confianza se acrecienta entre ambos. Todos los días comparten, al menos, un rato en el que hablan de sus cosas: ella le muestra como es la tierra de Andalucía vista con los ojos de una joven orgullosa de ser andaluza; él le habla de la suya, Valladolid, de los muchos viajes que ha realizado y de todo cuanto ha visto a lo largo y ancho de medio mundo. Rocío se muestra, siempre que lo escucha, maravillada por el entusiasmo que pone en sus narraciones. Se siente como si formara parte de sus aventuras. El respeto se mantiene, y el afecto, que crece entre ambos, es cada día más fuerte.

Una mañana, poco después del alba, Rocío se levanta y decide ir a cubierta para respirar el aire fresco de la maña. Antes de tomar la primera bocanada, su corazón se estremece al escuchar los sonidos producidos por dos espadas que chocan con violencia. Cuando se gira hacia popa observa que, en lo alto del castillo, dos hombres luchan encarnizadamente. Al aproximarse puede advertir que se trata de Rafael y de uno de los oficiales. Queda extrañada pues los tenía por buenos amigos. Al llegar a popa sube al castillo, por las escaleras de estribor, y se aproxima para interceder.

-¡Señores!, ¿tan grande es el agravio que os atañe que os tiene locos de ira? ¡Basta! ¡Por Dios os lo suplico! ¡Envainad las espadas y que haya paz! –Dice Rocío con gesto serio y miedo por si se hieren, o peor aun…, por si se dan muerte.

Ambos contendientes se detienen, en el acto, al detectar la presencia de la joven y al escuchar sus órdenes y lamentos.

-Os pido perdón por la refriega, y por haber sido causa de vuestro enojo y tormento –dice el primer oficial-. Pero, aunque parece lo que vos habéis creído, no se trata sino de un ejercicio de práctica. Durante nuestros viajes también practicamos pues, el acero, ha de estar siempre en guardia, y los soldados bien entrenados y dispuestos para el combate, si este tuviera lugar.

El rostro de Rocío muestra vergüenza al escuchar las palabras de Rafael y reconocer su error.

-No caballero, nada tengo que perdonar y menos vos que demandar –responde con la cabeza baja y la mirada fijada en el suelo.

-Olvidemos el asunto pues nada ganamos con excusas y perdones –dice Rafael-. Ahora que sabéis el motivo de nuestra lucha ¿queréis presenciar como practicamos?

-Disculpadme Señor –interrumpe el otro oficial-. Con vuestro permiso he de retirarme pues el deber me reclama para asignar los trabajos de hoy.

-Id pues, Ramírez –contesta el primer oficial-. Sabed que vuestro brazo mantiene la destreza a que me tenéis acostumbrado –concluye y se despide con el habitual saludo entre militares.

-¡Vaya! Parece ser que os quedáis sin “saco de paja” con que practicar –dice Rocío con tono jocoso.

-No os entiendo Rocío, explicadme, con mayor precisión, qué queréis decir –contesta él.

-No os molestéis amigo mío –replica Rocío-. Tan solo era una broma. Se veía, a la legua, que era poco rival para vos. No pretendo decir que fuera mal contendiente, solo, que vos, no os empleabais a fondo. ¿Tenéis a bordo un rival, a vuestra altura, que no sea el propio capitán? –prosigue esbozando una sonrisa que lo confunde.

-Veo que conocéis y sabéis de lo que habláis –dice Rafael-. He de suponer que, en numerosas ocasiones, habéis visto a vuestro padre luchar.

-Os propongo un reto que esté a vuestra altura, y si lo aceptáis, yo misma designaré el adversario –dice la joven.

- Acepto con recelo. El miedo que me producen vuestros retos mantiene mi corazón en el borde de un abismo –responde él.

-Como queráis –dice ella muy resuelta-. Prestadme una espada y yo misma seré quien os baje del pedestal.

-Sin duda alguna os burláis de mí. Pido a Dios que elimine de mi cabeza esta cruel pesadilla –responde Rafael.

