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Funeral de una sumisa

en Dominación

Miré a mi alrededor. ¿Cómo había llegado a ese lugar? No conseguía recordar… Pero tenía que ser un sueño. No existía otra explicación. Si todo aquello no fuese producto de mi imaginación ¿Por qué estaba yo en aquel bosque oscuro y de espesa vegetación? Yo debía estar en mi casa, en mi cama. Durmiendo. Con mi marido.

Mis ojos bajaron para echar un rápido vistazo a mi cuerpo. Por suerte no iba desnuda, pero lo que llevaba puesto tampoco es que me dejara muy tranquila. Provocaba más preguntas que respuestas. Era uno de esos pijamas blancos de tirantes, con falda larga por debajo de las rodillas. Seguro que mi abuelita debía tener uno igual a este  cuando era pequeña. Era todo lo que llevaba cubriendo mi desnudez. Mis pies descalzos se apoyaban directamente sobre un tortuoso sendero cubierto de pequeñas piedras y hojas caídas de los árboles. Luego, incliné mi cuello hacia atrás y miré hacia arriba. El espeso follaje me impedía ver el cielo. Aun así, sabía que era de noche, y que en algún lugar más allá de la espesura debía haber una enorme y pálida luna llena.

Curiosamente, el ser consciente que estaba soñando no hizo que despertase. No tenía demasiado sentido quedarme allí de pie sin hacer nada, así que empecé a avanzar por el sendero, sin saber  dónde me conduciría. A pesar de no llevar zapatos, y que el camino era accidentado, no sentía nada de dolor en las plantas de mis pies. Era como si pisara un colchón de aire invisible.  Todo a mi alrededor parecía salido de una película antigua. Las tonalidades no variaban de una amplia gama de grises. Todo era igual, el camino, los árboles,...

Mientras avanzaba por aquel sendero pensaba que tal vez fuese a parar a algún pueblo o lugar habitado, pero me equivocaba. El camino se interrumpía bruscamente, perdiéndose bajo las raíces de un viejo y enorme Sicómoro, árbol en el que, según la antigua mitología egipcia, se sientas las almas de los muertos en forma de pájaro. Dice la leyenda que gracias a los poderes místicos de dicho árbol, las almas pueden regresar a su hogar de vida eterna en el mundo divino.

Incrustado en su tronco, había un espejo enorme en el que me podía ver reflejada de los pies a la cabeza. Pero curiosamente no era mi yo actual la que  me devolvió la mirada desde dentro del cristal, sino una yo mucho más juvenil. Una niña de no más de 12 años de edad, a la que hacía mucho tiempo que no miraba a la cara. Ambas llevábamos el largo pelo negro suelto en ondas irregulares por la espalda. Su pijama era exactamente igual que el mío. Pero ella llevaba unas lustrosas zapatillas rojas, de las que yo no disponía.

La niña me miraba muy seria, sin modificar ni un ápice el gesto frío de su rostro. Alcé mi mano derecha, y ella hizo exactamente lo mismo que yo. Fui a apoyar la yema de mis dedos sobre la fría superficie, pero el espejo, tomando en ese momento la textura de una especie de agua que no mojaba, dejó que mis dedos lo atravesasen. Los retiré algo asustada. Yo miraba a la niña, y esa niña que había sido yo me miraba sin sonreír.

Bueno, si había llegado hasta allí, siendo todo un sueño, no iba a detenerme en ese lugar. Sinceramente, mi curiosidad pudo con mi precaución, y terminé cruzando el espejo de un solo paso.

Cuando llegué al otro lado las cosas se volvieron mucho más disparatadas. La aburrida y monótona tonalidad de grises que me rodeaban en el bosque había sido sustituída por un alegre arcoíris de colores. Ya no estaba en un bosque. Estaba en un enorme claro cubierto de césped. Ahora ya podía ver la luna llena brillando por encima de mi cabeza, iluminándolo todo a mi alrededor con su mortecina luz.

Allá hacia donde mirase, por todo el horizonte, veía grandes juguetes rotos tirados por todas partes. Había cajas con figuras, payasos, cajas de música… Una interminable colección de cachivaches estropeados que me sacaban dos o tres cuerpos de altura, como si fuesen pequeño edificios, y no los juguetes maltratados de un niño.

