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Una puta no siempre es lo que aparenta.

en Sexo Anal

AVISO: según mis cálculos, el tiempo de lectura estimado es de 40 minutos (tiempo que he empleado en leerlo y corregirlo).

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Capítulo anterior » » »Las chicas del Molino Rojo (Cap.1): “No eres mujer completa sin que un negro te la meta”.

 

INTRODUCCIÓN:

“Las chicas del Molino Rojo” es una serie que comencé a escribir hace apenas un par de meses, cuando empecé a salir con un chico en Praga (ciudad en la que vivo y trabajo desde hace algunos meses).

Apenas llevo escritos cinco o seis capítulos, pero todas las semanas voy añadiendo alguno nuevo. Como en todas mis series, todos los relatos mantienen una línea argumental, pero, a pesar de ello, cada uno puede leerse de forma independiente puesto que tienen pleno sentido individualmente.

La trama tiene todo lo que se puede pedir a una historia larga: acción, emoción, intriga, amor, pasión y sexo a raudales (para no perder la costumbre). Los personajes son numerosos, variados y bien definidos. Los escenarios sorprendentes y atrayentes. Las situaciones bien descritas, argumentadas y resueltas. El erotismo alto y con más morbo que en cualquiera de mis relatos. Tiene, por lo tanto, todo lo necesario para que nadie se aburra o deje de excitarse.

  

Las chicas del Molino Rojo (Cap.2): “Una puta no siempre es lo que aparenta”.

Por Luz Esmeralda.

 

RESUMEN DEL RELATO:

Camille y John planean matar a un temible mafioso apodado el Bastardo. Tienen un plan perfectamente trazado y nada puede salir mal. Sin embargo, sucede algo que les proporciona un momento para desatar sus más íntimos deseos de gozar el uno de la otra.

Cuando consiguen lo que han ido a buscar, se descubre el por qué de toda la operación y los motivos que les han conducido al yate del mafioso.

Las revelaciones que salen a la luz durante su aventura, harán que ambos vivan el momento íntimo con distinta perspectiva.

 

ÍNDICE

1 – Una puta fuera de lo normal.

2 – Súplicas, sexo y reproches. (Parte erótica).

  

Una puta fuera de lo normal

Caminando desde el hotel, donde había dejado a Carolina profundamente dormida, John llegó al puerto deportivo. En el lugar previsto le aguardaba Camille, dentro de una gran furgoneta de color negro, rotulada como vehículo destinado a realizar mudanzas. Se hallaba estacionada al otro lado del puerto, para no despertar sospechas a los vigilantes del yate donde esperaban a Camille a media noche. John golpeó la puerta trasera con los nudillos, de forma peculiar. Se trataba de la señal que previamente había pactado con su amiga.

―Hola, Camille ―saludó el mulato y después la besó en los labios―. ¿Lo tienes todo preparado?

―Sí. Todo está ok. Pero no sé por qué extraña razón hoy me siento algo nerviosa. Me he enfrentado a situaciones similares muchas veces pero… no entiendo que me pasa hoy. ―Trató de explicar la mujer y justificar los temblores que recorrían todo su cuerpo.

John la tomó de las manos y clavó su sugerente mirada en los ojos de ella.

―Debes tener en cuenta que este reto es el mayor de todos. Has sido entrenada a conciencia para este trabajo y estoy seguro de que todo saldrá bien. Entiendo que el objetivo de esta noche es más peligroso que los anteriores. La mayoría de los tipos duros con los que he tratado temblarían y mancharían los calzones solo con escuchar su apodo. Si todo sale bien, el Bastardo pasará de ser una leyenda a un mal sueño.

A Camille no le faltaban razones para estar preocupada. A Paolo, el Bastardo, le apodaban así porque su padre fue el hijo bastardo de un conocido jefe de la mafia italiana de los años treinta. Al igual que su progenitor, trabajó durante unos años para la mafia. A finales de la década de los noventa decidió independizarse matando a su jefe y a sus tres guardaespaldas. Lo hizo introduciendo dos granadas de mano por la ventanilla del coche en el que viajaban, justo al marcharse del funeral de Don Tomasino, el jefe de los Sicilianos. Desde entonces su leyenda como asesino loco y despiadado fue en aumento, llegando a liquidar a cinco jefes más en el plazo de un mes. Por aquella época lo apodaban el Último Aliento, debido a que las personas que auxiliaban a sus víctimas no tenían tiempo más que para verlos morir. Los diversos mandatarios mafiosos terminaron por aceptarlo como igual ante el temor de ser los próximos y le cedieron una zona donde poder desarrollar sus turbios negocios. Estos abarcaban desde la extorsión a empresarios y políticos hasta la prostitución en burdeles de mala muerte y drogas procedentes de Asia.

A pesar de infundir tanto temor a la mayoría, el Bastardo no representaba mayor problema para John. Lo conocía bien y en tiempos pasados participaron juntos en algún que otro negocio. Precisamente el último que realizaron es el que provocó que la joven asustada y él se encontraran ante el reto de enfrentarse al mafioso.

―Si mantienes la calma todo saldrá bien. ―Insistió John―. Recuerda que ya estuviste con él la semana pasada y que, teniendo en cuenta las referencias que aportaste, no puede hacerte nada; es consciente del riesgo que eso supondría para sus negocios.

Camille encendió un nuevo cigarrillo con el que acababa de consumir.

