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No eres mujer completa sin que un negro te la meta

en Sexo Anal

 

 

Las chicas del Molino rojo (Cap.1): No eres mujer completa sin que un negro te la meta.

Por Luz Esmeralda

 

 

Consideraciones previas:

1-      A pesar de que hace un tiempo decidí dejar de publicar relatos en esta WEB, han sido muchos los correos en los que me pedís amablemente que vuelva a hacerlo. En atención a vuestra petición, publicaré los relatos que durante estos meses he seguido escribiendo.

Si dejé de publicar fue por el desánimo que me produce la WEB, en general, y la falta de comentarios y/o valoraciones por parte de la inmensa mayoría de lectores, en particular. Cuando los autores solicitamos comentarios y/o valoraciones, por parte de los lectores, no es por simple capricho o porque pretendamos cubrirnos de elogios (al menos por mi parte). A todos nos gusta que nos digan si trabajamos bien o mal, si cocinamos manjares o porquerías, si somos simpáticos o desagradables, si follamos bien o simplemente cumplimos… Nos gusta que nos digan qué hacemos bien y qué mal, y de ese modo poder mejorar o morirnos de asco sin hacer nada al respecto. En este sentido, a mi me pone que me dejen comentarios o valoraciones para saber si gustan o no mis relatos. Solo así he sido capaz de superarme con cada uno de ellos. Pero no resulta alentador recibir unos pocos entre tantos miles de lecturas... poneros en la piel de un autor.

No voy a mendigar a nadie que me deje unas palabras, pero sí os pido (amablemente) que lo hagáis para, de esa forma, mantener la ilusión de que a alguien le interesa lo que escribo. No cuesta nada, ¡en serio! No me importa si os extendéis o no, con cuatro palabras basta (tanto si son favorables o desfavorables).

2-      En cuanto a los relatos que eliminé, no lo hice por despecho o por una rabieta… simplemente los quité porque los consideraba muy por debajo del nivel que con el paso del tiempo he ido adquiriendo. Comparando los primeros con los últimos me parecieron bastante malos. En este sentido quiero decir (a quienes pueda interesar) que los estoy reescribiendo y adaptando a los conocimientos que he ido adquiriendo a la hora de escribir. Para no repetirme en Todorelatos, los iré publicando (en función del tiempo disponible) en mi blog.

3-      Si publico mis relatos en la categoría “sexo anal” se debe a muchas y variadas razones. No pienso enumerarlas todas, pero baste decir que es una categoría que me gusta, que casi todos mis relatos tienen alguna escena de ese tipo (siempre he confesado mi predilección por ese tipo de práctica sexual) y porque prefiero limitarme a un tipo de público concreto. Tan solo en algún relato de las series que escribo puede que no haya sexo anal (por exigencias del guión o por lo que sea), pero serán muy pocos.

4-      A pesar de que para mí es muy fácil poner fotos con los relatos (no quiero presumir de ser especial por ello), prefiero no hacerlo para, de este modo, no dar pie a que todos lo hagamos y con ello la WEB tome medidas para impedirlo y perjudique a quienes necesiten hacerlo.

5-      La cuenta de Facebook hace tiempo que me da problemas a la hora de entrar. Puesto que me he cansado de pedir explicaciones a los propietarios y de reclamarles ayuda, pido disculpas a todos mis amigos por no entrar todas las veces que quisiera. A pesar de que conozco una forma alternativa de poder acceder, es bastante laboriosa y dependo de otras personas para hacerlo. Por lo tanto, podría decir (a día de hoy) que descarto seguir intentándolo. Los interesados en mantener el contacto pueden hacerlo a través de mi blog o del correo electrónico.

6-      Tanto para el tema de las fotos, títulos, resúmenes y cualquier otro aspecto técnico, que tanto se limita en Todorelatos, he creado un blog llamado Eroticlandia. En él publicaré los relatos con una cierta antelación a TR. Les pondré fotos, comentarios o cualquier cosa que me parezca oportuna para que los relatos resulten más amenos y agradables de leer. De igual modo, los que se suscriban a él, podrán recibir por correo electrónico avisos cuando inserte alguno nuevo. Me ha costado mucho tiempo y esfuerzo aprender a dejarlo a mi gusto, pero creo que ha quedado acogedor y bastante manejable.

Al principio puede parecer algo vacío, pero con el tiempo, cuando lo vaya llenando, quedará muy completo. Quienes quieran visitarlo y adelantarse a la publicación en TR pueden hacerlo. Os dejo la dirección: http://eroticlandia.blogspot.com.es/

 

Eso es todo. Espero y deseo no haber ofendido ni aburrido a nadie.

 

 

 

Las chicas del Molino rojo (Cap.1): No eres mujer completa sin que un negro te la meta.

 

INTRODUCCIÓN:

“Las chicas del Molino Rojo” es una serie que comencé a escribir hace apenas un par de meses, cuando empecé a salir con un chico en Praga (ciudad en la que vivo y trabajo desde hace algunos meses).

Apenas llevo escritos cinco o seis capítulos, pero todas las semanas voy añadiendo alguno nuevo. Como en todas mis series, todos los relatos mantienen una línea argumental, pero, a pesar de ello, cada uno de ellos puede leerse de forma independiente puesto que tienen pleno sentido individualmente.

La trama tiene todo lo que se puede pedir a una historia larga: acción, emoción, intriga, amor, pasión y sexo a raudales (para no perder la costumbre). Los personajes son numerosos, variados y bien definidos. Los escenarios sorprendentes y atrayentes. Las situaciones bien descritas, argumentadas y resueltas. El erotismo alto y con más morbo que en cualquiera de mis relatos. Tiene, por lo tanto, todo lo necesario para que nadie se aburra o deje de excitarse.

 

RESUMEN DEL RELATO:

Carolina, una atractiva joven de veinte años, vive con su madre. A raíz de una conversación con ella, descubre que esta tuvo un amante de raza negra antes de que ella naciera. Desde ese momento su mayor fantasía consistirá en descubrir los placeres que su progenitora gozó siendo joven y alocada.

De viaje por Francia conoce a John, un mulato que conseguirá robarla el corazón. Pero John, aprovechándose de sus dotes de seductor y un físico que no deja indiferente a ninguna mujer que lo conoce, conseguirá quebrar la voluntad de la joven y valerse de ella para conseguir sus propósitos y disfrutar al máximo de su sexualidad.

De cómo sepa, o pueda, controlar la situación dependerá su futuro como mujer y como persona.

 

ÍNDICE

1 – El ilimitado poder de la sugestión.

2 – Marsella, ¿un encuentro casual?

3 – El arte de lograr la sumisión de una mujer (parte erótica).

 

 

El ilimitado poder de la sugestión

 

Febrero sucumbía ante el incipiente marzo, que impetuoso reclamaba su turno en el calendario. La tarde era fría, de esas en las que no apetece pisar la calle y ni tan siquiera verla, sino quedarse en casa abrazado a una taza de chocolate caliente o, ¿por qué no?, a una copita de licor mientras charlas animadamente con alguien de tu agrado.

En esta situación se encontraban Carolina y su madre, Silvia. Siempre habían mantenido una buena relación y su trato se asemejaba al de dos excelentes amigas. No en vano, a pesar de las dos décadas de diferencia entre ambas, no se apreciaban a simple vista demasiados contrastes físicos: Carolina parecía más mujer a sus veinte años y Silvia más lozana con sus cuarenta y dos.

Silvia, que tan solo había sido madre una vez, mantenía un físico que era la envidia de todas sus amigas, más castigadas en ese aspecto. Apenas superaba el metro setenta, pero las sinuosidades que describían su anatomía  no pasaban inadvertidas para los varones que, boquiabiertos, le dedicaban todo tipo de piropos y picardías cuando caminaba por la calle. Su rostro resultaba agradable y juvenil, enmarcado por una gran melena de corte moderno y color café.

