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Águila blanca. Serpiente Negra.01.

en No Consentido

El jefe “Águila blanca” y el resto del poblado celebran el rito de paso de niña a mujer de su hija menor “Venadito”. De pronto “Serpiente negra”, su vil hermano, irrumpe en el poblado acompañado de su sádico hijo Yaotl, y sus hombres, masacrando a los habitantes y ejecutando una cruel venganza sobre la familia de su hermano.

 
 

Esta historia ocurrió hace muchísimo tiempo, en la región de Mesoamérica. Mucho antes que esa tierra fuera colonizada por invasores españoles. Antes incluso que Teotihuacán, una de las más importantes capitales indígenas de la región, fuese construida. En una época muy temprana del hombre, cuando por causa del clima se habían extinguido los grandes animales de caza, y los indígenas tuvieron que aprender a cambiar su forma de sobrevivir, pasando a cazar pequeñas presas y a descubrir la agricultura, y la doma de los primeros animales.  En aquella región los habitantes eran habitualmente de piel morena, pelo lacio y negro, y ojos color azabache.

 

Nos hallamos en un pequeño poblado perdido en la densa selva. Por aquel entonces el jefe de dicha aldea se llamaba Itzcuauhtli, que significa “Águila blanca”. Ese líder era un hombre firme, honorable, un valiente luchador. Todos en su poblado, y a los alrededores le conocían y respetaban. El jefe vestía una túnica con capucha de plumas enormes e inmaculadamente blancas, lo que provocaba una visión impresionante. En su mano derecha sujetaba una larga y gruesa lanza de madera completamente blanca más alta que él, y de la misma y rara tonalidad era la piedra que componía la flecha que había en el extremo superior de la misma y las plumas que decoraban su base. Esos materiales no estaban pintados, eran así al natural, y por su escasez eran muy valorados y se les atribuía poderes místicos.

 

Ese día en concreto, “Águila blanca” tenía motivos para sentirse feliz, pues Mazatzin, su hija menor, llamada “Venadito”, una niña delgada y grácil, había comenzado a sangrar, y esa noche toda la aldea celebraría el paso de la menor de sus hijas de niña a lo que se consideraba toda una mujer en esa época remota de la historia.  Itzcuauhtli estaba sentado en su asiento de pieles, y no le prestaba demasiada atención a los preparativos del festejo en los que estaban ocupados todos en el poblado.

 

“Águila blanca” se acarició la mejilla izquierda, donde lucía una fea cicatriz. Recordaba cuando su mujer y madre de sus dos hijas pasó por ese mismo ritual, tantos años atrás. Jatziri, su esposa, provenía de algún lugar remoto más allá del mar, y era la única en todo su poblado que poseía una vistosa y larga cabellera de una tonalidad rubio claro precioso, que relucía con el sol, y que conjuntaba con sus curiosos orbes azules celestes, tan distintos a los azabaches más comunes por la zona. Su piel era pálida y muy suave.

 

Su hija menor Mazatzin “Venadito”, cuya figura era muy delgada y sin curvas, pues todavía no estaba desarrollada, poseía rasgos físicos muy parecidos a los de su madre. Era una preciosa niña de ojos celestes y de pelo rubio oscuro. Y poseía una preciosa y sensual pequita oscura justo en medio de su mejilla izquierda, exactamente como su progenitora. La más mayor de sus hijas, Eleuia “Deseo”, en cambio tenía orbes y color de pelo de un castaño oscuro, más parecidos a los de la gente de la tribu. Su cuerpo de joven mujer poseía las más voluptuosas curvas.

 

Jatziri, la mujer del líder, poseía un aura propia de belleza sublime, rasgo que ella había compartido con su hermana menor Ameyaltzin, tan rubia y pálida como ella, que era a su vez su cuñada, es decir que estaba casada con su hermano mayor. De pronto el corazón del bravo guerrero se inundó de dolor, cuando recordó un oscuro y tormentoso momento de su pasado, que trató de alejar rápidamente de su cabeza.

 

Estaba atardeciendo. La joven “Venadito” había pasado el día con Jatziri, su madre, y con Eleuia, su hermana mayor. Las mujeres habían lavado a consciencia a Mazatzin. Luego, le habían pintado con los dedos su delgado cuerpo con símbolos rituales, dibujándole largas líneas de tonalidades azules y blancas por su rostro, espalda, por sus pechos incipientes, que la cría llevaba descubiertos, como hacían habitualmente las hembras de la tribu, y también pintaron sus finas piernas. Eran símbolos protectores que usaban las chicas en su rito de paso a la edad adulta como mujer. Para que los malos espíritus en los que creían, como en creían en el sol o en la luna, no entraran dentro de ella y la maldijeran de por vida.