Aquello hacía que los vivos colores no resultaran alegres, sino extraños y muy inquietantes. En ese momento me di cuenta que ya no iba descalza. Llevaba unos lustrosos zapatos rojos puestos. Alcé la mirada y la fijé en el espejo. La niña no estaba. El reflejo era exacto a mi figura. Con la única diferencia que ya no iba descalza, unos mechones de pelo rojo oscuro salpicaban mi morena melena, y que llevaba puesta una curiosa máscara negra semi-transparente, como si fueran filigranas de lencería fina, pegada a mi piel. Rocé con la punta de mis dedos aquella fina tela, que resultó ser delicadamente suave al tacto.

El camino de piedras y hojarasca había sido suplantado por un camino de baldosas amarillas, muy desgastadas por el uso. Al final del mismo, pude ver el brillo sinuoso de lo que me pareció debía ser una gran fogata, y afinando el oído podía escuchar el rumor de unas voces lejanas. “Ya solo me falta encontrarme con el Mago de Oz y pedirle mi deseo” pensé en aquel momento.

Y riéndome de mi propia tontería, empecé a avanzar por el sendero, caminando a paso más rápido que antes. No sabía muy bien porqué, pero necesitaba… NECESITABA… llegar a mi destino con URGENCIA. Mi intuición me decía que no podía demorarme más. Terminé corriendo, sin motivo, pero con un malestar creciendo en mi interior a pasos agigantados.

Como iba corriendo por el camino con los ojos cerrados, no me di cuenta que las baldosas empezaban a separarse unas de otras, habiendo crecido el césped entre ellas. Tropecé y terminé dándome de bruces al suelo. Suerte que se trataba de un sueño. Podría haberme hecho mucho daño si me hubiese pasado eso mismo en la vida real.

Frente a mí, como había imaginado, había una enorme pira. Alrededor de la misma, entre los juguetes caídos, estaban unas personas, en los que parecía ser una fiesta de disfraces. Todos, hombres y mujeres, lucían elegantes trajes como de época, y llevaban la cara tapada con distintos tipos de máscara, ninguna igual a la mía. Algunos tenían narices ganchudas enormes, otras eran de estilo veneciano, muy elaboradas…

A pesar de mi espectacular entrada, nadie me prestó atención. Bailaban alrededor del fuego al son de una música inaudible para mí. Me puse en pie y sacudí las briznas de hierba de mi pijama blanco. No me importaba ser la única que destacara, en cuanto a indumentaria. A pesar de no conocer a nadie en esa fiesta, y haber aparecido sin ser invitada, me sentía cómoda con ellos. Como si mi destino hubiese sido siempre haber terminado en ese lugar.

Cuando empecé a acercarme a los bailarines, me di cuenta que frente a la hoguera había una mesa larga de madera, y justo encima, un ataúd, con la portezuela abierta. Fruncí el ceño. No lo podía entender. ¿Por qué estaban todos tan alegres, bailando, si aquello era un funeral?

Fui hasta la mesa, sin necesidad de esquivar a los bailarines, pues parecía que ellos lo hacían por mí, danzando tan cerca de mi persona que sus vestidos al vuelo me rozaban, pero sin llegar a colisionar en ningún momento. Me detuve a escasos pasos del ataúd. Había empezado a sentir mucho miedo. Respiré hondo e intenté calmarme. No debía ser tan malo, si aquellos seres estaban de celebración. No podía marcharme sin ver qué era lo que había dentro del féretro. Volví a respirar hondo. Apreté los puños y di los pasos que me faltaban.

Dentro del ataúd vi a una chica joven, completamente desnuda. Tenía un cuerpo perfecto, me resultó hermoso como ningún otro. Delicado, femenino, y fuerte a la vez. El rostro de la chica estaba tapado, de su nariz hacia arriba, por una gran máscara como de cobre con forma de cabeza de león, decorada con multitud de plumas de la misma tonalidad. Todo su cuerpo estaba pintado con manchas como si fuese ropa de camuflaje. La chica llevaba puesto un delgado collar de cuero negro alrededor del cuello, del que colgaba una finísima cadena de oro viejo, cuyo extremo suelto tenía sujeto en su puño firmemente cerrado.