Por su parte, Carolina era un poco más alta que su madre y más generosa en carnes. No es que estuviera rellenita, en absoluto, pero era de esas chicas en las que no se perciben, descaradamente, las costillas, la clavícula o cualquier otro signo de delgadez extrema que resulta tan grotesco en determinadas jovencitas. Tenía los ojos grandes y de color miel, la nariz bien definida y adornada con pequeñas y graciosas pecas que constantemente se empeñaba en disimular con el maquillaje, todo ello armonizado con una boca de labios gruesos y dientes perfectos… tanto como el dinero de papá podía permitirse. El cabello era pajizo, largo y de corte moderno. De lo que más orgullosa se sentía, desde que comenzara a desarrollarse sin freno, era de sus pechos que, sin ser desmesurados, resultaban bastante generosos. Sin pasar por alto la cintura, el culo y los muslos, bien definidos a base de sacrificio y tesón en el gimnasio del barrio.

De carácter extrovertido y fuerte personalidad, solía ser un quebradero de cabeza para casi todos los chicos que se acercaban a ella con intenciones que iban más allá de un simple «buenos días». En este aspecto era bastante exigente y prefería estar sola antes que liarse con cualquiera. Un día alguien le dijo que tenía un cierto parecido con la actriz norteamericana Drew Barrymore, y, desde entonces, su ego subió varios enteros. A pesar de ello, algún que otro afortunado pudo disfrutar de sus virtudes en más de una ocasión; ser exigente no implicaba privarse de los placeres mundanos.

Madre e hija solían abarcar todo tipo de temas cuando se sentaban a charlar, sin importarles que fueran más o menos embarazosos. Incluso solían hablar de sexo, cuestión que enriquecía a ambas por igual: siempre tenían algo que aprender la una de la otra. En aquella ocasión, el sexo con hombres de raza negra era el tema que las tenía alborotadas.

―Pues… yo nunca he tenido relaciones de ese tipo ―dijo Carolina―. No es que tenga prejuicios raciales, ni mucho menos. Simplemente… nunca me ha surgido la oportunidad ―recalcó.

―Hija mía… ¡No-sabes-lo-que-te-pierdes! ―dijo Silvia, de forma telegráfica y con tono pícaro, al tiempo que abría los ojos como platos, levantaba las cejas, apretaba los labios y agitaba la mano derecha como si estuviera muerta.

―No entiendo. ¿No querrás decir que tú…? ¡Ya sabes!...

―Sí, hija mía. Es lo que piensas. De eso hace mucho tiempo, pero todavía lo recuerdo como si hubiese sido ayer.

―¡Cuenta! ¡Cuenta! ―Insistió Carolina, ansiosa por conocer el secreto que tan celosamente había guardado su madre durante años.

Silvia adoptó una postura más cómoda en el sofá, como si se preparase para contar algo de suma importancia.

―Fue con un mulato. ―Silvia lanzó la bomba―. Apenas llevaba un par de meses saliendo con tu padre, y en aquel momento no le dije nada porque duró poco tiempo. Lo cierto es que aquel muchacho me dejó algo más que sorprendida. No solo me refiero al tamaño de su miembro, sino también al buen uso que hacía de él. No recuerdo cuantas veces consiguió que me corriera enloquecida…, pero fueron muchas…, durante varios días.

―¡Pero… mamá! ―exclamó Carolina, mostrando indignación por la revelación y por la soltura con que su madre se había expresado―. ¿Qué me estás contando? ¡No puedo creer que pusieras los cuernos a papá! ¿Te parece bonito? ―Trató de contener la risa―. Pero bueno… Si te lo pasaste de cine… ¡Qué te quiten lo bailao! A estas alturas no seré yo quien se lo diga.

Ambas rieron y Silvia respiró tranquila: en cierto modo sentía pavor por la reacción que pudiera tener su hija.

Levantándose con precipitación, Silvia salió del salón. Instantes más tarde regresó con un álbum de fotos entre las manos. Sentada de nuevo junto a Carolina, lo fue ojeando con cierta prisa, como si buscara una foto concreta.

―¡Esta es la que buscaba! ―exclamó al dar con ella y se la mostró a su hija mientras reía a carcajadas―. Apenas puedo reconocerme. Ha pasado tanto tiempo…

Carolina, que inmediatamente pudo reconocer los rasgos de su madre en la chica de la foto, observó que estaba acompañada de un muchacho de piel oscura. Le pareció que había sido tomada en alguna discoteca o sala de fiestas, teniendo en cuenta que había mucha gente detrás de ellos y que la luz era muy escasa.

―¡Vaya pintas teníais! ―La hija se contagió de la risa de su madre―. ¡Qué joven estabas! Apenas has cambiado. Y él… ¡él estaba buenísimo! ¿Cuántos años tenías entonces? ―Quiso averiguar más.

Silvia sacó la foto del álbum, la giró y leyó una anotación que había en el reverso.

―Recuerdo perfectamente el año, pero había olvidado la fecha exacta. Es de enero del ‘88 ―dijo con cierta nostalgia―. Pero tú tranquila, que fue un año antes de que nacieras ―añadió para disipar cualquier pensamiento raro que hubiese podido tener Carolina ―. Eso sí… tu padre lo supo de mis labios poco tiempo después.

―¡Vaya!, me quitas un peso de encima. ― Carolina se sintió aliviada: a pesar de haber dicho que guardaría el secreto, nunca había tenido ninguno con su padre. No era algo que le gustase.

Entre unas cosas y otras llegó la hora de la cena. Ninguna de las dos tenía el más mínimo interés en meterse en la cocina para preparar algo de comer. La solución más cómoda fue encargar una pizza por teléfono.

Con el estómago satisfecho y la cabeza alterada por las dos botellas de vino que bebieron, pasaron de las tonterías al cachondeo y terminaron con bromas subidas de tono.

―Hija mía… la vida es efímera y la juventud mucho más. ―Silvia se puso seria y trascendental―. Antes de que nuestra existencia llegue a su fin, hay cosas que debemos hacer, ¡sí o sí! Aquel muchacho me dejó un recuerdo que aún conservo y que nunca olvidaré. ―Tomó de nuevo la foto y la miró con nostalgia―. Con aquel mulato, que tan buena maña se daba entre mis piernas, aprendí algo que siempre he tenido presente y que se resume en un dicho muy de moda en estos tiempos: “No eres mujer completa sin que un negro te la meta”. Créeme… lo sé por propia experiencia.

Carolina rió al darse cuenta de que la frase estaba mal estructurada.

―Mamá… creo que has bebido más de la cuenta y no riges como debes. La frase correcta dice así: “No serás una mujer completa hasta que un negro te la meta”.

―Pues esa… ¡también te la puedes aplicar! ―dijo Silvia, estallando en una nueva carcajada―. Lo cierto es que la frase es muy profunda y acertada… Seguro que se le ocurrió a una mujer… Pero no a una cualquiera, sino a una que sabía muy bien de lo que hablaba. Puede que, esa mujer, se sintiera inspirada después de disfrutar como lo hice yo. Si algún día lo pruebas… nos volvemos a sentar y me lo cuentas. Querré ver la cara de boba que pones al darme los detalles más escabrosos.

Llegó la media noche y Carolina se despidió alegando estar “muerta de sueño”. Pero la verdad es que estaba más caliente que Valencia el día de Las Fallas. «Necesito desfogarme como sea. La charla con mamá ha sido demasiado, y solo con imaginar lo bien que lo pasó con el mulato me dan ganas de meterme la mano entera si es preciso», pensó.

En su cuarto, y completamente desnuda frente al ordenador, buscó un video en el que saliera algún negro destrozando el coño de alguna afortunada. Mientras lo visionaba, comenzó a castigarse la entrepierna. No le llevó demasiado tiempo conseguir el ansiado orgasmo. La imagen mental de su madre gozando con el mulato hizo el resto.

Durante varios meses Carolina se obsesionó por conocer algún chico de raza negra y disfrutar como lo había hecho su madre. Gracias a su empeño conoció a varios, pero ninguno de ellos le atrajo lo suficiente como para entregarse.

A finales de agosto sucedió algo que significaría el principio de su nueva vida: todos los años, durante la primera quincena de septiembre, solía ir de vacaciones con su padre a Lanzarote, a una casita de veraneo que había comprado algunos años atrás. Pero aquel año no pudo ser así. Su padre, alegando motivos laborales, le dijo por teléfono que no podía ir con ella e insistió en que fuera sola o con alguna amiga, que el se hacía cargo de los gastos a modo de compensación.