 

Jatziri y Eleuia aparecieron con la pequeña Mazatzin en la plaza central de la pequeña aldea. Al igual que el resto de las mujeres, ellas llevaban sus pechos al aire sin vergüenza. La orgullosa madre lucía una especie de falda larga hasta casi tocar el suelo, tonalidad verde turquesa, el color de la realeza, y un collar de cuentas de varias tonalidades del mismo color. Se había hecho un peinado típico, con una coleta alta, dejando una especie de moñito redondo en la coronilla y luego su pelo rubio caía lacio por en medio de su columna hasta más allá de su cintura.

 

Su hija mayor Eleuia, en cambio, se había puesto una falda bastante más corta, y de color rojo vivo, el que llevaban las hembras en edades casaderas y solteras. Para resultar todavía más llamativa, “Deseo” se había pintado sus labios y pezones de carmín fogoso, al igual que las espirales cuadrangulares que lucía pintadas de rojo en todo su cuello. “Deseo” se había peinado toda su hermosa melena castaño oscuro suelto y de lado, por encima del hombro. Eso provocaba que su propio pelo ocultara a ratos uno de sus pechos, dejándolo al descubierto dependiendo de cómo se moviera, lo que resultaba de lo más morboso a los hombres de la tribu. Tres grandes flores rojas coronaban aquella obra maestra.

 

La pequeña Mazatzin por su lado, cubría la mitad inferior de su delgado cuerpo infantil con una falda blanca por las rodillas, y llevaba un collar de plumas del mismo color, significado de su pureza. Su melena rubia oscura, peinada con la raya en medio, caía suelta por debajo de sus hombros.

 

Itzcuauhtli presidía la ceremonia, junto al brujo de la tribu y la sacerdotisa. Los tres estaban situados frente a la alta estatua de piedra con forma natural de círculo con un orificio central. En frente en el suelo las mujeres de la tribu habían hecho una enorme alfombra de coloridas flores amarillas rojas y verdes, con formas geométricas sagradas, como ofrenda al Dios por el ritual.  “Venadito” poco tenía que hacer, más que quedarse quieta y ver cómo avanzaba aquel ritual. Lo más importante era lo que sucedería a continuación. La verdadera prueba de valentía que la convertiría en una mujer de pleno derecho.

 

Ya entrada la noche, Mazatzin fue llevada por la sacerdotisa, su madre, su hermana y acompañada del resto de féminas de la aldea, a una cabaña que había algo lejos del poblado, en lo alto de un promontorio. Entró por su propio pie, cerrando la puerta sin mirar atrás, como habían hecho todas esas mujeres que la acompañaban antes que ella, generación tras generación. Esa era la verdadera prueba. Tenía que pasar allí sola esa noche, mientras los habitantes de su poblado disfrutaban del festivo evento.

 

La celebración continuaba en el poblado. Un rato después, los adultos mandaron a los más jóvenes a dormir. Era tarde y la fiesta ya la iban a terminar ellos solos, bebiendo, bailando y follando con sus parejas, como acto de ofrenda a la vida.

 

En vez de irse a dormir, Eleuia, la hermosa hermana mayor de Mazatzin, se escabulló en silencio entre las sombras y fue a la cabaña de lo alto del promontorio. Las paredes estaban hechas de finas ramas irregulares, lo que dejaba muchos huecos entre ellas.

 

-Eh, “Venadito” ¿estás bien? – le preguntó la mayor, susurrando.

 

-Esto da un poco de miedo, pero estoy bien – respondió Mazatzin, acercándose donde estaba su hermana.

 

Eleuia metió la yema de los dedos por entre las ramas, y su hermana los cogió con su mano más pequeña. Se quedaron así, en silencio, dándose puro amor la una a la otra.

 

De pronto, se escucharon unos gritos que provenían del poblado. Pero la espesa maleza, y la oscuridad reinante, dejaban más bien poco a la imaginación.

 

-¿Qué está pasando Eleuia? – le preguntó la menor, muy preocupada.

 
 

-No lo sé. No puedo verlo. ¡Tengo que irme Mazatzin! ¡No salgas de la cabaña por nada! – “Deseo” se puso en pie y salió corriendo - ¡Ahora mismo vuelvo “Venadito”! – le prometió a su hermana menor.