―Pero… eso fue la semana pasada ―protestó la mujer―, antes de saber que a la última chica que no le satisfizo le metió una granada en la boca, tiró de la anilla y se apartó lo justo para ver cómo le reventaba la cabeza y parte del tronco.

John rió.

―Por eso no debes preocuparte. No hay hombre sobre la tierra que pueda decir que no ha gozado contigo ―recalcó el haitiano―. Ahora… ¡deja de fumar!, sabes de sobra que a ese tipo no le gusta que a las chicas con las que folla les apeste el aliento a tabaco. Mastica chicle o chupa un caramelo ―ordenó John.

Camille obedeció.

―Por cierto… ya que hablamos de chupar. ¿Qué tal lo hace la Españolita? ―preguntó la joven al tiempo que se relamía los labios.

―Ya te he dicho que no la llames así ―gruñó John―. Se llama Carolina y ella va a ser quien me proporcione una coartada para esta noche si las cosas se ponen feas con la policía. Ahora colócate en la esquina acordada, André llegará con el taxi en dos minutos. Tiene que dar la vuelta a toda la manzana para que los del barco te vean aparecer por la avenida que tienen frente a ellos.

―¡Está bien! No es necesario que te alteres tanto. ―Trató de excusarse Camille.

El mulato hizo un gesto amable a modo de perdón.

―Recuerda que, si por alguna razón no consigues que se tome la droga, tienes que cerrar la ventanilla del camarote. Solo así puedo saber que algo no va bien. Por el contrario, si todo sale según lo planeado, a la una estaré allí.

Camille asintió con la cabeza y salió de la furgoneta. Se dirigió a la esquina y subió al taxi cuando llegó André.

John comenzó a desnudarse y se puso un traje de neopreno negro. Acopló al cinturón un cuchillo de doble filo, una pistola que tenía metida en una bolsita de plástico especial para que no se mojara y un par de pastillas de explosivo plástico.

A las doce en punto uno de los esbirros del Bastardo gritó desde cubierta.

―Jefe. La puta ha llegado. Está bajando del taxi.

―Cuando suba a bordo la hacéis bajar inmediatamente ―respondió el jefe, también a gritos―. No quiero que os entretengáis de charla con ella… como hacéis con todas ―continuó.

Camille cruzó la pasarela que unía el yate con el embarcadero.

―¡Hola, guapos! ―dijo con voz sugerente a los matones. Al tiempo que los iba besando, uno a uno, se insinuaba abriéndose el escote―. ¡Ufff! ¡Qué calor hace esta noche! Espero que estéis a tono por si vuestro jefe no da la talla… ya me entendéis.

―¡Calla, loca! ―La interrumpió uno de ellos―. Veo que no sabes quién es el jefe. Si te oye decir esas cosas… te corta la lengua y se la da de comer a los perros.

―¡OK!... ¡OK! ―dijo ella―. Ya me callo. Pero… si es tan malo como decís… será mejor que no nos molestéis para que pueda concentrarme mejor y no hacer que se enoje ―añadió en voz baja y mostrando cierto temor.

Después de ser cacheada y de registrarle el bolso, Camille descendió por la escalera que conducía al camarote. El tipo que vigilaba la entrada abrió la puerta al verla bajar.

―Jefe, ya está aquí la chica. La hago pasar.

En ese momento el italiano salió del camarote, tomó la mano de la joven y la besó con caballerosidad.

―Hola, Camille ―Dijo después de hacerlo―. Durante esta semana no he dejado de pensar en ti. Realmente me dejaste hipnotizado con tu belleza ―añadió y volvió a babosear la mano de la muchacha.

A pesar de contar con cuarenta y siete años, el Bastardo aparentaba muchos más. Gran parte de culpa la tenían la multitud de cicatrices que decoraban su rostro a modo de cuadro impresionista y que Camille evitaba mirar siempre que podía. A pesar de ello, su físico era poderoso y sus modales, cuando estaba tranquilo, más que exquisitos. Esa noche parecía estar contento y tranquilo, algo que la joven agradeció al Cielo.

―Gracias, Paolo. Tú siempre tan amable ―respondió Camille al tiempo que retiraba la mano de las babas de su dueño por esa noche.

Ambos entraron en el camarote y el esbirro cerró la puerta.

El Bastardo metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó la cartera.

―Antes que nada… hablemos de negocios. La tarifa son dos mil euros, si mal no recuerdo ―Dijo el hombre.

―Sí, Paolo. Sabes que esa es la tarifa de la agencia. Si por mí fuera… te saldría más barato ―dijo ella con voz melosa.

El italiano hizo caso omiso al comentario de la chica y le dio la cantidad estipulada. Ella guardó el dinero en el bolso.

―¿Qué quieres tomar? ¿Te pido algo especial? ―preguntó él.

―No, no. Todo está bien. Tomaré lo mismo que tú ―respondió ella al tiempo que descubría la mitad derecha de su cuerpo, dejando el pecho a la vista.

Él, que no perdió detalle del mini striptease, se mostró ansioso y ordenó al que vigilaba la puerta desde fuera que les trajera “una botella del mejor champagne” ―según sus palabras― que tuvieran.

Mientras les traían la bebida, el italiano abordó a Camille y comenzó a comerle la boca, con ansias y dejando de lado la caballerosidad. Realmente se había puesto muy cachondo al ver el joven y perfecto pecho de la puta.