Carolina, que no sentía el más mínimo deseo de ir con nadie que no fuera él, le propuso una alternativa. Desde siempre se había sentido atraída por Francia, más concretamente por el sur del país. Puesto que iría sola, propuso que le ingresara el dinero que costaba ir a Lanzarote dos personas, y ella se buscaría la vida.

El padre, para expiar su culpa, aceptó el pequeño chantaje y depositó en el banco el dinero acordado. Con éste, y con el que tenía ahorrado, Carolina podría cumplir un deseo largamente anhelado y vivir a cuerpo de rey.

Silvia no se mostró muy conforme con la decisión de su hija. Desde que se separó del padre de Carolina, cuatro años atrás, la relación con él había sido muy cordial, pero pensaba que mimaba demasiado a la niña, como solía llamarla. La consideraba muy madura en todos los aspectos; aun así, tenía miedo de que fuera sola, en su coche, teniendo en cuenta el elevado índice de accidentes que tenían lugar en verano.

―Conduce con cuidado y no te fíes de nadie ―dijo Silvia a su hija mientras guardaban el equipaje en el maletero del coqueto Mini descapotable, regalo que el padre le hizo a la niña cuando obtuvo el Permiso de Conducir.

―No te preocupes, mamá. Seré buena y no correré demasiado. ― Carolina trató de tranquilizar a su madre―. Además… con un coche tan rojo como el mío, todos los que vayan por la autopista me van a evitar. ―Ironizó.

Tras fundirse en un interminable abrazo, según la impresión que tuvo Carolina, se subió al coche y desplegó la capota. Después se puso sus gafas de la suerte, de montura rojo pasión y cristales con forma de corazón.

―¡Ten cuidado! ―volvió a insistir la madre.

―¡Que sí, mamá! ―respondió Carolina, con tono cansino. Puso en marcha el Mini y aceleró con decisión, gastando el dibujo de los neumáticos con el áspero asfalto.

―¡NO CORRAS muc…! ―Es lo último que escuchó Carolina mientras se alejaba a toda pastilla y decoraba, el cristal delantero, con multitud de pequeños insectos poco acostumbrados a esquivar coches tan rápidos por aquellas calles residenciales.

Al llegar al primer semáforo y ver que se había puesto en rojo, decidió saltárselo y piso a fondo, arriesgando la vida en su intento de fuga. «No paro aunque me retiren todos los puntos del carnet. No me arriesgo a que venga mamá, corriendo como si estuviera en Las Olimpiadas, y de nuevo me dé el coñazo».

«No permitas que le ocurra nada malo, ¡Dios mío! ―se dijo Silvia―. Desde que vivimos solas ella es mi compañía y principal deseo de vivir. El día que me falte… no sé qué haré». Terminó por entrar en casa, pensando en algo que hacer para distraerse.

Apenas pasaban unos cuantos minutos del medio día, cuando Carolina abandonó Barcelona por la autopista AP-7 en dirección a Marsella, la primera escala de su viaje. Con la música a todo volumen, y moviendo la cabeza enloquecida, se puso a entonar la canción que sonaba en ese momento:

 

Llevo conmigo un radar especial para localizar solteros.

Si acaso me meto en aprietos, también llevo el número de los bomberos.

Ni tipos muy lindos, ni divos, ni niños ricos, yo sé lo que quiero:

pasarlo muy bien y portarme muy mal en los brazos de algún caballero…

 

 

Marsella. ¿Un encuentro casual?

 

 

En ese momento un tren procedente de Génova llegaba a la estación Saint-Charles de Marsella. Tras detenerse y descender los viajeros el andén quedó atestado. Mezclado con el gentío había hombre, cargado con una gran mochila a la espalda y una guitarra en la mano derecha que quedó rezagado del resto, mirando al suelo y con pinta de no saber qué hacer o dónde ir.

Tenía muy buena planta, unos veintisiete años, superaba el metro ochenta y su piel era oscura como el chocolate.  En líneas generales su aspecto era bastante andrajoso, con el cabello largo y alborotado típico de los jamaicanos, una camiseta descolorida y pantalón de estilo militar repleto de bolsillos por todas partes. En su rostro varonil, de facciones pronunciadas, destacaban los ojos grandes y de un verde tan intenso que resultaban muy llamativos al contrastar con la piel tostada. Completaba su aspecto con pendientes en ambas orejas, gafas de sol y multitud de collares que colgaban del cuello, llegando alguno de ellos hasta la zona del ombligo.

Parado en el andén, dejó la guitarra en el suelo, metió la mano en uno de los bolsillos y sacó tres monedas de un euro. Descontento, rebuscó en el resto de los bolsillos por si tenía más calderilla. Al no encontrar un solo céntimo, su gesto se tornó serio y preocupado. Volvió a coger la guitarra y se encaminó hacia la calle.

Sentado en la gran escalinata de piedra por la que se accede a la estación, y que es orgullo de los marselleses, se encendió un cigarrillo que le había dado una turista italiana en el tren. Lo fumó con ansia mientras consultaba un pequeño plano de la ciudad que había sacado del bolsillo central de la mochila. Cuando terminó se puso en pie, recogió sus cosas y se fue caminando.

Carolina tardó apenas seis horas en llegar a Marsella. Encontró el coqueto hotelito, donde había reservado habitación de forma online, con suma facilidad gracias a la inestimable ayuda del GPS. El hotel no le iba a resultar barato, pero se lo podía permitir durante las tres noches que estaría alojada en él. Además contaba con garaje propio en pleno centro de la ciudad: toda una ventaja para ella.

La mañana siguiente se levantó muy temprano, animada y con ganas de darse un baño en la playa. Un empleado del hotel le quitó, de un plumazo, toda esperanza de encontrar una decente. Según le dijo, Marsella era una ciudad algo atípica para los turistas de playa: la mitad norte estaba prácticamente ocupada por la zona portuaria y la mitad sur era principalmente rocosa y poco recomendada para el baño. No obstante, esta última contaba con cinco o seis diminutas playas, pero quedaban bastante alejadas del hotel. Otro empleado, que había escuchado la conversación, señaló que había un pequeña cala no muy lejos de allí, junto al Vieux-Port (Puerto Viejo) que servía como puerto deportivo. Esta noticia devolvió la sonrisa al rostro de Carolina. Pero cuando supo que se llamaba Anse des Catalans (Cala de los Catalanes), su alegría fue total. «Nunca hubiese imaginado que en Marsella había un lugar dedicado a Cataluña», pensó.

Debido a que la actividad de la ciudad era frenética por las mañanas, permaneció en la pequeña playa hasta las cuatro. Pensó que era mejor visitar la ciudad por la tarde, cuando el ajetreo fuera menor y pudiera pasear con más tranquilidad.

Decidió pasar por el puerto deportivo de camino al hotel. Durante un buen rato se deleitó con algunos de los lujosos yates que estaban amarrados en él. Desde siempre le habían fascinado ese tipo de embarcaciones. Sin darse cuenta comenzó a fantasear con que alguno de ellos fuera suyo o de algún exótico millonario que la tuviese como a una reina. Pero el picor que sentía sobre su piel, producido por la sal marina, la devolvió a la cruda realidad: debía ducharse y con urgencia.

Mientras Carolina caminaba por el paseo que rodea al puerto, le llamó la atención un nutrido grupo de personas que se arremolinaban en torno a un hombre que cantaba al son de una guitarra, junto a la entrada del metro. Se abrió camino entre la gente como pudo, hasta colocarse en primera fila. De esa forma pudo comprobar que se trataba de un joven de piel tostada y una gran melena ―el mismo que llegó a la estación de tren en el momento en que Carolina salía de Barcelona―. Mientras cantaba, el músico no dejó de mirar una gorra que tenía delante, como si incitara a los presentes a hechar una moneda.

«Lo hace muy bien ―pensó Carolina ―. Esta canción me encanta. ¿De quién es?... ¿De Leonard Cohen?... Creo que sí… ¡Pero qué digo!... ¡Si yo nunca he escuchado a ese tío!... Creo. Bueno… ¡da igual! Sea de quien sea me gusta». Comenzó a mover los pies al ritmo de la música.