 

La pequeña rubia se quedó sola en aquella oscuridad. Podría haber salido de la cabaña, pues no estaba cerrada. De eso se trataba. Las niñas no pasaban a ser mujeres si no superaban el reto de pasar una noche a solas en aquel lugar solitario y alejado del poblado. Era su prueba de valentía. De que valían para la sociedad. Si la hija menor del jefe del clan salía de allí por voluntad propia antes de que el sol asomara por el horizonte, una terrible catástrofe caería sobre ella y sobre todos los habitantes de la aldea. Así que por mucho que la cría anhelase con todas sus fuerzas saber qué estaba pasando en su querido poblado, el miedo a la maldición que la acompañaría por el resto de su vida fue mayor que su curiosidad, y se quedó dónde estaba.

 

Pasados unos minutos que para la Mazatzin resultaron eternos, el griterío fue cesando.

 

-Eleuia vuelve ya por favor... Eleuia vuelve... Eleuia... – susurraba, repitiendo el nombre de su hermana mayor, casi a modo de mantra protector.

 

A continuación, se escucharon unos pasos acercándose a la cabaña. Mazatzin gateó veloz por el suelo alejándose rápido de la entrada y se quedó sentada con la espalda contra la pared más al fondo, abrazándose las rodillas y encogida sobre sí misma. Había oído varias voces masculinas. Ningún hombre de su tribu se acercaría a esa cabaña, sabiendo que en ella se hallaba una muchacha en su ritual de hacerse mujer. Por el mismo motivo que ella no había salido de la cabaña al escuchar los ruidos, por el terror a las supersticiones de su pueblo.

 

De golpe y porrazo, alguien pateó con muy mala hostia la puerta de la cabaña, y las ramitas que la formaban salieron volando destrozadas. Mazatzin notaba el corazón en su pecho latiéndole desbocado, tan rápido que resultaba ensordecedor a sus propios oídos.

 

-¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Un “Venadito!! ¡jajaja! ¡Ya sé lo que voy a cenar esta noche! –

 

Quien dijo aquella barbaridad fue Itzcoatl, el hombre conocido como “Serpiente negra”, que era ni más ni menos que el hermano mayor de su padre “Águila blanca”, es decir, el tío de la muchacha.

 

El padre de Mazatzin era un hombre algo más grande que la media, de rostro amable y fuerte. Pero su hermano mayor en comparación era mucho más grande, alto y fuerte. Tenía los músculos de todo su cuerpo muy prominentes y marcados, cual culturista. Además, como pudo ver, el hombre tenía tatuado en cara, brazos y piernas como simulando la piel de una serpiente. Itzcoatl cubría su robusta anatomía con una capa negra como la noche, atada a uno de sus hombros cual túnica griega. Un tocado de grandes plumas azabache intenso decoraba su cabeza.

 

Junto a “Serpiente negra” estaba Yaotl, el sádico de su hijo, que no tenía escrúpulos. De pequeños Mazatzin, Eleuia y él habían jugado juntos muchísimas veces, y por lo que le había contado su hermana mayor, sabía de la insana pasión de su primo por torturar animales. Todos en kilómetros a la redonda temblaban con solo oír su nombre. Y a ese carácter cruel y despiadado se le unía esa característica física única y perturbadora que le hacía reconocible allá donde fuera. Yaotl sufría heterocromía en sus orbes, el derecho negro como el resto de la tribu, pero su ojo izquierdo estaba tintado con un tono azul celeste muy claro, frio como el hielo, que no dejaba indiferente a nadie.

 

Yaotl, a diferencia de su padre, iba prácticamente desnudo. Cubría su virilidad y sus nalgas con un taparrabos compuesto por una cuerda atada a la cintura y dos pedazos de piel marrón oscuro colgando por delante y detrás del burdo cinturón. Si bien esa era la escasa ropa que vestía, en cambio lucía multitud de pendientes, collares y pulseras, en cuello, brazos e incluso en las pantorrillas, con una gran variedad de dientes y huesos de animales que él mismo había asesinado a sangre fría y por mera diversión. Su pelo cortado a ras por los costados y más largo por en medio, recordaba a los mohicanos. Además, se había limado sus dientes dejándolos afilados, para un mayor aspecto fiero. Asía en su mano diestra un hacha de guerra de empuñadura roja de dimensiones considerables, completamente manchada en oscura sangre.