Ella, conocedora del plan que había trazado con John y de la urgencia con la que debía actuar, colocó la mano izquierda sobre el pantalón de Paolo y comenzó a masajearle el miembro. Liberó sus labios, los acercó a la oreja el hombre y le dijo:

―Paolo. Cuando venga el gorila que protege tu puerta, no pretenderás que se quede ahí. Sabes que me cuesta concentrarme si tengo público.

El mafioso recordó la noche en que estuvo con Camille, justo una semana antes. Tras valorar que en aquella ocasión le costó terminar el acto por culpa de la falta de concentración de ella, debido a ese mismo problema, respondió.

―No te preocupes, princesa. Sé lo buena que puedes ser cuando estás en plenitud de facultades. Cuando regrese le ordeno que suba a cubierta con los demás y… y si no me obedece me lo cargo. ―Sonrió de forma irónica.

Cuando el esbirro regresó con lo ordenado, el italiano cumplió su promesa ordenándole que no les molestaran antes de las cuatro de la mañana.

Al disponerse a servir las bebidas el cliente, Camille se anticipó a él.

―Deja que sea yo quien te sirva ―sugirió ella―. Tú quítate la americana y relájate. Necesito que vayas despojándote de algo de ropa si quiero hacerte gozar.

El hombre asintió y se sentó en el gran sofá que presidía el camarote.

Ella se acercó al mini bar y se dispuso a servir el champagne. De espaldas al mafioso, se quitó una de las uñas postizas. Los matones, cuando la registraron a su llegada, no habían reparado en que las llevaba puestas. La estrujó con las yemas de los dedos y vertió el polvo conseguido en la copa donde bebería Paolo.

El tipo, descuidado porque la chica había pasado el control de seguridad, no sospechó nada y bebió de la copa que ella le había servido.

―Ahora siéntate en la cama y, mientras te tomas el champagne, yo voy desnudándote. ―Camille fue astuta al sugerírselo antes de que se desmayara. Debía tumbarlo en la cama y desnudarlo para que si, por cualquier motivo, alguno de los matones bajaba sospechara lo menos posible. Trasladarlo desde el sofá le supondría un gran e innecesario esfuerzo.

Cinco minutos después el hombre cayó desplomado. Ella miró su reloj y vio que faltaban diez minutos para la una, la hora acordada con John. Se apresuró a desnudar al durmiente, bebió con ansias de la copa que se había servido y se encendió un cigarrillo para serenar los nervios: tenía el corazón a punto de salírsele del pecho.

Mientras ella cumplía con su cometido, John había nadado desde el otro extremo del puerto, con calma y evitando ser visto. Esperó pegado al casco, por la parte de babor, a que el vigilante estuviera en el lado opuesto. Lanzó un gancho al que había atado un delgado cable de metal y subió a cubierta, con total cautela. Desde allí descendió por la escalera de proa y esperó a que su reloj marcara la una. En ese momento golpeó con los nudillos, sin hacer mucho ruido. Camille reconoció la secuencia y abrió la puerta.

―¿Todo bien, Camille? ―preguntó para confirmar que el plan seguía según lo previsto.

―Sí, John. Apenas hace diez minutos que duerme ―respondió ella y encendió otro cigarrillo―. ¿Quéee? Si no templo los nervios creo que me moriré de un infarto ―añadió al notar un gesto de desaprobación por parte del haitiano. Éste no dijo nada, consintiendo el capricho de su compañera.

Acalorada, Camille tiró de la peluca que llevaba puesta. Tras hacerlo se desprendió de las horquillas que lo sujetaban a su cráneo y lo agitó para desenredarlo, descubriendo una espectacular melena de color oscuro.

―¿Por qué te la quitas? ―protestó John―. Debemos evitar dejar cualquier resto en el barco. Un cabello tuyo bastaría para delatarnos en una investigación minuciosa.

Ella lo miró sorprendida.

―¿Un cabello? ¿Cómo lo descubrirían después de que el yate salte por los aires? Venga… no te pongas paranoico. Tanto afán por ser meticuloso algún día te jugará una mala pasada… en cualquier descuido. Ahora busquemos lo que hemos venido a coger. El bello durmiente despertará en menos de dos horas. ―No pudo evitar ironizar la mujer.

Durante más de media hora registraron hasta el último recoveco del lujoso dormitorio. Cuando no quedó donde buscar, el mulato mostró cara de preocupación.

―Estaba totalmente seguro de que lo guardaba en el camarote ―dijo resignado―. No le creo capaz de ocultarlo lejos de su control. Solo nos queda esperar a que despierte y obligarlo a que nos lo diga. Al verme la cara sabrá lo que soy capaz de hacer para que confiese su escondite.

―¡Oh! Vuelve a salir carácter brusco y autoritario ―se burló ella―. Con la españoli… digo, con Carolina… ¿También has sacado ese carácter? Me muero por saber cuánto ha gritado cuando le has abierto el culo en canal. Imagino que no podrá sentarse en un me… ―Se detuvo al observar cabizbajo a John―. No me digas que no… Veo que te has ablandado con ella. Debe tener algo especial.

John no necesitaba dar explicaciones sobre sus actos, pero tratándose de Camille lo hizo.

―Carolina es especial ―comenzó a decir―. Apenas es una niña y nunca ha practicado la sodomía. Además… tampoco he sentido la necesidad de someterla a semejante castigo… no lo merece.

