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Bragas de seda: Un plan seductoramente elaborado

en Sexo Anal

 

 

 

ÍNDICE DEL CAPÍTULO V

NOTA.

RESUMEN DE LOS CAPÍTULOS ANTERIORES.

RALATO: De cómo un plan perfecto precisa de medidas extraordinarias para que todas las piezas encajen como deben

I – Una visión divina.

II – Vino y mujer, una combinación difícil de resistir.

III – Una noche prometedora.

IV – Un plan perfecto proporciona los resultados deseados.

 

NOTA.

Éste es el quinto relato de la serie “Bragas de seda”. Ésta se compondrá de otros tantos capítulos; pero, a pesar de ser una historia continuada, cada relato o capítulo tendrá un principio y un final con pleno sentido, sin que queden a medias. Es obvio que, para entender toda la historia, el resto de capítulos son importantes, aunque para uno concreto no lo sea. Por ello, os invito a leerlos todos porque estimo que no os defraudarán. Los que no quieran o necesiten hacerlo, les animo, al menos, a que lean la introducción que hago en el primero: “Bragas de seda: ¡Cómo una tormenta lo cambia todo!”. Apenas os robará un minuto leerlo, y podréis tener una idea clara de lo que pretendo con estos relatos.

Quiero dejar claro que mi intención no es crear relatos con absoluto rigor histórico; tan solo pretendo divertirme y que vosotros también lo hagáis. En algunos aspectos concretos, los que estime importantes y oportunos, intentaré documentarme lo necesario para no distorsionar la Historia. En otros, de menor transcendencia, puede que deje volar la imaginación e improvise o invente.

Sin más que decir, os deseo una lectura entretenida, espero que os guste, y os agradezco el tiempo que me dedicáis.

Atentamente: Luz Esmeralda.

 

RESUMEN DE LOS CAPÍTULOS ANTERIORES.

Año 1.561. La joven Rocío viaja con su padre hacia el Nuevo Mundo. Durante la travesía, el barco naufraga por culpa de una tormenta. Rocío es rescatada por un barco negrero y sometida a todo tipo de vejaciones sexuales por la tripulación. Con ayuda de los esclavos, se hace con el barco y envía a la tripulación al fondo del mar. De regreso a España, y muerto su padre, es repudiada por su hermano que no acepta que fuera forzada sin haber hecho nada por impedirlo. Finalmente, decide marchar a Málaga con sus compañeros de viaje Álvaro y Damir con la intención de recuperar el barco y marchar en busca de aventuras y fortuna.

 

RELATO - De cómo un plan perfecto precisa de medidas extraordinarias para que todas las piezas encajen como deben.

 

I – Una visión divina.

Después de pasar la tarde entera contando sus peripecias a Rodrigo, Rocío se sintió muy cansada, y el estómago le recordaba, con evidentes gruñidos, que era la hora de la cena. Ya había anochecido, y cayó en la cuenta de que no había visto la puesta de sol; por primera vez en varios años, tuvo un verdadero motivo para no hacerlo. Se fijó en los ojos de su amigo y notó que la miraban de forma diferente, rebosantes de emoción y ternura. No acertaba a imaginar si lo hacía como un buen amigo o tan solo como párroco del pueblo. Él no dijo nada, simplemente esperó a que fuera Rocío quien rompiera el silencio en el que se habían sumido durante los últimos minutos. «Quizás está escandalizado por mi relato y reza a Dios por mi alma», pensó Rocío, tratando de imaginar cuáles eran sus pensamientos. Hizo un gesto con la mano, indicando a Rodrigo que le acercara un vaso de agua. Cuando él tomó la jarra, vertió el poco líquido que en ella quedaba, apenas lo suficiente para llenar medio vaso. Entonces, Rocío pudo notar como todo su cuerpo estaba empapado en sudor; se había ido tomando toda el agua a medida que avanzaba con su relato. Extendió el brazo hacia el lateral derecho de la cama, y trató de tirar del cordón con el que llamaba al servicio. Rodrigo se levantó de la silla al ver no podía llegar y lo hizo él.

—¡Gracias, amigo! —dijo ella rompiendo el silencio—. Durante varias horas has escuchado mi relato, y no me has interrumpido hasta que lo he hecho yo por voluntad propia. ¿Cómo te sientes? ¿Incómodo? … ¿Extrañado?... ¿Escandalizado?

—No sabría decirte —contestó él—. Siendo sincero, como amigo, solo puedo decirte que no me atrevo a juzgarte. Como siervo de Dios, tampoco puedo hacerlo, pues no se trata del sacramento de la confesión. Entiendo que fueron duras y penosas las circunstancias por las que tuviste que pasar, y que poco o nada pudiste hacer por evitarlas. Si te sirve de consuelo, aprecio mucho el valor y la determinación que tomaste ante cada una de ellas. —Se acercó a Rocío y tomó su mano en señal de amistad y confianza.

Ella la cogió y apretó fuertemente, intentando buscar el consuelo y el coraje que precisaba para seguir narrando su historia. Pero eso ocurriría después de la cena; estaba casi desfallecida y sin fuerzas para hablar demasiado. En este sentido, y ante la tardanza del servicio en acudir a su llamada, hizo un esfuerzo para gritar:

—¡CLARAAAAAAA! ¿DÓNDE TE METES, DESDICHADA?... ¡CLA…

—¡Sí, señora, ya estoy aquí! —respondió la criada tras abrir la puerta, impidiendo que su señora terminase de pronunciar su nombre por segunda vez.

—¿No escuchaste la campanilla? Hace rato que llamé —dijo Rocío con muy mal humor.

La criada quedó pensativa una fracción de segundo y respondió:

—¡Lo lamento, señora! Bien sabéis que tengo buen oído, y os juro por Dios… ¡Perdón, padre! –Se excusó ante el clérigo—. Os prometo por mi madre, ¡qué Dios tenga en su gloria!, que no he oído la campanilla.

—Ya me lo puedo imaginar —dijo Rocío con gesto serio—. Estando la campanilla en la cocina… ¿Cómo la vas a escuchar desde el otro lado de la puerta de mi aposento? ¿Acaso tu trabajo consiste en escuchar tras las puertas? —añadió, y señaló con el dedo acusador a Clara.

—¿Yooo? ¿Mes llamáis cotilla, señora? ¡Pero si estoy más sorda que una piedra!... ¡Perdón! ¿Habéis dicho algo, señora? —Se introdujo el dedo índice en el oído y lo giró como si intentara desatascarlo.

—¡Calla, descarada! —ordenó Rocío—. No me has escuchado hasta que te he llamado a gritos. No me hagas enfurecer, porque te mando a dormir al gallinero. Ese es el único lugar donde pasas desapercibida. Cualquiera, que te viera en él, pensaría que eres una más… ¡Por chismosa!