Cuando el músico terminó de cantar y llegó el momento de pasar la gorra, todos los asistentes se fueron, casi corriendo, a fin de ahorrarse una moneda.

―¡Qué cara más dura tiene la gente! ―dijo Carolina al ver como huían los tacaños.

―¿Eres española? ―preguntó el pedigüeño, en castellano y con un acento que ella no supo ubicar.

―Sí, soy de Barcelona. Me llamo Carolina ―respondió.

Él se situó delante de ella, mirándola fijamente a los ojos.

―Yo me llamo John y soy de Haití.

Carolina se sintió atrapada por la mirada de John y por el poder hipnótico que tenían sus intensos ojos verdes.

―Pero… en Haití no se habla español ―señaló Carolina.

―No. El idioma oficial es el francés. Pero al compartir isla con La República Dominicana y estar tan cerca de Cuba, donde si hablan español, muchos haitianos dominamos vuestra lengua.

―¡Qué bien! ―exclamó Carolina ―. Eres el primer haitiano que conozco.

―Lo dices como si coleccionaras conocidos de todos los países. ―Bromeó el haitiano, robando una sonrisa de los labios de Carolina.

―No, no los colecciono. Lo he dicho sin querer. Además, no suelo salir de España y me gusta conocer gente de todas partes. De hecho, este es mi primer viaje, sola, al extranjero.

―¡Ah! Ahora entiendo ―dijo John―. Eres una turista en esta ciudad de locos.

―Sí. Has acertado de pleno. Estaré tres días.

En ese momento Carolina se dispuso a echar una moneda en la gorra de John. Él, sujetando la mano de la chica con la suya, se lo impidió.

―Te agradezco el detalle. Pero las españolas guapas no pagan por escucharme cantar ―dijo John, sin soltar la mano de la joven.

«¡Joder cómo está el mulato! Como no me suelte la mano… creo que me lo tiro aquí mismo», se dijo Carolina.

Durante un par de horas permanecieron charlando y conociéndose mejor. Carolina le escuchaba con mucha atención, fascinada por su forma de hablar y sin dejar de mirarle la boca mientras lo hacía. En varias ocasiones se sintió tentada de lanzarse a sus brazos y comérsela a besos. Evidentemente no se atrevió.

―Ahora tengo que marcharme ―dijo John mientras comenzaba a recoger sus pertenencias―. Tengo que encontrarme con un amigo para ver si me deja pasar la noche en su casa.

Carolina, que no se esperaba algo así, entristeció el rostro y sintió miedo de no volverlo a ver.

―¿Tan pronto? ¿No te puedes quedar un poco más? ―preguntó angustiada y muy nerviosa.

―No, no es posible. Apenas tengo media hora para llegar al lugar de encuentro; tengo el tiempo justo ―argumentó John―. Pero… si quieres… nos podemos ver mañana donde tú digas.

Carolina sonrió al escuchar la propuesta de John. De nuevo la esperanza se apoderó de ella.

―¡Claro que quiero! Me apetece mucho seguir conociéndote ―dijo entusiasmada ―. Nos podemos ver aquí mismo.

John quedó pensativo durante unos instantes.

―Conforme. ¿Qué te parece a medio día?

―¡Me parece perfecto! ―respondió Carolina, sin pensarlo dos veces.

―Entonces… hasta mañana. No te olvides el bañador, te hará falta ―se acercó a ella, besó su mejilla y se fue caminado.

Carolina no dejó de mirarle mientras se alejaba, deleitándose con el movimiento de su trasero. «Lo tiene perfecto… como todo en él», pensó.

Al llegar al hotel, Carolina se metió en el aseo y se dio un merecido baño. Mientras lo hacía no dejó de pensar en John y fantasear con él. Llegaron a tal punto las fantasías que no paró de masturbarse hasta conseguir un glorioso orgasmo. Lo necesitaba para aguantar un día entero sin verlo.

En ese mismo momento John cogió su teléfono e hizo una llamada.

―¡Allô! ―dijo una voz femenina al otro lado de la línea.

John y su interlocutora conversaron en francés.

―Hola, Camille. Soy John ―respondió―. Creo que tengo a la chica perfecta. Es una turista española que he conocido hace un rato. La he seguido y ahora estoy frente a su hotel. A poco que me esfuerce la tengo comiendo en mi mano… cuando quiera.

―¿Estás seguro? No podemos arriesgarnos a que ocurra lo mismo que con aquella italiana… ya sabes.

―Tranquila. Esta resultará más fácil y menos conflictiva. Por lo menos parece más inteligente que Claudia. Además, el hotel donde se aloja no está demasiado lejos del puerto. Mejor suerte no hemos podido tener.

―Como tú digas. Tú eres quien manda. Espero que no te equivoques porque… nos jugamos mucho esta vez.

―Deja de lado el pesimismo. En un rato te veo donde habíamos acordado.

―OK, John. Hasta luego.

―Hasta dentro de un rato.

Tras despedirse, John guardó su teléfono y se fue al encuentro de su amiga.

A la mañana siguiente Carolina se despertó muy contenta e ilusionada. Después de desayunar copiosamente en la cafetería del hotel, encargó a la camarera que le prepara unos sándwiches y algo de fruta, y se los metiera en una bolsa para llevar. No tenía idea de dónde iría con John ni de lo que harían, pero quiso estar preparada.

Carolina llegó al lugar de la cita diez minutos antes de la hora acordada. John lo hizo justo cuando daban las doce, cargado con su gran mochila y la guitarra.

―¡Bonjour! ―saludó John a Carolina y le dio un beso en la mejilla.

―¡Bonjour! ―respondió ella, sorprendida al verlo tan cargado.

―Como imagino que no conoces apenas la cuidad, quiero llevarte a un sitio fantástico que descubrí hace unos días.

―Como quieras. ¿Cómo es que te has traído tus cosas? ¿Por qué no las has dejado en casa de tu amigo? ―preguntó Carolina.

John, que tenía un plan bien trazado, adoptó un gesto de contrariedad.

―Hablé con él, pero me dijo que no podía quedarme en su casa, porque había llegado su hermana de Lyon y no tenía más habitaciones disponibles.

―Entonces… ¿Dónde has pasado la noche? ―preguntó Carolina, intuyendo cual sería la respuesta.

―He dormido en la playa. ―John mintió.

―No sabes cuánto lo siento. ¿No tenías dinero para pagar un hotel o algo más económico? ―preguntó Carolina, muy apenada por la situación de su nuevo amigo.

―Con lo que gano en la calle apenas me da para comer algún que otro bocadillo y para comprar cigarrillos. Pero… dejemos el tema y vayámonos antes de que perdamos toda la mañana.

Carolina asintió con la mirada y ambos subieron a un autobús urbano.

Tras media hora de innumerables paradas, llegaron a una pequeña playa situada en la zona sur de la ciudad. Apenas había gente debido a que septiembre no era un mes en el que hubiera demasiados turistas y porque, al ser día laborable, los residentes estarían trabajando o dedicados a sus asuntos. Sin perder demasiado tiempo, John se quitó la ropa y se metió en el agua ante la atenta mirada de Carolina. La joven quedó sin parpadear hasta que el cuerpo de su acompañante desapareció en el mar. Verlo en bañador, sin más ropa que ocultase su atlético físico, aumentó su deseo de disfrutarlo a cualquier precio.

Durante gran parte de la mañana, Carolina permaneció sentada en la arena, sin desprenderse de la camiseta y del pantaloncito corto con que vestía. No se sentía avergonzada de su físico, pero sí denotaba un cierto complejo al compararse con él. Después de mucho insistir, John consiguió que la joven se decidiese a mostrar su cuerpo, tal y como hacían el resto de los bañistas.

―No tienes de que avergonzarte ―dijo John, tratando de infundir algo de confianza a Carolina ―. Tienes un cuerpo precioso y deberías mostrarlo con orgullo.

―No… No es que me avergüence. Sé que mi cuerpo gusta a mucha gente, incluida yo misma. El caso es que… ―dudó un instante―, comparándome contigo si es posible que me sienta un poco acomplejada. Tú pareces un atleta o un nadador profesional. Sin embargo… yo no paso de ser normalita.