-Ni me burlo de vos, ni pretenderlo quiero –replica la joven muy decidida-. Dadme una espada y podréis comprobar que no hablo en broma. Es temprano, y nadie hay que pueda ser testigo de vuestra derrota… o de la mía.

El primer oficial, al notar que Rocío no bromea, acede y le entrega una espada con el pensamiento de que, al cogerla, caerá al suelo arrastrada por peso de ésta. Rocío la toma con la mano diestra, aprieta la empuñadura y se coloca en posición de ataque. Rafael no da crédito a lo que ven sus ojos y decide seguirle el juego. Se emplea de forma suave con un ataque sencillo. Ella lo desvía con facilidad y contraataca, forzando que su oponente se defienda con dificultad. Rafael piensa que ha sido solo suerte, y pone un poco más empeño en su segundo envite. De igual forma, ella se defiende y ataca, forzando una mejor respuesta por parte del oficial. Poco a poco, lo que empezó, para Rafael, como una broma, se empieza a convertir en algo más serio: no entiende como, “una niña”, puede manejar la espada con tanta destreza. Tras unos minutos, el enfrentamiento se torna más violento hasta que…

-¡ROCÍO, POR DIOS! ¿TE PARECE UN COMPORTAMIENTO ADECUADO PARA UNA JOVEN?  –Grita su padre desde la escotilla de acceso a los camarotes de popa.

-Lo siento, padre –contesta la hija con cara de sorpresa-. Era tan solo un juego, un entretenimiento. Son tan pocos los que puedo hallar en este navío repleto de hombres, sin ninguna mujer, que no he podido reprimir mis ansias de pasar un rato entretenido. Te suplico perdón y que no me reprimas más –termina diciendo.

Cuando ambos contendientes han depuesto las armas, ella baja las escaleras, se acerca a su padre, y lo besa en la mejilla. Se queda esperando unos segundos hasta que, finalmente, recibe el beso en la frente que ansiaba. Ese beso es señal de que su padre la ha perdonado. Sin más discusión, el padre da media vuelta y retorna a su camarote, dejándolos solos de nuevo. Parece que acepta la amistad de los jóvenes; no en vano, el joven oficial es hijo de un notable caballero de Valladolid, y por lo tanto, digno de estar con su hija. Ella, avergonzada, se despide de su amigo y se marcha también.

Por la tarde, poco antes de la puesta de sol, Rocío se encuentra sentada, en popa, dedicada a la lectura. Rafael, tras dar las buenas tardes, se sienta junto a ella, sin hablar, esperando a que su amiga levante la vista del libro y le dedique algo de atención. Tras un par de minutos, marca la página del libro y lo cierra. Durante un rato, charlan de forma discernida hasta que, el sol, comienza a esconderse bajo las aguas del océano, por el horizonte. Durante el tiempo que tarda en hacerlo, permanecen en silencio, simplemente contemplan el espectáculo.

Cuando el sol ha desaparecido por completo, suena un silbato que llama la atención de toda la tripulación. Acto seguido, un tambor comienza a redoblar y se baja la bandera del mástil. Rafael, como soldado disciplinado que es, se ha puesto en pie, erguido y saludando a la bandera. Al terminar con la ceremonia, se escucha, en toda la nave, un “¡VIVA EL REY!” que es respondido por todos los que se encuentran en cubierta. Finalmente, cada cual vuelve a lo suyo.

-¡Querida amiga! –Dice Rafael- Desde esta mañana, hay algo que quiero preguntaros y no me atrevo pues, aunque soy valiente como soldado, mi valor se torna en prudencia frente a una mujer.

-Hablad con confianza, amigo mío –responde la joven-. Como bien habéis observado, soy mujer, pero también amiga, y el afecto permite ciertas licencias. Preguntad lo que os inquieta, sin recelo.

-Mi mente no ha dejado de vueltas respecto nuestro encuentro de esta mañana –dice Rafael-. Me ha causado gran sorpresa, e incertidumbre, el hábil manejo que tenéis de la espada. No es algo frecuente en una mujer ,y menos en una tan joven, casi una niña. Decidme ¿Cómo es que domináis, con tanta soltura, el noble arte de La Espada? –Pregunta después de dar tantos rodeos.