Ante el cariz que tomaba la reyerta, el párroco intervino llamando a la calma y a la serenidad. Por un lado, temió que Rocío se enojara lo suficiente como para cumplir sus amenazas; más, después de escuchar sus aventuras y la forma en que trató a determinados individuos. Por otro lado, se apiadó de Clara que tenía por costumbre hablar más de la cuenta, incluso más que escuchar tras las puertas. Una vez calmada, Rocío ordenó a la criada que sirviera la cena en el comedor; se sentía con fuerzas para levantarse o, al menos, para intentarlo.

—¡Muy bien, señora! ¡Así me gusta! —exclamó la criada—. Que aireéis un poco la cama que huele a… —Se contuvo ante la mirada del párroco que le indicaba con los ojos que no continuara la frase, ¡por lo que pudiera pasar!— Bien, señora, ¿qué vestido os vais a poner? ¿El de los lunes, martes, miércoles… y así hasta el domingo? Tened en cuenta que hace varias semanas que lleváis en cama, y que, salvo el camisón, no os habéis vestido con ningún otro trapo que no fuera ese. —Siguió hablando como si se hubiera tragado a un buhonero.

—¿Cuándo callarás, loca? —Rocío pareció desesperarse—. Coge uno cualquiera, el primero que encuentres en el vestidor. Pero hazlo pronto, antes de que nos venga a cantar el gallo.

Clara entró en el vestidor y salió con un vestido celeste, justo el que más desagradaba a su señora.

—Daos prisa, señora, que la cena se enfría y recalentada no sabe tan exquisita —dijo al tiempo que retiraba la sábana que cubría a su señora. Mientras lo hizo, no dejó de farfullar entre dientes.

El cura quedó perplejo, y recorrió con la mirada el cuerpo de Rocío, desde la cabeza hasta los pies: al retirar la sábana, clara dejó a su señora casi desnuda; debido a que el tejido de su camisón era blanco y muy ligero, y por efecto del abundante sudor que bañaba su cuerpo, el párroco observó cómo se trasparentaban, en todo su esplendor, los sugerentes pechos de su amiga, y pudo ver que los pezones se mostraban erguidos y sonrosados bajo la tela. Lejos de retirar la mirada y dirigirla al cielo santiguándose, siguió explorando su cuerpo con los ojos, hasta notar la mancha oscura que se marcaba casi entre las piernas. Aunque lo correcto hubiese sido que dirigiera la vista hacia otro lado, no se puede obviar que los sacerdotes, aunque lo tengan reprimido muy en el fondo de su corazón, también son hombres y como tales conservan sus instintos.

—¡Clara! Como te coja, te voy a retorcer el pescuezo como si fuera el de un pollo —dijo Rocío al verse en esas circunstancias, delante de la atenta mirada de su amigo. De forma instintiva se sentó en la cama, agarró la sábana, volvió a cubrirse y siguió hablando con un tono más amenazador­—. Mañana hago llamar a tu padre y le digo que te lleve con él… ¡Ya no te aguanto más!

—Perdonad que no me entretenga, señora… — Clara vaciló un instante—. Es que… —volvió a vacilar—, me acabo de acordar que no he cerrado la puerta de la pocilga y temo que se escapen los cerdos —añadió, y salió corriendo de la estancia.

Rocío quedó con la palabra en la boca al ver como huía la criada. Reaccionó tras un par de segundos.

—¿Pocilga?... ¿Cerdos?..., pero, ¿cuándo hemos tenido cerdos? ­—se preguntó a sí misma en voz alta—. ¡CLARAAAAAAAAA! ¡De esta no te escapas, ingrata! ­—añadió al darse cuenta de la treta empleada por la criada para salir airosa… por el momento.

Rodrigo, que ya se había repuesto de la “visión divina” que había tenido segundos antes, no pudo evitar reír con ganas ante los enredos de Señora y Criada. Pidió a su amiga que se calmara y que se vistiese, añadiendo que se dirigía hacia el comedor donde esperaría para cenar. Curiosamente, durante la cena, la persona que les sirvió fue Pepa, la cocinera. Ante las preguntas de Rocío sobre dónde se encontraba Clara, Pepa respondió lo siguiente:

—Disculpad, señora. Hace un rato que ha venido a la cocina escupiendo maldiciones y afirmando que su vida había terminado. Después, ha añadido que iba a su cuarto a escribir una carta a su novio, para que venga a por ella. Yo he pensado… «¿Novio?... ¿Qué novio?... Si es tan fea que cuando nació nadie quiso darle unas palmadas por si lloraba». —Al sentirse regañada por la mirada del párroco, decidió olvidarse de las bromas de mal gusto y continuó­—. ¡Lo siento, Padre! Lo único que sé cierto es que, desde hace casi media hora, no le he visto el pelo y mucho menos he escuchado su irritante voz, lo que me resulta más sospechoso.

—¡Está bien, Pepa! Puedes ir a dormir. Pero antes prepara el cuarto de invitados para que el señor Párroco pase la noche; ya es muy tarde, y no son horas de viajar por esos caminos dejados de la mano de Dios —dijo la señora—. Ya se encargará Clara de recoger esto mañana, siempre y cuando no tengamos la buena ventura de que realmente tenga un novio misterioso y, ¡tonto, ciego y desesperado!

Tras irse la cocinera, Rocío y su amigo quedaron solos. Después de cenar como si hiciera varios días que no tomaba alimentos, ella se sintió con fuerzas renovadas para continuar con su relato. Ambos se sentaron en la gran terraza por la que se accedía al jardín desde el comedor, y Rocío dijo así:

—Estimado amigo, todo cuanto te he narrado ha sido una pequeña parte de la historia, la menos reprobable, me atrevo a decir; el resto es lo que, posiblemente, me mande al infierno de cabeza. Estás a tiempo de levantarte e ir a la cama a descansar.

—No, Rocío, no temas —respondió Rodrigo—, que a estas alturas de tu relato, no creo que nada pueda ser peor o, al menos, tan delicado como lo narrado.

—¡Como quieras! —dijo ella—. Reconozco que antes me sentí muy incómoda en cuanto a la forma de relatarlo; ahora prefiero continuar como si fuera una historia que ocurrió alguien ajeno a nosotros o, cuando menos, a mí. Estimo que, así, me sentiré con mayor valentía para dar según que detalles. —Terminó de argumentar.

—No importa. Puedes hacerlo como más te plazca y mejor te sientas. —Se mostró complaciente Rodrigo.

—¡Bien! En ese caso, la historia continúa así:

Como dije, antes de interrumpir el relato, Rocío y sus dos amigos decidieron regresar a Málaga, y recuperar el barco que habían arrebatado al capitán Espinosa y su tripulación después de enviarles al fondo del mar. Teniendo en cuenta que ninguno de los tres tenía motivos para permanecer en España, su mayor ambición era hacerse a la mar en busca de fortuna.