John la miró detenidamente, como el que mira la mercancía que está a punto de comprar.

―Pues a mí me gustas mucho; ni te quito ni te pongo nada. ―Trató de convencer a Carolina de que realmente la encontraba deseable.

―Entonces… si lo dices con sinceridad, prometo dejar de lado los complejos y la vergüenza ―dijo Carolina, totalmente decidida.

De esta forma, ambos pudieron disfrutar del resto del día, dejando de lado la barrera que podía suponer el físico.

Dedicaron la tarde a pasear por la ciudad, descubriendo juntos los lugares de mayor interés para dos forasteros. En un momento dado surgió el tema del idioma. Carolina explicó que había estudiado francés en una escuela de idiomas y que uno de los motivos, para realizar su viaje por Francia, era precisamente perfeccionarlo. Teniendo en cuenta tal información, John propuso que desde ese momento hablaran solo en ese idioma, puesto que para él no suponía el mayor problema. Carolina aceptó de buena gana, teniendo en cuenta que admitiría, de buen grado, cualquier corrección que él le hiciera.

A eso de las ocho de la tarde, John propuso ir a comer una pizza a un sencillo restaurante del centro de la ciudad. No era mucha su fortuna, según comentó, pero insistió en invitar a Carolina. Ella, consciente de su situación económica, aceptó con la idea de pagar cuando John se despistase lo más mínimo.

Sentados en un rinconcito del restaurante, y mientras esperaban a que les sirvieran la pizza, entró en el local una joven de aspecto deslumbrante. Miró hacia el lugar donde se encontraban John y Carolina, saludó con la mano y terminó por acercarse a ellos.

―¡Hola, John! ―saludó con efusividad―. ¡Cuánto tiempo sin vernos!

―Hola Camille ―John respondió al saludo y se levantó para besarla brevemente en los labios.

Carolina, totalmente estupefacta con lo que estaba viendo,  quedó sin palabras y sin saber cómo reaccionar. Contempló, con envidia, que la tal Camille tenía un cuerpo de escándalo. Enfundada en un vestido negro, bastante escotado y tan corto que apenas alcanzaba a tapar el culo de su propietaria, ceñía de forma imposible unas caderas perfectas y unos pechos dignos de una diosa griega. Además era delgada y alta, casi tanto como John. La cara preciosa, con grandes ojos grises y una boca perfectamente dibujada con lápiz de labios. Tenía un cabello muy corto y casi negro, que dejaba a la vista su cuello largo y delgado.

«¿Quién coño será esta zorra?», se preguntó Carolina, sumida en un ataque de celos como nunca había experimentado.

Mientras estuvo examinando a semejante Viuda Negra, la conversación entre ambos había continuado, perdiéndose todo lo que se habían dicho. Trató de volver a coger el hilo.

―Siento mucho que no hayas podido dormir en casa por mi culpa ―se lamentó Camille―. Si llego a saber que estabas en la ciudad, hubiese ido a dormir con alguna amiga.

―No te preocupes Camille. Todo está bien. ―John trató de restar importancia.

―De todas formas… esta noche puedes venir. Mi hermano va de fiesta y me ha dicho que dormirá en casa de su novia. Queda libre su cama… si no prefieres dormir en otra… ¡Ya me entiendes! ―dijo con frivolidad la Viuda Negra, al tiempo que guiñaba el ojo a John.

―Te lo agradezco mucho, Camille. Pero no tengo muy claro que sea lo conveniente. Deja que lo piense, y si me decido te llamo por teléfono.

Camille se inclinó sobre John, dejando que los pechos abrieran el escote y se vieran perfectamente, colgando dentro del vestido.

―La llave está donde tú sabes ―le dijo en voz baja, como si quisiera prevenir que cualquier oído indiscreto escuchase―. Si llegas y no estoy, puedes elegir la cama que prefieras.

John, consciente de que Carolina estaba escuchando toda la conversación, le indicó que se levantara, haciendo un gesto con la mano. Ella obedeció.

―Perdona Carolina. Soy un grosero. Deja que te presente a Camille, la hermana de mi amigo… la que ha venido de Lyon.

―Encantada ―saludó Carolina, con cara de pocos amigos y tratando de mantener las formas.

―Igualmente ―respondió Camille y se acercó para besar a Carolina ―. Ahora tengo que marcharme. Me están esperando ―añadió después de hacerlo.

Carolina volvió a sentarse. Por un segundo pensó que, aunque los celos la devoraran por dentro, no tenía nada con John que le autorizase a pedir explicaciones o sentirse ofendida. Prefirió esperar a que él lo hiciera por voluntad propia.

―Cada vez que veo a Camille está más loca. ―John trató de restar importancia a lo sucedido―. Menos mal que no la veo a menudo.

―¿Alguna vez has tenido algo con ella? ¡Ya me entiendes!

―¿Con Camille?  Algo hubo. Pero aquello pasó y ahora tan solo es una amiga ―dijo John, con indiferencia.

Carolina quedó pensativa unos minutos, mientras devoraba la pizza como si hiciera meses que no comía.

―Entonces… ¿Vas a dormir con ella? Digo… en su casa ―preguntó Carolina, con cierto nerviosismo y consciente de que esa sería su última noche en Marsella.

―No he querido mostrarme desesperado con ella, pero… lo prefiero antes que dormir en un parque o en la playa ―respondió con resignación.

―Yo… si quieres… puedes dormir conmigo, en mi hotel ―propuso Carolina, nerviosa y sabedora de que se estaba jugando su última baza―. La habitación es doble. Era la única que les quedaba cuando hice la reserva. Apenas nos conocemos, pero tampoco supone un compromiso para ninguno de los dos.

John tomó la mano derecha de Carolina, la apretó ligeramente y fijó sus ojos verdes en los de ella. Esbozó una leve sonrisa y asintió con la cabeza.

―Si tu ofrecimiento es sincero… prefiero dormir contigo antes que con ella. Me gusta cómo eres y la sensibilidad que desprendes. ―Se inclinó sobre ella y le dio un beso en los labios.

Carolina, más contenta de lo que había estado nunca, llamó al camarero e insistió en pagar la cuenta. Después de una pequeña disputa con John, consiguió salirse con la suya. Finalmente se fueron y caminaron en dirección al hotel.

 

 

El arte de lograr la sumisión de una mujer

 

 

La habitación donde se alojaba Carolina resultaba bastante acogedora para una pareja y se encontraba en el segundo piso. Las paredes, pintadas de un elegante color canela, estaban decoradas con fotografías de los lugares más representativos de Marsella. Había dos camas de tamaño estándar y una mesita de noche a la derecha de cada una de ellas. De tamaño medio, la habitación se completaba con una mesa de madera y dos sillas con asientos acolchados, dos armarios empotrados, un gran espejo junto al cuarto de baño y un balcón de dos hojas que daba a la calle.

Nada más entrar en ella, ambos sintieron la urgente necesidad de ducharse: el día había sido muy caluroso y tenían la piel cubierta por una desagradable mezcla de sudor y sal.

―Primero tú ―insistió Carolina.

―Está bien. No tardo mucho ―aceptó John.

Mientras él se duchaba, ella aprovechó para acomodar las camas, plegando ligeramente las sabanas. Por un momento pensó en unirlas, pero lo desestimó para no mostrarse demasiado desesperada.

Cuando John terminó de ducharse, salió del cuarto de baño, cubriendo sus partes íntimas con una toalla. Ella se apresuró a entrar. Cuando lo hizo pudo comprobar que John había dejado toda su ropa tirada por el suelo. «¡Pobre! Debe ducharse tan pocas veces, en un lugar decente, que ha perdido el sentido del orden», se dijo mientras la recogía y acomodaba en un rincón.

Después de ducharse y cepillarse los dientes, Carolina salió del cuarto de baño, cubierta por una toalla desde los pechos hasta los muslos. Vio a John tumbado boca abajo, sobre la cama situada junto al balcón y con la toalla suelta, pero tapando su trasero. Se acercó a su oído y susurró su nombre dos veces. Viendo que no respondía, se sentó sobre el borde de la otra cama. «¡Hay que joderse! No puedo creer la mala suerte que tengo ―se lamentó―. Apenas he tardado cinco minutos y en tan poco tiempo se ha quedado dormido. Pero, con lo mal que debe dormir habitualmente, no sé de qué me sorprendo».