-El Cielo es testigo –responde ella-, y lo que escuchan mis oídos la prueba, de que mi corazón sabía de la pregunta que os inquietaba plantearme; pero, ya que mi habilidad, para nadie de mi tierra, es un secreto, os responderé con un breve relato que lo explica:

“Siendo una niña, de apenas doce años, viajé con mis padres a la villa de Sevilla. Fuimos a visitar a mi tío, el hermano de mi padre. En la ciudad, permanecimos casi dos semanas. Mi padre tenía varios asuntos que resolver y que requerían gran atención. Éste, al ver que sus asuntos no terminaban de resolverse, nos ordenó, a mi madre y a mí, que regresáramos solas. Más tarde, el nos alcanzaría por el camino.

Viajábamos en un carruaje que escoltaban dos soldados al servicio de mi padre. El segundo día de viaje, fuimos sorprendidos por una banda de ladrones que nos esperaban, escondidos, entre unos matorrales. La escolta intentó repeler el ataque, con la mala fortuna de que les dieron muerte. Cuando mi madre les increpó por sus actos, también terminaron con la suya al no poder defenderse. Yo bajé del coche y corrí, cuanto puede, hasta esconderme entre unas peñas. Cuando, los ladrones hubieron saqueado el equipaje y desprovisto de sus objetos personales a los muertos, se marcharon.

Permanecí junto al cuerpo, sin vida, de mi madre durante muchas horas. Cuando el día tocaba a su fin, pasaron dos monjes que se dirigían a un monasterio cercano y que me socorrieron. Subieron a los muertos en su carro y nos dirigimos a donde iban. Cuando el resto de los monjes conocieron el suceso, ordenaron, a uno de ellos, que fuera a Sevilla para avisar a mi padre.

Tras aquello, mi padre se sintió muy afligido y furioso: se sentía responsable de lo sucedido; pensaba que, si nos hubiera acompañado, hubiera salvado a su esposa o hubiese muerto en el intento; envió aviso a todas los pueblos de la comarca solicitando información sobre los responsables y ofreciendo unos buenos dineros para quien los delatara.

Desde entonces, pensó que los caminos eran demasiado peligrosos, sobre todo para las mujeres, y decidió que aprendiera y dominara el uso de la espada y de otros tipos de armas. Para ello encargó, a su buen amigo y compañero de armas don Dámaso de Montalvo Espinosa, que me instruyera con la espada y en la equitación. Durante varios años, fui aprendiendo y adquiriendo gran habilidad en ambas materias. Finalmente, hace un par de años, don Dámaso murió debido a la enfermedad. Aun así, seguí practicando con mi hermano Juan y con mi padre, las pocas veces que sus asuntos no lo reclamaban lejos de la hacienda”.

-Así es, mi querido amigo –termina de explicar-, como me convertí en una especie de “soldado” con faldas. Desde entonces, no ha habido hombre, o mujer, que sabiendo de mi destreza, “tocarme un pelo” haya osado.

Cuando Rocío termina de relatar su triste historia, Rafael no es capaz de articular palabra. No encuentra las que puedan consolar a su amiga. Menos al ver, con tristeza, como manan lágrimas de los afligidos ojos de su amiga.

-Siento, amiga mía, haber sido la causa, con mi indiscreción, de provocar esos ríos de tristeza que, saliendo de vuestros hermosos ojos verdes, recorren vuestras mejillas –dice Rafael, envolviendo las manos de Rocío con las suyas-. Sin duda es una historia muy triste, y tengo el corazón a punto de abandonar mi pecho.

Rocío no responde. Se seca las lágrimas con un pañuelo blanco que saca del interior de la manga de su vestido. Tras hacerlo, acomoda su frente sobre el hombro de su amigo, buscando consuelo y evitando que la vea llorar. Rafael la recibe, y rodea su espalda con los brazos, tratando de proporcionarle el desahogo que solo un amigo sabe dar.