 

II – Vino y mujer, una combinación difícil de resistir.

Cuando llegaron a la villa, hablaron con el oficial al mando del puerto. Éste les dijo que era imposible que recuperaran el navío pues, entre otras cuestiones menos importantes, había pasado a pertenecer a La Corona Española. Los argumentos esgrimidos fueron varios; pero, el de mayor peso, se basaba en la duda razonable que existía sobre la veracidad de los hechos descritos por ella misma el día que atracaron en puerto. Debido a la falta de otros testimonios más imparciales, el barco quedaba confiscado a la espera de que alguien lo reclamara alegando su titularidad o cualquier motivo que demostrase sus intereses o derechos legales sobre él. Rocío protestó enérgicamente durante un buen rato, sin importarle el alboroto que pudiera promover e, incluso, pasar la noche en el calabozo. De nada le sirvió ser la hija del fallecido Gobernador de la Capitanía General de Santo Domingo: muerto su padre, esa condición carecía de importancia, a pesar de ser miembro de una de las familias nobles más importantes y distinguidas de toda Andalucía.

Viendo que poco o nada podía conseguir discutiendo con un hombre obstinado y fiel a su condición de militar, decidió marcharse y pensar en una forma menos diplomática para conseguir sus propósitos. Una vez estuvo en la calle, se reunió con Álvaro y Damir.

—Nada podemos hacer —dijo Rocío a sus dos amigos—. Es imposible razonar con un buey que solo cumple con las órdenes recibidas; no obstante, no perdáis la esperanza, algo se me ha ocurrido y espero tener éxito con mi plan. —Se mostró decidida y segura de sí misma.

—Dime Rocío, ¿en qué has pensado? —preguntó Álvaro.

—No te preocupes, amigo. Hay cosas que solo una mujer decidida puede lograr sin que corra la sangre —contestó intrigando a sus compañeros. Acto seguido, se abrazaron por los hombros formando una especie de corrillo, juntaron sus cabezas y les contó su plan.

Satisfechos con la idea, los tres se fueron con la intención de volver al caer el sol. Justo antes del ocaso, Rocío se escondió entre unos barriles que había frente a la oficina del oficial; Álvaro y Damir permanecieron al final del muelle esperando acontecimientos. Instantes después, el militar salió para realizar el cambio de guardia, y se marchó una vez concluido el ritual castrense. Ella lo siguió manteniendo una cierta distancia y con cuidado de no ser descubierta; albergaba la esperanza de que se dirigiera a alguna de las tabernas próximas al puerto donde pretendía llevar a cabo su idea. Al ver que el militar tomaba otro camino, posiblemente hacía su casa, se apresuró a interceptarlo. Para ello, tomó una callejuela paralela y corrió para adelantarse. Escondida tras una esquina, esperó a que él llegara.

­—¡Buenas noches! —le saludó, haciéndose la encontradiza—. ¿Dónde va tan solo, a estas horas, un caballero apuesto y valiente? —añadió, aparentando estar ebria.

—¡Buenas noches! —Devolvió el saludo— Voy a casa con mi mujer y mis hijos. He terminado el servicio por hoy y me acostaré tras cenar —respondió a la pregunta formulada por Rocío.

—¿A dormir? ¿A caso no tenéis una mujer fogosa que os caliente la cama y… lo demás? —preguntó mientras le miraba la entrepierna.

—Sabed, señora, que vuestro comportamiento no me parece digno de una dama respetable. —Se mostró enérgico— ¡Por Dios! Apestáis a vino. —Percibió el olor que despedían las ropas de la joven, deliberadamente impregnadas para causar ese efecto.

—Disculpadme, señor. He pasado la tarde en una taberna, despidiéndome de mis amigos; parten para Sevilla al alba y no nos veremos en mucho tiempo —alegó para justificar su falsa borrachera—; pero, justo en el momento en que mi cuerpo se acaloraba por los efectos del vino —se abrió el escote, mostrando ligeramente los pechos y abanicándose con ambas manos—, ellos se han marchado, dejándome sola y sin el consuelo que mi cuerpo precisa para apagar el fuego que lo consume. —Se abrió un poco más el vestido.

El oficial, sin perder detalle de la carne que sobresalía apretada por el corsé, comenzó a sentir el calor que Rocío despedía de su juvenil y exuberante cuerpo. Antes de que él pudiera reponerse de la impresión causada, ella se acercó un poco más y pegó los pechos al uniforme. Señalándoselos dijo:

—¡Por favor, caballero! Sopladme un poco, ¡por Dios os lo imploro! Si no lo hacéis… creo que voy a desfallecer aquí mismo.

Él se apresuró a satisfacer los ruegos de tan deseable hembra. Durante unos segundos, se esmeró en refrigerar las protuberancias que sobresalían amenazando con reventar el corsé. En ese momento, Rocío pareció desvanecerse, y él la tomó entre sus brazos para que no cayera, sintiendo como los pechos oprimían el suyo.

—¡Por favor, caballero! —dijo ella con tono lastimoso—. Llevadme a una taberna, pues tanto vino con el estómago vacío nada bueno puede acarrearme.

El militar accedió y, como buenamente pudo, la llevó sin perder más tiempo. Una vez en la taberna, Rocío devoró tres raciones de jabalí asado y dos grandes pedazos de queso de cabra, su favorito. Todo ello mojado con una jarra de agua fresca. A pesar de no tomar vino, insistió a su invitado para que bebiese cuanto quisiera, llenándole, una y otra vez, su copa incluso antes de que terminara de vaciarla. El oficial, que dijo llamarse Teodoro Ordoñez, con cada trago fue perdiendo su dignidad de militar a medida que surgía el hombre y su apetito carnal.

No pasaron más de dos horas desde que llegaron a la taberna y, para entonces, Teodoro parecía un vulgar marinero y Rocío una ramera cualquiera: él había quedado en camisa, desabrochada por completo y prácticamente roja debido al abundante vino derramado; ella, con la parte superior del vestido completamente abierto, apenas ocultaba los pechos bajo el corsé que los aprisionaba hasta el punto de sentir ahogo. El grado de embriaguez que presentaba Teodoro era muy elevado y sus manos demasiado ligeras; no dejaban de recorrer la espalda de Rocío que se encontraba sentada sobre su pierna derecha. Ante tales atenciones, ella dio el siguiente paso.

—Teodoro, mi galante general, haced pronto algo con mi corsé o creo que moriré de asfixia —dijo con tono picarón.