Camille rió, tapándose la boca con la mano para contener las carcajadas.

―¿No lo merece? ¿Lo merecía yo el día que nos conocimos? ―protestó la joven―. Porque… si no recuerdo mal, aquel día me la metiste hasta las entrañas. ¡Claro que lo recuerdo!... ¡Yo estaba allí!... para ser más precisa, yo lo sufrí porque estaba ena… ―Quedó pensativa un par de segundos―. ¡No me digas que ella también se ha enamorado de ti! ―Volvió a reír.

John se mostró contrariado y molesto con la conversación.

―Dejemos el tema. Tenemos cosas más importantes en que pensar.

―¿Más importantes?... ¿Cómo qué?... Hasta que el pájaro despierte no podemos hacer nada. Salvo saber donde lo ha escondido, el resto del plan está listo para ser ejecutado. Tan solo nos queda esperar. ―Camille se quitó el vestido y se sentó sobre el sofá, quedando tapada tan solo con una combinación muy vaporosa y de color negro―. ¡¡Uff!! ¡Qué calor hace esta noche!

En ese mismo momento, en cubierta, los esbirros se contaban anécdotas propias y ajenas, de esas que todos narran para impresionar y que nadie se cree. Era uno de los pocos momentos del día que tenían para tomarse ciertas licencias y relajarse un poco; cuando el jefe estaba con una chica se olvidaba de ellos y no les tocaba tanto los cojones con bobadas, caprichos y órdenes absurdas.

Mientras tanto Camille continuaba acosando a John con preguntas más propias de una novia celosa que de una compañera.

―Ante tu silencio… deduzco que la dulce Carolina debe ser muy buena follando para haberte dejado satisfecho sin que tengas que recurrir a darle por el culo. Eso no es propio de ti. Aunque… puede que no hayas quedado tan complacido como aparentas. ―Volvió a reír irónicamente. Se recostó sobre el lateral del sofá, abrió las piernas y deslizó el tanga hacía uno de los muslos, dejando el coño a la vista de John―. ¿No te apetece terminar conmigo lo que has empezado con ella?

El hombre se giró, sin contestar a las insinuaciones de su amiga. Tomó la cajetilla de tabaco que ella había dejado sobre el mueble bar, cogió uno, lo encendió y quemó casi la mitad con la primera calada. Denotaba nerviosismo y ansiedad. No cabía la menor duda de que Camille conseguía extraer de su carácter algo que ninguna otra mujer era capaz. Pero, teniendo en cuenta que ella era alguien especial, no era de extrañar que le permitiese tomarse determinadas licencias. Y ella lo sabía. Era consciente del dominio que ejercía sobre él.

―¡Vamos, John! ―insistió la joven, poniendo a prueba la paciencia del haitiano… por enésima vez―. No me digas que has olvidado todo lo pasado y vas a tratarme como si fuera tu hermana o una primita. ―Insistió en explotar el recurso de la ironía―. Si por lo menos pudiera entender por qué tienes tantos remilgos con ella…

El hombre, tornando el gesto paciente, terminó cediendo ante los intentos de Camille por irritarlo y sacarle de sus casillas.

―¡Basta, Camille! ―interrumpió John―. No sigas por ese camino porque sabes que nada puedes reprocharme…; todo lo contrario, deberías estarme agradecida…

―¿¿Agradecida?? ―En esa ocasión fue ella quien interrumpió, levantando un poco la voz―. ¿Qué tengo que agradecerte?... Todo lo que tengo… o lo soy, lo he conseguido gracias a mis meritos y esfuerzo.

John encendió otro pitillo: había rebasado su límite.

―Recuerda que cuando te conocí no eras más que una cualquiera; una drogadicta que se vendía al primero que le diese una dosis gratis. Eras una chica preciosa que hubiese tenido cuanto quisiera tan solo con chasquear los dedos. Conseguiste que tus padres te repudiaran, y con ello perder la buena posición social de la que gozabas. Tenías estudios, cultura, educación, amigos…, familia y un porvenir por el que muchas personas hubiesen matado.

»La noche que te conocí fue la primera vez que maté a una persona que no me había hecho nada o que no era uno de mis objetivos. Pero si no llego a intervenir… aquellos tíos, los cinco, te hubiesen matado después de violarte. Entonces jugabas con fuego y te quemaste. Te di de comer porque hacía varios días que no probabas bocado. Te di un sitio donde vivir, donde estar a salvo. Y…, si no recuerdo mal, fuiste tú la que se me ofreció. “Quiero agradecértelo como mereces. Puedes disponer de mi cómo y cuando quieras. Incluso puedes follarme por detrás, no tengo escrúpulos”: esas fueron tus palabras.

»Claro que me empleé con agresividad. Quería partirte el culo y darte un escarmiento, un toque de atención para que reaccionaras y vieras que en la vida no todo es de color rosa. Y gracias a aquello descubrí algo que nunca hubiera imaginado; me di cuenta de que eras especial y de que tenías aguante para todo lo que se te viniera encima. Solo así pude explicarme que soportaras más de dos horas destrozándote el trasero. Aquel día supe que tenías que ser una de las chicas del Molino Rojo. Puse todo mi empeño… e incluso comprometí mi reputación avalándote para que entraras en la organización. Y sí, es cierto que no me has defraudado y que has sabido ganarte el respeto de todos… incluso el de quien tú ya sabes.