No pude evitar acariciar un pedazo de la fina cadena que salía de sus dedos. Recordaba haberla visto tiempo atrás. Por aquel entonces aquella muchacha estaba viva, llena de vida. Y su cadena de oro brillaba con luz propia, como si fuese su propio sol. Sabía que debía sentirme triste por ella. Lo normal habría sido ponerme a llorar. Pero no conseguía sentir nada. Era como si mi corazón estuviese muerto.

De repente empecé a notar decenas de manos puestas sobre mí, toqueteándome. Separé mi mirada de la chica con máscara de león para fijarla en las manos que me sobaban… ¿En qué momento me había quedado desnuda? ¡Ni los zapatos me quedaban! Solo la máscara negra sobre mi cara. Los bailarines se habían detenido, estaban medio desnudos, mostrando algunos su moreno torso, y otras sus enaguas…

Cerré los ojos. Alguien puso un objeto en mi mano. Al abrir los ojos de nuevo vi que se trataba de una copa de plata con la silueta de un unicornio grabada en ella. La luna, redonda y hermosa, quedaba reflejada en el oscuro líquido que había en el interior de la misma. Dejándome llevar por la situación, bebí de aquella copa. La bebida parecía una mezcla de alguna fruta tropical extraña con algo de licor fermentado. Deliciosa.

Acto seguido, las manos que acariciaban mi cuerpo me tumbaron sobre el suelo y empezaron a concentrarse en las zonas más erógenas del mismo. No sabría decir cuántos hombres y mujeres había en aquella orgía onírica improvisada, pero las sensaciones que estaba recibiendo mi anatomía eran muchas y muy excitantes. Había manos tocando mis piernas, brazos, espalda, pecho, barriga, entrepierna y mis labios, y mis manos pasaban de un cuerpo a otro sin distinción. Todo era muy erótico y reconfortante.

Pero antes de que la cosa pudiese ir a más, el ambiente se volvió tétricamente helado. Aparté un poco el amasijo de cuerpos que me cubrían, y vi a cuatro figuras negras, cubiertas por largas capas con capuchas, que habían alzado en féretro, ahora cerrado, sobre sus hombros, y se dirigían a paso lento hacia las llamas. Algo me dijo que aquello no estaba bien. Me puse en pie y empujé a los bailarines, para salir corriendo hacia la hoguera. Llegué justo cuando estaban inclinando el féretro para tirarlo dentro de las llamas. Intenté agarrar a uno de los encapuchados de negro, pero mis manos atravesaron su brazo como si fuese de humo. Mi corazón empezó a latirme desbocado en el pecho, Ahora sí que sentía las lágrimas rodándome por la cara. “¡NOOOOOOOOOOOOOOOOO!” grité espantada.

En ese momento el ataúd terminó de caer, al chocar contra el suelo en el centro de la pira la madera de los costados se partió, dejándome ver su interior ¡Estaba vacío! Una mano se puso sobre mi hombro. Al girarme quedé cara a cara con la chica disfrazada de león, que antes había ocupado el ataúd, y que pensaba que estaba muerta. Un enorme alivio me invadió por dentro. Me sentí feliz por ella. La muchacha puso con suavidad su mano sobre mi nuca y acercó su rostro al mío hasta que nuestros labios se pegaron, y empezamos a besarnos. Cerré los ojos.

Al abrirlos, frente a mí, estaba el conocido techo de mi habitación. Miré el despertador digital sobre la mesilla. Eran pasadas las 3 de la mañana. Me puse en pie sin hacer ruido para no despertar a mi marido, me fui al baño y me lavé la cara. Al mirarme al espejo acaricié mis labios. Había sido todo tan real… La luna llena asomaba llena al otro lado de la ventana, reflejándose en el espejo. Alcé una mano y la avancé. Mis dedos chocaron con el frío cristal. Sonreí por mi tontería… Por un momento… Por unos escasos segundos… Había imaginado qué sucedería si el espejo, como en mi sueño, tuviese la consistencia del agua y pudiera atravesarlo… ¿Me atrevería a cruzarlo en la vida real? Aunque eso era una tontería de pregunta, ya que cosas como esa era completa y absolutamente imposible que sucedieran fuera del mundo de fantasía de los sueños nocturnos.

En vez de volver a la cama, encendí el ordenador y escribí esta historia, tan distinta a las que os tengo acostumbrados. Pero necesitaba hacerlo, como necesité mirar dentro del ataúd en mi visión.

Felices sueños…

La Doncella Audaz.

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