—Señora, debéis saber que tan solo soy capitán. Pero si os place llamarme general, no seré yo quien os niegue semejante capricho —respondió el hombre de forma atropellada debido a los efectos del vino—. Pero con gusto os aflojare los cordones del corsé, para que podáis respirar con normalidad —añadió y comenzó a desatarlo torpemente.

Cuando Rocío se vio liberada de la presión, agradeció a Teodoro su consideración llenándole el rostro de besos. Él trataba de zafarse de ellos porque únicamente pensaba en los senos de la joven.

—¡Vive dios, que jamás vi unos atributos como los vuestros! —dijo el oficial mientras deslizaba la mano izquierda por ellos.

—Si os gustan, son completamente vuestros —dijo Rocío dejándose hacer y con uno de ellos fuera de su prisión.

A pesar del espectáculo que ofrecían ante el resto de clientes, nadie pareció fijarse demasiado: tan solo eran, en apariencia, un soldado borracho y una buscona que seguramente ansiara quedarse con los dineros de su bolsa. Después de varias horas bebiendo y divirtiéndose, Rocío le propuso ir a un lugar menos concurrido y más íntimo para estar cómodos. El capitán Ordoñez no lo dudó un instante, y propuso que fueran al cuartel donde residían los soldados solteros. En aquel lugar, afirmó que nadie les molestaría pues disponía de un cuarto privado para las noches en que estaba de guardia. Ella se negó con rotundidad alegando que, si iban a un lugar lleno de hombres solteros, posiblemente terminara yaciendo con todos. Las palabras de Rocío despertaron, en Teodoro, el egoísmo por no compartir su conquista, y terminó por ceder ante los caprichos de la joven.

—Podemos ir a una casita que hay a las afueras de la villa y que me han dejado unos amigos para los días que permanezca aquí —propuso Rocío—. Aunque se encuentra un poco alejada, no tendremos que caminar, pues dispongo de un carruaje que me aguarda no muy lejos de aquí.

Aunque la propuesta parecía algo sospechosa, Teodoro no se percató de tal circunstancia por culpa del vino y del furor sexual que sentía en esos momentos. Sin más, aceptó la oferta, y ambos se fueron después de que Rocío pagara la cuenta por todo lo consumido, moneda sobre moneda. Llegaron a una placita cercana donde se encontraba el coche prometido por la joven. Subieron a él, y ella ordenó al cochero que les llevara a casa.

 

III - Una noche prometedora.

Durante un rato, recorrieron las oscuras y solitarias calles de la villa hasta salir de ella. Prosiguieron varios metros más por un camino atestado de baches y charcos de agua, consecuencia de las abundantes lluvias que, el día anterior, había soportado gran parte de la comarca. Finalmente llegaron a una coqueta casita de dos plantas, presidida por tres grandes nogales y rodeada de campos de cultivo. Iluminada por la luna llena, el aspecto que presentaba resultaba cogedor y apropiado para una noche que se presumía pasional y lasciva.

El carruaje se detuvo frente a la vivienda y ambos descendieron. Sorteando el barrizal, se dirigieron al interior con prisa. Apenas cruzaron la puerta, el hombre la cerró de un portazo, completamente desesperado por estrechar entre sus brazos a la joven que tanto deseaba. Sin tiempo que perder, agarró por la espalda a Rocío y estrujó su delicado cuerpo con fuerza, casi hasta el extremo de quebrar sus frágiles huesos.

—No puedo creer que vayáis a ser mía esta noche —dijo mientras le oprimía los pechos por encima del vestido—. Sois la mujer más bella del Reino y, sin duda, la más deseable y fogosa de cuantas he conocido —añadió fuera de sí.

—Calma, señor, no tengáis tanta prisa, que la noche apenas está empezando —dijo ella, deshaciendo el abrazo que le aprisionaba—. Si os comportáis así de fogoso con vuestra esposa, no tengo la menor duda de que debe ser la mujer más afortunada y satisfecha de todas —afirmó con rotundidad.

Le tomó de la mano, y juntos subieron la escalera que llevaba al aposento. Delante del lecho, se abrazaron y besaron apasionadamente como si de dos recién casados se tratase. Instantes después, ella se separó ligeramente y de un empujón logró que Teodoro cayera sobre las sábanas.

—Sed bueno y no os levantéis —ordenó Rocío— voy a deleitaros con algo que no olvidaréis durante el resto de vuestros días. —Comenzó a desabotonarse el vestido—. Estoy bien segura de que vuestra esposa nunca os ha ofrecido, a la vista, un regalo semejante.

Una vez se hubo quitado el vestido, continuó con el corsé y con el resto de la ropa hasta quedar como Dios la trajo al mundo. Teodoro se mostró muy impaciente, y no veía llegar el momento de echarse sobre ella, en el lecho, y fornicar frenéticamente hasta quedar satisfecho. Rocío, consciente de tal circunstancia, se acercó a él y comenzó a quitarle la ropa. «A pesar de no ser demasiado apuesto, he de reconocer que tiene un cuerpo bien formado y que parece muy vigoroso. Si todos los soldados de Su Majestad son como éste, ganarían más batallas si sedujeran a las esposas de sus adversarios», pensó Rocío. Finalmente consiguió despojarle de todas sus vestiduras y decidió pasar a la acción.

Él permanecía tumbado boca arriba, y ella, gateando por la cama, se colocó sobre su cara, con las piernas abiertas y prácticamente sentada, consiguiendo taponar boca y nariz con su sexo. Teodoro sintió que le faltaba el aire; aun así, comenzó a lamer el rico “panal de miel” que se le ofrecía. Ella comenzó a contorneándose a medida que el placer le llegaba desde la entrepierna hasta el cerebro. «He de reconocer que no lo hace nada mal. Al menos se esmera más que cualquiera de los tripulantes del barco negrero… incluido el capitán Espinosa», se dijo a sí misma. Teodoro no dejó transcurrir demasiado tiempo y consiguió sacar la cabeza de entre las piernas de Rocío, jadeante debido al esfuerzo y a la falta de aire. Intentó levantarse con la firme intención de penetrar a la joven; sin embargo, ella se lo impidió con la promesa de algo que le haría ver todas las estrellas del firmamento, según sus palabras.

Gateando de nuevo, esta vez hacia atrás, se colocó justo encima de las rodillas del hombre. Le pidió que no dijera palabra alguna y que se dejara guiar por ella. Él permaneció expectante a la espera de lo que le hiciera; no cabía la menor duda de que estaba ansioso por desfogarse; pero la intriga por lo que aquella “diosa” —según la definió— pudiera ofrecerle, fue mayor que sus propios deseos. Sin más preámbulos, Rocío se acercó al miembro de Teodoro, lo tomó con las manos y comenzó a deslizar la lengua por toda su superficie, desde la base hasta la punta, repetidas veces. Los gemidos de Teodoro no tardaron en escapar de su garganta, aumentando de intensidad y frecuencia en el momento en que la joven se lo introdujo en la boca. «¡Qué delicia! Si mi esposa me dedicase estas atenciones, a buen seguro que yo no conocería a todas las rameras de Málaga», pensó mientras disfrutaba de su buena suerte. Mientras tanto, Rocío se afanaba por lamer y succionar la verga, no demasiado grande, pero sí lo suficiente.