Ante las palabras que salieron de los labios de John, y que tantos recuerdos trajeron a su mente, Camille mantuvo el tipo pero sin poder evitar que una lágrima escapara de sus bellos ojos y recorriera solitaria su larga mejilla.

―Es cierto, John. Haces bien en recordarme de vez en cuando lo poco que me faltó para perderme del todo… para caer en un pozo del que nunca hubiese escapado. Después de aquella ocasión siempre me has tratado con respeto y dignidad. Por todo lo que me has dado te quiero y siempre estaré en deuda contigo. Pero… si no me follas ahora… creo que voy a morirme de tristeza; si no me haces gritar de placer, en este preciso momento, creo que perderé toda esperanza. Además, Paolo tiene fama de hacer gritar a todas las putas que se folla. Si no empiezo a hacerlo en breve, sus hombres pueden sospechar que algo raro ocurre.

 

Súplicas, sexo y reproches.

John quedó pensativo unos segundos.

―En eso tienes razón. Pero… ¿no puedes fingir los gritos?

La muchacha rió de nuevo.

―¿Fingir yo?... sabes de sobra que no sé hacerlo. ¡Venga! No te hagas rogar. Sabes que no me gusta suplicar a un hombre. ―Miró a los ojos de su compañero y vio que denotaban calma y sosiego. La furia con que le había hablado segundos antes había desaparecido. Pensó que John se había desahogado al recordarle su pasado y le percibía más accesible.

Sin esperar respuesta, y asumiendo cierto riesgo, Camille se levantó y se colocó delante de John. Le bajó la larga cremallera del traje de goma, justo hasta que el bañador negro que llevaba debajo quedó visible. El mulato no dijo nada, se dejó hacer. Ante la pasividad mostrada, Camille se descubrió los pechos, dejando que la combinación bajara hasta abrazarle la cintura. Le tomó las manos y las colocó sobre ellos, notando como su tamaño desproporcionado los cubría por completo. Comenzó a movérselas, provocando que el roce de su gruesa piel acariciara la de la joven, suave y delicada.

Cuando terminó por dejarlo desnudo del todo, ella se colocó a gatas sobre el sofá y le invitó a acercarse mediante un sensual movimiento de su dedo índice. Como un cordero que va al matadero, el hombre de carácter fuerte, gran tamaño e implacable ante sus enemigos se acercó, sin rechistar o hacer gesto alguno de rechazo. La verga ya estaba totalmente erecta y se erguía orgullosa, amenazadora, ¡enorme!, reflejando multitud de pequeños brillos debido a que aun estaba algo mojada. Su color café destacaba sobre los tonos claros que predominaban en la estancia.

―Veremos si lo que te hago no te gusta más que lo que haga tu… ―Camille se detuvo antes de terminar la frase. Se dio cuenta de que podía estropear el momento… su momento.

Abrazó con ambas manos el mástil que tenía delante. Lo acarició con calma, recorriendo toda su extensión. Finalmente depositó sus ardientes labios sobre el glande y lo besó cinco o seis veces antes de engullirlo hasta donde buenamente pudo. Ni tan siquiera ella, una experta en felaciones, era capaz de tragarla por completo. Bajo tales circunstancias, se empleó durante más de diez minutos en proporcionarle una mamada de las que pocas mujeres saben hacer.

John comenzó a gemir…, a suspirar…, a bramar. Pensó que Camille había aprendido mucho desde la última vez que estuvo con ella. De eso hacía ya la friolera de seis meses. «¡Cómo pasa el tiempo!», se dijo. Apenas hacía tres horas que había tenido una intensa sesión de sexo con Carolina y ya volvía a sentirse capaz de gozar con la ardiente Camille, su favorita durante mucho tiempo. De repente, algo extraño sucedió que hizo que cambiase su forma de comportarse.

―Dejémonos de tonterías, Camille ―dijo―. Tienes toda la razón, Carolina no me ha satisfecho del todo. Y… si alguna vez me recuerdas estas palabras… ¡Juro que te estrangulo! ¡Tú me vas a dar lo que no he tenido!

Se separó de ella y ordenó que se diera la vuelta. La muchacha, ilusionada por lo que se avecinaba, se quitó el tanga y se puso en posición. Como un poseso, el mulato colocó el glande en la pequeña entrada trasera, se aferró con fuerza a las caderas de la mujer, hizo fuerza con los muslos y empujó hasta que los testículos golpearon las carnes de la sodomizada.

―Ya ha empezado el jefe a follarse a la puta ―dijo uno de los esbirros al escuchar los fuertes gritos que subían por la escalera desde el dormitorio.

Y no era para menos: Camille chillaba como si la estuvieran abriendo en canal; cada embestida era como un puñal que le desgarraba el ano; pero no gritaba de dolor ―tenía demasiada experiencia para soportar eso y más… si fuera preciso―, gritaba de placer, de dicha al saberse poseída por aquella polla que tan pocas mujeres eran capaces de acoger por ese orificio.

―¡SIII! No pares aunque se acabe el mudo ―gritaba extasiada.

A pesar de las palabras de Camille, John no tenía la más mínima intención de detenerse hasta que ella suplicase que lo hiciera. Se aferró con más fuerza a las delicadas caderas de la chica, hasta clavar las yemas de los dedos en sus carnes. Solo así pudo sujetarla y aumentar la velocidad y violencia de las acometidas.