Sentada y con las piernas cruzadas, le observó durante un rato, sin perder ningún detalle de su perfecta anatomía. Pero lo que más llamó su atención fue un tatuaje que tenía en la espalda, casi pegado a la nuca. Era de color rojo y representaba una especie de serpiente enroscada en un puñal, con unos ojos que daban miedo. Se sorprendió al recordar que no se había percatado de ese detalle cuando estuvieron en la playa. «Es posible que en ningún momento me haya dado la espalda», se dijo.

Presintió que esa noche no sucedería nada interesante y decidió prepararse para dormir. Para ello abrió el armario, sin preocuparle hacer ruido, cogió una braguita y un sujetador limpios y se los puso. Cuando se disponía a meterse en la cama y apagar la luz, John, que se estaba haciendo el dormido, se giró para colocarse de lado frente a ella, como si se tratase de un movimiento inconsciente. Al hacerlo arrastró la toalla y esta cayó por detrás de su cuerpo, dejando lo poco que tapaba al descubierto.

Carolina quedó perpleja al ver que el miembro de John colgaba y se apoyaba por el glande sobre la cama. Podía verlo perfectamente, sin ningún tipo de obstáculo. El color era algo más oscuro que el resto de su piel y bastante más grande que los que había visto en su corta vida. Durante un par de minutos no dejó de admirarlo, recorriéndolo con los ojos una y otra vez.

«Si este es el tamaño que tiene en reposo ―se dijo―, no quiero imaginar cómo será cuando esté totalmente erecto ―se acercó un poco más y se arrodilló delante de él. Casi podía oler su aroma―. Es posible que duela al penetrar, pero, cuando la vagina se dilate…, debe proporcionar un placer inmenso».

John se movió de nuevo, consciente de la situación. Ella, sobresaltada, se retiró y volvió a sentarse en su cama.

―¿Ya es de día? ―preguntó John, al tiempo que estiraba los brazos como si se estuviera desperezando. Había quedado boca arriba y con el miembro caído hacia un lateral.

―No, John ―respondió Carolina, todavía con el corazón desbocado por el susto―. Aun es de noche. Te has quedado dormido.

―¿Dormido? ¿Cuánto tiempo?

―Unos diez minutos. ― Carolina cruzó las piernas y cubrió sus pechos, con el brazo derecho, al darse cuenta de cómo estaba vestida―. Justo el tiempo que he tardado en ducharme y prepararme para dormir. Imagino que estás demasiado cansado y que tener una cama decente para descansar ha hecho el resto.

  John observó como la joven se tapó los pechos.

―¿Por qué los ocultas? ¿Después de verte en la playa, en circunstancias similares, te avergüenzas de nuevo?

Carolina sintió más pudor aun.

―No es lo mismo. El traje de baño es algo informal, algo que todos vemos como natural. Por el contrario, la ropa íntima es más personal; la gente no va a la playa en ropa interior.

―En eso tienes razón ―dijo John―. Aun así… solo estoy yo…, no hay más público.

―¡Ya! Pero es que…

―¿Es que, qué? ―interrumpió John―. Colócate de pie en el centro de la habitación, para que pueda verte mejor. ¡Verás cómo no pasa nada!

Carolina, con cierto recelo, obedeció y se colocó donde le había dicho, sin retirar el brazo y cubriéndose la entrepierna con la otra mano.

―¡Pero deja que te vea! No tiene sentido que te pongas ahí para que sigas ocultando lo que quiero admirar ―protestó John―. ¿Te das cuenta en qué circunstancias estoy yo?

―¡Claro que sí! ―respondió Carolina, sin dejar de mirar el pene de John.

―A mi no me avergüenza que me veas, incluso desnudo del todo. Además, no negarás que me has estado observando mientras dormía… sería del todo imposible que no hubieras reparado en ello.

―No, no lo niego ―admitió Carolina, deseando ser tragada por la tierra―. Pero… tenía intención de cubrirte. Pensé que de madrugada podrías tener frío.

John rió ante la ocurrencia de Carolina. Sin lugar a dudas, había sabido elegir cuando se fijó en ella: resultaba tan inocente que sabía, con total seguridad, que podría servir para sus propósitos.

―¡Por favor! Deja que te vea ―insistió John.

―¡Está bien! ― Carolina terminó cediendo y retiró las manos.

Cuando quedó totalmente visible, John comprendió el motivo de su pudor: el conjunto íntimo, de encaje y color rojo, era bastante transparente, insinuando con claridad los pezones y la vulva, que sobresalía de forma prominente entre los muslos. Desde su posición, la vulva se asemejaba a una especie de diminuto pene y no se percibían los labios, que debían estar ocultos en el interior.

―Ahora… ¡Quítate todo! ―John quiso ir más lejos―. No creo que vea mucho más de lo que veo ahora mismo; ese conjunto no deja nada oculto a la vista.

Carolina, que presintió que le haría esa petición, volvió a cubrirse.

―Siento mucha vergüenza si estoy delante de ti. Me siento como si estuvieras valorando la mercancía.

John rió de nuevo.

Debía pensar en otra forma de incitar a Carolina para que cumpliera sus deseos.

―Responde a una pregunta. ¿Te gustaría que hiciéramos el amor? ¡Sé sincera!

Carolina no lo dudó.

―¡Claro que sí!

―Y… ¿Eso te da menos vergüenza?

―No es lo mismo. Podemos hacerlo con la luz apagada. Siempre lo he hecho de esa forma.

Una carcajada escapó de la garganta de John.

―Pero… no puede ser siempre así. Ya te he dicho que tienes un cuerpo precioso. Muchas matarían por tener uno como el tuyo ― argumentó John.

Carolina frunció el ceño, molesta porque John no había prestado atención las veces que le explicó sus motivos.

―Te repito que no se trata de mí. El problema surge al compararme contigo. Mi cuerpo es bonito, pero… al lado del tuyo… el contraste resulta más evidente.

―Entonces me vestiré con toda la ropa que sea capaz de ponerme ―dijo John contrariado―. Si mi cuerpo es el problema, trataré de evitarlo.

Carolina, que no esperaba una reacción tan drástica, sintió miedo de que se hubiese enfadado.

―¡NO! ¡NO! No lo hagas…¡Por favor! Ya me lo quito. Tienes toda la razón… ¡Soy una tonta!

Deslizó las manos hacia la espalda, desabrochó el sujetador y terminó por quitárselo, quedando con los pechos bien visibles.

John los miró con admiración: le encantaba deleitarse algo tan joven y natural.

Seguidamente, Carolina deslizó las manos por las caderas, tiró del elástico hacia fuera y fue bajando la braguita hasta llegar a los pies, mientras los pechos colgaban como si fueran dos frutos prendidos del árbol.

John siguió todo el recorrido con la mirada, sin perder el más mínimo detalle. Le costó vencer la voluntad de Carolina, pero había merecido la pena: cuanto más difícil resultase el reto, mayor sería la gloria por conseguirlo. Hasta la fecha, ninguna se había resistido a sus métodos de seducción.

«Es el momento de culminar mi obra», se dijo John.

―¡Eres realmente preciosa! ―Se mostró admirado―. Una obra maestra de la naturaleza. Pero esta luz no te favorece.

Carolina, que comenzaba a sentirse menos cohibida, no entendió el sentido de las palabras del haitiano.

―¿Qué luz crees que me favorece?

―Más bien la escasez de luz ―aclaró John―. La habitación está muy iluminada y tus proporciones apenas producen sobras. ¡Colócate en el balcón! Lo entenderás mejor.

―¿En el balcón? ― Carolina se sorprendió nuevamente―. Si salgo, la gente que pase por la calle podrá verme… ¡qué vergüenza!

―El hecho de colocarte en él ―John trató de explicarle―, supone que, desde dentro, la luz interior predomina sobre la oscuridad de la calle, creando un juego de sombras visible desde la habitación. Por el contrario, las personas que miren desde el exterior tan solo verán una silueta oscura debido al contraluz. ¿Entiendes?