 

“Venadito” reconoció a su tío y su primo por los tatuajes del primero y los ojos únicos del segundo, ya que era demasiado pequeña cuando ellos se fueron. Y si la niña rubia no se alegró demasiado de verlo era porque sabía que entre su tío y su padre había habido algún tipo de discusión o desacuerdo tan fuerte, que “Serpiente negra” le dio tal paliza a su progenitor que casi lo mata, y le dejó esa fea cicatriz en su mejilla derecha. Sin dar explicaciones a nadie, Itzcoatl, su esposa Ameyaltzin y su hijo Yaotl desaparecieron del mapa. Aquello había pasado diez años antes, cuando Yaotl el sádico contaba con seis, y sus primas Eleuia y Mazatzin, eran cada una dos y cuatro años menor que él. Hay que tener en cuenta que, en aquella lejana época de la humanidad, el paso a la mayoría de edad era bastante más temprano que en la actualidad.

 

-Yaotl... tío… pero ¡¿Qué pasa?! ¡No podéis estar aquí! ¡¡Marchaos!! – gritó Mazatzin, erróneamente más asustada de la ira de los Dioses que de “Serpiente negra”.

 

Itzcoatl soltó una fuerte carcajada y replicó:

 

-¡Jajajajaja! Que no puedo estar aquí dice el venadito ¿Las has oído, Yaotl? ¡Jajaja! – se dirigió a su hijo.

 

El silencioso primo de la cría se acercó de dos zancadas a ella y la agarró con muy mala hostia de los pelos, tirando de ellos con saña y sacándola a rastras de la cabaña donde ella realizaba su iniciación a la madurez. Mazatzin gritaba desconsolada, y trataba de escapar del sádico de orbes bicolor clavándole las uñas en el dorso de la mano y pataleando con todas sus fuerzas.

 

-¡Suéltame Yaotl! ¡Déjameeee! –

 

Los gritos de la muchacha cesaron de golpe en cuanto llegaron al que había su hogar. El poblado estaba completamente arrasado. Más de la mitad de las endebles cabañas habían sido destruidas. La mayoría de sus habitantes yacían muertos sobre el suelo, manchándolo con su sangre de tonalidad carmesí oscuro. Mazatzin sintió caer gruesas lágrimas de sus ojos. No era capaz de entender nada.

 

-Itzcoatl basta... ¡hermano te lo suplico! – era Itzcuauhtli “Águila blanca” quien hablaba, con la voz ronca y rota por el dolor.

 

El jefe del poblado había sido derrotado por el enemigo, el clan de su propio hermano, que les doblaban en número y en barbarismo. Justo en medio del poblado, en frente de la estatua circular, Itzcuauhtli había sido colgado de la firme rama de un árbol, con los brazos completamente abiertos y clavados al tronco con varios puñales que atravesaban su carne y su piel por siete puntos distintos. Puesto de aquella forma, con la capa de plumas blancas que llevaba puesta, parecía realmente un “Águila blanca”. O más bien rojiza, por la cantidad de sangre que había manchado su tocado.

 

-¿Me lo suplicas? Jajajaja ¿Y te crees que suplicando no ejecutaré mi venganza? Que poco me conoces hermanito jajajaja – le respondió Itzcoatl “Serpiente negra”.

 

-Papá... no entiendo nada. ¿Qué está pasando? – le preguntó entre lágrimas Mazatzin a su progenitor.

 

Pero fue su tío, y no su padre, quien respondió a la mocosa:

 

-Tu padre es un traidor de la peor calaña. Os tiene a todos bien engañados. Pero yo conozco su verdadero rostro – pasó de mirar a la cría a mirar al padre de esta – Tú me hiciste el hombre más desgraciado del mundo. Arruinaste todo lo que hermoso en mi vida. Me convertiste en un miserable. Y hermano, he venido a devolverte el favor - sentenció el vil hombre, con la voz cargada de odio.

 

“Serpiente negra” alzó la mano y a su señal, varios de sus hombres se acercaron a las niñas Eleuia y Mazatzin, y a su madre Jatziri, para sujetarlas. Ahora que tenía a todo su público presente, ya podía comenzar la función. Itzcoatl acarició el rostro de su cuñada, que intentó apartarse de él como pudo, y volvió a dirigirse al traidor de su hermano menor.

 

-Lo primero que haré será violar a tu esposa. Mancillaré su útero corriéndome dentro, para que sea deshonrada y cruce al más allá con mi semen rezumándole de ese coño de puta que tiene – le dijo con maldad absoluta, pues realmente pensaba violarla y matarla.