Camille gritaba sin pausa, sin poder recobrar el aliento entre estocada y estocada. Había ansiado una situación como aquella mucho tiempo y estaba dispuesta a disfrutarla al máximo. Supuso que tardaría otro tanto en repetir con él.

―¡Fóllame!... ¡Fóllame! Repetía con insistencia.

―Parece que el Bastardo ha cenado bien esta noche ―dijo uno de los matones en cubierta.

Los otros rieron, sorprendidos por el vigor que supuestamente tenía su jefe y que nunca habían conocido, con ninguna otra puta de las muchas a las que se había follado.

―Ten en cuenta que esta es de las caras. Tiene que amortizar lo que cuesta ―dijo otro―. Esta noche no nos deja ni las migajas, como en otras ocasiones ―añadió.

El resto dejaron de reír al caer en la cuenta de ese gran detalle. Cuanto más gozaba su jefe con una de las putas, menos posibilidades tenían ellos de que se las dejase y así amortizar la inversión.

Mientras tanto, John había terminado por tumbar a Camille y cabalgaba sobre su culo, sin perder un ápice de intensidad. En teoría, esa postura podría ser más dolorosa para la sodomizada; no obstante, parecía disfrutar mucho más. Sin embargo, y pese a la dificultad, ella consiguió deslizar la mano derecha por debajo de su cuerpo y se afanaba por masturbarse el clítoris en un esfuerzo por conseguir un orgasmo que relajara todo su cuerpo.

No tardó demasiado en conseguirlo, sin poder apenas contornearse al recibir los calambres que recorrían su zona íntima y al sentir como el coño se inundaba de fluidos. Por un momento pareció estar inerte, sin aparentar signos vitales.

Pero John estaba lanzado y no cedería hasta agotarse del todo. Sentir como las paredes del recto de su amante cedían ante su herramienta, le proporcionaba nuevos motivos para no ceder. Le estaba gustando demasiado ver como entraba hasta desaparecer en el interior para, instantes después, verlo emerger bañado en sudor.

―No nos queda demasiado tiempo ―dijo él tras mirar su reloj―. Debemos ir terminando antes de que el italiano despierte. ¡Ven! ―añadió.

A pesar de ser casi tan alta como él, cogió en volandas a Camille. No le supuso demasiado esfuerzo debido a su estilizado cuerpo. La llevó junto al mamparo de proa del camarote, dejándola de pie y empujándola hasta apoyar los pechos en él. Le cerró las piernas y volvió a introducir la polla en el interior del ano. En esta ocasión el grito de su amiga sí fue de dolor: en esa posición el agujero pareció ceder menos de lo habitual. Aun así, el mulato empujó hasta clavarla del todo y comenzó a follar, buscando afanosamente su momento de gloria.

Los gritos eran más fuertes y casi podría decirse que aterradores. Para los esbirros no pasaron desapercibidos y debieron oírse por toda la zona del puerto debido al silencio de la noche.

―¿Quieres matarme? ―protestó la dolorida― nunca me lo habían hecho en esta posición.

―¡Cierra la boca, Camille! ―respondió él con tono autoritario―. No vuelvas a quejarte como sueles hacer. Tú eres la que ha insistido en que te hiciera gritar. Relájate que no me falta mucho. Dentro de nada me vas a estar pidiendo que no termine ―sentenció.

Ella aguantó como buenamente pudo, tratando de contener los gritos y de mitigar el dolor. Volvió a acariciarse la zona vaginal, logrando encontrar algo de placer, lo suficiente como para olvidarse del dolor y conseguir un segundo orgasmo. Justo antes de que él anunciase la inminente corrida.

Salió de ella, le indicó que agachase el torso y dejase el culo bien accesible. En esta posición se masturbó unos pocos segundos y derramó una primera descarga sobre el orificio, que poco a poco iba recobrando su estado natural. Gran parte del semen consiguió introducirse en el interior, el resto goteó por el coño hasta caer al suelo. Las siguientes descargas cayeron sobre la zona baja de la espalda, dejándola tan inundada y blanca como si se hubiese derramado leche sobre ella.

Camille pudo recobrar el aliento y, aunque el semen estaba bastante caliente, sirvió para refrigerar su dolorido ano. Después de que John terminara de eyacular ella, como muestra de buena voluntad, se arrodilló delante de él y limpió del glande los restos de semen con que había quedado impregnado.

―Lávate y vístete. Parece que éste comienza a despertarse. En quince minutos estará plenamente consciente ―ordenó John, que sin demorarse volvió a ponerse el traje de neopreno. Después de hacerlo cogió parte de la sábana y cortó unos retales con el cuchillo. Con ellos amarró fuertemente al Bastardo a la cama.

Cuando despertó, John se encontraba a los pies de la cama, de pie y con gesto serio. Camille estaba sentada junto al italiano, en la cama, terminando de acomodarse la peluca.

―¿John? ―preguntó sorprendido el mafioso―. ¿Qué coño haces tú aquí? ¿Y por qué me habéis atado?... Ya entiendo… Sé lo que has venido a buscar. E imagino que la puta trabaja para ti. ―En ese momento recibió un fuerte puñetazo de Camille, en plenas narices. No tardó en comenzar a sangrar abundantemente.