―Perfectamente. Te has explicado muy bien. Aun así… ―Volvieron los recelos de la joven. Cada nueva petición de John suponía un reto para ella.

John, ante las nuevas dudas de Carolina, agarró su miembro con la mano derecha y lo levantó, hasta ponerlo erguido. Después lo soltó para que cayera por su propio peso. Repitió la misma operación tres veces.

―¿Ves como lo tengo? ―preguntó mientras lo hacía por cuarta vez―. Para que crezca y esté apto para funcionar como debe, necesita excitación. Si tú no eres capaz de provocarla…, no sé para qué nos sirve… a ambos.

Carolina volvió a ser víctima de las maquinaciones de John. Era tal su maestría, que conseguía que la joven se sintiera culpable. Caminando, muy lentamente, se dirigió al balcón y se giró para quedar frente a él.

―¿Te gusta así? ―preguntó, tratando de obtener la aprobación de John.

Éste, nuevamente satisfecho por su poder de persuasión, asintió con la cabeza, mostrando una amplia sonrisa.

―Si te apoyas sobre la barandilla… estarás perfecta ―matizó John, y ella obedeció.

Durante diez minutos él admiró el cuerpo desnudo de Carolina, prestando especial atención a los turgentes pechos, cuyo volumen quedaba perfectamente definido por el contorno que delimitaba las sombras. Mientras lo hacía, no dejó de acariciarse el pene, que poco a poco iba ganando en vigor. Ella no perdía detalle de sus acciones, deseando que terminaran los juegos y caprichos, y, ¡por fin!, diera comienzo la verdadera acción. John había conseguido que Carolina olvidase donde se encontraba, sin prestar atención a las personas que pudiesen verla desde la calle o desde los edificios de enfrente.

―Ahora… ¡date la vuelta! Quiero ver tu hermoso trasero.

Carolina obedeció sin rechistar. Pensó que cuanto menos protestase antes llegaría lo que tanto deseaba. Algo más relajada, se dedicó a observar la calle, pendiente de si alguien miraba hacía donde se encontraba. Después de todo, tampoco tenía la mayor importancia. ¿Quién la conocía en esa ciudad?

Pero John no había previsto lo que acababa de suceder, casi de forma inconsciente. Al contemplar el culo de Carolina, de glúteos proporcionalmente perfectos y graciosamente separados, su miembro alcanzó el máximo esplendor y sintió un deseo incontenible de poseer a la joven.

Se levantó de la cama, procurando no hacer ruido y, así, coger desprevenida a Carolina. Cuando estuvo tras ella la abrazó por la espalda, oprimiendo los pechos con los antebrazos y acomodando el miembro entre sus glúteos.

Ella, que no se lo esperaba, lo recibió con regocijo y notó como todo su cuerpo temblaba. Acomodó la mejilla en uno de los brazos y se preparó para lo que viniera después. Deseaba tanto ser poseída, por aquello que oprimía su trasero con furia y que sentía palpitar como si fuera su propio corazón, que no se veía capaz de negarle nada.

Forcejeó contra el poder de los brazos de John, hasta conseguir darse la vuelta y colocarse frente a él. Se puso de puntillas y besó sus labios, totalmente fuera de sí. Mientras, con la mano derecha, abrazó la verga erecta y dura. Con calma la recorrió de arriba abajo, al tiempo que sus labios chocaban contra los de su amante.

John, complacido por la determinación de Carolina, apretaba el trasero con sus grandes manos y tiraba de él hacia arriba, facilitando que ella permaneciera de puntillas sin cansarse.

―Voy a lograr que goces como nunca antes lo has hecho ―dijo John, sorprendido por su propia reacción.

―Puedes hacer de mí lo que quieras ―respondió ella, totalmente entregada.

John, haciendo uso de su fuerza, la cogió en volandas y la llevó hasta la cama. Sentada sobre el borde, Carolina vio como le abría los muslos con las manos, todo lo que pudo soportar sin sentir dolor. Una vez lo hubo conseguido, devoró la zona vaginal con la lengua, los labios y los dientes, sin discriminar a ninguno de los puntos susceptibles de experimentar placer.

Pronto los gemidos y pequeños gritos de la joven alcanzaron hasta el último rincón de la habitación y, en menor medida, de la calle. Sentir la impaciencia y brusquedad con que John lo hacía, conseguía que ella también se desesperase.

Cuando él pensó que había sido suficiente, se puso en pie, colocando la verga frente a la boca de Carolina. Ella la acarició después de ensalivarse las manos, con cierta velocidad. Le gustó sentir, en las palmas, el volumen de las venas que lo recorrían; casi podía notar como la sangre se precipitaba por ellas. Antes de introducirla en la boca, besó el glande, lo abrazó fuertemente con los labios y le dedicó algún que otro pequeño mordisco; todo con el máximo cuidado.

Pero John quería más. Estaba lanzado y ya no le importó precipitarse y descuidar su plan. Sin mediar palabra, se abrió camino entre los labios de Carolina, separándolos de forma brusca y rozando el miembro con el filo de sus dientes. Se detuvo cuando ella sintió arcadas; era imposible que le entrase del todo; la desproporción entre lo que entraba y la boca que lo acogía era evidente. Apenas podía seguir el ritmo de las cometidas porque, más que practicarle una felación, estaba siendo violada: por la boca y sin remisión. Nada podía hacer por revelarse. Él la sujetaba por la nuca e impedía que pudiese recular con la cabeza.

―¡Traga!... ¡Traga! Lo estás haciendo muy bien. ―Alentaba John. Era imposible que ella pudiese responder.

En el fondo no es que Carolina fuera una profesional practicando felaciones, pero la inocencia de la joven, unido su tierna edad y al tipo de mujeres con las que John había estado ―demasiado expertas para gozar con ellas de algo simple y natural― representaban una serie de factores determinantes para enloquecerlo de esa forma: descubrió que le ponía más la simplicidad que la experiencia.

―¿Estás preparada? ―preguntó John, después de abandonar la boca de Carolina y mientras le indicaba que se pusiese en pie.

Carolina, que nunca había experimentado tanta brusquedad, trataba de recobrar el aliento y la consciencia.

―Sí, John. Estoy preparada ―respondió con cierto temor―. Pero te pido que seas más suave. La vagina no es como la boca; sufre más si no se prepara adecuadamente.

―No te preocupes, amor. Trataré de ir con cuidado. Soy consciente de que el tamaño y el grosor causan dolor en algunas mujeres… sobre todo si no tienen demasiada experiencia. Déjate guiar por mí… ¿Estás dispuesta a hacerlo?

Eran tantos los deseos de Carolina por gozar con John, que no pudo negarse. Se sabía totalmente entregada.

―Sí…, John. Haré lo que tú quieras ―respondió sin poder esconder el temor que reflejaban sus ojos.

Él tomó un preservativo que había guardado debajo de la almohada, se lo puso,  tomó a la joven de la mano y fueron hasta el balcón.

―Colócate mirando a la calle y apoya el pie derecho sobre el lateral de la barandilla ―ordenó John.

Carolina no protestó e hizo lo que le había pedido. De momento no tenía por qué preocuparse.

Con la pierna levantada y la vagina en su máxima apertura, John colocó el glande en la entrada y lo frotó unas cuantas veces, intentando que lubricase.

―No es necesario que lo hagas, John. Estoy tan mojada que parece que me he orinado encima.

―Mejor entonces ―dijo John, y comenzó a penetrarla con calma.

Mientras él profundizaba, ella se aferraba con las manos a la barandilla, tan fuerte que casi podía desprenderla de sus anclajes. A medida que la verga se iba perdiendo dentro del coño, ella aumentaba la intensidad de los quejidos, aunque no eran alarmantes… de momento.

Con menos inconvenientes de los esperados, consiguieron que entrase la mitad del tronco, momento en el que John comenzó a sacarla. Sin apresurarse, repitió la misma operación unas cuantas veces más, hasta que la dilatación vaginal fue suficiente como para permitir mayor velocidad. Pasado un rato podría intentar ganar profundidad.