—¡Está bien! Ya va siendo hora de que gocemos ambos —dijo Teodoro inesperadamente y obligando, con ambas manos, a que se retirara Rocío.

—No seáis tan impaciente —dijo ella—. Antes bebamos un poco de vino, que tengo el gaznate seco. Mirad, aquí tengo una jarra casi llena.

El hombre asintió con la cabeza, y ambos bebieron directamente del recipiente. Durante unos instantes, él pareció dar preferencia a regar el estómago antes que al deseo carnal; sin embargo, esta circunstancia no duró demasiado tiempo. Ante sus requerimientos para culminar el acto sexual, Rocío se resistió y mostró poco dispuesta.

—No alberguéis la menor duda de que ardo en deseos de entregarme a vos —comenzó a decir Rocío—; a pesar de ello, no quiero que me hagáis vuestra y mañana os olvidéis de mí. Tened en cuenta que soy mujer ardiente y que preciso de atenciones a diario. Tenéis que prometerme que no os olvidaréis de mí y que, al menos, me dedicaréis un par de noches por semana. El resto las dejo para que deis gusto a vuestra esposa.

—Tenéis mi palabra de oficial y caballero —aseveró el capitán—. Ahora recostaos sobre el lecho, que no aguanto más —ordenó.

Ella se tumbó, boca arriba, apoyando la cabeza sobre la almohada y dejó que él llevara la iniciativa. Teodoro, a pesar de sentirse de nuevo mareado, abrió las piernas de Rocío que estaban totalmente extendidas. Al no verse capaz de abordar a la joven de esa manera, hizo que ella las flexionara y abriese un poco más, facilitando, de esta forma, una entrada libre de obstáculos. Se acomodó entre las piernas y fue introduciendo “su sable” con torpeza, pero decidido. Apoyado sobre los codos, comenzó a tomar posesión de la gruta conquistada, con constantes y demoledores envites. La joven no tardó en mostrar su satisfacción por el gusto recibido, y, entre jadeos y pequeños gritos, pudo decir:

—¡Sí, mi general! Hacedme vuestra, y obligadme a gritar hasta que la dicha del orgasmo recorra todo mi cuerpo. Si me complacéis como reclamo, ¡juro que haré de vos el hombre más satisfecho de todos!

—Ciertamente, señora, sois la hembra más fogosa de cuantas existen —afirmó Teodoro, con sofoco—. Si fueseis una cortesana complaciente, a buen seguro que os haríais con el reino que os propusieseis. —Argumentó su afirmación.

Mientras fornicaban enloquecidos y con gran alboroto, el ruido, que la madera del lecho producía, daba buena muestra de la violencia con que el hombre se empleaba. Rocío ya no pudo contenerse y gritó como si le arrebatasen la vida con cada acometida. Durante un buen rato, los dos se entregaron apasionadamente; pero ella no tenía la menor intención de que él terminase dentro de su sexo. Para lograrlo, de vez en cuando se detenía y distraía a su amante con algún comentario que le hiciera perder la concentración. Tan efectivo fue su plan que, diez minutos después, Teodoro se sintió agotado y sin haber conseguido su propósito de eyacular. Rendido y sofocado, cayó sobre el frágil cuerpo de Rocío que precisó de un gran esfuerzo para quitárselo de encima.

—Rocío, eres muy fogosa y totalmente insaciable —dijo con amargura Teodoro—; pero no sé qué me pasa, no puedo terminar de irme. Puede que sea porque nunca he estado con una hembra que esté a tu altura —añadió desconsolado.

—¡Vaya! Veo que has dejado de lado las formalidades y ahora me tuteas—dijo Rocío—. ¡Me parece muy bien! Hablarnos de forma amistosa facilita una mayor confianza. Toma un poco de vino para refrescarte y después lo intentamos de nuevo —añadió quitando importancia a la situación.

El capitán Ordoñez no hizo ascos al ofrecimiento y bebió hasta vaciar la jarra: tenía tanta sed y estaba tan acalorado, que más que vino le pareció agua. Después de unos minutos reposando, se sintió algo descansado y decidido a terminar lo que había empezado. Propuso a Rocío que se colocara “a cuatro patas” para no fatigarse demasiado y aguantar más tiempo, lo necesario hasta poder desfogarse. Ella aceptó imponiendo una condición:

—¡Sea como quieres!; aunque no deseo que derrames tu leche dentro de mi vagina, no quiero quedar preñada de un hombre casado y con hijos. No sería bueno para mí, puesto que el resto de los hombres me repudiaría y quedaría marcada para siempre.

Teodoro se mostró confundido por las palabras de Rocío, y no alcanzó a imaginar un método mejor para conseguirlo. Ante el rostro inseguro de su compañero sexual, ella le ordenó que se tumbara. Una vez estuvo acostado, se situó de rodillas sobre él, con las piernas a ambos lados del cuerpo. Masajeó la verga durante unos instantes, justo hasta que la notó bien dura y erguida. Tras conseguirlo, se colocó en cuclillas, tomó el miembro con la mano derecha y lo dirigió al pequeño orificio trasero. Después, simplemente se dejó caer hasta ensartársela por completo. Teodoro, que había permanecido con los ojos cerrados a la espera de que ella hiciera lo que se proponía, notó que su falo no había entrado con la soltura con que lo hizo anteriormente.

—No me digas que lo has metido por donde imagino —dijo confundido.

—Sí —contestó Rocío—. ¿No me dirás que tienes prejuicios al respecto?

—No, ninguno. Es solo que… que nunca había probado por ese orificio. —La confusión de Teodoro se hizo más evidente—. De hecho, jamás conocí a mujer alguna que gustase de ello, ni siquiera las rameras de los burdeles se dejan, al menos todas las que he conocido a lo largo de los años. —Terminó confesando.

—Entonces relájate y disfruta de tu primera vez —dijo ella y comenzó a cabalgar sobre él.