Durante unos minutos permanecen sin moverse, sin hablar, casi sin respirar. Cuando Rocío se siente aliviada, separa la cabeza del hombro de Rafael y se lo queda mirando fijamente a los ojos. Él hace lo mismo, mientras retira los mechones de cabello que el viento empuja hasta la cara de su amiga.

-Calmaos, amiga mía –dice Rafael-, todo aquello pasó, y, aunque permanece vivo en vuestro corazón, nada debéis reprocharos…, ni a vuestro padre. Buscad en mí cuanto consuelo preciséis que, como amigo, hombre y militar, no habré de negároslo –termina diciendo al tiempo que acaricia una de sus mejillas con el reverso de la mano.

Ella, conmovida por los gestos y palabras de Rafael, acerca sus labios a los de él, y los besa dulcemente. El oficial responde, al beso recibido, durante los pocos segundos que dura.

-¡Gracias, Rafael! –Dice Rocío- Has conseguido mucho con tu sentido abrazo. Has logrado más que muchos otros mozos, y “caballeretes”, con todo tipo de halagos y presentes. Has derrumbado los muros que mi corazón levantó hace muchos años.

-Amiga mía. Noto que has cambiado la forma de dirigirte a mí: donde antes había un “voseo”, ahora hay un “tuteo” –responde él, mostrando cierto asombro.

-Rafael –dice ella-, el calor que tus manos proporcionan en las mías, es señal, inequívoca, del afecto que sientes hacía mí. Afecto que, se me antoja, va más allá de una amistad. No puedes negarlo, me lo dicen tus manos, tus ojos e, incluso, tu respiración cuando estoy cerca de ti.

-Veo que, además de hermosa, eres maestra en el arte de la Adivinación –responde él-. Hasta que me lo has dicho, no había sido consciente de que, mis suspiros, fueran tan evidentes y traicioneros. Sin duda alguna, he de ponerles cadenas de preso para que no escapen de mi boca con tanta libertad.

-No hables más, y vuelve a besar mis labios que deseosos están, de nuevo, de probar los tuyos –reclama con dulzura, Rocío, totalmente entregada.

En el otro extremo del barco, don Esteban y el Capitán, no pierden detalle de la escena.

-Sin duda, Excelencia –dice el Capitán-, el amor no sabe de fronteras y Cupido viaja libremente a través de ellas.

-¡Cuánta razón tenéis, Capitán! –Responde don Esteban- Es la primera vez que veo, en mi hija, muestras de cariño hacía un hombre. Al menos desde que quedó viuda.

-¿Viuda? –Replica sorprendido el Capitán- No tenía conocimiento de tal circunstancia. Ni siquiera era consciente de que, vuestra hija, se hubiese unido en nupcias con hombre alguno.

-Tenéis razón –dice don Esteban-, no es un “chisme” que deba ir de taberna en taberna, de pueblo en pueblo, de boca en boca. Contrajo matrimonio, a la edad de diez y siete años, con el hijo de un buen amigo mío. Tras la Luna de Miel, su joven esposo sufrió un accidente al caer de su caballo, en una cacería, y falleció al romperse la cabeza contra una piedra. Estos hechos acaecieron en la villa de Trujillo, lugar en el que, ni se nos conoce, ni se ha tenido noticias de nosotros…, salvo los familiares del esposo. A pesar de que consumaron el matrimonio, no hubo indicio de que quedara en cinta; por todo ello, decidí que se guardara el secreto a fin de que no fuera motivo de burla, ni de “chismorreo”, entre las gentes de nuestra comarca. Por descontado, el luto apenas lo vistió un par de semanas, hasta nuestra partida de Trujillo. Si os lo cuento a vos, mi estimado Capitán, es por el respeto que os tengo como oficial de La Armada de Su Majestad y por la amistad que me inspiráis como caballero. Mi confianza en vos es plena y está fuera de toda duda.

-El honor que me concedéis es doble –contesta el Capitán-: por un lado, al confiarme vuestro secreto; por otro lado, al comprobar que me tenéis en buena estima. Perded cuidado que mis labios son mudos respecto este tema. Pero… ¿y don Rafael?