A medida que era penetrada, los gemidos de Carolina se sobrevenían con cada una de las embestidas, con mayor o menor intensidad en función de la violencia recibida. De esa forma, y en apenas un par de minutos, alcanzó su primer orgasmo. De ningún modo le pareció prematuro, más teniendo en cuenta que había venido arrastrando un buen calentón durante bastante tiempo.

―¡Sigue, John! Estoy gozando como nunca ―dijo Carolina, entre gemidos y sin dejar de respirar atropelladamente. Mientras, pequeños calambres recorrían su interior.

Desde la perspectiva que proporcionaba su mayor estatura, John veía el culo de Carolina más apetecible que antes. Se sentía fascinado al ver como su miembro entraba y salía por debajo de él. Tenía fuertemente sujetas las caderas de Carolina y esto impedía que todo su cuerpo fuese y viniese de adelante a atrás, facilitando la percepción.

Puesto que ella seguía gimiendo como si buscara otro orgasmo y estaba demasiado distraída, John aprovechó la circunstancia para introducir el dedo corazón dentro del ano de la joven, sin anunciarlo y sin compasión. Al ser casi tan ancho como un pequeño pene, ella notó como su orificio se abría más de la cuenta.

―¿Qué haces John? ―gritó Carolina, que nunca había recibido embestida alguna en ese orificio―. ¿No estarás pensando en probar por ahí con lo que imagino? ―preguntó con la voz quebrada.

―No. ¡Tranquila! Has dicho que te dejarías llevar por mí. Sigue confiando. Verás cómo te gusta lo que te haga.

Carolina se dejó hacer puesto que el placer no abandonaba su entrepierna. Pasados unos segundos se acostumbró a tener el dedo dentro y ya no le importó: en el fondo le estaba gustando, como había pronosticado John.

―Tienes razón, John. Es una sensación muy placentera sentirme atravesada por partida doble. Estoy segura de que te habrás follado a muchas por ese orificio…, pero yo no podría resistirlo. ―Quiso hacer hincapié en que no admitiría ser penetrada por detrás.

En ese preciso momento Carolina alcanzó su segundo orgasmo, contorneando todo el cuerpo como si estuviese poseída. Alguna vez había conseguido esa cantidad, pero no de forma tan rápida. John esperó a que terminase para cambiar de postura.

Salió de ella, y después de que bajara la pierna que tenía en alto, la giró de forma brusca. La levantó en volandas y ella se sentó sobre la verga, introduciéndola sin mayor problema: para entonces lo tenía tan dilatado que entraba con cierta facilidad. John apoyó el culo de la muchacha en la barandilla. Debido a su altura, prácticamente consiguió que se sentara sobre ella. Carolina, temiendo caer a la calle, se abrazó fuertemente a John, presionando sus pechos contra el suyo y clavándole los pezones. A esas alturas, lejos de preocuparle que los viera alguien, sentía cierta predilección por que así fuera.

En esa postura, y con el morbo añadido que les proporcionaba hacerlo a la vista de cualquiera, John se animó a terminar de una vez por todas. Incrementó el ritmo y la profundidad, plenamente consciente de hasta dónde podía penetrar sin producir dolor a su amante. Pasados unos minutos notó que se iba a correr y decidió actuar con rapidez. Entró en la habitación, sin soltar a la muchacha, se tiró sobre la cama y prosiguió con las embestidas. Cuando el torrente de leche anunció su llegada, salió de ella y se colocó de rodillas a ambos lados de la cabeza de la chica.

―¡Abre la boca! ―ordenó con autoridad mientras se desprendía del condón―. Si obedeces… después hago que te corras otra vez. Sé que te falta poco y que lo estás deseando.

Carolina, que no precisaba de la promesa de un premio extra para obedecer de buen grado, lo hizo y permaneció a la espera. Durante unos segundos John se masturbó encima de la boca de Carolina, que ansiosa presentía una riada como regalo.

―Cuando quieras. Estoy preparada ―dijo Carolina, que comenzaba a impacientarse.

Finalmente John logró su propósito y lanzó una primera descarga. Era tan abundante, y salió con tanta presión, que derramó una pequeña parte en el rostro de la joven, el resto cayó en el lugar elegido. Carolina hizo grandes esfuerzos para no tragar el semen. Una segunda descarga, mejor dirigida, inundó del todo la cavidad bucal. Aun así ella consiguió resistir. Pero John terminó por introducir la verga en el interior y terminar de descargar de esa forma. Apenas sin aliento, y ante la dificultad de tomar aire, Carolina terminó cediendo y tragó hasta la última gota, sin poder evitarlo. «Para ser la primera vez que lo trago ―pensó―, he de reconocer que no sabe tan mal como había imaginado». Se sintió tan animada que succionó y lamió el glande hasta dejarlo limpio del todo. Sin poder creérselo, se sorprendió relamiéndose el semen de los labios y de los dientes.

―Has estado fantástica, amor ―dijo John―. A la altura de mis expectativas. El día que aprendas a valorarte mejor… serás una experta en proporcionar placer sexual.

―Gracias ―respondió Carolina, sin entender muy bien lo que había querido decir John. Sin embargo, escuchar la palabra “amor” de su boca era para ella como música celestial.

―Ahora voy a darte lo que te había prometido. ¿Te sientes con fuerzas?

Carolina no precisó decir nada; sus ojos y el gesto vicioso de su rostro fueron más rápidos que las palabras. A modo de súplica se abrió de piernas y quedó a la espera.

John se enfundó otro preservativo y no dejó de follar a Carolina hasta conseguir arrancarle el tercer y último orgasmo de la noche. Por suerte para ella, él supo mantener una más que aceptable erección.

Finalmente, después de todo un maratón sexual, Carolina quedó rendida sobre la cama. Mientras, John fue al cuarto de baño a por dos vasos de agua: tanto esfuerzo requería reponer líquidos. Una vez llenos, abrió un frasquito que había sacado de debajo de la almohada, donde previamente lo había escondido. Echó tres gotas en el vaso del que bebería Carolina y volvió al dormitorio.

―Toma Carolina. Bébetela toda. Necesitas humedecer la garganta ―sugirió John.

Ella lo hizo y, apenas dos minutos después, quedó profundamente dormida. «Realmente es rápido el mejunje que prepara Camille ―pensó John―. ¡Qué tengas dulces sueños!».

Después de cubrir a Carolina con la sábana, se acercó a su mochila y sacó el teléfono para llamar a Camille.

―Hola, John ―dijo su amiga al recibir la llamada.

―¿Todo sigue como habíamos planeado? Preguntó John.

―Sí ―respondió Camille―. He recibido la confirmación desde Paris. A media noche tengo que estar en el yate del objetivo.

―¡OK! Ahora mismo son las once y diez. En quince minutos estoy contigo. ¿Vas vestida igual que cuando nos hemos visto en el restaurante?

―¡Claro! Sabes que soy una profesional. Siempre acudo a ese tipo de citas de la forma más provocativa.

―Es cierto. Vestida así pareces la reina de las putas.

Camille rió.

―De eso se trata… ¿No?

―No me entretengo más. Voy a tu encuentro.

John terminó la llamada.

Volvió a abrir la mochila y sacó un pantalón negro y una camiseta de manga larga del mismo color. Lo guardó en una bolsa de plástico y se vistió con la ropa que había llevado durante el día. Se aseguró de que todo estaba en orden, recogió la llave de la puerta y le quito el gran llavero que de ella colgaba, de esa forma le resultaría más fácil esconderla entre plantas de plástico que había en el pasillo.

Bajó por las escaleras para evitar cruzarse con nadie, entró en el garaje y abrió, con el control remoto que habían proporcionado a Carolina cuando llegó al hotel, la puerta por la que accedían los vehículos desde la calle. Miró a ambos lados cuando salió y se marchó tras asegurarse de que nadie podía verle.

 

Continuará…

 

Os recuerdo, y pido de nuevo, que podéis dejar algún comentario o valoración. No cuesta nada y para mí es importante conocer vuestras opiniones, sugerencias o lo que queráis.

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Gracias por leerme y un besito para todos y cada uno de los que lo habéis hecho.

 

Luz Esmeralda