Con las piernas muy abiertas, y apoyada con las manos sobre el pecho de Teodoro, Rocío dejó ver con claridad como el miembro de su amante entraba y salía, cada vez con más rapidez. El hombre se deleitaba con la escena y su excitación crecía al notar la presión sobre la verga cada vez que entraba. Debido al movimiento acelerado, los pechos de Rocío se balanceaban coronados por los pezones que, duros y erguidos, se ofrecían gustos a Teodoro. Este los agarró y pellizcó con fuerza y determinación, totalmente descontrolado por el placer que sentía. Ella, temiendo que el hombre se corriera antes de lo esperado, se detuvo y puso en pie. Él, absolutamente contrariado por el gesto de Rocío, protestó:

—¿Por qué te has detenido? ¿He hecho algo que te haya ofendido o molestado?

—No, no has hecho nada malo. Es solo que… —Dejo pasar unos segundos de intriga—. He pensado en lo que hemos hablado antes.

—No entiendo a qué te refieres. Habla con franqueza —dijo Teodoro.

—Sigo pensando que, después de esta noche, nunca más querrás saber de mí. Menos sabiendo que practico la sodomía. —Rocío se sentó en el lateral de la cama y pareció sollozar.

—Pero, ya te di antes mi palabra de que eso no ocurrirá. —Trató de consolarla—. ¿No te basta con eso?

—¡NO! —Respondió ella con rotundidad.

—Entonces dime que es lo que deseas que haga para convencerte de mi sinceridad. —Teodoro se mostró dispuesto a concederle cualquier cosa, a juzgar por sus palabras.

Rocío permaneció callada unos instantes, como si pensara en algún deseo que la convenciera. Finalmente volvió a hablar:

—Quiero que me lo des por escrito. De esa forma nunca podrás decir que olvidaste lo prometido o, de no ser así, podré reprochártelo si me rechazas.

El capitán Ordoñez rió con ganas, totalmente sorprendido por semejante petición.

—No puedo hacer lo que me pides. Si lo hiciese, sería como reconocer que mi palabra de oficial y caballero no tiene ningún valor. ¿Entiendes mis motivos?

—Sí, los entiendo. Pero tú debes comprender también los míos. Si me niegas la prueba que te pido, no tenemos nada más que decir. —Se levantó e hizo intención de vestirse.

Teodoro, temiendo que todo terminara por una tontería, saltó de la cama e impidió que Rocío se pusiera las ropas.

—¡Está bien!, si eso es lo que quieres, ¡sea! —dijo Teodoro, en un intento de contentar a la joven caprichosa que tan excitado le tenía.

Al escuchar las palabras de Teodoro, Rocío se acercó al pequeño escritorio que había en el aposento, sacó papel de uno de los cajones y colocó pluma y tintero junto a él. Teodoro se acercó, se sentó en la silla y comenzó a escribir lo que ella le fue dictando. Una vez hubo terminado de hacerlo, se puso en pie con intención de ir hacia la cama y finalizar lo que tanto deseaba. Entonces, Rocío le dijo así:

—Ahora, fírmalo.

—¿Cómo? ¿Por qué quieres que lo haga? —preguntó sorprendido por el nuevo capricho de Rocío.

—Imagino que eres consciente de que un documento sin firma tiene el mismo valor que un terreno sin escritura de propiedad: ¡ninguno! —le dijo al tiempo que deslizaba la mano por el vientre de Teodoro y agarraba con firmeza el miembro.

—¿He hecho lo que me has pedido y no te basta? —Protestó Teodoro.

—No, no me basta. Pero…, si no quieres complacerme, aquí termina todo. —Rocío se mostró intransigente al respecto.

—¡Está bien! Dame el dichoso papel y lo firmo. —Cedió a regañadientes, pero lo hizo.

Ella se mostró muy contenta por la victoria obtenida y corrió hasta la cama. Una vez en ella, se colocó a cuatro patas y meneó el trasero como si fuera una perrita en celo, invitándole, con tono sugerente, a que la tomara por detrás. El hombre, cansado de tanta interrupción, se apresuró a colocarse tras ella y penetró el ano con fuerza y decisión. Eran tantas las ganas que tenía por eyacular, que se empleó como si estuviera librando una batalla: de forma violenta y constante. Rocío no tardó en gritar debido al placer que experimentaba al sentirse poseída con tanta brusquedad. Dispuesta a tener un orgasmo antes de que él terminase, deslizo la mano derecha entre los muslos y se dedicó múltiples caricias en toda la zona vaginal. No tardó demasiado tiempo en conseguir su propósito, y, sin dejar de tocarse, dejó caer el cuerpo hasta acomodar los pechos y el rostro sobre las sábanas. En esta posición, y mientras era embestida desde atrás sin piedad, alcanzó el orgasmo y todo su cuerpo tembló debido al intenso placer. Jadeante y exhausta, se dejó hacer hasta que Teodoro terminó, inundando el recto con abundante y caliente leche. «En verdad que el pobre estaba desesperado. No puedo imaginar la cantidad que ha derramado dentro de mí, pero debe haber sido bastante pues siento las entrañas anegadas», se dijo sorprendida.

—Si lugar a dudas, deberías dedicarte a dar placer a los hombres —dijo Teodoro mientras salía del recto de Rocío. Acto seguido se tumbó totalmente agotado y respirando con ansiedad—. Si lo hicieras, ganarías una fortuna en poco tiempo. Todos los hombres notables de Málaga pagarían autenticas fortunas por el placer de disfrutar lo que me has ofrecido a mí. —Prosiguió tratando de recuperar el aliento.

—No tengo ninguna intención de convertirme en la ramera de nadie —dijo Rocío—. Cuando me entregue a un hombre, ha de ser por un motivo mucho más importante —añadió mostrándose orgullosa.

 

IV – Un plan perfecto propicia los resultados perseguidos.

Pasaba la media noche y Rocío convenció a Teodoro para que durmiera con ella. Para conseguirlo, le hizo ver que no eran horas de volver a su casa y que su esposa le viera en ese estado. Cuando regresara al día siguiente, siempre podría excusarse alegando que asuntos de suma importancia le habían impedido regresar. Siendo militar, y teniendo en cuenta su rango, ella no debería cuestionarse sus argumentos. No tardó mucho tiempo en quedar dormido. Rocío permaneció junto a él más o menos una hora, justo hasta el momento en que tuvo la certeza de que dormía profundamente. En ese momento decidió que era hora de bajar a la planta baja.

—¿Todo ha salido bien? —Preguntó su amigo Álvaro en el momento en que, Rocío, llegó al final de la escalera

—Sí. Todo ha salido a pedir de boca. Mejor de lo que esperaba —respondió Rocío.

—Más vale que así sea. Hace un buen rato que Damir y yo esperamos, aquí abajo, y creíamos que nunca terminarías.

—Lo siento, Álvaro. Cuando las cosas se pretenden hacer bien, el tiempo es lo de menos. ¿Piensas que he disfrutado con esto? —preguntó Rocío al pensar que su amigo cuestionaba sus métodos.

—No, no afirmo nada. De todas formas da igual lo que yo piense. Lo importante son los resultados.