-Él no me preocupa –responde don Esteban-. En los próximos días, si noto que la relación puede ser sería, hablaré con él, de hombre a hombre, pasa conocer la importancia de sus pretensiones. Si son lo que yo espero, entonces hablaré con Rocío para darle mi bendición y pedirle que se lo cuente lo antes posible. Ahora, si me disculpáis, voy a decirle que es hora de cenar y retirarse a descansar. ¡Buenas noches!

-¡Buenas noches, Excelencia! ¡Qué descaséis! –Se despide con el acostumbrado saludo militar.

Transcurridos varios días, el amor surgido, entre Rocío y Rafael, se ha ido afianzando. Como es lógico, lo mantienen bajo el máximo decoro y privacidad. Todo parece transcurrir con normalidad a bordo, pero el capitán se muestra inquieto: lleva, desde el alba, toda la mañana de un lado para otro, con sus instrumentos de navegación en las manos; hablando con sus oficiales y con don Esteban. En estos momentos ha reunido a su primer oficial y al gobernador.

-Caballeros –dice el capitán-, me temo que no tengo noticias alentadoras. Llevo observando la tormenta que tenemos por proa desde primera hora. He hecho los cálculos oportunos, sobre su evolución y tamaño, y no creo que podamos evitarla. Me temo, muy a mi pesar, que tendremos que atravesarla ya que, en pocas horas, nos habrá rodeado.

-Parecéis muy preocupado –dice don Esteban-. ¿Pensáis que la nave corre peligro? ¿Pensáis que es tan grave la situación?

-Me temo que sí, Excelencia –responde el capitán-. Estas tormentas, tan cercanas al continente, son muy peligrosas y traicioneras. Surgen de la nada, en cuestión de horas. Me temo que debemos prepararnos para lo peor y encomendarnos a Dios. Capitán, preparad todo lo necesario para afrontarla; dad las órdenes pertinentes para que los hombres se preparen en sus puestos; que el aparejo se amarre bien, así como todo lo que sea propenso a rodar, volar, golpear o desprenderse. Ya sabéis bien como proceder en estos casos.

-¡A sus órdenes, mí Capitán! Perded cuidado que todo se hará con la máxima eficacia –responde el primer oficial y se marcha.

-Vos, don Esteban, reuníos con vuestra hija y no salgáis de vuestros camarotes. Allí estaréis más seguros –insiste el capitán-. Ahora, os pido disculpas pero he de atender a mis obligaciones.

A media tarde, el cielo está totalmente cerrado. El viento sopla con fuerza y se lleva todo lo que no está amarrado. La tripulación permanece en sus puestos, preparados para lo que se les viene encima. El mar se agita, y las olas ganan tamaño a medida que pasa el tiempo. La lluvia gana fuerza según se adentran en la tormenta. Se puede mascar el miedo en el ambiente: las respiraciones se entrecortan y los corazones laten muy deprisa; algunos aprietan los puños, otros los dientes, y otros rezan; las miradas parecen perdidas y los pies pegados al suelo. Rocío y su padre permanecen en sus camarotes, ajenos a cuanto ocurre. Todo lo que son capaces de adivinar, se lo advierte el brusco movimiento del barco. Sin duda es una situación a la que no están acostumbrados, como la mayoría de los tripulantes que, como ellos, se embarcan por primera vez en un buque con dirección a América.

La noche envuelve, pasadas tres horas. toda la cubierta en la más absoluta oscuridad. La situación es extrema. Rocío se ha refugiado en el camarote de su padre, mucho más grande y con más lugares donde agarrarse. El miedo cubre sus rostros y las plegarias, de ambos, se unen en una sola:

Pater Noster, qui es in caelis,

sanctificétur nomen Tuum,

adveniat Regnum Tuum,

fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra.

Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie…

La tormenta no cede al llegar la madrugada, todo lo contrario, parece más empeñada en llevarse todo lo que pueda, o enviar al fondo del océano todo lo que no consigue doblegar. En el interior de la nave, la situación no es mejor: los objetos, que no fueron amarrados o que se han soltado, circulan libremente a favor del balanceo; en casco y las vigas de madera crujen por efecto de la presión del agua y por los golpes de las olas; grandes cantidades de agua entran por las escotillas, y como ríos recorre los pasillos. En el Polvorín, algunos barriles de pólvora se han desprendido, y ruedan libremente, vertiendo grandes cantidades en el suelo, a través de los agujeros y grietas producidos por los golpes.

¡Todo está escrito! En el momento en que dos barriles de pólvora chocan, y producen una chispa al contactar las respectivas anillas metálicas que los rodean. Es el detonante de una gran explosión que destruye la parte de popa y rompe el barco en dos. El estallido, y su posterior incendio, arrasan la popa enviando al fondo del mar a todo aquel que se encontrara en la zona. Rocío y su padre se han librado por muy poco. Corriendo, como pueden, esquivan todo cuanto se cruza en su camino. Cuando consiguen llegar a cubierta, el caos es total: los heridos gritan y se aferran a lo que pueden; los oficiales no dejan de vociferar, dando órdenes que nadie escucha u obedece; el suelo de de la cubierta es una zona devastada; los aparejos vuelan, de un lado a otro, como látigos mortales; el abundante agua no consigue evacuarse…

¡Todo está perdido! Es solo cuestión de minutos. La tripulación lanza los botes al agua, y salta detrás de ellos. Se separan del barco con rapidez y, apenas unos pocos, logran alcanzarlos y subir en ellos. El segundo de abordo, se acerca corriendo a Rocío y a su padre y les dice:

-¡Señor, debéis saltar con vuestra hija! ¡No hay esperanza! ¡El barco se hunde!

-¡Rafael, ven con nosotros, solos no tendremos ninguna oportunidad! –Dice sollozando Rocío- ¡Por Dios te lo imploro!

El oficial no responde. Se dirige al capitán y parece discutir con él. Tras hacerlo, regresa junto a su amada y le dice:

 -Lo siento, amor! No puedo abandonar a mi capitán. No quedan botes, todos han partido o se han destruido. Intentaré improvisar algo que os ayude a permanecer a flote.

Amarra varios barriles, pequeños, entre sí, con una fuerte cuerda. Ordena, a padre e hija, que se sitúen en la barandilla de estribor, y les da los salvavidas que ha improvisado con los barriles. Después se vuelve a dirigir hacia el capitán.

-¡Señor! –Dice el oficial- debemos abandonar la nave. Nada se puede hacer, y los hombres que han sobrevivido, han saltado. Tan solo quedan los muertos. No podemos hacer más. ¡Acompañadme, os lo suplico!

-¡No, don Rafael –contesta su superior-, un capitán de La Armada Española no abandona su puesto hasta que el último tripulante ha sido puesto a salvo.

-Saltad ¡Por Dios! Yo cuidaré de que todos abandonen el barco –implora el segundo de abordo.

Girándose, hace indicaciones a Rocío y a su padre para que salten. Ella se resiste, pero cede ante las órdenes y ruegos de don Esteban. Finalmente desaparecen de cubierta.

-Vos no podéis –dice su superior-, ni debéis asumir ese honor que, como capitán y caballero, solo a mí corresponde. Sois un experto nadador y un hábil marino; por tanto, en el agua podéis ser de más utilidad para reunir y guiar a los supervivientes. ¡Esta es mi última palabra y una orden que debéis cumplir! –Termina sentenciando.

Sin opción a réplica, el oficial se despide de su superior, y se arroja al mar. Durante un buen rato, va reuniendo a los pocos supervivientes que encuentra en el agua. Gritando, llama a Rocío y a su padre, pero no obtiene respuesta.

CONTINUARÁ…

 

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Os recuerdo que, quien quiera y le apetezca, puede dejarme algún comentario con sugerencias, correcciones, un beso, o lo que quiera. No tengáis reparo ni temor, pues a nadie me como y lo recibiré con la mayor de las ilusiones.

Hasta el siguiente capítulo, me despido con un fuerte beso. ¡Gracias por el tiempo dedicado!

Luz Esmeralda.