 

Al escuchar eso Jatziri gritó y se revolvió, pero estaba bien sujeta. La mujer, como sus hijas, desconocía el secreto que mantenían su marido y su cuñado. Y no comprendía como podía llegar su deseo de venganza hasta tal extremo. Itzcoatl “Serpiente negra” siguió hablándole a Itzcuauhtli. Pero las amenazas del hermano mayor del jefe del poblado arrasado no terminaban allí.

 

-Cuando termine con tu esposa, violaré a Mazatzin, tu hija pequeña. Ella se convertirá en mi consorte. Parirá mis hijos y cuidará de mis nietos cuando me haga mayor ¡Jajajaja! –

 

La joven “Venadito” abrió los ojos como platos:

 

-Nno puedes hacerme eso... ni si quiera terminé mi rito de madurez...– decía entre sollozos la cría de pelo rubio oscuro.

 

-Jajaja ni lo vas a hacer “Venadito”. Serás mi niña-esposa por toda la eternidad jajajajaja – respondió su malvado tío.

 

Y a continuación añadió:

 

-Mi hijo Yaotl ha reclamado a la hermana mayor de mi “Venadito”, Eleuia, como suya. ¡Y será su premio por esta gran victoria! –

 

La pobre Eleuia miró a su primo con terror en sus orbes castaño oscuro. Él le devolvió una mirada fría, sádica y bicolor que le erizó todo el vello de su cuerpo.

 

-Itzcoatl... hermano ¡Te lo ruego! Deja a mi familia en paz. Tu problema es conmigo, no con ellas – suplicó “Águila blanca” y padre de las niñas.

 

-No, Itzcuauhtli. Tú deshonraste a la mía, no a mí – sentenció “Serpiente negra”.

 

Entonces el malvado hermano menor del jefe de la aldea se dirigió al hombre que sujetaba a su cuñada Jatziri, y le dijo:

 

-Suéltala –

 

El hombre así lo hizo. Jatziri salió corriendo a abrazar a su esposo, que no podía corresponder a su abrazo por tener los brazos clavados a la rama del árbol con esos puñales.

 

-Itzcuauhtli... – la mujer rubia se abrazó a él y le miró con lágrimas en los ojos. No entendía nada de lo que estaba pasando, y eso la aterrorizaba. Miraba con ojos celestes interrogantes a su marido, como reclamándole en silencio el porqué de todo aquello.

 

-Jatziri... amada mía. Lo siento... lo siento mucho – sabiendo que su muerte estaba cercana, y que iban a sufrir, tanto ellos como peor aún, sus hijas, por culpa de aquel error suyo del pasado, el jefe de la aldea se sentía en ese momento el ser más ruin del maldito universo.

 

“Serpiente negra” se acercó a ellos, pegándose a la espalda de Jatziri, y puso sus manazas sobre los protuberantes pechos de su cuñada.

 

-Hmmm... que tetas más magníficas. Se nota que has amamantado. Son grandes y turgentes. Qué maravilla poder tocártelas por fin –

 

Mientras le hablaba, Itzcoatl sobaba enérgicamente las tetas de Jatziri, siempre mirando fijamente a los ojos a su hermano “Águila blanca”. Comenzó a apretar su inflamada virilidad contra las nalgas de la hembra, que no paraba de quejarse.

 

-¡Basta ya! ¿¿Qué te hemos hecho para que nos trates así?? ¡¡Para, te lo ruego!! – dijo Jatziri.

 

El sádico Yaotl había empujado a su prima y futura hembra, la mayor de las hermanas, contra otro de sus guerreros, que la sujetó de manera firme, así él pudo recoger del suelo la larga lanza blanca con plumas, que el jefe del clan Águila Blanca había dejado caer cuando fue reducido, y fue a situarse a la espalda del jefe, amenazando con atravesarle con ella.

 

Cállate, puta! ¡¡Como escuche un solo grito más mato a tu marido!! – amenazó muy seriamente el primo sádico de peinado mohicano.

 

Jatziri, para evitar un mal mayor, y creyendo que de algún modo podían encontrar la manera de solucionar aquel malentendido que no comprendía, finalmente se dejó hacer. Bajó las manos, tratando de alejarse un poco de su amado Águila Blanca, pero el bastardo de su cuñado no se lo permitió.

 

-Ponte como estabas abrazada a él. Quiero que vea bien de cerca cómo destrozo, humillo y desprecio todo aquello que es más importante y querido para él. –

 

La madre de las niñas obedeció, y volvió a abrazarse a su marido Itzcuauhtli, quien poco a poco, muy despacio, iba desangrándose por sus numerosas heridas.

 

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