La leve tensión creada por culpa de las circunstancias pareció disiparse, y los tres amigos se mostraron satisfechos. Entonces, Rocío recordó algo que le había estado intrigando durante toda la noche.

—¿Qué ha sido de los dueños de la casa? ¿No habréis empleado la violencia? — preguntó con temor.

—No, no tienes de que preocuparte. —Álvaro tranquilizo a su amiga—. Les propusimos que se fueran a pasar la noche a una posada o donde quisieran. Para darles razones de peso que les motivaran, les puse en las manos dos monedas de oro y se marcharon dando gracias a Dios, a pesar de ser yo quien les entregó los dineros. —Sonrió buscando la aprobación de Rocío.

—Me complace tu forma de negociar, Álvaro. —Rocío se mostró satisfecha—. ¿Habéis conseguido la carta del corregidor?

—En este caso no puedo darte buenas noticias; sin embargo, creo que he conseguido lo más importante. —Se lamentó Álvaro—. Hemos ido a su casa con el recado que habíamos acordado esta tarde. Tras avisarle su criado, nos ha atendido en la puerta, inquieto por si se trataba de malas noticas. Al decirle que el capitán Ordoñez le reclamaba por un asunto de suma importancia, no ha tardado en acompañarnos donde hemos acordado. Una vez allí, se ha negado a redactar el documento que le hemos ordenado, a pesar de amenazarle con quitarle la vida; no obstante, hemos conseguido que firmara un papel en blanco. Para ello, le hemos hecho creer que nuestros compañeros estaban en su casa y que quitarían la vida a su mujer e hijos si no cumplía nuestra exigencia. Al tratarse de un papel en blanco y, por lo tanto, sin un escrito de su puño y letra, ha restado importancia al asunto y ha accedido rubricarlo con su firma. Después le hemos quitado el sello con que añade validez a su firma y que, como tú habías previsto, llevaba en el bolsillo. —Terminó de explicar.

Rocío se mostró muy satisfecha con las gestiones de sus dos amigos; su plan estaba saliendo como lo había planeado. Para culminarlo, tan solo les quedaba salvar el obstáculo de que fuera creíble.

—¿Habéis llevado al corregidor donde hemos acordado? —preguntó Rocío.

—Sí. Le hemos llevado al molino y allí lo hemos amarrado a conciencia. No tenemos que preocuparnos por él. Seguramente lo encontrará el molinero a eso de las ocho de la mañana —respondió Álvaro.

—Yo ir a taberna y hacer que todos creer que capitán marchar fuera de Málaga con ramera —añadió Damir como buenamente pudo.

Rocío se sintió de nuevo complacida con la eficacia de sus compañeros. Entonces sacó el papel que Teodoro le había firmado y se lo mostró a Álvaro y Damir. Ambos sonrieron al ver la firma del capitán en el papel.

—¿Cómo lo has conseguido? ¿No habrás usado la fuerza? —preguntó Álvaro muy intrigado por saber el método utilizado por Rocío. Ésta le respondió de la siguiente forma:

—No, amigo. He conseguido que se desesperara por poseerme y que redactara el documento que habíamos acordado. Una vez lo ha hecho, he dejado que se apartara del papel y he colocado encima el que yo había escrito, tapándolo parcialmente con una jarra de vino. Entonces le he pedido que lo firmara alegando que sin su rúbrica tendría poca validez. Cuando lo ha hecho, el muy incauto ni se ha dado cuenta de que era otro documento lo que firmaba. Después se ha quedado dormido sobre el lecho, con la panza llena de vino y la entrepierna satisfecha.

De esta forma es como consiguieron un papel en blanco firmado por el corregidor, el sello personal de éste y un documento escrito por Rocío y rubricado por el capitán Teodoro Ordoñez. Además, en casa del corregidor no se preocuparían, pues creyeron que había salido para atender un asunto oficial, y, en algunas ocasiones, estos podían demorarle durante muchas horas. Solo quedaba inmovilizar al capitán para que no diera señales de vida durante un día, al menos; todos los clientes de la taberna se encargarían de justificar su ausencia, alegando que estaba entretenido con una ramera. Solo les quedaba éste último cabo por atar. Para ello, subieron al aposento y amarraron a la cama al capitán. Éste no se resistió demasiado pues, además de verse sorprendido, debió pensar que se trataba de un sueño o algo parecido. Cuando fue consciente de lo que ocurría, y de que Rocío no se encontraba sola, se alteró más de lo esperado.

—¿Qué te propones, mala mujer? Si buscas dineros, has de saber que apenas llevo un par de monedas en la bolsa. Si se trata de un asunto de cuernos, he de recordarte que fuiste tú quien me sedujo. Otro motivo no hallo para todo esto.

—No te preocupes por tu pequeña fortuna —dijo Rocío—, no son tus dineros los que busco. Es más, lo que pretendía de ti ya lo tengo y tú me lo has entregado por voluntad propia. —No le dio más explicaciones.

Ordenó a Álvaro y Damir que le amordazasen y aseguraran las ligaduras de forma que le fuera imposible escapara antes de ser descubierto por los dueños de la casa. Así lo hicieron, y, tras ponerse el vestido que tenía preparado en una butaca, Rocío se arregló el cabello y dio color a sus mejillas. De esta forma tan elegante, pasaría por una gran dama y no encontrarían obstáculo alguno. Finalmente se marcharon.

A las seis de la maña, se reunieron en el puerto con tres marineros que habían contratado, y esperaron algo más de media hora a que saliera el sol. Cuando el cielo comenzó a clarear por el horizonte, Rocío, Álvaro y Damir entraron en la oficina del oficial de guardia.

—¡Buenos días, oficial! —Dijo Rocío con tono distinguido.

—¡Buenos días, señora! Soy el sargento Tomás Salgado y estoy enteramente a vuestro servicio—respondió de forma respetuosa—. ¿En qué puedo serviros?

Rocío tomó aliento, adoptó un gesto serio y respondió con calma.

—Ayer por la noche, poco después del ocaso, me reuní en casa de Su Excelencia el Corregidor con éste y con el capitán don Teodoro Ordoñez, asistidos por el secretario del primero. En dicha reunión, se acordó encomendarme la misión de llevar el bergantín “Costa Esmeralda”, amarrado en este muelle, al puerto de Cádiz. Las razones para adoptar dicha decisión fueron varias: por un lado, y la más importante, porque soy la hija de don Esteban De Ronda y Cifuentes, Conde de Ronda, nombrado Gobernador de Santo Domingo por Su Majestad el Rey, y viejo amigo y compañero de armas del señor corregidor; por otro lado, porque tengo que viajar allí para solucionar unos asuntos familiares; finalmente, porque fui yo quien apresó dicho barco y lo trajo a este puerto, y, por consiguiente, porque conozco su manejo y tengo amplios conocimientos de navegación adquiridos durante los meses que viajé en él.