―La próxima vez que me llames “puta”, juro por mi madre que te arranco los huevos con la navaja de afeitar que tienes en el cuarto de baño ―dijo la chica con tono más que amenazador.

―Yo que tú me lo tomaba en serio, Paolo ―dijo el haitiano, danzo más fuerza a las palabras de su compañera―. Y… puesto que sabes lo que hemos venido a buscar… más vale que me digas donde lo guardas. No te hagas el valiente, como hizo Alex. Tras casi dos horas terminó por confesar.

La leve sonrisa del mafioso desapareció en el acto.

―¿Alexander? Claro… fuisteis vosotros quienes le matasteis… ¿Cómo fui tan estúpido al pensar que fueron los turcos?

John sacó el cuchillo de su cinturón y lo mantuvo bien a la vista, dando una pista a Paolo de lo que le ocurriría si no colaboraba.

―Te conozco bien, viejo amigo ―dijo Paolo, resignado y consciente de que no podría aguantar demasiado tiempo a manos de su antiguo socio. Mucho menos si éste tenía un chuchillo bien afilado. Se mostró muy nervioso y dirigió la mirada hacia uno de los mástiles de la cama, el que quedaba a la derecha del mulato.

John se fijó él y se dio cuenta de que el extremo era de madera y de un volumen adecuado para esconder lo que había ido a buscar. Tiró con fuerza hasta conseguir desprenderlo. Cuando lo tuvo en las manos, lo giró y comprobó que efectivamente estaba oculto en su interior hueco. Se trataba de una esmeralda de considerable tamaño y perfectamente tallada. Su color era muy peculiar, levemente más claro de lo que es habitual. Se la dio a Camille que la guardó en su bolso.

―No me puedes despojar de ella ―dijo Paolo, con la voz quebrada―. Si te la llevas… mi vida no vale nada; sabes que gran parte de mis negocios están avalados por esa piedra.

El haitiano no pareció conmoverse por las palabras del italiano.

―Es cierto. La piedra tiene un gran valor. Pero no es nada comparado con el que tendrá cuando se haya reunido con el resto.

―Entonces… ¿Estáis reuniendo lo que nos repartimos cuando nos hicimos con aquello?... Claro… por eso matasteis a Alexander. En cierto modo prefiero que hagas lo mismo conmigo. Sin mi garantía no duraré más que unos pocos días. ¡De todas formas estoy muerto!

―¡Basta, Paolo! ―respondió John―. No te pongas trágico, que no es para tanto. Las ratas como tú siempre sobreviven. ―Trató de darle alguna esperanza. Pero en el fondo sabía que no viviría más de media hora. No podía dejar vivo a Paolo. No sabiendo todo lo que sabía―. Ahora… tenemos que marcharnos, esto ha durado más tiempo del que tenía previsto.

Camille se levantó y sirvió una copa de champagne. Ante la expectante mirada del mafioso, estrujó otra de sus uñas postizas y vertió el polvo conseguido dentro de la copa.

―Bébete todo y dormirás. Así tendremos tiempo de escapar ―dijo la chica.

―Muy listos. Es así como lo has conseguido, put… ―Se contuvo por temor a que le cortara los genitales como había jurado o, en el mejor de los casos, recibir otro puñetazo gratuito. Terminó por beber hasta la última gota.

Cuando se hubo dormido, Camille le desató las manos: tenía que aparentar estar dormido por si alguno de sus hombres bajaba al camarote poco después de que se fueran. No podían correr el más mínimo riesgo.

―Ahora ya sabes lo que tienes que hacer, Camille ―dijo John―. Necesito unos minutos para colocar los explosivos en el pañol de máquinas y otros tantos para salir sin obstáculo alguno y nadar hasta el otro extremo del puerto.

Ella lo miró frunciendo el ceño.

―No hace falta que me recuerdes lo que tengo que hacer. Lo hemos ensayado muchas veces… No me tomes por tonta o por una principiante.

Mientras ella subía la escalera de popa, él se dirigió al pañol de máquinas.

―Hoy tenéis premio ―dijo Camille a los esbirros―. Paolo me ha pagado quinientos euros más para que os haga un “regalito”. Tal cual me lo ha pedido. También ha ordenado que no le molestéis en media hora. No es bueno que nadie le vea con medias de seda, liguero y con más pintura en la cara que todos los cuadros del museo del Louvre juntos―añadió bajando la voz.

Los tripulantes rieron.

―¡El jefe con liguero!... ¡Mataría por ver eso! ―dijo uno, el que parecía más estúpido.

―¡Cierra la boca, bocazas! Si el jefe te escucha… date por muerto ―le recriminó otro.

Camille se desnudó la parte superior para atraer al máximo la atención de los hombres. Incluso acudió a la llamada del sexo gratis el que vigilaba alrededor de la cubierta. De esa forma John podría escapar sin el menor problema por la proa.

―¡Mamma mia! ¡Qué tetas tiene la señorita! Desde luego merece hasta el último euro que cobra ―dijo el estúpido al ver los perfectos pechos de Camille.

―El día que te decidas… te hago un descuento ―bromeó la puta.

Los demás rieron. Todos sabían que no se lo podían permitir con el sueldo que les pagaba el Tacaño, como solían llamar a su jefe.

La zona de popa, por la que se accedía al yate, disponía de unos asientos, a ambos lados, en forma de “U”. Camille se sentó en el centro de los de estribor.