El sargento se mostró sorprendido por las explicaciones de Rocío y durante unos instantes meditó qué decir. Finalmente se decidió y así lo hizo:

—Señora, sabed que no dudo de cuanto decís; no obstante, soy militar y me rijo por las órdenes recibidas. En este sentido, no tengo noticia alguna por parte de mis superiores.

Rocío introdujo la mano derecha en el interior de la manga izquierda de su vestido y sacó dos sobres de tamaño medio.

—Os pido disculpas por mi torpeza, sargento —dijo Rocío—. En estos dos sobres, que os entregaré, tengo las órdenes que precisáis: uno de ellos, redactado por el secretario de su excelencia, contiene lo mandado por éste, y está debidamente rubricado con su firma y refrendado con el sello que confirma que se ordena en el nombre del rey; el otro contiene la autorización que, el capitán Ordoñez, me otorga en cumplimiento de lo mandado por el señor corregidor y que fue escrito igualmente por su secretario. —Le entrega los sobres—. Como podéis ver, ambos están debidamente lacrados y con el sello de su excelencia.

El sargento los abrió y leyó con atención durante unos minutos. Después confrontó la firma y el sello con otros documentos que tenía en uno de los cajones del escritorio. Cuando terminó de hacerlo, dijo:

—En verdad os digo, señora, que la situación es del todo irregular; aun así, las firmas son auténticas y el sello el correcto. Nada tengo que objetar. Dadme hasta medio día para que disponga todo y podáis partir.

—Disculpadme, señor, pero creo que no habéis entendido la importancia de este asunto —dijo Rocío con firmeza—. El hecho de que la reunión se celebrara la noche pasada, y no hoy, se debe a la urgencia con que debo ir a Cádiz; de mi rápida llegada dependen asuntos de suma trascendencia para mi familia.

—Pero, señora —dijo el sargento—, necesito varias horas para conformar una tripulación mínima y aprovisionar el barco con lo necesario. Debéis entender que los marineros han de despedirse de sus familias y preparar las pertenencias que pretendan llevar.

Rocío se mostró contrariada con la poca colaboración recibida por parte del sargento.

—No olvidéis que soy Doña Rocío De Ronda y Velasco, una dama y no una cualquiera —dijo con autoridad—.Todo ha sido planeado hasta el mínimo detalle. Estos dos hombres que me acompañan son mi secretario y mi criado, marineros expertos y con una larga experiencia. Además, el señor corregidor ordenó al capitán Ordoñez que nos facilitara una tripulación que no fuera militar, la mínima imprescindible. Allí los podéis ver, en el muelle. —Se los señaló—. Proporcionadme víveres y unos cuantos barriles de agua, y con eso me tendré por contenta. En estos términos, estimo que saldremos en menos de una hora, con el consiguiente ahorro de tiempo.

El sargento se vio desbordado por la situación; teniendo en cuenta que, Rocío, poseía más autoridad en este asunto que él mismo, únicamente le quedaba la obligación de colaborar en lo que pudiese y bajo sus órdenes. Aún así, le explicó que, según las ordenanzas, era del todo obligatorio que dos soldados formaran parte de la tripulación, como mínimo. A Rocío no le pareció mal este extremo y se mostró agradecida.

—Elegiré a dos de mis mejores hombres, solteros y sin familia en Málaga —dijo el sargento—. De esta forma, ganaremos tiempo al no tener a nadie de quien despedirse. Dispensadme unos minutos, que voy a dar las órdenes pertinentes para que se preparen. —Salió de la oficina.

Durante poco más de una hora, Rocío y sus hombres aguardaron en el muelle mientras se cargaban los víveres y el agua solicitada, y se disponía el barco para zarpar. Cuando todo estuvo dispuesto, Rocío se despidió del sargento.

—Sargento —comenzó a decir—, sabed que, a mi regreso, informaré a vuestros superiores de la diligencia con que habéis acatado las órdenes recibidas.  Habéis superado mis expectativas y, por ello, os estoy muy agradecida. —Le hizo un gesto de aprobación.

—Vuestras palabras me llenan de satisfacción. —El sargento se mostró agradecido—. Ha sido un verdadero honor serviros. Os deseo que tengáis una buena travesía, y que lleguéis a tiempo de solucionar los asuntos que con tanta urgencia os obligan a ir a Cádiz.

Tras la despedida, Rocío subió a bordo y pudieron zarpar. Durante más de cinco horas, navegaron con rumbo Sur, sin alejarse demasiado de la costa. Rocío y sus dos amigos emplearon todo ese tiempo en debatir y planear la ruta que tomarían después de deshacerse de los dos soldados; contaban con la lealtad de los tres marineros contratados, los más rufianes que, Álvaro, encontró vagabundeando por los muelles y necesitados de las monedas de oro que les había prometido. Poco antes de llegar a una playa, que Rocío había escogido para desembarcar a los militares, les desarmaron para que no presentaran la menor resistencia. Dejándoles en ella, éstos podrían regresar sin problemas a Málaga, y ellos tendrían el tiempo suficiente para escapar antes de que avisaran sobre lo sucedido. Una vez lo hicieron, continuaron hacia el Sur, conscientes de que los soldados informarían sobre la ruta seguida. Justo después de la puesta de sol, Rocío dio la orden de dirigirse hacia el Este con la intención de adentrarse en el Mediterráneo y dar un pequeño rodeo hacia las Islas Baleares. El plan consistía en despistar a los buques de guerra que pudiesen perseguirles, y contratar algunos marineros que completaran una tripulación más numerosa.

De esta forma es como Rocío, Álvaro y Damir abandonaron España con la intención de no regresar en mucho tiempo; se habían convertido en unos proscritos y, sin duda, serían perseguidos como tales y ajusticiados si llegaran a ser apresados.

Durante varios días, Rocío se sintió triste por cómo se habían desarrollado los acontecimientos y la forma en que había sido repudiada por su propio hermano, la persona en la que más había confiado después de su padre. Meditó mucho sobre la crueldad con que había sido tratada por la fortuna y sobre la vida que dejaba atrás. Recordó los años felices que vivió en su amada Andalucía y lamentó que, a partir de ese momento, debería renunciar a sus apellidos y ser simplemente Rocío…

 

CONTINUARÁ…

 

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Os recuerdo que, quien quiera y le apetezca, puede dejarme algún comentario con sugerencias, correcciones, un beso, o lo que quiera. No tengáis reparo ni temor, pues a nadie me como y lo recibiré con la mayor de las ilusiones.

Os espero en el siguiente capítulo. ¡Gracias por el tiempo que me habéis dedicado!