―Poneos delante de mí ―ordenó la joven―. El dinero que me ha pagado Paolo es para que os la chupe… solo para eso. Pero al que la tenga más grande dejaré que me folle. Eso será un regalito de mi parte.

Camille tuvo que improvisar ante las miradas curiosas, hacía el piso inferior, del tipo que solía guardar la puerta de su jefe. De esta forma consiguió atraer toda su atención. «Este debe ser de la familia o su perro fiel», pensó.

Los hombres quedaron con los pantalones bajados en cuestión de tres segundos. Todos, incluido el perro fiel, estaban totalmente empalmados. A buen seguro lo estuvieron desde que ella llegó al barco.

Sin perder más tiempo, y consciente de que se demoraría más de lo acordado con John, Camille comenzó a chupar el miembro del primero. El resto lo miraron con envidia al percatarse de la maestría mostrada por la supuesta puta.

―¡Qué bien lo haces! ¡La mejor que me han hecho en la vida! ―dijo el que estaba recibiendo placer.

Pocos minutos después le tocó el turno al siguiente en la fila. Del mismo modo éste, y después los demás, respondieron con gemidos y palabras obscenas ante las artes de Camille. Ella no quiso que se corrieran. De ese modo, cuando se fuera, buscarían una forma de terminar y tendría tiempo suficiente para escapar.

Después de hacerle la felación al último, llegó el turno de decidir cuál de ellos recibiría el premio extra prometido. La decisión no fue del agrado del resto. Todos presumieron y se disputaron el privilegio de ser el mejor dotado. Viendo que el tema se alargaba, ella tomó una decisión salomónica: dejaría que los cuatro la follaran, pero disponían de un total de diez minutos.

Camille deslizó el culo hacia el borde del asiento, se levantó el vestido, abrió todo lo que pudo las piernas y se retiró el tanga hacia el muslo derecho. Sacó una cajita de condones y les ordenó que se pusieran uno. Dispuso que el perro fiel, como lo había rebautizado para sí misma, fuera el último. Era el que más le preocupaba de los cuatro.

El primero se arrodilló delante del coño, levantó las piernas de la chica y la clavó hasta el fondo. Tenía un tamaño más que aceptable y en cierto modo Camille lo agradeció. El rato pasado con John no le había satisfecho tanto como hubiese deseado.

―Bien, campeón. Dame placer. ―Trató de calentar aun más el ambiente la mujer―. Te concedo tres minutos antes de que sea turno del siguiente.

El resto, como lobos hambrientos, controlaron sus relojes para que no se excediera ni un solo segundo. Los tres primeros consumieron su turno sin pena ni gloria. El tiempo no era suficiente para obtener grandes logros. Pero el último, debido a que había estado masturbándose un buen rato, consiguió correrse antes de que su tiempo expirase. Sin duda, y a pesar del leve intervalo de tiempo empleado, fue el que consiguió que la joven disfrutara más.

Sin preocuparle como se consolaran el resto, Camille se arregló el vestido, tomó su bolso y se marchó con André en el taxi, que durante todo el tiempo había estado esperando en el muelle.

―Por lo que veo… lo has pasado bien, Camille ―dijo André mientras se dirigían al encuentro de John, que impaciente aguardaba en la furgoneta.

―He de reconocerte que al final he quedado satisfecha ―respondió ella, dibujando una leve sonrisa.

Cuando llegaron el mulato preguntó a su compañera por la tardanza. Ella le explicó los inconvenientes que habían surgido y la forma en que tuvo que improvisar. Él no pareció darle demasiada importancia y sacó el mando que hacía detonar los explosivos.

―¿Quieres tener el privilegio, Camille? ―preguntó John, en un claro gesto de agradecimiento hacia quien más se había expuesto.

―Por supuesto ―respondió ella, que tomó el dispositivo con rabia y decisión.

John y André esperaron expectantes a que su compañera se decidiese. Cuando finalmente apretó el botón, una gigantesca bola de fuego pudo verse en medio del puerto, tras un ensordecedor estallido. Gran parte de los vehículos que estaban estacionados en las inmediaciones, comenzaron a hacer sonar sus alarmas debido a la explosión y a los restos que, como si de fuegos artificiales se tratase, llovieron sobre ellos.

―¡Arrivederci, Paolo! ―Exclamó Camille. En cierto modo se sentía liberada por haber borrado de la faz de la tierra a aquel tipo que tanto miedo había infundido en ella. Pero en el fondo, su mayor motivo de satisfacción era haber vengado los maltratos y muertes con que “ese ser despreciable”, como ella solía decir, había castigado a numerosas mujeres.

Antes de que aquello se plagara de coches de policía y la cuidad se convirtiera en una olla a presión, John se sentó al volante y se machó con Camille. André hizo lo propio con el taxi. En las inmediaciones del hotel donde se alojaba Carolina, John se detuvo, cedió su asiento a Camille y se dispuso a marcharse. Aunque la dosis de droga que había dado a la española era mayor que la que tomó el Bastardo, no podía arriesgarse a que despertara y no le encontrara con ella. Por lo tanto regresó a la habitación del mismo modo que había salido: por el garaje y evitando ser visto.

―Nos vemos en Paris ―dijo John al despedirse de su compañera y la besó en los labios.

―Nos vemos en Paris ―respondió ella y se marchó.

Continuará…

 

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